Kitabı oku: «La Sombra Del Campanile», sayfa 5

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Comenzaba a hacer calor y Lucia abrió el ventanal de la habitación, justo el que daba a la balconada sostenida por las cuatro extrañas estatuas, teniendo cuidado de cerrar la gran mosquitera, de manera que entrara el aire pero no los fastidiosos insectos. En ese momento hizo su aparición el decano que reprochó a Lucia con la mirada, una mirada inquisidora, que parecía querer interpretar en el gesto de abrir la ventana el deseo, por parte de la joven, de querer encender un cigarrillo.

¡No te satisfaré, vieja cariátide! No fumo aquí dentro, no sólo para no soportar tus improperios sino por respeto a los valiosos objetos, los libros, los estucos, los cuadros, que se conservan aquí dentro, farfulló para sus adentros Lucia mientras observaba la semejanza entre el decano, el casi setentón Guglielmo Tramonti, y el Cardenal Artemio Baldeschi, así como lo veía todos los días en un retrato colgado de las paredes de la sala y así como le aparecía en sus recientes sueños.

―Aunque aquí dentro no hay aire acondicionado, mejor tener las ventanas cerradas. ¡Sudar nunca ha hecho mal a nadie, mientras que el aire podría ser nocivo para las obras que tenemos guardadas!

Lucia vio al decano dirigirse hacia el ventanal pero, en vez de cerrarlo como debía ser su intención, abrió la mosquitera y se asomó a la balaustrada metálica del balcón. En un momento, el decano desapareció. Lucia fue corriendo hacia el balcón y miró abajo. El cuerpo de Guglielmo Tramonti yacía exánime sobre el adoquinado de la plaza, con el rostro vuelto hacia el suelo, vestido de Cardenal y rodeado por una mancha rojiza, que se expandía poco a poco, constituida por su misma sangre. ¿Cómo había podido suceder? ¿De dónde provenía toda aquella sangre? ¡La altura no era excesiva! ¿Quizás se había roto el cráneo y su líquido vital lo estaba abandonando por una herida que se había abierto en la frente? ¿Y los vestidos? ¿Cómo era posible que llevase puesto el hábito purpurado? ¡Hacía unos segundos no lo llevaba! Levantó la mirada para buscar los detalles de la plaza y la vio de nuevo como era en la visión que había tenido poco antes, cuando había salido del bar: la plaza de una ciudad renacentista. La voz del decano, proveniente de su espalda, la devolvió a la realidad. Se encontró observando con cuidado las lápidas con las que, en la fachada que daba a la iglesia de San Floriano, se recordaba a Giordano Bruno como víctima de la tiranía sacerdotal. Todo estaba en su lugar, la fuente con el obelisco, el Complesso di San Floriano, la Catedral, los Palazzi Vescovili, el Palazzo Ghislieri. Un poco más adelante, sobre el campanile del Palazzo del Governo ondeaba la bandera tricolor.

―¿Y bien? Digo que cierres la ventana y ¿tú que haces, sales al balcón? Pero… ¿estás segura de que te encuentras bien, muchacha? Estás muy pálida, ¿quieres volver a casa?

―No, no, gracias, estoy bien. Ya ha pasado todo, sólo ha sido un mareo. Instintivamente he necesitado salir para oxigenarme, para coger un poco de aire fresco. Pero ya está todo bien, puedo volver al trabajo.

―Bien, pero me gustaría que te planteases seguir un control médico. ¿No será que estás embarazada?

―Todavía no ha venido a verme el Espíritu Santo ―concluyó irónicamente Lucia, acompañando estas últimas palabras con un gesto evasivo de la mano. Cogió el libro sobre la Storia di Jesi y comenzó a escanear las primeras páginas. Cuando llegó a la décima página abrió el programa OCR en el ordenador y se puso a corregir manualmente los errores, lo que le permitía leer noticias para ella desconocidas.

