Kitabı oku: «La Sombra Del Campanile», sayfa 3

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―¡Que así sea! ―continuó el Cardenal Baldeschi, haciendo de tripas corazón y, de todas maneras, satisfecho en su interior de cómo había ido la operación; si muchos ciudadanos se habían perdido la vida, peor para ellos, no era un gran problema. ―Como había prometido, intercederé ante el Santo Padre para que a vos, Granduca della Rovere, os vengan restituidas tierras y títulos. Podréis retiraros a Urbino y ser respetado por siempre por vuestros súbditos. Por lo que respecta a Ancona, querido Duca, dentro de un mes haré depositar en las cajas de vuestra ciudad diez mil florines de oro que servirán para ampliar y fortificar el puerto pero deberá ser garantizada la escala comercial a los mercaderes de la ciudad de Jesi. Y ahora, retirad vuestros ejércitos.

Francesco Maria della Rovere finalmente dio orden a sus tropas de abandonar la ciudad. Los invasores se fueron con una caravana de más de mil bestias cargadas con un montón de cosas excelentes, además de un gran botín en dinero, joyas y piezas de artillería. Por su parte, el Duca di Montacuto, no fiándose del todo de la palabra del Cardenal, retiró el grueso del ejército pero dejó una guarnición en Jesi que solamente se iría después de que la ciudad vencida hubiese pagado lo pactado.

En esos días, Artemio Baldeschi, estaba demasiado concentrado en el curso de los acontecimientos para darse cuenta de lo que estaban haciendo su hermana y su sobrina y ni siquiera se había percatado de que la muchacha, desde aquel famoso jueves por la noche, había desaparecido. Habían advertido su ausencia, perfectamente, las dos siervas, la rubia y la morena, Mira y Pinuccia, que esperaban el seguro arrebato del Cardenal en el momento en que por fin la notase. Las dos sirvientas sabían bien que, desde aquella noche, Lucia se había encerrado en la mansión de los Franciolini, empeñada en curar a Andrea, herido gravemente en la confrontación con el enemigo y sabían bien que si el tío de la muchacha llegaba a enterarse se enfurecería aún más.

