Kitabı oku: «La Sombra Del Campanile», sayfa 4

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La ceremonia de iniciación había sido, por lo tanto, sencilla, no había sido traumática como la muchacha había temido. El rito se había desarrollado tal como había sido transmitido desde tiempos inmemoriales, sin coacciones, sin ninguna violencia, sin intervenciones de extrañas figuras que pareciesen machos cabríos u otro tipo de bestias. El Demonio, realmente, no se escondía entre los participantes del rito. Lucia estaba confusa pero comenzaba a comprender muchas cosas, que la abuela la ayudaría a definir en los meses siguientes. La magia, la brujería, de la manera que creía hasta ese momento, no existía. La abuela le había explicado cuáles eran las fronteras del pensamiento humano, como cada individuo estaba dotado de una enorme potencialidad vinculada al uso del mismo pero que solo unos pocos eran capaces de ejercitar ciertas funciones, ya sea por capacidad innata, ya sea por el ejercicio. Pero entonces, se preguntaba Lucia, ¿la esfera fluctuante que se materializaba entre sus manos era sólo fruto de su fantasía, de su sugestión? ¡Y sin embargo era capaz de visualizarla! Ya, pero sólo ella, los otros no la veían. Y, de todas formas, había probado sus efectos devastadores lanzando una bola de fuego hacia aquella chiquilla, Elisabetta, que se había visto realmente envuelta por las llamas. Y era capaz de leer los pensamientos del que estaba frente a ella, y era capaz de escuchar las voces de los espíritus, y conseguía prever el futuro de alguna manera. ¿Todo esto cómo se explicaba?

―Para todo hay una explicación racional ―le había dicho la abuela una noche delante de la chimenea encendida ―Algunos de nuestros adeptos, a tenor de lo hecho en el pasado por antiguos estudiosos, de los que algunos textos han huido del fuego de las autoridades eclesiásticas, han abierto el cráneo de cadáveres de hombres y mujeres para estudiar su contenido, el cerebro. La superficie de nuestro cerebro no es lisa sino que presenta pliegues, que son llamados por los estudiosos de anatomía circunvoluciones y que son capaces de aumentar muchas veces la superficie útil de este importante órgano nuestro. No es el corazón, como todos dicen, la sede de nuestros sentimientos, es el cerebro su depositario. De la misma manera todos nuestros recuerdos, cercanos o lejanos, están aquí guardados. Es el cerebro el que nos permite reconocer los sonidos, los colores, los olores, nos hace asociar los objetos con un nombre, nos hace aprender los símbolos de la escritura de forma que las personas más inteligentes, o las más afortunadas si quieres, son capaces de leer, escribir y hacer las cuentas. Es el cerebro, además, el que envía a nuestros ojos los sueños mientras reposamos. Y si ya todo esto te parece mucho, debes saber que para todo esto sólo se utiliza una pequeñísima parte de la superficie cerebral. El resto son potencialidades enormes pero desconocidas para la mayoría. Así que, quien consigue entrenar las áreas infrautilizadas del propio cerebro, consigue llevar a cabo actividades que el común de los mortales ni siquiera pueden soñar. Y he aquí que se pueden percibir conversaciones pronunciadas en un lugar, incluso en tiempos remotos. Cada palabra pronunciada deja su rastro en el aire, nada se pierde. Si tú puedes oír estas conversaciones, estas palabras, no significa que estés hablando con los espíritus, no es posible conversar con personas desaparecidas hace meses o años o siglos pero es posible escuchar lo que ellos han dicho hace mucho tiempo.

―¿Y la clarividencia?

―Esto es un poco más complicado, pero incluso aquí los estudiosos han especulado que quien prevé el futuro capta ondas cerebrales de alguien que tiene la intención de poner en marcha determinados comportamientos. Y es por esto que la clarividencia se limita a un período breve, no es posible conocer el futuro a largo plazo. ¡Quien afirma que puede hacerlo, es un charlatán!

―¿Y el hecho de poder mover objetos, hacerlos levitar o encender una lámpara sólo con la fuerza del pensamiento?