LA LEYENDA DE UN REY

La historia de Jesi comienza en un lejano día de hace tres mil años. Un comienzo sin espectadores. Un pequeño grupo de gente remonta el curso de nuestro río, en fila por la orilla izquierda. Avanza lentamente, abriéndose camino entre la espesa maleza y los altos chopos que se reflejan en las aguas del río.

Es gente extraña, con un nombre extraño, pelasgos les llamaban en su tierra, los rostros bronceados, marcados por el cansancio de un viaje largo y aventurado. Llevan indumentaria raída, algunos visten pieles de animales que parecen salvajes. Los rostros de los hombres están encuadrados por melenas y barbas densas que interminables jornadas de sol han convertido en áridas, estropajosas.

Son los supervivientes de una flotilla de pequeños y veloces barcos que han vencido la batalla contra las tempestades del Adriático. Han desembarcado hace unos días en la desembocadura de aquel río que ahora rompe en mil destellos los rayos del sol. Emigrados de su tierra que ha sido la patria de los ancianos, de sus héroes cantados por un poeta ciego por los pueblos de la lejana Grecia, van en busca de una nueva tierra, de una nueva patria.


Y helos aquí que han llegado, después de una marcha extenuante, a los pies ed un monte crecido como por arte de magia en el corazón del valle que los había acogido allí abajo, en la desembocadura del río. Todo alrededor, bosques hasta donde se perdía la mirada, cubrían las colinas circundantes. Y el silencio de una naturaleza adormecida desde hace milenios. Desde siempre.

Un hombre, de aspecto venerable y majestuoso, con la enseña del grupo, señala aquel promontorio que parece casi un isla emergida deliberadamente, en el medio del valle, para acoger a los náufragos. Y se dirige en esa dirección. Los otros lo siguen, manteniendo su paso, sin hablar. En la parte más alta de la colina, el anciano rey mira hacia lo lejos, descubriendo un paisaje maravilloso, dibujado con las centenares de tonalidades de un verde inmenso, trazado apenas por el sinuoso rastro del río que se pierde abajo, hacia el mar.

El anciano rey, volviéndose ahora hacia los suyos, hace una señal de asentimiento y todos dejan en tierra sus pobres haberes. Así que han encontrado finalmente la tierra prometida, han llegado a la meta del largo peregrinar por mares y tierras.

Ésta, de ahora en adelante, será nuestra nueva patria.

Y de esta manera fue que el rey Esio fundó la ciudad de Jesi.

Así que los primeros jesinos eran griegos, fugados de la ciudad destruida de Troya. Como Eneas, que con los suyos había remontado las costas del Tirreno para instalarse en el Lazio, el Rey Esio había encontrado el camino más sencillo remontando el Adriático y llegando a la desembocadura del Esino. Lucia se había entusiasmado con la historia y los sueños y las visiones estaba ahora relegadas en un rincón lejano de su mente. Su cerebro y su fantasía ya estaban en funcionamiento.

Estos datos y estas noticias podrían ser utilizadas para una hermosa publicación o, por qué no, para la elaboración de una novela histórica ambientada en esta zona, comenzó a pensar Lucia meditando incluso sobre las posibles ganancias.

Capítulo 5

Con el sudor de tu rostro comerás el pan

hasta que vuelvas a la tierra,

pues de ella has sido tomado;

ya que polvo eres y al polvo volverás.

(Génesis 3, 19)10

El Cardenal estaba señalando a los fieles que estaban en la iglesia, apuntando con su dedo inquisidor y observando fijamente, uno tras otro, algunos de los rostros de la primera fila.

¡Memento, homo, qui pulvis es et in pulverem reverteris! , y era capaz de hacer sentirse culpable a cualquiera que estuviera ante sus ojos, aunque si en toda su vida no hubiese hecho ningún mal.

