Kitabı oku: «El libro de las palabras robadas», sayfa 4
−Escúcheme –dije tratando de concentrarme en la conversación−. ¿No se da cuenta de que hablamos de algo absurdo? No existe ningún libro como el de mi novela, es un libro imaginario que describe algo imposible, como puede serlo La historia interminable… Son mundos creados para evadirnos de este otro mundo real y cruel que nos ahoga diariamente. Ojalá existiera El libro de las palabras robadas, pero puestos a fantasear estará de acuerdo conmigo que el derecho a poseerlo sería entonces de los poetas árabes, ¿no lo cree así?
Estaba seguro de que había terminado por convencerlo con mi reconvención. Aguardé más de un minuto a que respondiera, creyéndolo derrotado.
−Lamento que no quiera colaborar –dijo al fin−. Esto nos obliga a actuar de otra manera… Muy pronto tendrá noticias nuestras.
Me había colgado, dejándome con ganas de aclarar su velada amenaza, y cerré el móvil de un golpe, con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escaparse de mi cuerpo. Pensaba en Ágata, en el libro que me había mostrado y en el texto que había descubierto en él, y sentí la imperiosa necesidad de regresar a casa y releer mi novela. Miré entonces hacia la puerta de cristal, y vi el cielo nublado y a mi padre en primer término con la regadera ya vacía en la mano.
−Hijo, pareces un cadáver. ¿Te encuentras bien?
Estudié esa figura que se recortaba contra el vano de la puerta. Damián estaba allí, como siempre, con esa expresión serena de la que había hecho gala toda su vida, la de un hombre cabal, equilibrado y pacífico. Dio un paso corto, se miró la punta de los zapatos, y de súbito volvió a enseñarme ese aire de desvarío que se apoderaba de él.
−No te quedes ahí parado, podría mearme encima de ti si quisiera… −esbozó una sonrisa torpe, como si escapara de él, y no supe si ese hombre seguía siendo mi padre o no.
Me giré, no pude evitar darle la espalda, y me encontré entre sus estadios vacíos, en medio de un silencio congelado en imágenes en blanco y negro, y traté de reprimir mi llanto.
Me daba cuenta de que Moses estaba absolutamente concentrado en mi historia, como si la llamada de O´Neal lo hubiera desorientado.
−Aclárame algo, Elio −dijo entonces−. ¿El libro que te mostró tu madre es el mismo del que te hablaba O´Neal?
−No exactamente.
−¿Por qué piensas que ellos creían que tenías el original de El libro de las palabras robadas?
Moví la cabeza de un lado a otro, sin certeza de nada. Entonces Moses dejó la libreta a un lado y se incorporó. Me sorprendió la agilidad del movimiento. De su escritorio, cogió un libro y descubrí con un algo de regocijo que finalmente se había decidido a cumplir su promesa: había comprado mi novela.
−No sabía que te gustaran los relatos de misterio −apunté con algo de guasa.
−No, no me gustan, pero tengo que leerla si quiero ayudarte. ¿Por qué no usas el apellido de tu padre? Urrea suena bastante mejor que Vázquez para un escritor.
−Fue una decisión algo romántica aunque quizá equivocada −le repliqué−. Seguramente tengas razón, como mi padre...
−Creo que seguiremos mañana −había devuelto mi libro a su sitio, y me contemplaba con el distanciamiento que creaba en cuanto la sesión llegaba a su término−. Elio, puedes llevarte tus seis pitillos –añadió sacando su reloj de bolsillo del chaleco.
Tomé aire, asentí, y lentamente repuse mi cajetilla con seis ejemplares impecables.
LA FOTO DE TETUÁN
Mi hermana Silvia no se parece a Ágata. Tiene los ojos verdes esmerilados, los labios rotundos y la mandíbula marcada, estrecha pero atractiva. El pelo castaño y las cejas poco tupidas la diferencian claramente de nuestra madre. No sabría decir si es guapa para los otros hombres, ni siquiera si despierta alguna atracción. De lo que sí estoy seguro es que se trata de alguien en quien me puedo refugiar.