―Justo, también éstas son potencialidades del cerebro humano desconocidas para la mayor parte de los individuos. Ejercitando y entrenando las áreas del cerebro que son capaces de utilizar los elementos que están a nuestro alrededor a nuestro favor, podemos hacer de todo. Nosotros estamos acostumbrados a usar los cinco sentidos que conocemos, la vista, el tacto, el oído, el gusto y el olfato, sin ni siquiera imaginar cuál es la potencia efectiva de nuestro cerebro. Los antiguos sabían perfectamente cómo utilizar ciertos poderes, de manera que pudieron construir obras mastondónticas sin el mínimo esfuerzo. Observa los romanos, cuando llegaron para conquistar Egipto, no se podían explicar cómo habían hecho los egipcios, mucho tiempo antes de su llegada, para construir obras colosales, como las pirámides y la esfinge. Los enormes bloques de piedra con los que habían sido construidos no podían ser movidos ni siquiera por un centenar de esclavos que trabajasen juntos.

―¿Quieres decir que...?

―No quiero decir nada: extrae tus propias conclusiones.

Lucia cada día estaba más fascinada por los discursos de la abuela. Las disquisiciones sobre el cerebro la habían entusiasmado, pero incluso estaba más interesada por la curación de enfermedades con las hierbas medicinales. Durante la primavera, muchas veces con la abuela había ido de nuevo hasta Colle del Giogo, pero también en la campiña y en los bosques en torno a Jesi, para la recolección de hierbas medicinales. Cada vez la abuela le explicaba las propiedades y el uso de una determinada hierba: el beleño, la trementina, el regaliz, la peligrosa belladona. Elena había prometido a Lucia que, a partir del final del verano y durante todo el otoño siguiente, le enseñaría a reconocer las setas, a distinguir las comestibles de las venenosas, a prevenir y curar las intoxicaciones debidas a éstas últimas, y cómo utilizar las esporas de determinados hongos sobre las heridas infectadas. Pero en esos últimos días de primavera, el curso de la historia había dado un giro por lo que, en aquel momento, se encontraba asistiendo al joven Franciolini, herido por los enemigos de la ciudad.

Ya hacía más de diez días que Lucia estaba atareada junto a la cabecera de la cama de Andrea cuando el muchacho recuperó el conocimiento. Cuando éste abrió los ojos Lucia se sintió observada de manera extraña. Leía en aquellos ojos el desconcierto del joven que, quizás, creía que ya estaba muerto, que había llegado al paraíso y tenía un ángel que le cuidaba. Es verdad, era un noble y, como tenía servidores en la Tierra, seguramente su cabeza lo llevaba a pensar que tendría sirvientes allí, en el Paraíso. Pero luego, poco a poco, Lucia comprendió que Andrea estaban comenzando a reconocer las paredes, los muebles y los adornos de su habitación.

―¿Quién eres, que me cuidas, sin que yo te conozca? ¿Qué le ha ocurrido al resto de mi familia? ¿Y mis siervos? ¿Dónde está Alí? ¡Que te parta un rayo, miserable turco! Cuando lo necesito siempre se las ingenia para desaparecer, a lo mejor lo encuentras con el culo hacia arriba rezando a su dios… ―comenzó a decir Andrea, con las mejillas enrojecidas por la fiebre, agitándose de tal manera que un acceso convulso de tos consiguió interrumpir la mitad de su discurso. Lucia cogió la mano del joven entre las suyas, intentando tranquilizarlo y, al mismo tiempo, gozando de su contacto físico.

―Debéis estar tranquilo o caeréis de nuevo en la inconsciencia y en el delirio febril. Y no debéis despotricar contra Alí. ¡Si no fuese por él estaríais bajo tierra! En cuanto a mi… bueno, yo soy Lucia Baldeschi, vuestra prometida ―al pronunciar estas palabras un leve enrojecimiento se apoderó de los pómulos de la muchacha, que pudo en ese momento hundir sus ojos color avellana en los azules del muchacho, ojos magnéticos, que atraían su rostro, sus labios y todo su cuerpo hacia él.

―No imaginaba que el Cardenal me tuviese reservado un regalo semejante. ¿No me estáis mintiendo? El enemigo nos ha arrollado antes de llegar al palacio del Cardenal, ¡y creo que esto no es ajeno a la emboscada!

Con la ayuda de la rabia que sentía se levantó un poco y Lucia se apresuró a colocarle las almohadas detrás de la espalda para ayudarle a sostenerse.