El domingo por la mañana, diez días después del brutal y vil ataque por parte de los ejércitos enemigos, aprovechando la paz de la que el mismo Cardenal Baldeschi había sido el artífice, los cuerpos de los jesinos caídos en las calles, en las plazas y en sus edificios habían sido recuperados y dispuestos, cubiertos por telas blancas, sobre el desnudo pavimento de la iglesia de San Floriano, a un lado y otro con respecto a la guía de terciopelo rojo que desde la entrada llegaba hasta los tres escalones que conducían hasta el altar. El único que había sido colocado en una caja de madera elegante y decorada, que había encontrado su puesto justo delante del altar mayor, era Guglielmo Franciolini. La caja, que no tenía tapa, sería bajada al nicho correspondiente en el suelo de la iglesia, recubierta con una lastra de mármol que tenía grabado su nombre y que se convertiría en parte integrante del mismo pavimento. Los otros caídos serían transportados, a través de una abertura presente en la nave lateral, a la cripta, donde encontrarían su puesto en una anónima fosa común. Un espacio que coincidía con los antiguos subterráneos construidos en época romana, cuyas características de humedad y temperatura favorecían la descomposición de los cuerpos sin difundir a los espacios superiores los ingratos olores de la putrefacción.

―¡Es difícil en momentos como este dar las gracias al Señor!

El Cardenal, acompañado en el altar por el dominico padre Ignazio Amici, para querer demostrar a la gente que la Inquisición en los días sucesivos no estaría mano sobre mano, comenzó la homilía con tono tranquilo, para pasar rápidamente a palabras altisonantes, que se clavaban como afiladísimos cuchillos en el pecho de todos.

―¡Estad seguros de que, quien ha traicionado, pagará!

Hizo una pausa dejando discurrir su mirada sobre la masa de fieles. En los bancos de la primera fila se sentaban los nobles, detrás de ellos los artesanos y los tenderos. La multitud en pie, acumulada en las naves laterales y, quien no había encontrado un puesto, incluso en el atrio de la iglesia, representaba la plebe, el pueblo de los trabajadores. Cada uno de ellos, noble o no, temblaba ante la idea de poder ser el chivo expiatorio para llevar al patíbulo, sólo para satisfacer el deseo del Cardenal para echar a los lobos algún culpable, apaciguar los ánimos y tomar las riendas del gobierno dejado vacante por el Capitano del Popolo.

―Sin duda está la garra del Diablo, del Demonio, detrás de un asalto tan vil. Y sabemos que alguien en Jesi se ha aliado con ellos, abriendo al enemigo las puertas de la ciudad. ¿Y quiénes están, normalmente, confabulados con el diablo? ¡Las brujas! ―y fijó la mirada sobre su hermana Elena que seguía su homilía desde un banco en la segunda fila ―¡Los hebreos! Y quien hace negocios con ellos. Tened cuidado, comerciantes, tenderos, artesanos, que tomáis dinero en préstamo con interés, o confiáis vuestros ahorros al hebreo que vive cerca del río. Ningún Cristiano os ofrecería los mismos servicios porque la usura está condenada por la Iglesia, por el Papa: es un pecado grave.