La noche de la fiesta, Lucia, en cuanto se acabó de vestir, salió al balcón del palacio que se asomaba a la plaza de abajo y que dominaba la misma, para observar el cortejo de los nobles Franciolini que llegaba desde el lado opuesto, desde la Via delle Botteghe. Estaba cayendo la noche y parecía que todo marchaba bien, que todo estuviese tranquilo, y la mala sensación que había sentido poco antes ya había desaparecido. Pero, de repente, desde la Via del Fortino, habían comenzado a desembocar hombres armados, cada vez más numerosos, que habían comenzado enseguida una batalla con los hombres del cortejo que seguía al Capitano del Popolo. Había visto a su amado Andrea herido por las flechas y había visto a Guglielmo herido de muerte en la espalda. Aquel bellaco con una enorme espada había aprovechado su momento de distracción, en que había visto herido a su hijo, para golpearlo por detrás. Lucia no podía asistir imponente a aquel horror, debía correr en ayuda de Andrea que, además de las flechas, estaba oprimido por el peso de su caballo que le había caído encima, quizás sin vida. Se precipitó por las escaleras y llegó hasta el vestíbulo; estaba a punto de abrir el portal de la entrada cuando se dio cuenta de que los combates se habían extendido por toda la plaza y que no era el momento para salir desde ahí. Entró en los establos y localizó la puertecilla lateral de servicio, aquella utilizada por los mozos de cuadra, que daba al callejón. La puerta de madera estaba cerrada con una cadena desde el interior, le fue fácil abrirla y encontrarse en una callejuela oscura y hedionda, a pocos metros de distancia de la antigua cisterna romana. Unos pocos pasos y estaría en la plaza, por el lado de la iglesia de San Floriano. Para no hacerse notar por la multitud de combatientes y atravesar la plaza indemne debía utilizar una estratagema. Precisamente unos días antes, la abuela le había enseñado una especie de conjuro de invisibilidad. No es que éste la convirtiese en invisible en el auténtico sentido de la palabra pero conseguía que pudiese pasar desapercibida a los ojos de los demás. Esperaba que funcionase, recitó la fórmula y comenzó a atravesar la plaza, manteniéndose en todo momento a ras de los muros, primero del convento, luego de la iglesia de San Floriano, luego los de un palacio de reciente construcción, luego del Palazzo Ghislieri, llegando a la esquina donde tanto Via del Fortino como Via delle Botteghe desembocaban en la plaza. Si había llegado allí gracias al conjuro de invisibilidad o porque nadie se había fijado en ella, completamente ocupado en la batalla, no lo podría decir. El hecho es que había llegado hasta su amor agonizante. Lo habían atravesado cuatro flechas, dos en la pierna derecha, una en el hombro izquierdo, la última traspasaba de parte a parte el brazo derecho a la altura del músculo bícipe. Había perdido mucha sangre y estaba semi inconsciente, la pierna izquierda aplastada contra los adoquines por el peso del tronco del caballo. Lucia se concentró en la bestia muerta, ordenando con la mente su parcial levitación. El cambio de posición del animal fue casi imperceptible pero bastó para que, comenzando a tirar de Andrea mientras lo aferraba por las axilas, la muchacha consiguiese librarlo de aquella mala posición. Los ojos del joven, como por arte de magia, volvieron a brillar, mirando fijamente a los de la muchacha durante un tiempo que ella creyó sublime, luego se voltearon hacia dentro, mientras Andrea perdía completamente la consciencia. Lucia no se desesperó, apoyó dos dedos sobre la yugular de su amado y pudo advertir, si bien, una débil pulsación.

No todo está perdido, pensó. ¡Todavía no lo ha abandonado la vida! Pero debo actuar con rapidez si quiero ponerlo a salvo.

Confiándose a sus poderes, pero sobre todo en la fuerza de la desesperación y en el profundo amor que por segunda vez le habían inspirado sus ojos, comenzó a arrastrar su cuerpo inerte, dándose cuenta de que no estaba ni siquiera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Extendió su conjuro de invisibilidad a su joven amor y se dirigió por la Costa dei Longobardi para llegar al Palazzo Franciolini. Ninguno de los hombres que estaban combatiendo en las calles se dignó mirarles, continuaban cruzando las armas y combatiendo como si Lucia, con su pesado fardo, ni siquiera existiese. Cuando estuvo delante del portón de la mansión de Andrea, colocó en el suelo su cuerpo exánime y se paró otra vez sobre aquella baldosa decorada que tanto le había llamado la atención, la que representaba un pentagrama de siete puntas. Pero no era el momento de dejarse llevar por las distracciones. Aferró la aldaba del portalón y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. Uno de los sirvientes de la casa Franciolini, un moro musculoso con un turbante en la cabeza, que el Capitano del Popolo había comprado como esclavo en un viaje a Barcelona, abrió el portalón un poquito, para asegurarse de que no fuesen enemigos los que llamaban a la puerta. Cuando se dio cuenta de la situación, en un abrir y cerrar de ojos, hizo entrar a la muchacha y arrastró adentro al joven señor.

―Por Alá y por Mahona, bendito sea su nombre, que sea perdonado por haberlos nombrado. ¿Qué ha ocurrido con el Capitano?

―El Capitano está muerto y si, ¡en vez de perder el tiempo en invocar a tus dioses, no haces lo que te digo, el mismo fin tendrá también tu joven señor!

―No parece que se pueda hacer mucho por él. Dentro de un momento su alma lo dejará para reunirse con las de sus antepasados, y la de su padre, que Alá lo tenga en su gloria.