La llamé en cuanto dejé a Damián en casa de Julio Macho con una excusa banal. Julio es un viejo compañero, otro soñador con el que mi padre había compartido momentos de gloria y bastantes más desilusiones. Conduje por la avenida de la Rosaleda, pasé la Escuela de Idiomas y aparqué cerca del Mercado, así que sólo hube de caminar treinta metros hasta el edificio en el que vive mi hermana. Durante todo ese tiempo, la llamada de O´Neal era un eco en mi cerebro; me preguntaba qué habría querido decir cuando me amenazó con que le obligaba a actuar de otra manera. Sin saber la razón, pensé en Robert de Niro, en la escena de Uno de los nuestros en la que, junto a la barra de un bar, patea la cabeza de un hombre hasta machacársela. Pero O´Neal trabajaba para una empresa editorial y, por lo que yo sabía, los del ramo solían ser personas educadas que dilucidaban sus diferencias con un bourbon de por medio.
Cuando ya iba a llamar a la puerta, recordé alarmado que el relato que había llevado a la redacción de El Periódico de Málaga ya había sido publicado con anterioridad, tal vez dos años antes, quizá menos. Fue como un flash. Lo veía impreso con claridad, el título con mi nombre debajo, y ahora iba a salir de nuevo como si se tratara de un trabajo inédito. Miré el reloj. Ya no tenía remedio. Lo achaqué a mi estado de ansiedad, y deseé con rabia que nadie recordara ese cuento, que en su día hubiera pasado desapercibido.
−Hola −nos besamos en la mejilla, y Silvia me miró de arriba abajo, igual que una madre que comprobara si su hijo regresa del colegio sucio o con la ropa intacta.
−Elicito, pareces más delgado… Y me da la impresión que preocupado por algo.
Entré a grandes zancadas hasta el salón, una habitación rectangular recargada de muebles y objetos de cerámica, plata y cristal. Me dirigí directamente al mueble bar, una reproducción de una goleta del siglo XVIII con las velas desplegadas de la que, subiendo la popa, se podía acceder a sus bodegas que almacenaban una botella de Chivas, otra de J&B, un par de Larios y ron miel Yacaré. No había mucho donde elegir; dudé un momento y finalmente me decidí por la ginebra. Mientras, le fui contando el fiasco cometido con el relato. Con los cambios que había hecho en el texto incluso podía dar la impresión de que trataba de disfrazarlo. Una auténtica vergüenza. Si Moñino se daba cuenta sería pasto de sus ácidas bromas desde su columna.
−¿Te traigo hielo? Sólo tengo Nordic para acompañar… ¿Te van a echar del periódico por eso?
Se dirigió a la cocina mientras yo me dejaba caer en el sofá sujetando la botella por el cuello. Miré de nuevo el reloj. Me sentía correr por una pista de atletismo que no tuviera final, sin avanzar un solo metro pese a mi esfuerzo. Si no tomaba algo pronto, temía ahogarme. Sin embargo, mi hermana tenía razón: primero tendrían que darse cuenta, y luego Vilches me preguntaría qué era lo que había ocurrido, podía inventarme cualquier excusa, la verdad quizá, un simple olvido, un error humano, o venderle la moto diciéndole que se trataba de un mero ejercicio de estilo, y después de eso él pondría mala cara y me recordaría que el acuerdo firmado era que los cuentos semanales fuesen siempre inéditos. Nada más. Quizá Almagro se mofara de mí, cualquier excusa es buena para él, pero mi pesadilla era Moñino, si no hubiese escrito tan cruelmente sobre su libro de poemas tal vez ahora no volara sobre mi cabeza su sombra amenazadora. En el fondo, lo que temía era que algún lector avispado enviara una carta al director criticando mi falta de creatividad. Y siempre hay un jodido lector avispado.
Al poco, vi a mi hermana acercarse con un par de botellines de tónica y una cubitera con hielo.