Los que habían sido nombrados empalidecieron, imaginándose ya sobre el patíbulo al lado de Giosuè. Cada uno de ellos, de hecho, antes o después, había ido a ver al hebreo. Un pequeño préstamo, necesario para iniciar una actividad o para dar un empuje innovador a la misma, valía la pena ser restituido con intereses. Y puntualmente los beneficios eran reinvertidos en el banco de Giosuè, que garantizaba siempre una renta, ya fuese grande o pequeña. Desde el momento en que había sido abierto el tráfico con el Nuevo Mundo, también muchos comerciantes jesinos habían aceptado la situación y aprovechado los lucrativos intercambios comerciales. La mayor parte de la mercancía proveniente de las Indias Occidentales llegaba al puerto de Barcelona, en España. Los comerciantes más astutos asumían el gasto de un viaje de vez en cuando hasta allí para comprar, gracias a subastas favorables, mercancía que sería revendida cinco veces más cara que el precio al que la habían comprado, en sus comercios, pero también en las ferias y mercados. El mismo Franciolini había afrontado más de una vez el largo viaje hasta Barcelona y había vuelto con los carros colmados de mercancías. Es verdad, si el primer viaje no hubiese estado financiado por el hebreo no habría podido enriquecerse como había sucedido. Había devuelto el dinero a Giosuè con los debidos intereses y había vuelto a invertir los beneficios, en parte en nuevos viajes, en parte en certificados de crédito comprados al hebreo mismo. Y muchos otros en la ciudad habían hecho así. Nunca como en los últimos veinte años, tanto el mercado semanal como las otras ferias, en Jesi, habían estado tan llenos de mercancías valiosas a la vista. Cada sábado, en la plaza principal, llamada justo Piazza del Mercato desde tiempos remotos, se llenaba de puestos, y el fuerte olor de las especias sobrevolaba el aire ya desde primeras horas de la mañana. La feria de San Settimio, en honor del Santo Patrón de la ciudad, comenzaba el 22 de septiembre y se prolongaba hasta la mitad de octubre. Los vendedores no se iban hasta que la estación no cambiaba y comenzaban las lluvias otoñales. Los puestos ocupaban no sólo la Piazza del Mercato, sino que se extendían por toda la Via delle Botteghe, mientras que en la Piazza del Panno y la Piazza delle Scarpe tomaban el nombre de los productos que se podían comprar durante los días de mercado y de feria11 . Además de la de San Settimio había en Jesi otras ferias menores, la de Santa Maria, a fines de marzo, y la de San Floriano, del 30 de abril al 8 de mayo.

Elena, desde el banco de la segunda fila, había escuchado distraídamente la larga homilía del hermano. Su mente vagaba, se preguntaba dónde estaría su nieta Lucia, aunque se lo podía imaginar, y hasta dónde quería llegar Artemio con sus ansias de poder. En ciertos casos podía resultar realmente peligroso y no tendría escrúpulos tampoco con los miembros de su familia. Tres días antes había visto entrar en casa al Duca di Montacuto y al Granduca di Urbino y la cosa no le había gustado para nada. Sin ser una adivina, había podido comprender perfectamente cuáles serían los acuerdos que se tomarían. Había bajado a las cocinas, desde donde, por un extraño efecto acústico debido a una garganta de chimenea en común con la que pasaba por el estudio del hermano, se podían escuchar las palabras que eran pronunciadas en la habitación de arriba. Y había recibido al exacta confirmación de sus sospechas: “Como había prometido, intercederé ante el Santo Padre para que a vos, Granduca della Rovere, os vengan restituidas tierras y títulos. Podréis retiraros a Urbino y ser respetado por siempre por vuestros súbditos. Por lo que respecta a Ancona, querido Duca, dentro de un mes haré depositar en las cajas de vuestra ciudad diez mil florines de oro que servirán para ampliar y fortificar el puerto pero deberá ser garantizada la escala comercial a los mercaderes de la ciudad de Jesi. Y ahora, retirad vuestros ejércitos”.

Como despertándose de un sueño, la voz del hermano, como aquella escuchada algunos días antes distorsionada por un tubo, volvió a sentirla real en sus oídos.

―¡Quién de vosotros sepa, que hable! ¡Quien conozca a los traidores, que los acuse, y os garantizo que la justicia seguirá su curso! En los próximos días el Tribunal presidido por mí estará siempre abierto y, para la ocasión, estará a mi lado también un juez civil, el único que ha quedado con vida, el noble Dagoberto Uberti. ¡Estaremos preparados para escuchar todos los testimonios y todas las denuncias! … Oremus.