―¡Debía haber imaginado que era un truco, además de un matrimonio político! Vuestro tío se ha puesto de acuerdo con los enemigos para matar a mi padre, a mí, dispersar mi familia y centralizar en él los poderes civil y religioso, después de haber pagado con dinero a los invasores. Pero ¿qué invasores? ¡El Duca de Montacuto y el Archiduque de Urbino seguro que estaban de acuerdo con él! Apuesto a que tampoco se sabe dónde está mi madre, quizás ha sido raptada, o quizás también ha sido asesinada por el enemigo. ¿Y tú? ―después e haber usado el usted de cortesía había vuelto a tutear a Lucia, como se hacía con los siervos. ―No eres la sobrina del Cardenal Baldeschi, no puedes serlo, él no permitiría nunca que su sobrina estuviese a mi lado. Tú eres una sirvienta, una mujerzuela enviada por el Cardenal porque todavía no estoy muerto y debes elegir la ocasión adecuada para acabar conmigo. ¡Venga, coraje! ¿Dónde escondes el puñal? Clávalo en mi pecho y acabemos de una vez por todas, de todas formas estas heridas me llevarán a la muerte en pocos días. Será mejor acortar el sufrimiento.

Mientras hablaba de esta manera cogió el brazo de Lucia y lo atrajo hacia sí. Se encontraron con sus respectivos rostros a poquísima distancia el uno del otro, cada uno sentía el respiro jadeante del otro acariciar sus mejillas. Lucia leyó en los ojos del joven Franciolini el miedo a morir no la maldad. El instinto hubiera sido el de retirarse, en cambio reaccionó al contrario, apoyó con cuidado sus labios sobre los de él. No tuvo tiempo ni de sentir la aspereza de la barba no afeitada desde hacía días que fue abrumada por un torbellino de lenguas que se entrelazaban, manos que buscaban la piel desnuda bajo los vestidos, caricias que la aislarían de la realidad para alcanzar alturas celestiales y luego sensaciones nunca sentidas, hasta alcanzar un inmenso placer, acompañado, sin embargo, de un profundo dolor. Ahora era su sangre y provenía de las partes íntimas violadas por aquel dulce encuentro; nunca había sentido nada igual en su vida pero se sentía satisfecha.

―¿Cómo se os ha podido siquiera ocurrir que yo estuviese aquí para mataros? Os amo, os he amado desde el primer momento en que os he visto, hace algunos días, cuando salíais de este palacio montado en vuestro caballo. Os he salvado la vida, os he curado y ahora me habéis convertido en mujer y yo os estoy agradecida.

Acabó de librarse de los vestidos y, completamente desnuda, se metió en la cama al lado de su amor. Le abrió el camisón, comenzó a acariciarle el pecho, a besárselo, luego cogió su mano y la guió para acariciar sus túrgidos senos. Y hubo besos y caricias y suspiros durante interminables y mágicos minutos. Luego ella se puso a horcajadas sobre su vientre y, guiada por su instinto que le decía que actuase de esa manera, comenzó a balancearse arriba y abajo, al principio lentamente, para luego aumentar el ritmo de forma progresiva, hasta llegar de nuevo al orgasmo.

El orgasmo provocó que Andrea se sumergiese de nuevo en la inconsciencia. La muchacha habría querido hablarle con dulzura pero con el claro objetivo en su mente de llevar el tema hasta los símbolos ligados al extraño pentáculo de siete puntas, visto en los subterráneos de la catedral, vuelto a ver sobre el portal de Palazzo Franciolini y nombrado por Andrea en sus delirios. Había tantos temas de los que hubiera querido hablar con él, ahora que había vuelto en sí, pero en ese momento era imposible.

Mientras Lucia recuperaba sus vestidos del suelo y se volvía a arreglar, sintiendo todavía en sus entrañas sensaciones que estimulaban la palpitación de su zona íntima, a sus orejas llegaron voces excitadas desde la entrada del palacio.

―¡No podéis entrar en esta mansión, no tenéis permiso! ―estaba gritando Alí. Luego su voz se debilitó hasta apagarse.

