Kitabı oku: «La conquista de la actualidad», sayfa 2
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Capítulo 1
El vidrio
Hace aproximadamente veintiséis millones de años, se produjo un fenómeno en las arenas del desierto Líbico, el desolador y extremadamente seco paisaje que marca el borde este del Sahara. No sabemos bien qué sucedió, pero sí sabemos que hubo temperaturas muy elevadas. Granos de sílice se derritieron y se fusionaron bajo un intenso calor, que debe de haber llegado a los 537°C. Los compuestos del óxido de silicio que formaron tienen interesantes rasgos químicos. Al igual que el H2O, forman cristales en estado sólido que se convierten en líquido al calentarse. Pero el óxido de silicio tiene un punto de fusión mucho más alto que el agua: se necesitan temperaturas superiores a los 260°C, en lugar de a los °C. Lo más peculiar acerca del óxido de silicio es lo que sucede al enfriarse. El agua en estado líquido vuelve a formar cristales de hielo al volver a bajar la temperatura. Pero, por algún motivo, el óxido de silicio no puede volver a adquirir la estructura del cristal. En cambio, forma una nueva sustancia que existe en el extraño limbo entre el estado sólido y el líquido, una sustancia que ha obsesionado al hombre desde los albores de la civilización. Cuando los granos de arena recalentados se enfriaron por debajo del punto de fusión, sobre un amplio sector del desierto Líbico se formó una capa de lo que ahora denominamos “vidrio”.
Hace unos diez mil años –milenios más, milenios menos– alguien que viajaba por el desierto se encontró con una vasta porción de este vidrio. No sabemos demasiado acerca de este fragmento, pero imaginamos que debe haber impresionado a todos aquellos que entraron en contacto con él, porque comenzó a circular en los mercados y las redes sociales de la civilización temprana, hasta terminar como pieza central de un prendedor, tallado con la forma de un escarabajo. Y allí permaneció impertérrito durante cientos de años, hasta que en 1922 un grupo de arqueólogos lo desenterró al explorar la tumba de un faraón egipcio. Contra todas las probabilidades, esta pequeña porción de óxido de silicio se había desplazado desde el desierto Líbico hasta la tumba de Tutankamón.
Pectoral en oro alveolado con piedras semipreciosas y pasta de vidrio, con un escarabajo alado en el cent0åro, símbolo de la resurrección, de la tumba del faraón Tutankamón.
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El vidrio hizo su primera transición desde ornamento hasta pieza de la tecnología avanzada durante el auge del Imperio romano, cuando los vidrieros hallaron nuevas formas de hacer el material más fuerte y menos turbio que el vidrio natural, como el escarabajo de Tutankamón. Durante este período se fabricaron por primera vez las ventanas de vidrio, sentando las bases para las torres vidriadas que ahora se observan en ciudades de todo el mundo. La estética visual del vino surgió cuando las personas comenzaron a beberlo en recipientes de vidrio semitransparentes y a guardarlo en botellas de vidrio. En cierta manera, la historia temprana del vidrio es relativamente predecible: un grupo de artesanos descubrió cómo derretir la sílice para formar recipientes de vidrio o cristales para las ventanas, los típicos usos que asociamos actualmente con el vidrio. No fue sino hasta el siguiente milenio, tras la caída de otro gran imperio, que el vidrio se convirtió en lo que es en la actualidad: uno de los materiales más versátiles y transformativos en la cultura humana.
El sitio de Constantinopla en 1204 fue uno de esos remezones históricos que expandió su influencia alrededor del mundo. Cayeron dinastías, se levantaron y retiraron ejércitos, se volvió a definir el mapa del mundo. Pero la caída de Constantinopla también detonó un evento aparentemente menor, perdido en medio de la reorganización del dominio religioso y geopolítico, e ignorado por la mayoría de los historiadores de la época. Una pequeña comunidad de vidrieros de Turquía navegó hacia el oeste por el Mediterráneo y se instaló en Venecia, donde comenzó a practicar el comercio en la próspera nueva ciudad que emergía de los pantanos en la costa del mar Adriático.
Alrededor de 1900: civilización romana, contenedores de vidrio para ungüentos del primer o segundo siglo d. C.
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Fue una de las miles de migraciones impulsadas por la caída de Constantinopla; sin embargo, al mirar hacia atrás con el correr de los siglos, cabe destacar que esta ha sido una de las más significativas. Al instalarse en los canales y en las sinuosas calles de Venecia –que en ese momento era el centro comercial más importante del mundo–, sus habilidades para el soplado de vidrio crearon rápidamente un nuevo artículo de lujo para que los mercaderes de la ciudad pudieran vender alrededor del mundo. Pero a pesar de ser muy lucrativo, la fabricación de vidrio también tenía sus problemas. El punto de fusión del óxido de silicio requería de hornos que calentaran hasta a temperaturas de 537°C, y Venecia era una ciudad prácticamente construida sobre estructuras de madera (los clásicos palacios de piedra de Venecia se edificarían varios siglos después). Los vidrieros habían llevado una nueva fuente de riqueza a Venecia, pero también llevaron consigo el mal hábito de quemar el vecindario.