Los fieles se levantaron de los bancos y la Santa Misa continuó, con el ofertorio, la bendición del pan y del vino y con el Sacramento de la Eucaristía. Sólo desde hacía unos años, las hostias, una vez consagradas, para no ser desperdiciadas, eran conservadas en el tabernáculo. Eran producidas artesanalmente por las monjas de clausura, con un emplasto obtenido con agua y harina modelado en pequeñas piezas redondas. Éstas venían machacadas con una presa metálica, donde un experto artesano, de la escuela de orífices jesina, había grabado en bajorrelieve el diseño de la cruz que tiene su origen en la H de la sigla IHS. Las hostias así obtenidas tenían un aspecto redondeado bastante irregular e incluían el dibujo en relieve impreso por el negativo de la prensa. Además de las que estaban en el tabernáculo, aquel día, los oficiantes había consagrado muchísimas tanta era la población que había en la iglesia, en la práctica todos los ciudadanos y el condado al completo.

Los fieles se pusieron a la cola para recibir la eucaristía, disponiéndose en dos filas paralelas a lo largo de la alfombra de terciopelo rojo. A medida que se acercaban al altar pasaban al lado de los caídos y rodeaban el ataúd de Guglielmo Franciolini, quien de un lado, quien de otro, antes de llegar para recibir la Comunión. Mientras el Cardenal Baldeschi distribuía el sacramento a los fieles que llegaban al altar por el lado derecho, Padre Ignazio Amici hacía lo mismo del otro lado. Por una extraña coincidencia Elena Baldeschi se había puesto en la fila para recibir la hostia de su hermano y justo detrás de ella estaba Elisabetta, la muchacha que todavía llevaba en el brazo y en el rostro las marcas de las quemaduras de las que creía responsable a la nieta de aquella a la que ahora veía la espalda, justo un paso delante.

―Corpus Christi.

Las palabras salían como una cantinela de la boca del Cardenal mientras ponía la hostia sobre la lengua de la hermana, ligeramente echada hacia delante con la boca abierta. Elena notó un extraño brillo en los ojos de Artemio que supo cómo interpretar. Ya sentía las llamas acercarse alrededor de su cuerpo; no necesitaba leer el pensamiento del hermano para comprender cuáles eran sus intenciones. Entre las víctimas del sacrificio también estaría ella y a lo mejor Lucia, si tuviese la oportunidad encontrarla. El pensamiento de que un ministro de Dios consiguiese ser una persona tan traicionera y malvada hizo que se le revolviese el estómago. Sintió subir la acidez hacia la boca y el nudo en la garganta era premonitorio de un conato de vómito.

―¡Amén!

Elena estuvo rápida a girar sobre si misma con las hostia en la boca, encontrándose de frente con la muchacha que estaba justo detrás de ella. No consiguió contener el amago de vómito y la hostia salió con fuerza de su boca mientras sus manos, de manera instintiva, conseguían recuperarla y evitar que el cuerpo del Señor cayese al suelo. El hecho no escapó a Elisabetta que, en un decir Jesús, vio la ocasión para vengarse con la abuela de la presunta culpa de Lucia.

―¡Sacrilegio! ―gritó señalando a la anciana con el dedo índice hacia ella. ―¡Es una bruja! ¡Se ha sacado la hostia de la boca para utilizarla en sus abominables prácticas!

Un murmullo se levantó desde la multitud hasta que alguien gritó también algunas acusaciones más precisas.

―¡Es verdad, junto con otras mujerzuelas se reúne en el campo detrás de la casa del hebreo, donde las brujas hacen sus ritos blasfemos!

―¡Es cierto, junto con el hebreo, echan niños al fuego y luego comen de su carne!

―¡Yo la he visto volar encima de una escoba! ―dijo un joven, levantando la hilaridad de muchos de los presentes.

―¡Es una bruja, mandémosla enseguida a la hoguera!

―¡A la hoguera, a la hoguera!