―Arrestad al moro, matadlo si opone resistencia. Y registrad el edificio. El Cardenal quiere enseguida a la condesita Lucia en palacio. En cuanto al joven Franciolini, si todavía está vivo, arrestadlo sin hacerle daño. Deberá ser procesado por alta traición y herejía. No lo mataremos nosotros sino la justicia, aquella divina y la de los hombres. Y el castigo será ejemplar para hacer comprender al pueblo a quien debe someterse: ¡a Dios y a su Santidad el Papa!

Lucia había reconocido la voz de quien había pronunciado estas últimas palabras, el dominico Padre Ignazio Amici, que junto con su tío presidía el tribunal local de la Inquisición, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par y en su arco se dibujaron las sonrisas desdeñosas y satisfechas de dos guardias armados.

Capítulo 4

La cultura es la única cosa que nos hace felices

(Arnoldo Foà)

El sonido insistente del despertador consiguió catapultar de nuevo a Lucia a la realidad cotidiana. Con la misma mano con la que había logrado acallar el despertador, a tientas había encontrado sobre la mesilla de noche el paquete de cigarrillos. Ahora ya era una costumbre encender el primer cigarrillo en cuanto se despertaba, pero en los últimos tiempos lo hacía incluso antes de abandonar la cama. Luego llegaba hasta el baño con el palito humeante en la boca, se dedicaba a asearse y a maquillarse aspirando de vez en cuando una calada de humo, echaba la colilla al váter y se iba a la cocina para prepararse el café, después del cual se encendía otro cigarrillo, concentrándose sobre el nuevo día de trabajo que le esperaba. En el puesto de trabajo no se permitía fumar de ninguna manera por lo que, si ocasionalmente le pasaba por la cabeza que aquel vicio a la larga sería muy nocivo, consideraba superado cualquier reparo mientras miraba la punta roja iluminarse cada vez que inhalaba.