―No era musulmán, así que Alá no lo tendrá en la gloria. Todavía podemos hacer algo por él. Llévalo al dormitorio y colócalo sobre la cama, luego sigue mis instrucciones y déjanos solos.

Capítulo 3

Alí hizo exactamente lo que Lucia le había ordenado. En la despensa había encontrado todas las hierbas que necesitaba la muchacha, incluso la corteza de sauce, de la que no tenía claro su uso. En cocina nunca se había utilizado, sin embargo sus señores tenían una buena provisión en tarros lacrados con cuidado. Sólo entonces, el sirviente moro se había dado cuenta de que la despensa era más una herboristería que un depósito de cosas para comer. También había de esas, sí, pero muchas de las hierbas contenidas en los tarros sabía bien que eran utilizadas por hebreos y hechiceros con fines contrarios a los enseñados tanto por su religión como por la católica. A fin de cuentas, el Dios cristiano y el musulmán se parecían mucho y, si un hombre estaba destinado a morir, el propio Dios lo acogería en su gloria y sería feliz a su lado. No se podía pretender salvar la vida a quien ya estaba destinado a alcanzar al propio Padre Omnipotente en el reino de los cielos. Esto pensaba Alí mientras atravesaba la Piazza del Palio y remontaba con grandes zancadas la Costa dei Pastori, mirando bien de no toparse con los disturbios que se habían extendido hasta allí. Se paró delante del portón que le habían indicado, aquel en el que, sobre la ojiva, estaba escrito Hic est Gallus Chirurgus.

¡Otro brujo!, rumió para sus adentros Alí. Se hace llamar cirujano pero sé perfectamente que es el hermano de Lodomilla Ruggieri, la bruja quemada viva en Piazza della Morte hace unos años. Si no presto atención y no me alejo de esta gente, también yo acabaré mis días en una pira ardiente. Y también mis señores están metidos en esto hasta el cuello, ¡ahora entiendo a qué especie de herejes he servido durante años!

A continuación, se dio cuenta en su mente que, al pertenecer a otra religión, la Inquisición no podría procesarlo y decidió llamar a la puerta. Un hombre alto, robusto, con potentes bícipes, los cabellos largos recogidos detrás de la nuca en una cola y la barba sin afeitar desde hacía días, lo miró de arriba a abajo. También Alí era robusto: en su país de origen, en el Alto Nilo, era un campeón de lucha libre, no había nadie que consiguiese abatirlo, por lo que se enfrentó a su mirada y le dijo lo que tenía que decirle.

―He comprendido, cojo mis instrumentos y te sigo. Espérame aquí, Palazzo Franciolini está cerca, pero prefiero hacer el trayecto en tu compañía. Siendo dos podremos hacer frente mejor a los posibles facinerosos.

Gallo desapareció unos minutos en el interior de su mansión y reapareció con una pesada bolsa de piel de becerro que contenía los instrumentos de su trabajo y que, a juzgar por el aspecto, debían ser muy pesados. Atravesaron la plaza pasando al lado de la gente que combatía duramente. El cirujano reconoció a un amigo suyo en un jesino que estaba siendo abatido a golpes de espada e hizo el amago de ir a socorrerlo. Pero Alí estuvo diligente al tirarle del brazo para que desistiese del intento. No era el momento de hacerse notar y empeñarse en una batalla que ahora ya había tomado un rumbo muy feo para los habitantes de la ciudad. Era más urgente ayudar a su joven señor. Alí y Gallo se metieron rápidamente en el portal del Palazzo Franciolini que el moro se apresuró a atrancar desde el interior. No metería las narices fuera ni por todo el oro del mundo hasta que los combates no se hubieran acabado, no sabiendo que, de un momento a otro, le vendría impuesta una salida para un encargo todavía más peligroso del que había llevado a término.