Al Cardenal no se le habría ocurrido pensar que podía suceder una cosa semejante, y ademá servida en bandeja de plata. Estas acusaciones inesperadas convertían todo en más fácil. Levantó el brazo para llamar al orden al pueblo y al mismo tiempo hizo una señal a los guardias que vigilaban la nave lateral derecha.

―La justicia seguirá su curso. Dios no quiera que una persona sea ajusticiada sin haber sido sometida a un proceso y haber tenido la posibilidad de defenderse de las acusaciones. ¡Guardias! Conducidla a los calabozos del Torrione di Mezzogiorno. En los próximos días verificaremos las acusaciones y, si es culpable, confesará también los nombres de sus cómplices. ¡Hágase la voluntad del Señor!

Mientras los guardias conducían a Elena fuera de la iglesia alguien le escupió encima, otros hicieron esconjuros, algunos labriegos más supersticiosos, que tenían el diente de ajo en el bolsillo, lo buscaron para estrecharlo entre sus manos. Uno, que estaba siguiendo la función desde el atrio de la iglesia, pasó algunos dientes de ajo a la mujer y a los hijos, susurrándoles:

―Mantenedlos apretados, mantienen al demonio alejado, ¡y parece que hoy Belcebú en persona está entre nosotros!

Alejada la bruja y vuelta la calma entre los fieles, la Santa Misa pudo seguir y concluir con las exequias de los muertos. Había sido una sesión larga, alargada todavía más por el acontecimiento imprevisto y Artemio estaba cansado pero, a pesar de todo, mientras estaba en la sacristía desvistiéndose, ya su mente estaba ocupada estudiando la mejor estrategia para aprovechar la situación. La hermana Elena sería condenada por bruja, perfecta como víctima, para demostrar a todos que él no tenía miedo de nadie, ni siquiera a los miembros de su propia familia, si era necesario. Pero Elena debía llevarse con ella algún cómplice al patíbulo porque debía ser evidente que había habido un complot y que ella había sido la artífice junto con otros nombres destacados. ¿Qué mejor ocasión para librarse definitivamente de sus enemigos y de algunas personas que se habían convertido en incómodas para él?

Esa misma noche convocó en su estudio al padre Ignazio Amici, al Capitán de su guardia Carlo Balistreri y el lugarteniente de la Guardia del Capitano del Popolo, Antonio Capoferri. Éste último, al haberse quedado sin señor, había sido obligado por la autoridad del Cardenal a pasar a su servicio. Para Capoferri un señor valía tanto como otro, por lo que había puesto al mal tiempo buena cara y había unido su milicia a la del Cardenal, atrayendo hacia sí los celos de Balistreri. Así que los dos, reunidos en la misma estancia, se miraban de manera hostil, pero ambos estaban pendientes de los labios del purpurado para saber qué órdenes les daría. Artemio Baldeschi señaló las tres butaquitas, invitándoles a sentarse y cerró la puerta de la habitación.

―Lo que ha sucedido estos días es de extrema gravedad. El Demonio, en sus más variados semblantes, parece que se ha adueñado de esta ciudad pero nosotros lo cazaremos, ¿verdad Padre Ignazio?

―¡Cierto! ―respondió el dominico, con la mirada exaltada de quien se siente el guardián de importantes verdades ―Por mis deducciones parece ser que alguien ha invocado y hecho materializar al demonio Baal. Él es un rey, enseña todo tipo de conocimiento, y su estado se encuentra en Oriente. Se representa con tres cabezas, una de hombre, otra de sapo y una tercera de gato. Tiene una voz ronca y conoce el arte de volverse invisible, que puede enseñar a quien lo invoca. Tiene a su mando 66 legiones de diablos. Y nosotros hemos contado, precisamente, en los últimos días 66 legiones del enemigo, cada una constituida por un manipulo de hombres, invadir la ciudad. ¿Coincidencia? ¡No! Pero parece ser que ahora tenemos en nuestra mano a quien ha invocado al demonio.