¡Mi cuerpo necesita su dosis de nicotina, diga lo que diga ese puritano del decano de la fundación!, se encontraba a menudo pensando Lucia, encendiéndose el tercer cigarrillo del día, el que le permitía la satisfacción de llegar a una hora decente antes de la pausa prevista para el desayuno. En el año 2017 la primavera había sido muy lluviosa y, a pesar de que era a finales del mes de mayo, la temperatura todavía no había alcanzado la media estival; así que, sobre todo por la mañana a la hora de salir, todavía hacía fresco y era difícil decidir cuán fuese el vestido más adecuado para ponerse. Una rápida ojeada al guardarropa, mientras se ponía unos leotardos ligeros, color carne, casi invisibles, la decisión cayó ese día sobre un vestido rojo de manga larga pero no invernal, de la largura adecuada para dejar descubiertas las piernas poco más arriba de las rodillas. Un poco de carmín, un cepillado a los cabellos castaños naturalmente ondulados, un poco de lápiz de ojos para resaltar el color avellana de sus ojos, una última calada al cigarrillo, cuya colilla estaba perfectamente puesta en el cenicero, y Lucia Balleani, veintiocho años, un metro y setenta y cinco centímetros de belleza austera, además de inalcanzable para el común de los mortales, licenciada en Lettere Antiche7 , especializada en historia medieval, estaba lista para enfrentarse al impacto con el ambiente exterior. Era la última descendiente de una noble familia de Jesi, los Baldeschi-Balleani y, por ironías del destino, a pesar de su nacimiento nunca había conseguido vivir y habitar en la suntuosa residencia de la familia en la Piazza Federico II, ni tampoco en la estupenda villa en las afueras de Jesi, ahora se encontraba trabajando en aquel palacio. Había aceptado de buena gana el encargo que le había hecho la Fundación Hoenstaufen, que había encontrado allí su sede natural, justo en la plaza en que la tradición dice que, en el año 1194, había nacido Federico II de Svevia, príncipe y más tarde Emperador de la casa Hoenstaufen. Como todas las familias nobles, a partir de los años 50 del siglo pasado, con el final de la aparcería, con el fin de los inmensos latifundios agrarios heredados desde tiempos inmemoriales, ni siquiera los Baldeschi-Balleani fueron inmunes a jugarse la mayor parte de los bienes familiares, vendiéndolos o mal vendiéndolos al mejor postor, con tal de mantener el estilo de vida al que estaban habituados. La rama de los Baldeschi, un poco más sabia, se había mudado en parte a Milano, donde habían puesto en pie una pequeña pero rentable empresa de diseño y arquitectura, en parte a Umbria, donde gestionaba una soleada casa rural en medio de las verdes colinas de Paciano. A la rama de los Balleani le habían caído las migajas y el padre de Lucia continuaba con tenacidad y poco provecho a sacar adelante la hacienda agrícola que consistía en trozos de terreno esparcidos entre las campiñas de Jesi y Osimo. Lucia era una muchacha, además de hermosa, realmente inteligente. Gracias a los sacrificios del padre había podido hacer el bachillerato en Bologna y licenciarse con muy buenas notas. Su pasión era la historia, en especial la medieval, quizás porque sentía fuertemente, dentro de ella, por un lado la pertenencia a la ciudad que había visto nacer a uno de los más ilustres emperadores de la historia y por otro a la familia que, por primera vez, había dado un Signore8 a Jesi. De hecho, había sido la gibelina familia Baligani (el apellido se había transformado con el tiempo en Balleani) la que en el año 1271 había instituido la primera Signoria en Jesi. Con muchos contratiempos, Tano Baligani, a veces con el bando de los güelfos, otras con el bando de los gibelinos, según de donde soplase el viento, había intentado conservar el dominio de la ciudad, contra otras familias nobles, en particular contra los Simonetti, los cuales también habían tomados las riendas del mando de la ciudad en ciertas épocas. En los dos siglos siguientes los Balleani se emparentarían con la familia Baldeschi, que había dado a la ciudad algunos Obispos y Cardenales, con el fin de sellar un tácito acuerdo entre güelfos y gibelinos, sobre todo para hacer frente al enemigo exterior y contener las miras expansionistas de los Concejos9 limítrofes, en particular de Ancona pero también de Senigallia y Urbino. Y es por esta pasión suya que el decano de la fundación Hoenstaufen había querido contratar a Lucia para la reorganización de la biblioteca del palacio que había pertenecido a la noble familia. Biblioteca que se enorgullecía de piezas realmente raras, como una copia original del Códice Germánico de Tácito, pero que nunca se habían clasificado correctamente. Aparte de la clasificación de los libros allí presentes, Lucia tenía otros intereses, de los que había intentado hablar con el decano, como el de recopilar todas las fuentes históricas sobre la ciudad de Jesi presentes tanto en éstas como en otras bibliotecas de la zona, con el fin de imprimir una muy interesante publicación. O también la de cartografiar el subsuelo del centro histórico, rico de vestigios pertenecientes a la época romana, con el fin de conseguir una reconstrucción de la antigua ciudad de Aesis lo más parecida a la realidad.

―Tienes unas ideas muy buenas, eres joven y estás llena de entusiasmo, y te entiendo, pero la mayor parte de los accesos a los subterráneos está prohibido, dado que se debe pasar por los sótanos de palacios privados, cuyos propietarios la mayoría de las veces no dan su consentimiento.

El anciano decano escudriñaba a la muchacha con sus ojos gris verdoso desde detrás de las lentes de las gafas. La barba gris no lograba ocultar el sentimiento de desaprobación que sentía con respecto al cigarrillo electrónico, del que, de vez en cuando, Lucia aspiraba una calada de vapor denso y blanquecino, que en el transcurso de unos segundos se diluía en el aire de la habitación.

―No es necesaria la exploración física de los subterráneos. Se podría hacer que sobrevolase la ciudad un helicóptero para obtener registros con el radar. La técnica ahora es esta y da óptimos resultados ―intentaba insistir Lucia para ver realizados uno de sus más grandes sueños.

―Quién sabe cuánto dinero sería necesario para un proyecto de ese tipo. Tenemos fondos pero son bastante limitados. Italia todavía no ha salido de la crisis económica que la aflige desde hace años ¿y tú me quieres proponer unos proyectos faraónicos? La cultura es hermosa, soy el primero en afirmarlo, pero debemos mantener los pies en la tierra. Mira lo que puedes hacer explorando los subterráneos de este palacio. Comunican directamente con la cripta del Duomo, quién sabe si no podrás sacar a la luz algo interesante. Pero hazlo fuera de las horas por las que se te paga. Tu misión aquí está bien definida: ¡reorganizar la biblioteca! ―el decano estaba a punto de dejar a la muchacha cuando se dio la vuelta ―¡Una última cosa! Electrónico o no, aquí dentro no se fuma. Te agradecería que evitases usar ese chisme mientras trabajas.