Alí observó a Gallo extraer con delicadeza tres flechas del cuerpo de Andrea mientras que Lucia, a su lado, taponaba la sangre que salía en cuanto el arma puntiaguda era extraída, utilizando paños recién lavados y aplicando el emplasto a base de hierbas que ella misma habría preparado en la cocina. La última flecha, la que atravesaba el brazo del joven de parte a parte, no quería saber nada de salir a pesar de que Gallo tiraba de ella con decisión.

―¡Hijos de mala madre, han utilizado flechas de alas, sólo van hacia delante, no se consigue arrancarlas! Deberé romper la cola y hacer salir la flecha hacia delante, haciendo una incisión con el bisturí en la piel del brazo al lado del agujero de salida, pero me arriesgaré a provocar una hemorragia fatal. ¿Lista para taponar?

―Sí ―respondió Lucia ―¡estoy preparada!

Alí se dio cuenta de que sólo la fuerza de la desesperación impedía a Lucia desmayarse, aunque probablemente la vista y el olor ferroso de la sangre ya estaban embotando sus sentidos. Al darse cuenta de que la muchacha no conseguiría ayudar a Gallo Alía respiró profundamente y, en cuanto el cirujano acabó de extraer la flecha, se lanzó a taponar la copiosa hemorragia. En menos de un segundo la pieza que tenía entre las manos se había teñido de rojo y le hacía percibir al tacto una sensación viscosa realmente desagradable. Nuca había sentido nada igual Alí en toda su vida pero debía darse ánimos. Gallo arrancó un trozo de sábana atándolo alrededor del brazo de Andrea, por la parte alta del mismo.

―No podemos dejar el brazo tan apretado por mucho tiempo o lo perderemos y luego me veré obligado a amputarlo a causa de la gangrena que se formará. Necesito un potente coagulante y cicatrizante y el más potente es el extracto de placenta humana. Alí, debes ir a ver a la comadrona, ella siempre tiene a disposición placentas secas y...

―¡Pero la comadrona vive fuera de la Porta Valle, es demasiado peligroso ir a aquella zona!

―Entonces creo que habrá poco que hacer por el muchacho.

Por suerte, Alí conocía un pasaje que, a través de los sótanos del palacio, conducía fuera de los muros, cerca de la muralla, donde una corporación de trabajadores del condado, guiados por la familia Giombini, estaban construyendo un nuevo molino para la molienda de los cereales. En cuanto salió de la portezuela que se abría en los muros de levante, bien escondida por un espeso arbusto, se arrepintió a la vista del molino que estaba en construcción, que había sido en parte destruido hasta los cimientos por la furia de los enemigos. Pero no podía pararse en aquel detalle. La estructura semi derruida le ofreció cobijo de la vigilancia de la soldadesca anconitana que continuaba entrando en la ciudad desde Porta Valle. Alí se dirigió con decisión hacia la pequeña iglesia de Sant'Egidio, cerca de donde vivía Annuccia, la comadrona. Ésta última, cuando vio al moro, en ese momento se atemorizó, pensando que entre los invasores hubiera también sarracenos, luego reconoció a Alí y lo hizo entrar en la casa.

―¿Te has vuelto loco para deambular por estos sitios? Estaba a punto de dejarte seco con esto ―le dijo Annuccia mostrando el morillo de la chimenea que estrechaba en un puño. ―¡Realmente no estaba dispuesta a rendirme y dejarme violar por esa canalla!

―Necesito ayuda para mi señor, Annuccia. Al Capitano lo ha matado el enemigo y el joven señor está herido y necesita urgentemente una cura.