―Absurdo, para dar de comer a los pobres, justificar un complot es en realidad mucho más simple ―lo interrumpió el lugarteniente Capoferri ―Los duques de Ancona y de Urbino necesitaban un buen botín y lo han obtenido. Parece ser, de hecho, que no les ha interesado demasiado mantener la ocupación de la ciudad y, terminado el saqueo, se han dispersado.

Conociendo la verdad sobre la mediación del Cardenal con los Duques, Balistreri miró al lugarteniente con suficiencia, pero se abstuvo de hacer comentarios. Dejó que fuese el Cardenal quien retomase el discurso.

―De todas formas, ha habido traición, y quien es el responsable debe pagar por ello y debe pagar con la vida, independientemente que forme parte de mi familia o no. Volvamos al asunto, ¡padre Ignazio! Elena ha sido encarcelada en los calabozos del Torrione. Creo que cinco días con agua pútrida y pan mohoso podrán hacerle entrar en razón y podremos obtener de ella una confesión. Pero, si resistiese, ¿tenéis buenos torturadores?

―¡Claro, faltaría más! ¡La Inquisición no puede mandar a una persona al patíbulo que no haya confesado sus propios crímenes! Más pronto o más tarde, bajo tortura, todos confiesan.

Es verdad, pensó para sus adentros el Cardenal que a veces asistía también a las torturas. Mejor enfrentarse al patíbulo con tal de poner fin a ciertos suplicios. ¡Y, bajo tortura, cualquiera consigue acusar de ser sus cómplices a personas que no tienen nada que ver y que lo seguirán en su destino final!

―Yo tengo una idea sobre quienes han sido los cómplices de la bruja. Elena, mi hermana, ha insistido mucho en los últimos tiempos para que favoreciera el noviazgo de mi sobrina con el joven Franciolini. También yo he caído en su trampa, organizando la fiesta de esponsales oficial justo el día en que el enemigo nos ha atacado. Y por lo tanto, diría que mi hermana estaba de acuerdo con los Franciolini, que han favorecido el ataque a la ciudad para subvertir el poder de la Iglesia y entregar definitivamente el gobierno a las facciones gibelinas.

―¿Cómo podéis afirmar esto? ―intervino el lugarteniente, indignado. ―Guglielmo Franciolini ha muerto, el hijo está desaparecido. No hemos encontrado el cuerpo de Andrea, ¡pero estoy seguro de que es un cadáver!

―¡No es seguro! También mi sobrina Lucia está desaparecida o, mejor dicho, no se sabe dónde está. Apuesto lo que sea a que los dos enamorados están juntos, a salvo en cualquier sitio no muy lejano. Interrogaré a quien yo digo y, en cuanto tenga la información, vos, padre Ignazio, con Balistreri y una buena escolta, os pondréis a buscar a los dos jóvenes. Vos, en cambio, Capoferri, en el momento oportuno, os ocuparéis del hebreo y de otra muchacha que vive en el campo y de la que os hablaré por separado.

―¿El hebreo? Cardenal, sabéis perfectamente que el Tribunal de la Inquisición no puede juzgar a personas que pertenecen a otras religiones. ¿Qué tiene que ver el hebreo en toda esta historia? ―respondió Balistreri que hasta ese momento no había hecho escuchar su voz.

―¡Tiene que ver, tiene que ver! Tiene que ver más de lo que os imagináis. Bastará comprobar sus registros contables e ir a ver qué relaciones tenía con los Franciolini. Uniendo la suerte con la astucia será fácil demostrar que ingentes sumas de dinero fueron entregadas al hebreo por el Capitano del Popolo y le fueron devueltas al Duca di Montacuto o al Granduca di Urbino. No será el tribunal de la Inquisición quien juzgue al hebreo sino el juez civil, que ha aceptado de buen grado estar a mi lado en los próximos días. ¡Veréis como en el transcurso de unos días se hará justicia! Ahora idos, dejadme solo, pero quedad a mi disposición. Antes de mañana tendré órdenes concretas.