Con un gesto teatral Lucia se sacó el cigarrillo del cuello al que estaba colgado con el cordoncito correspondiente, apagó el interruptor y lo volvió a poner en el estuche que metió dentro del bolso. Del mismo sacó un paquete de cigarrillos y el encendedor y llegó hasta el vestíbulo para ir a fumar en paz un auténtico cigarrillo en el exterior.

El martes 30 de mayo de 2017 se presentaba, desde primeras horas de la mañana, como una mañana tranquila, clara, de finales de primavera. El cielo estaba azul y, a pesar de que el sol estuviese todavía bajo, Lucia fue deslumbrada por la luz en cuanto cerró a sus espaldas el portal de su casa. Había encontrado un óptimo alojamiento, alquilando un apartamento reestructurado en Via Pergolesi, en el centro histórico, a unos cien metros de su puesto de trabajo. Pero lo que era más interesante para ella era el hecho de encontrarse justo en el palacio que había albergado, en la planta baja, una de las primeras imprentas de Jesi, la de Manuzi. El enorme salón destinado a tipografía había sido utilizado a través del tiempo para otros fines, incluso como gimnasio y sala de reuniones de algunos partidos políticos. Pero esto no le quitaba la fascinación a aquel sitio. Después de salir por el portón y haber atravesado un pequeño patio, Lucia habitualmente se demoraba mirando el arco por el que se salía a la antigua calle adoquinada, Via Pergolesi, en otro tiempo el Cardo Massimo de la época romana, luego renombrada Via delle Botteghe o Via degli Orefici, por las actividades prioritarias que se habían desarrollado en distintos períodos. De los antiguos talleres de un tiempo, en efecto, había quedado bien poco. Muchas tenían las rejas bajadas desde hacía ya muchos años y las que estaban abiertas ostentaban en los escaparates bienes y servicios que con la antigüedad, con el fasto y el esplendor de los negocios de joyería de un tiempo, compartían bien poco. El cartel turístico ensuciado por las cagadas de las palomas indicaba que el arco del Palazzo dei Verroni no era de origen romano, como su aspecto podía hacer creer, sino que había sido realizado en el siglo XV por un tal Giovanni di Gabriele da Como, arquitecto que había trabajado al lado del más famoso Francesco di Giorgio Martini en la construcción del cercano Palazzo della Signoria. Tanto que alguien en el pasado había atribuido también ese arco a Di Giorgio Martini. Según Lucia, los romanos no debían ser del todo ajenos a esa obra que se asomaba al Cardo Massimo. A lo mejor los arquitectos renacentistas se habían limitado a restaurar un antiguo arco, cuyos vestigios habían sobrevivido a los siglos y al devastador terremoto del año 848.

Unos pocos pasos entre los austeros palacios del centro histórico fueron suficientes para hacer pasar a Lucia de la umbrosa Via Pergolesi a la luminosa Piazza Federico II. Faltaban todavía unos minutos para las ocho, hora en la que debía comenzar a trabajar. Le daría tiempo de fumar otro cigarrillo antes de entrar en el palacio, pero su atención fue atraída por las cuatro estatuas de mármol que hacían las veces de cariátides del balcón del primer piso. Durante un momento tuvo la impresión de que los cuatro telamones estuvieran animados, casi como si quisiesen venir hacia ella para hablarle, para contarle viejas historias de hacía siglos, de las que se había perdido la memoria. Tuvo una especie de mareo que le hizo imaginar el balcón, no sujetado por las poderosas estatuas, inclinarse peligrosamente hacia el suelo y le trajo a la memoria el sueño que ahora ya, desde hacía muchas noches, la hacía protagonizar una historia ocurrida exactamente hacía cinco siglos, en estos mismos días del año y en esos lugares. Las imágenes de los sueños discurrían por su cerebro durante el sueño como las escenas de una novela por entregas. Eran tan claras que Lucia se encarnaba en su homónima antepasada como si estuviese reviviendo su vida pasada, al mismo tiempo como intérprete y como espectadora.