−Yo también me tomaré uno –se sentó a mi lado, y noté el olor durazno de su piel−. ¿Traes algún pitillo?
−No sé si habrá algún Winston… −le pasé el paquete.
−¡Uno! –dijo con regocijo, haciéndose con él. Lo encendió y le dio una calada. El humo se enredó en su cuello y luego ascendió hasta disiparse. Brindamos, bebimos y nos quedamos un buen rato en silencio.
−He dejado a papá con Julio antes de venir a verte –dije.
−Pensé que hoy vendríais los dos a comer –respondió ella con la mirada perdida en los cubitos de hielo de su vaso−. Los niños almuerzan con su tía, y Lorenzo no llegará hasta la noche…
−A papá le ocurre algo. Supongo que le ha llegado la hora de comenzar a portarse como un viejo de verdad…
−No es tan mayor…
−Sí que lo es –la corregí−. Noto que está perdiendo algo de memoria, y que dice cosas tan extravagantes que a veces parece un niño pequeño. No sé…
−Aquí tenemos sitio de sobra, ya lo sabes. A Lorenzo no le importará que papá venga a vivir con nosotros, lo hemos hablado hace tiempo…
Di otro sorbo, ahora más largo, y dejé el vaso en la mesa baja. Me sentía avergonzado, como si de alguna manera le hubiera fallado a mi padre. Chasqueé la lengua.
−Si yo pudiera, también lo haría… Pero desde la separación los gastos me comen. No sé cómo irá el libro… Tendría que contratar a alguien para que vigilara a papá mientras yo estuviera fuera, y la verdad es que no puedo permitírmelo. Este ha sido el primer mes en el que me he retrasado en el ingreso de la pensión… ¡Joder! Lola me ha llamado hecha un basilisco, te la puedes imaginar…
−Elicito… −puso una mano en mi pierna−. Te acabo de decir que papá se vendrá conmigo. No has de preocuparte por nada…
Sentí el impulso de abrazarla y de besarla. Algo salía medianamente bien, por fin algo ocurría de la manera correcta. Pero me limité a asentir con la cabeza, aguardando quizá un imponderable aún sin discernir. Luego, le conté lo ocurrido en la consulta.
−Creía estar con un desconocido en vez de con papá... Pero más tarde pareció recobrar la cordura y yo, bueno… −sonreí a Silvia ladeando la cabeza−. Si lo hubieras visto llamando marrana a su vecina, ¿cuándo has visto a padre escupir palabrotas? La vejez es una mierda –dije, y apuré mi vaso.
−Mamá decía que era una injusticia.
Nos miramos como si el pasado nos hubiera traído una carta olvidada y tras leerla ninguno supiera qué decir. Y eso sí que fue un presagio… Entorné los párpados, con ganas de encerrarme en alguna parte donde nadie pudiera encontrarme en años.
−En casa de papá estuve un rato mirando aquella foto de Tetuán, y hubo un instante en el que pensé que podía tratarse de un burdo montaje, que la Medina sólo era un decorado, y que Damián nos la tomó en algún estudio y que nos han hecho creer todos estos años que aquel viaje fue real…
−¿Te pongo otro? Quizá eso te ayude a recordar tu niñez.
−No te burles…
Silvia me echó tres cubitos de hielo, dos dedos de ginebra y el resto del tubo lo completó con tónica Nordic. Miré la hora y me quedé ahí observando las manecillas mientras avanzaban inexorables. Jugaba a deshojar la margarita mentalmente, decidiendo si contarle lo ocurrido con Arturo Kozer y la acusación de O´Neal. Finalmente decidí que la última hoja que arrancaba era un no bastante cabal, no tenía por qué preocuparla también a ella.
Llené los pulmones de aire y, por un segundo, pensé que si lo retenía varios minutos sin expulsarlo tal vez perdiera la consciencia, incluso podría dejar de respirar para siempre, y la sola idea de que pudiera suceder me causó un inesperado regocijo interno. Sin embargo, no lo hice y acepté el vaso que me ofrecía mi hermana.