Después de unos minutos, Alí salía de la casa de la comadrona, custodiando celosamente lo que ésta última le había confiado y por lo que había debido desembolsar unos bonitos tres sueldos de plata. Volvió a alcanzar la portezuela de acceso y regresó al palacio de los Franciolini, entregando a Gallo el valioso paquete. El cirujano cogió la placenta seca, la metió en una cacerola de agua caliente, añadió algunas hierbas, entre las que se encontraba la Garra del Diablo y en aproximadamente media hora obtuvo un emplasto denso, de olor desagradable, que dispuso en un tarro de arcilla. Alí cogió con la mano el recipiente y siguió a Gallo a la habitación de Andrea, donde Lucia estaba acabando de limpiar de sangre el cuerpo semi desnudo del joven. El cirujano desató el rudimental torniquete mientras que la muchacha ponía sobre la herida un abundante estrato de emplasto, enrollando luego una venda muy apretada, pero no demasiado, alrededor del miembro herido. Andrea, en su semi inconsciencia, hizo un gesto de dolor que alegró a todos los allí presentes: todavía estaba vivo y despierto, aunque muy débil.

―Más no puedo hacer. Los próximos días necesitará ayuda continua, la fiebre subirá, deberéis refrescarle la frente con paños fríos y hacerle ingerir infusiones de corteza de sauce, esperando que consiga superar no sólo la abundante pérdida de sangre sino también la infección que se formará. Si de esta herida comienza a salir pus verde, podéis comenzar a despediros de él. Si, en cambio, veis pus amarilla, lo que los cirujanos definimos como bonum et laudabile significará que está en el camino de curarse. Pero tú, Lucia, no te quedes aquí mucho tiempo: tu tío muy pronto notará tu ausencia y entonces creo que tendrás problemas. Enseña al moro a asistir a su joven amo y vuelve a casa.

―¡Jamás! ―contestó la joven ―Estaré a su lado hasta que se cure. Es mi prometido y quiero estar cerca de él en este momento.

―¿Prometido, dices? Boh, creo que la intención auténtica de tu tío era la de no hacerle llegar hasta el altar. No soy un adivino pero pienso que la fiesta de hoy era toda una farsa para que el enemigo encontrase las puertas abiertas y matar al Capitano del Popolo y a su hijo menor. ¿Te das cuenta de que ahora tu tío es la máxima autoridad tanto política como religiosa de Jesi? Haz lo que te parezca pero no creo que el Cardenal se ponga contenta al saber que estás cuidando al hijo menor de la casa Franciolini.

Gallo recogió su instrumental, lo limpió con cuidado, lo puso de nuevo en la bolsa, se despidió de la muchacha con una sonrisa y del moro diciendo un:

―Salam Aleikum, la paz sea contigo, hermano, y gracias por tu valiosa ayuda.

―Aleikum as salam, gracias a ti por las valiosas curas que has dado a mi señor, estoy seguro que saldrá de esta.

―Quizás de las heridas ―sentenció Gallo, cerrando el pesado portón a su espalda ―Pero no ciertamente de las garras del Cardenal Artemio Baldeschi.

En los siguientes cuatro días Andrea fue aquejado por la fiebre acompañada por escalofríos y delirios. Lucia había estado a su lado todo el rato, haciendo exactamente todo lo que le había aconsejado Gallo y todo lo que sabía por haberlo aprendido de la abuela Elena. Mientras deliraba, Andrea a menudo nombraba a la bruja Lodomilla, hablaba de los símbolos extraños dibujados en la baldosa del portal junto con el pentáculo de siete puntas, hablaba de un hebreo que lo había iniciado en una forma de conocimiento particular, nombraba a veces al rey bíblico Salomón, a veces a una de las mujeres del Emperardor Federico II, Jolanda de Brienne. A menudo pronunciaba, entre otras palabras confusas, el nombre de un lugar, también conocido por ella: Colle del Giogo. Aquella localidad, que se encontraba en el cercano Appennino, a un par de días de viaje de Jesi, le hacía recordar el rito con el cual, algunos meses antes, había entrado oficialmente a formar parte de la secta de las brujas adoradoras de la Buena Diosa. Algunos días antes del equinoccio de primavera, la abuela había dicho a Lucia que estuviese preparada, ya que la noche del 21 de marzo, irían con las otras adeptas y adeptos de la congregación al Colle del Giogo, en las montañas de Apiro.