¡Sugestión, sólo sugestión!, repetía por enésima vez la joven a sí misma. Todo es culpa de los libros con los que estoy trabajando y de las partes que faltan de la Storia de Jesi. ¡Mi inconsciente me hace inventar la parte que falta en el libro!

Respiró profundamente dos veces, fue a un banco, se sentó y observó que la fachada del palacio estaba allí, íntegra e indemne. Decidió atravesar la plaza, ir al bar y tomarse un café solo bien cargado, antes de entrar a trabajar. Aquella distracción la retrasaría unos minutos pero daba igual ya que el decano no llegaba nunca antes de las nueve. Consumido rápidamente el café y ya salida del Bar Duomo, en unos cuantos pasos llegó al lado de la plaza en la que confluía Via Pergolesi. A su izquierda la entrada a la cuesta de Via del Fortino, a su derecha el comienzo e la Costa Lombarda, a través de la cual se podía llegar a la parte más baja de la ciudad. Justo debajo de sus pies, en una gruesa baldosa de bronce estaba grabado el plano de la antigua Aesis. Un poco más allá, la misma inscripción en varias lenguas, incluido el árabe, sobre las baldosas blancas alrededor de todo el perímetro de la plaza: El 26 de diciembre de 1194 nace en esta plaza el Emperador Federico Segundo de Svevia. Otro mareo, otra visión. Ahora la plaza ya no tiene el aspecto actual. La fuente de los leones, con el obelisco, no está ya en el centro sino que hay un espacio completamente libre. El Duomo, del lado opuesto a aquel en que se encontraba, era una construcción blanca, de dimensiones más exiguas respecto a como estaba habituada a verlo, de estilo gótico, con agujas y arcos ojivales, una especie de Duomo di Milano en pequeño. El campanile estaba a la derecha de la fachada, aislado y en posición avanzada con respecto a la iglesia. El Palazzo Baldeschi, a la izquierda con respecto a la catedral, era distinto, más macizo, más suntuoso; por encima de la fachada, como un adorno, tres arcos de piedra, cogidos quién sabe de qué antigua construcción romana y puestos allí arriba de manera postiza, como elemento decorativo, con ninguna utilidad. La estatua de la Madonna con el niño Gesù en brazos estaba ya presente en un nicho entre las ventanas del último piso, mientras que no había ni rastro de los cuatro telamones que sostenían el balcón del primer piso. Es más, el balcón, aunque no estaba del todo ausente, era bastante pequeño con respecto al que estaba habituada a ver. Todo el lado derecho de la plaza estaba ocupado, en lugar del Palacio Episcopal y de Palazzo Ripanti, por una enorme fortaleza, una especie de castillo, adornado con la típica arquitectura y las almenas gibelinas de cola de golondrina. En la parte izquierda la iglesia de San Floriano con su cúpula y su campanile y el palacio Ghislieri, todavía sin terminar, rodeado por los andamios de los albañiles. Lucia echó un vistazo hacia el comienzo de la Via del Fortino, donde estaba el taller de un tintorero, delante del cual el artesano había encendido un fuego para poner a hervir el agua en un caldero con una costra de humo negro. Una chavalita se había acercado peligrosamente al fuego y un borde de su vestido se había incendiado. En unos segundos la muchacha se había encontrado envuelta por las llamas. Lucia hubiera querido correr hacia ella para ayudarle pero no conseguía moverse ni un paso. Se horrorizó mientras oía resonar en sus oídos los gritos desesperados de la muchacha. Luego una, dos gotas de lluvia, un chubasco y las llamas se apagaron. La sensación de no tener los pies en la tierra. Lucia estaba tumbada sobre el adoquinado. Cuando volvió a abrir los ojos vio el azul del cielo, un cielo del cual no podía haber caído ni siquiera una gota de lluvia. Un hombre distinguido, vestido de manera elegante, con un maletín en la mano, intentó ayudarle a levantarse.

―¿Se encuentra bien?

―Sí, sí ―y rechazando cualquier tipo de ayuda Lucia se levantó ―Ha sido sólo un mareo, una bajada de tensión. ¡Todo está bien, gracias!

Atravesó la plaza que ahora tenía el aspecto de siempre, a buen paso, para intentar llegar al puesto de trabajo lo antes posible, antes de que el decano pudiese darse cuenta de su retraso, pero tenía bien grabadas en la mente las imágenes que había vivido hacía unos minutos.