−¿Por qué le atraería tanto a papá fotografiar campos de fútbol vacíos? −mi hermana lo pensó durante un rato, pero no encontró la respuesta−. ¿Echas de menos a mamá?
−Muy poco –se sinceró Silvia en voz baja.
También estuve tentado de hablarle de la aparición fantasmagórica de Ágata, pero si se trataba sólo de un sueño no merecía la pena gastar saliva en ello. Poco a poco iba hurtándole mis últimas novedades y finalmente me desahogué con lo de siempre.
−Querría saber por qué he de ser yo el que siempre llama, por qué dejó de hacerlo Marco –me quejaba como si fuese algo que estuviese en las manos de Silvia−. Beatriz me convenció de que, si yo no tomaba la iniciativa, podía perder el contacto con él. Al muy cabrón nunca se le ha ocurrido venir a verme por sorpresa, o de darme un toque y decirme que se viene a casa sin más… Me gasté el dinero que no tenía para comprar un dormitorio, el escritorio nuevo y el maldito ordenador Mac para que se sintiera a gusto cada vez que decidiera pasar unos días conmigo. Sólo he cambiado las sábanas de su cama en una ocasión, y eso es más que lamentable –di otro sorbo, y noté el líquido refrescando el ardor de mis entrañas−. Me lo he llevado todo a la nueva casa, pero allí tampoco resulta. Cada vez que lo llamo se me hace un nudo en la garganta, me cuesta que las palabras se formen y no te cuento el esfuerzo que supone el pronunciarlas. Suelo quedarme unos segundos callado, y por último le dejo un estúpido mensaje en el contestador o corto sin más antes de que note que ya no puedo hablar… Lo echo tanto de menos… −mis dedos, al otro lado del vaso, parecían más grandes, como si los mirara con una lupa−. Muchas veces abro la puerta de mi casa y contengo la respiración creyendo que va a ocurrir lo que sucedía cuando vivíamos juntos, que Marco va a aparecer por el corredor urgiéndome a que lo siga enseguida hasta su cuarto para enseñarme algo que ha encontrado esa tarde por Internet… Pero por supuesto nunca sucede. Eso pertenece a un tiempo que se ha disfrazado de lejanía. Me pregunto si lo habrá seguido haciendo con su madre, y entonces me invade una sensación de envidia malsana… Querría escucharlo de nuevo moviéndose por la casa, encontrar su ropa tirada por el suelo o los restos de su bocadillo en la mesa del ordenador. Lo añoro todo de él, pero nunca se lo he dicho. A veces estoy a punto de confesárselo a través del contestador de su móvil, pero eso es de cobardes, ¿no te parece? Quizá me haya culpado de la separación, de ser el causante de que nuestra familia se haya ido a pique, y mi condena sea la de soportar su ausencia…
−Ya basta –me susurró Silvia al oído−. Cállate, por favor.
Me di cuenta en ese instante de que hacía rato que ella había apoyado la cabeza en mi hombro y de que me abrazaba por la cintura. La noté temblar, igual que un niño pequeño que hubiera sentido miedo en la oscuridad. No me moví para que no se separara. Era agradable permanecer así quietos, igual que cuando dormíamos juntos en los hoteles en los que nos hospedábamos durante aquellos largos viajes.
−¿A dónde nos llevó papá la última vez?
−¿No lo recuerdas? –la voz de Silvia se llenó de incredulidad−. Fue a Tánger, un par de años después del viaje que hicimos a Tetuán. Después de Tánger, no hicimos ninguno más. Algo ocurrió allí.
−¿Por qué lo dices?
−Papá no fotografió ningún campo de fútbol.
Me llevé el vaso a la boca, y luego me quedé callado en la misma posición, sintiendo la respiración entrecortada de Silvia.
NO HAY NADA ESCRITO
−De manera que Arturo Kozer te dijo que él era Jesús Ortega −Moses Shemtov tenía mi novela abierta sobre sus piernas. Había levantado la cabeza, y ahora empleaba sus estudiados ademanes para crear un ambiente de confidencialidad entre nosotros.