―El tío dice que son ritos paganos, que la mayor parte de los adeptos son herejes y brujos para enviar a la hoguera ―Lucia tenía un poco de miedo pero la curiosidad prevalecía sobre el temor ―¿No crees que será peligroso participar en esta reunión, en este Sabbath, como lo llamas?

La abuela había encogido los hombros, como diciendo que le daba lo mismo lo que pensase el hermano, y le había respondido con mucha naturalidad.

―Cuando hablamos de divinidades hablamos de entidades sobrenaturales que, con su infinita bondad, pueden señalarnos el camino a seguir, vías que sólo con nuestros ojos no conseguiríamos ver jamás. Ahora, si el verdadero Dios es el Padre Omnipotente proclamado por tu tío, el Jahvé invocado por el hebreo que habita en la cabaña más cercana al río, el Alá en el que creen los musulmanes, el Zeus de los griegos o el Júpiter de los antiguos romanos, ¿dónde está la diferencia? Cada uno puede llamar a Dios a su manera y recibir de él los mismos favores, independientemente del nombre con el que se dirige a él. Y si existen hombres y mujeres aquí en la tierra, también en el cielo o en el Olimpo o en el jardín de Alá, habrá divinidades que sean mujeres. La que nosotros adoramos como la Buena Diosa era conocida por los romanos con el nombre de Diana. Mira, observa la fachada de nuestro palacio. Observa arriba: ¿qué es lo que ves en un nicho entre las ventanas del último piso?

―La imagen sagrada de la Madonna, de María, de la madre de Gesù, acompañada por la frase Posuerunt me custodem, me pusieron a mi para proteger esta morada.

―Por lo tanto, es la Madonna, la Santa Madonna a la que adoramos. Pero recuerda que todos nuestros lugares sagrados, que nosotros definimos como cristianos, católicos, han sido erigidos sobre antiguos templos paganos y las antiguas divinidades han sido sustituidas por las nuevas. La misma catedral, aquí al lado, ha sido edificada encima de las antiguas termas romanas, y la posición de la cripta corresponde a la ubicación del templo que los romanos habían dedicado a la Dea Bona, otro nombre de Diana. Como puedes ver, tienen muchas cosas en común las distintas religiones. En el mismo lugar donde nos reuniremos dentro de unos días, la imagen antigua de la Buona Dea ha sido sustituida por una estatua de la Madonna, en el interior de un tabernáculo. El lugar es, lo mires como lo mires, sagrado y mágico y siempre hay alguien que adorna la imagen con lirios frescos y de colores. Es nuestra forma de continuar adorando a la Diosa, aunque bajo la imagen de María, madre de Jesús.

Lucia creía que la abuela tenía una cultura nada desdeñable, quizás por haber tenido acceso a la lectura de libros prohibidos, conservados en la biblioteca de la familia. Quizás había conseguido acceder a la sabiduría custodiada bajo llave por el tío Cardenal, puede que sin que éste último lo supiese, o quizás porque hace décadas, cuando Elena era todavía una niña, los libros podían ser consultados libremente. Luego Artemio se había arrogado el título de Inquisidor y había puesto bajo llave todo lo que era contrario a la Fe oficial. Y ya había sido un éxito que no hubiera hecho un gran hoguera con aquellos textos tan valiosos como había oído que habían hecho otros prelados insignes en otras ciudades de Italia y de Europa.

―Entendido, abuela, lo importante es creer en la entidad buena, que nos quiere y nos ayuda, prescindiendo de su nombre.