Mientras los tres se despedían, entró Giovanni, el fiel servidor del Cardenal, con una bandeja en mano donde estaban colocadas una jarra y una copa ya llena de rosoli. Artemio bebió ávidamente e hizo que le sirviesen otra copa, luego pidió a Giovanni que fuese a buscar a Pinuccia, la sirvienta morena que, junto con la rubia Mira, tenían el trabajo de cuidar a su sobrina Lucia. No era por casualidad que la elección había caído en la morena; otras veces el Cardenal se había aprovechado de ella y la había encontrado dispuesta, con tal de ser recompensada de manera adecuada. La rubia, en cambio, siempre le había sido esquiva. En el transcurso de unos minutos, Giovanni encontró a Pinuccia, la introdujo en el estudio del Cardenal y cerró la puerta, no antes de hacer una reverencia a su amo antes de irse. Por su parte, éste último giró la llave en la puerta para asegurarse de que nadie entrase y luego se volvió hacia la muchacha, indicándole la chimenea.

―¡Enciende un buen fuego, necesito calentarme!

―Pero, Vuesa Eminencia, ¡el tiempo es todavía cálido y no creo que haga falta!

Artemio se acercó a Pinuccia y le deshizo el lazo que le estrechaba al vestido alrededor del cuello, descubriendo la piel de la joven hasta vislumbrar el hueco entre los senos. Luego, con la palma de la mano, se puso a buscar entre la tela hasta encontrar un pezón. Artemio intuyó que Pinuccia sentía un ligero escalofrío al deber contentar otra vez sus caprichos sexuales pero las cinco monedas de plata, que finalmente ganaría, haría pasar por alto cualquier reparo. La muchacha puso leña en la chimenea y encendió el fuego, secundando la petición de su amo. El fuego ya saltaba alegre cuando el Cardenal volvió a hablar.

―Bien, ahora desnúdate. Quiero ver tu cuerpo sólo iluminado por la luz del fuego ―y diciendo estas palabras, mientras Pinuccia comenzaba a quitarse lentamente de encima los vestidos, comenzó a apagar todas las velas de los candelabros hasta que la habitación quedó iluminada sólo por la luz rojiza producida por las llamas de la chimenea. La piel ligeramente bronceada de la joven, bañada por una capa de sudor debido tanto al calor como a la tensión nerviosa, brillaba a la luz temblorosa del fuego. Artemio se acercó a ella y le liberó la oscura melena. Un gesto que, de delicado que parecía se convirtió de repente en violencia gratuita. Con la misma mano con la que se los había soltado, tiró bruscamente hacia las llamas el mechón que había entre sus dedos. Cuando los cabellos llegaron a acariciar el fuego, crepitaron un poco y Artemio sintió con placer el olor típico, si bien tan sólo esbozado, de cuando asistía a la ejecución de una bruja. Las lágrimas regaban el rostro de la muchacha mientras el Cardenal gozaba con la violencia que estaba haciendo sufrir a su víctima de turno.

―Podría tirarte ahora a las llamas, si quisiese, o hacerte procesar por brujería y hacer que te quemases viva en la plaza pública. ¡Pero sería un pecado no poder gozar más de tu presencia y de los servicios de una joven tan bella!

Siempre tirándole de los cabellos, la alejó de las llamas y la guió hasta arrodillarse delante de él, de modo que la boca de ella estuviese a poca distancia de su miembro erecto. Luego, presionándole detrás de la nuca, guió la cabeza de la muchacha un poco más adelante.

―Si eres lista y me dices lo que quiero, no sólo no te haré daño sino que re recompensaré de manera mucho más generosas con respecto a otras veces.

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Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
17 aralık 2020
Hacim:
375 s. 9 illüstrasyon
ISBN:
9788835414698
Telif hakkı:
Tektime S.r.l.s.
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