−Sí −le respondí−. Se cree el protagonista de mi libro. Mi editor piensa que se ha vuelto loco.
−Y tú, ¿qué crees?
−No lo sé. Pero había algo en la actitud de Kozer, en la manera de defender su posición, que me hace pensar que algo de lo que he escrito puede haberle causado algún grave problema…
−Tal vez tu historia le provocara un déja vu, que algún detalle le removiera un recuerdo o una situación traumática, eso sería plausible.
−No te lo discuto, Moses, pero me preocupa que de pronto no sólo me acusen de haber utilizado un texto ya escrito sino también de haber desvelado algo que a ciertas personas parece ponerlas nerviosas.
−Quizá te haya bloqueado el problema de tu padre, y creas que las cosas son más complicadas de lo que son realmente.
Durante un buen rato trató de convencerme de que lo importante era conseguir el equilibrio, ver la situación con cierta perspectiva; era como si me estudiara a través de un microscopio. Me sentía desfondado, con un sabor a derrota en la boca.
Me preguntó qué pensaba sobre el hecho de que mi hermana creyera que a mi padre le debió de ocurrir algo importante en Tánger para no fotografiar ningún campo vacío en la ciudad y para que, justo a partir de entonces, dejásemos de viajar.
−Pudo tratarse de una casualidad –dije–. Sin embargo, desde que me marché de la casa de Silvia estuve dándole vueltas al asunto, y sólo era capaz de recordar una vaga estampa de aquel último viaje: me acordaba de que estábamos en el muelle a punto de tomar el barco, mis padres se abrazaban con otra pareja, estrechamente, como si se despidieran para siempre; pero yo no sabía quiénes eran, ni siquiera cómo eran sus rostros. Luego, el barco zarpó y el regreso se ha difuminado en el pasado.
−¿No has pensado que es una escena muy parecida a la de tu novela?
−Sí, muy parecida… −musité atónito, como si de pronto Moses me hubiese abierto los ojos.
Efectivamente, en mi relato, Jesús Ortega escapa de sus perseguidores ayudado por Claudia, la mujer de François, su mejor amigo, una especialista en poesía árabe que le había acompañado durante sus peripecias, y juntos habían llegado al aeropuerto Marco Polo de Venecia para poner tierra de por medio. Allí, para su sorpresa, les espera François, al que creían muerto, y comprenden que han de entregarle El libro de las palabras robadas para ponerlo a salvo. Es entonces cuando Claudia tiene que decidir si marcharse con Jesús o quedarse con su marido y el códice. No hay palabras entre ellos, sólo miradas, sólo silencios ensordecedores, y los tres se abrazan para despedirse y Jesús Ortega embarca en el avión, solo, tan desilusionado como abatido.
−De todas formas, hay cientos de despedidas similares en la literatura y en el cine, así que no estoy muy seguro de que haya ninguna conexión −le aclaré a Moses tras pensar en esa escena. Él bajó la cabeza y ojeó de nuevo mi novela.
−Iremos comentándola –añadió, mientras yo asentía a su propuesta sin resistirme.
Me hizo entonces un ademán con la mano para que aguardara un instante. Dejó el libro en la mesa, y cogió cuidadosamente los cigarrillos que tenía una vez más preparados para mí.
−¿Por qué me los ofreces antes de terminar? –se encogió de hombros−. ¿Y por qué me das la docena completa?
−Digamos que tu libro me ha gustado más de lo que hubiera imaginado, es una forma de darte las gracias por ello. Quizá sea un premio a tu creatividad.
Eché un rápido vistazo: Gold Carlo, Salem, Pacific, Davidoff, Baltimore…
−¡Un Baltimore! −dije con cierta sorpresa−. Te estás esmerando muchísimo, Moses. ¿Dónde los consigues?
Sonrió, y me dejó fumármelo mientras continuamos hablando.