Al contrario de lo que Lucia se esperaba y que había escuchado contar de quien temía a las llamadas brujas, el rito se desarrolló con toda tranquilidad. Ningún macho cabrío se presentó para reclamar su virginidad, ninguno de los participantes intentó violarla o hacerle firmar juramentos con su sangre. El camino para llegar a Colle del Giogo no había sido agradable. Pasada la esclusa de Moje, el sendero que flanqueaba la orilla del río Esino a menudo se perdía en medio de la maleza. Lucia no conseguía entender cómo hacía la abuela para no extraviarse y encontrar el rastro del antiguo sendero incluso después de haberse desorientado durante muchas leguas en el bosque, sin aparentes puntos de referencia. Llegadas a un cierto punto debieron vadear el río y continuar ascendiendo por un camino de tierra que subía la cuenca excavada por un impetuoso torrente que descendía desde la montaña. Llegaron a Apiro a la hora de comer y fueron acogidos por una pareja de jóvenes esposos, Alberto y Ornella, que les ofrecieron pan negro y carne de ciervo seca. Ambos tenían una niña de unos tres años, con dos grandes ojos azules y los cabellos rizados y castaños; jugaba con una muñeca de trapo cerca del hogar, divirtiéndose mientras la vestía con pequeños trajes de colores, realizados con trocitos de tela. Parecía que no le importaba lo que iban a hacer sus padres, junto con las recién llegadas, esa misma noche,

―¿Cómo haréis con la niña? ―preguntó Elena a la joven pareja.

―Oh, no hay problema, a las siete la pequeña está ya en el mundo de los sueños en su jergón. De todas formas, hemos pedido a Isa, nuestra vecina, de venir a darle una ojeada. ¡Lo hará con gusto!

Lucia, que siempre había dormido en un cómodo lecho, no imaginaba cómo hiciese esta gente para dormir en aquellos montones de paja trenzada.

¡Estarán llenos de pulgas!, pensaba, sintiendo escalofríos ante la idea de que a la noche siguiente le tocaría en suerte dormir allí también a ella. Mejor muerta que tumbarse en una de esas cosas.

La ceremonia de iniciación de la nueva adepta se desarrolló según un antiguo ritual. Era noche cerrada cuando Lucia y la abuela, acompañadas por sus anfitriones, se sumergieron en el frío lacerante de la montaña. Los campos todavía estaban recubiertos de una ligera capa de nieve y el camino estaba iluminado por el disco brillante de la luna llena que resplandecía enorme en el cielo, como la muchacha no la había visto jamás. Subiendo Colle del Giogo, en ciertos puntos se podía hundir en la nieve hasta las rodillas y era difícil avanzar, pero en cuanto llegaron al claro al que se dirigían, Lucia se asombró de cómo el lugar estuviese casi todo libre de la blanca cubierta y el prado estuviese plagado de pequeñas flores de colores, blancas, lilas, fucsia, violetas, amarillas...

―Se llaman campanillas de invierno porque son las primeras flores que salen en cuanto se empieza a derretir la nieve pero su verdadero nombre es Crocus y sus estigmas secos pueden ser utilizados tanto como condimento de cocina como por sus propiedades medicinales.

―Abuela, ¿cómo es que en este lugar la temperatura sea más agradable? ―preguntó la muchacha con curiosidad.

―Se dice que es un lugar mágico pero en realidad la temperatura es mitigada gracias a la presencia de una fuente de agua caliente. Aquí el subsuelo es rico en manantiales sulfurosos y es por esta razón que la temperatura es más alta. Desde hoy aprenderás que la mayor parte de los fenómenos que la gente común señala como mágicos tienen en realidad un explicación lógica, racional: basta saber buscarla. Nos acusan de ser brujas pero no hacemos más que aprovechar conocimientos antiguos y fenómenos naturales para nuestros fines. Mira, se dice que hace trescientos años, más o menos, llegó a este remoto lugar una de las mujeres de Federico II, el emperador de Svevia, para guardar algo que su marido le había mandado esconder con celo, ya que provenía de Tierra Santa, de Jerusalén. Las leyendas y la tradición dicen que este objeto era una piedra mágica, una piedra que el arcángel Miguel había entregado a Abraham o quizás, incluso la llamada piedra filosofal que buscaban los antiguos alquimistas. Esta es la leyenda, la verdad la conocerás dentro de poco. Y, ahora, entremos en la gruta. ¡No les hagamos esperar!