Sugestión, sólo sugestión, nada más que sugestión. ¡No hay otra explicación lógica para los sueños y ahora para las visiones!

Y sin embargo, una voz en su subconsciente parecía decirle que eran recuerdos, que eran episodios que había vivido en otra vida, en un pasado remoto, como una persona distinta, pero que siempre tenía el mismo nombre: Lucia.

Entró en el palacio, subió la escalinata que conducía al primer piso y puso en marcha el ordenador de su puesto de trabajo. La tentación de dar una ojeada a sus perfiles de las diversas redes sociales se había quedado en nada por culpa de la inspección que aquel idiota del decano verificaba puntualmente, por medio del servidor, de los archivos log de su ordenador y le reñía si se había permitido navegar por Internet por motivos no estrechamente ligados al trabajo. Por lo tanto abrió el fichero de trabajo de Excel en el que estaba clasificando los textos y los archivos de Access en el que grababa los datos para tener una base de datos completa de la biblioteca. Cada texto era luego escaneado y metido en una memoria en un archivo PDF, que había que subir al sitio web de la fundación, para una posterior consulta. Los textos con los que estaba trabajando aquellos días, y que quizás habían sido el motivo desencadenante de sus sueños y sus recientes visiones, eran una Storia di Jesi, editada por Manuzi, justo el Benardino Manuzi que en el siglo XVI tenía una imprenta en el palacio en el que ella vivía, y un librito, cuya autora era Lucia Baldeschi, que se titulaba Principi di medicina naturale e guarigione, con le erbe. Además tenía sobre la mesa un manuscrito de unas pocas páginas, según ella atribuible también a Lucia Baldeschi, que intentaba describir el significado y la simbología de un singular pentáculo de siete puntas. Los tres era auténticos rompecabezas, Lucia no se daría por vencida hasta que no hubiese desentrañado los misterios que se escondían dentro de cada uno de aquellos textos. La Storia di Jesi era realmente interesante, un trabajo comenzado por Bernardino Manuzi, tipógrafo en Jesi, sobre la base de documentos antiguos y de tradición oral, y llevado a término gracias también a la contribución de otros autores. Sobre su mesa había una copia original del libro, impresa por el propio Manuzi, a la que se le habían arrancado unas cuantas páginas, quién sabe en qué lejana época, quién sabe por quién, quién sabe por qué motivo. Justo las páginas que hacían referencia a un período doloroso de la historia de Jesi, desde el 1517 al 1521, periodo señalado por el saqueo di Jesi y por el gobierno del Cardenal Baldeschi que, gracias al hecho de estar al frente del Tribunal de la Inquisición, había perseguido y hecho ajusticiar a muchos individuos sólo porque obstaculizaban su poder. Y Lucia Baldeschi era su sobrina nieta. Un tío inquisidor y una sobrina que se dedicaba a la medicina natural y a la curación con las hierbas, consideradas en aquel tiempo prácticas de brujería. ¿Cómo podían convivir y quizás vivir en el mismo palacio? El hecho de que los escritos de Lucia Baldeschi estuvieran allí, hacía que se inclinase por la teoría de que hubiese vivido allí, y seguramente aquella también había sido la morada del Cardenal. El Tribunal de la Inquisición tenía su sede allí cerca. A principios del siglo XVI, justo por voluntad del Cardenal, había sido transferido desde el convento de San Domenico al más incómodo complejo de San Floriano, mientras que el Torrione di Mezzogiorno había permanecido como la sede de la prisión en la que eran retenidos y torturados los procesados. Quién sabe de qué trataban aquellas páginas arrancadas del libro; quizás se contaba una escabrosa historia en el que el tío abuelo acusaba a su sobrina de brujería, la encerraba en los calabozos del Torrione di Mezzogiorno o en las más cómodas del Complesso di San Floriano, hacía que la torturasen y finalmente arder en la hoguera en la plaza pública. Es cierto, esta historia hubiera enfangado la memoria del Cardenal Baldeschi, y de esta manera alguien de la familia habría arrancado aquellas páginas para hacer desaparecer el rastro.

Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
17 aralık 2020
Hacim:
375 s. 9 illüstrasyon
ISBN:
9788835414698
Telif hakkı:
Tektime S.r.l.s.
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