−¿Puedes decirme en qué se parecen el libro que buscan con tanto ahínco tus protagonistas, Jesús Ortega y Claudia Lama, y el que leíste entre sueños?
−No lo leí entre sueños −protesté echando el humo por la nariz−. Ágata lo sujetaba y yo lo tenía ahí delante, con sus tapas y sus páginas, con sus letras impresas.
−¿Qué letras impresas? −preguntó tratando de cazarme.
−Las que iban apareciendo ante mis ojos para que las memorizase…
−No entiendo −dijo de pronto Moses−. ¿Qué significa que iban apareciendo? ¿Por qué habrías de memorizarlas?
−Digamos que merecía la pena hacerlo.
−Bien, entonces dime: ¿en qué se parecían?
Pensé durante unos minutos mientras daba pequeñas chupadas al Baltimore, y realmente no encontraba una contestación que me satisficiese. Pero al final dije algo que escapó de mis labios.
−Los dos están en blanco.
Y Moses Shemtov me miró como si estuviese delante de un trolero. Pero luego se puso a leer algunos párrafos de mi libro, y minutos después volvió a explorar en mi pasado.
−Deduzco entonces que tu hermana no te reveló ninguna novedad más del último viaje a Tánger −dijo dándome el pie como hace un actor a otro en el escenario.
−No −le respondí−. Cuando salí de la casa de Silvia, me sentía tan abrumado que habría sido capaz de coger el primer avión y desaparecer para siempre. En lugar de hacerlo, decidí pasear; necesitaba sentir el aire en mis mejillas, olvidar todo lo que mi hermana me había hecho recordar. Creo que la maldije por eso. Pero mientras caminaba me acordé de Joan Gilabert y de su machacona insistencia para que comprara alguna obra de Kozer en la Feria del Libro de Segunda Mano, y aunque en realidad no era esa mi primera intención supuse que buscar uno de sus libros me ayudaría a dejar de pensar.
−¿Encontraste algún libro de Arturo Kozer?
−Más que eso… −le dije clavándole los ojos de manera que entendiese que ahora no debía interrumpirme−. Me dirigí al Parque. Llegué pronto, y, después de un buen rato, me di cuenta de que llevaba varios minutos dando vueltas en círculos mientras apuraba mi último Marlboro. Sacudí la cabeza, y me acerqué a las casetas. Los viejos best-sellers ocupaban el ochenta por ciento del espacio, pero a veces aparecía algo interesante. Compré un ejemplar de Pacífico de Garriga Vela, sin saber entonces que tenía entre manos una obra maestra. Estaba en perfecto estado, se notaba que sólo había conocido un dueño y de que éste cuidaba sus libros. También adquirí una edición muy deteriorada de La tregua de Benedetti, en este caso probablemente porque sus heridas movieron a mi compasión. Poco a poco, me iba encontrando más relajado… −Moses Shemtov me escuchaba atentamente. Por fin me sentía bien mostrándole mi vida, como si hubiésemos llegado al punto ideal en el que las confidencias se hacen precisas, casi necesarias. Se había ganado mi respeto. De modo que le conté, incluso, alguna de mis debilidades−. Ojeé muchos libros, y leí con curiosidad las dedicatorias escritas en algunos de ellos, que es uno de los encantos de los libros de segunda mano…
Casi a la mitad de los expositores, me encontré con una caseta más pequeña que el resto, apenas un metro de mostrador y con pocos libros. Lo atendía un hombre enjuto, de unos sesenta años; era alto, el cabello plateado, poseía cierta elegancia natural y daba la impresión de ser un tipo culto. En ese momento hablaba con una pareja bastante joven a la que entregó una bolsa con un libro en su interior. En cuanto ellos se separaron del stand, el hombre me miró de una manera que hacía imposible que pasaras de largo. Fue como si me hubiese atrapado con un lazo invisible.
−¿Ha encontrado algo interesante? –y señaló con un gesto de la cabeza los libros que llevaba en la mano.