La más anciana de las participantes era una mujer de largos cabellos grises, la piel del rostro marchita por las arrugas. Vestía una larga túnica azul sobre la cual, a la altura del pecho, brillaba un talismán dorado asegurado al cuello por una cadena también de oro labrado. Había encendido una fogata en el interior de la cueva, tirando cada cierto tiempo a las llamas unos polvos que, de vez en cuando, provocaban una llamarada de color distinto, ahora amarilla, luego verde, ahora azul, luego de un rojo intenso. Con cada llamarada que iluminaba su rostro pronunciaba unas extrañas palabras que los allí presentes interpretaban disponiéndose alrededor de la fogata, ya cogiéndose de la mano y dando vueltas en círculo, ya alejándose e inclinándose según los deseos de la Anciana Sabia, ahora cogiendo manojos de hierbas y tirándolos al fuego, o bien sentándose en el suelo en el máximo silencio. Llegado a un cierto punto, la única persona que había quedado en pie era la anciana maestra. Tenía en la mano un gran libro sobre cuya cubierta resaltaba el dibujo de un pentáculo, justo igual que el que estaba incluido en el diario de familia que le había entregado la abuela algún tiempo atrás, y la frase escrita en caracteres góticos Clavicula Salomonis.

―En virtud de los poderes que me ha conferido esta congregación yo, Sara dei Bisenzi, acojo en nuestra comunidad a la novicia Lucia Baldeschi. Ella es la elegida, aquella que me sustituirá un día y será designada la guía de todos vosotros. Por lo tanto, Lucia, acércate y jura obediencia y fidelidad sobre este libro, escrito de puño y letra por el antiguo Rey Salomón, y traído hasta aquí entre inmensos peligros por Jolanda, que perdió su vida después de llegar a su meta final. Es gracias a su hija Anna que el libro y sus enseñanzas nos han sido legadas y, cada cierto tiempo, una de nosotras tiene la obligación de conservarlo y protegerlo.

Mientras decía estas palabras la anciana se sacó el medallón y pasó con delicadeza la cadena alrededor del cuello de Lucia. El talismán dorado representaba una estrella de cinco puntas, el sello de Salomón. El mismo dibujo fue hecho en la tierra por la anciana por medio de una vara puntiaguda y la muchacha se tuvo que extender de manera que su cabeza, sus manos y las extremidades de los brazos abiertos y sus pies al extremo de las piernas abiertas, correspondieran con exactitud con las puntas de la estrella. Sara cogió un poco de aceite de oliva, señalando con él de manera secuencial la mano izquierda, el pie izquierdo, el pie derecho, la mano derecha y la frente de Lucia.

―Agua, aire, tierra, fuego: tú sabes como dominar los cuatro elementos. Ellos pueden ser invocados y usados indistintamente por cada uno de nosotros pero sólo tu espíritu es capaz de reunirlos y potenciar al máximo sus poderes y sus cualidades. ¡Recuérdalo Lucia! Usarás tus poderes para hacer el bien y combatirás, hasta el punto de sacrificar tu propia vida, contra cualquiera que quiera abusar de ti y de tus capacidades para fines malvados. ―Luego echó agua en la mano izquierda de la muchacha, todavía extendida, sopló sobre su pie izquierdo, echó un puñado de tierra sobre el pie derecho y acercó un bastoncito candente a la mano derecha. Al final besó su frente ―Y ahora levántate. Tu largo camino ha comenzado.

Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
17 aralık 2020
Hacim:
375 s. 9 illüstrasyon
ISBN:
9788835414698
Telif hakkı:
Tektime S.r.l.s.
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