−Algo –repliqué−. Teniendo en cuenta que no pensaba comprar, se podría decir que sí.
−Pero no lo que buscaba realmente –ironizó.
−No busco nada en concreto –le dije algo irritado. Me pareció un solemne engreído, como si quisiera hacerme creer que era capaz de adivinar mis preferencias. Yo sólo estaba en la feria por culpa de Joan Gilabert. Pero sus palabras me habían hecho recordar que también estaba allí para comprar alguna obra de Arturo Kozer.
Traté de saber qué era lo que vendía ese tipo pues ni siquiera había un triste cartel de propaganda a su espalda. La caseta era terriblemente desalentadora: exponía libros de viajes y modestas autoediciones, incluso libros de relatos y diarios escritos a mano que, probablemente, nunca encontraron editor, obras desechadas de autores desconocidos. Me pregunté quién estaría dispuesto a leerlas.
−Hay algunos libros que no se encuentran de una manera sencilla –su voz era agradable, aterciopelada, y, he de reconocerlo, hipnótica−. No le hablo de libros descatalogados, ni de incunables, ni siquiera de ediciones limitadas… Le hablo de esos libros que cada uno de nosotros, íntimamente, hemos deseado tener entre nuestras manos…
−Supongo que tiene razón…
−¿Se imagina que pudiera conseguir ese libro que siempre ha deseado tener?
Di un paso atrás, alejándome de la caseta, y miré al frontal superior: Librería La Vida es Sueño. Me pareció un nombre excesivo, pero le venía como anillo al dedo a quien parecía regentarlo. Su pregunta había hecho que me pusiera a la defensiva, ya que esas palabras las conocía perfectamente.
−Acaba de publicarse una novela que trata precisamente de algo muy parecido…
Le hablaba, por supuesto, de El libro de las palabras robadas, y la mencioné pensando que, si ese hombre me conocía por la prensa, me respondería que estaba bromeando conmigo y de que, en efecto, sólo quería que le hablara de mi última obra, eso me parecería incluso halagador. Sin embargo, me hizo un quiebro inesperado sacando de debajo del mostrador el viejo códice.
−No. Yo me refería a éste –de nuevo su voz me embozó de la misma manera que una sustancia opiácea−. El título sólo puede ponérselo usted.
Estaba como suspendido en el aire y notaba su mirada, escrutándome como si aguardara una respuesta que no hallaba. Tenía el códice justo ahí, sus tapas de madera oscura, ribeteada con clavos de plata y con un zafiro diminuto en la parte inferior de la cubierta superior. Existía, como yo mismo, como ese hombre altivo. Pero aunque lo contemplaba, no podía tocarlo, era como si aún continuara al otro lado del espejo, apoyado en los muslos de mi madre.
−Yo ya he visto este libro antes –murmuré en un hilo de voz.
No me cupo la menor duda, Moses, estaba frente a mí e inexplicablemente el título surgía solo: El libro de las palabras robadas. Era el mismo códice que me había enseñado Ágata, el mismo en el que había leído ese texto que prendiera en mi memoria igual que un daguerrotipo. Y sin ninguna duda también era el que yo había convertido en el motor narrativo de mi última novela. Era para volverse loco.
−Pensándolo bien –me interrumpió Moses frunciendo el cejo−, hay una gran diferencia entre lo que él decía y lo que tú has escrito. En tu novela hablas efectivamente de un códice con poderes digamos mágicos, sé que es un término que has evitado, pero en cierta medida lo es porque en tu historia quien lo tenía en sus manos poseía el derecho a acceder libremente a las poesías árabes desaparecidas en la época de Al Andalus. Por esa razón no entendí antes que me respondieras que estaba en blanco, como el de Ágata, porque dijiste que leíste algo cuando tu madre te mostró su códice; me habías desconcertado por completo.
−Moses, has leído mi novela… Recuerda que en ella, en las páginas del códice, hago que no haya nada, absolutamente nada… Claudia Lama es quien lo explica en un diálogo cuando dice que lo que leía en él es lo que durante toda su vida había deseado fervientemente poder leer...
Nos miramos, y Moses murmuró: prácticamente lo mismo que te dijo ese vendedor.
−Lo mismo –ratifiqué−. Pero la diferencia estriba en que lo ocurrido en la Feria es real y sucedió después de que publicara mi novela, no lo olvides, y mi libro es pura fantasía, así que no le busquemos tres pies al gato. Aunque te cueste aceptarlo, son dos historias absolutamente diferentes. Están los libros, sí, pero el resto…
−De acuerdo −transigió Moses−. Sigue…
Asentí, deseando que Moses Shemtov hubiera terminado por comprender mis argumentos. Continué entonces con mi relato de lo sucedido.
−Es suyo –me dijo entonces el librero.
Apenas lo había oído. Incluso dudaba de que hubiese dicho lo que acababa de escuchar. Alcé la vista, y me topé con su sonrisa embaucadora con la que trataba de colocarme ese códice cuyo valor era incapaz de calcular.
−¿Está catalogado? −quería ganar tiempo, averiguar si su contenido era el que había descifrado cuando mi madre me lo mostró. Traté de abrirlo, pero el tipo lo sujetaba con fuerza y desistí.
−No. Pero se sabe de su existencia, por supuesto. Borges ya escribió algo sobre él.
−El libro de arena –completé sorprendido.
−Le impactó, y le inspiró… Así es. Borges lo tuvo en su poder durante tres largos años. Fue la causa de que comenzara a perder poco a poco su vista.
−¿Cómo dice?
−Hay que saber utilizarlo, y también protegerlo de quienes querrían destruirlo, como a todos los libros que lo precedieron… −miró el ejemplar−. Pero ahora es su turno…
Lo miré como si pudiera desenmascarar su juego de malabarismo, porque, sin duda, se burlaba de mí en mi propia cara. Sin embargo, oía el eco de las palabras de Arturo Kozer y las de Robert O´Neal, como si él actuara en connivencia con alguno de ellos.
−No puedo pagar su precio –dije.
−No he mencionado ningún precio. Sólo sé que es su turno –insistió, seguro de sí mismo−. Yo regresaré cada año a participar en la Feria, y en una de esas ocasiones me lo devolverá. Depende de su compromiso de que ocurra pronto o no.
−Le repito que no dispongo del dinero suficiente…
Entonces apartó sus manos del códice, invitándome a que lo abriera. Sentí de pronto un cosquilleo, un estremecimiento contradictorio de pánico y de regocijo difícilmente explicable. Así la tapa de madera con cuidado y la abrí muy despacio, como hacía cuando le subía la colcha a mi hijo para taparlo mientras dormía. Por supuesto, y tal y como me barruntaba, reconocí lo que tenía delante, y notaba que bajo su frágil textura se escondían cientos de vidas, miles de historias, millones de palabras, ríos de saberes. Las páginas desgastadas y ancianas eran idénticas a las que viese con mi madre. Era tan sorprendente que resultaba fascinante, casi milagroso.
−No le resulta extraño, ¿verdad? ¡Cójalo! –me conminó el hombre, ahora con el ceño adusto, irritado por mis dudas−. Son pocos los privilegiados, y usted es uno de ellos.
No entendía cómo había podido suceder, qué fuerza misteriosa hacía que yo hubiese escrito una novela acerca de un libro similar a éste sin conocer previamente su existencia, modelando una quimera, y que mi madre, muerta desde hacía años, hubiese reaparecido en forma de fantasma o de recuerdo o de espíritu, me daba igual, como si hubiese regresado con el único propósito de prepararme para este acontecimiento. Miraba a ese hombre mientras pensaba en todo ello, y me pregunté quién demonios sería, cómo era posible que pudiese tener en su poder ese libro. Su personaje no existía en mi novela, de manera que no contaba ni con la opción de creer en lo que hubiera escrito de él ni con la posibilidad de contar con una respuesta, aunque fuese igualmente ficticia.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.