En 1291, en un esfuerzo por conservar las habilidades de los vidrieros y proteger la seguridad pública, el Gobierno de la ciudad los exilió nuevamente, pero en esta oportunidad a una distancia más corta: al otro lago de la laguna de Venecia, en la isla de Murano. Sin quererlo, los dogos de Venecia habían creado un centro de la innovación: al concentrar a los vidrieros en una única isla –del tamaño de un vecindario en una ciudad pequeña–, despertaron una fuente de creatividad y crearon un entorno que contaba con lo que los economistas denominan “intercambio de información”. La densidad de Murano implicaba que las nuevas ideas fluyeran rápidamente por toda la población. Los vidrieros competían entre sí, pero sus estirpes familiares estaban intrínsecamente entrelazadas. El grupo contaba con maestros, quienes tenían más talento o experiencia que los demás, pero el ingenio de Murano era más bien un asunto colectivo: algo creado tanto para compartir como por las presiones competitivas.
Sección de un mapa de Venecia del siglo xv, que muestra la isla de Murano.
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En los primeros años del nuevo siglo, Murano se había convertido en la “isla del vidrio”, y tanto sus vasos decorados como otros exquisitos objetos de cristal se convirtieron en símbolos de estatus en toda Europa occidental. (En la actualidad, los vidrieros continúan trabajando y la mayoría son descendientes directos de las familias originales que emigraron de Turquía). No era exactamente un modelo que podría replicarse en tiempos modernos; de hecho, los gobernantes que hoy quieran atraer a sus ciudades a los artesanos no deberían considerar la imposición de un exilio forzado ni las fronteras armadas bajo la pena de muerte. No obstante, de alguna manera, funcionó. Tras años de prueba y error, experimentando con diferentes compuestos químicos, el vidriero de Murano Angelo Barovier tomó algas marinas –ricas en óxido de potasio y manganeso–, las quemó para crear cenizas y luego añadió estos ingredientes al vidrio fundido. Cuando la mezcla se enfrió, creó un tipo de vidrio extraordinariamente claro. Sorprendido por su semejanza con los más nítidos cristales de cuarzo, Barovier lo denominó “cristallo”. Este fue el nacimiento del vidrio moderno.
Aunque los vidrieros como Barovier tuvieron éxito en la creación del vidrio transparente, no fue sino hasta el siglo xx que pudimos comprender científicamente el porqué de esta transparencia. La mayoría de los materiales absorben la energía de la luz. En un nivel subatómico, los electrones orbitan alrededor de los átomos que hacen que el material “engulla” efectivamente la energía del fotón, lo que hace que estos electrones ganen energía. Pero los electrones solo pueden ganar o perder energía en escalones específicos, denominados “saltos cuánticos”. El tamaño de estos escalones varía en función de los distintos materiales. Por ejemplo, el óxido de silicio tiene grandes escalones, es decir que la energía de un solo fotón no es suficiente para darles a los electrones el mayor nivel de energía. En cambio, la luz pasa a través del material. (Sin embargo, la mayoría de la luz ultravioleta no tiene suficiente energía que podamos absorber, por eso no es posible broncearse a través de una ventana). Pero la luz no solo atraviesa el vidrio: también puede doblarse, distorsionarse o incluso romperse en las longitudes de onda que la componen. Puede utilizarse el vidrio para cambiar la apariencia del mundo, doblando la luz de maneras específicas. Este descubrimiento fue aún más revolucionario que las simples transparencias.
En los monasterios de los siglos xii y xiii, los monjes que trabajaban con manuscritos religiosos a la luz de la vela utilizaban trozos de vidrio curvados como herramientas para la lectura. Colocaban sobre la página estos instrumentos que actuaban efectivamente como voluminosas lupas a fin de poder agrandar las inscripciones en latín. Nadie sabe exactamente dónde o cuándo sucedió, pero en esta época, en el norte de Italia, los vidrieros descubrieron algo que cambiaría la forma en que vemos el mundo –o al menos permitiría esclarecerla–: al darle forma al vidrio en pequeños discos concéntricos, colocando cada uno en un marco y uniendo estos marcos en la parte superior, se crearon las primeras gafas.
La primera imagen de un monje con anteojos, 1342.
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Estas rudimentarias gafas se denominaron roidi da ogli, es decir, “discos para los ojos”. Gracias a su semejanza con las lentejas –lentes en latín– los discos se denominaron “lentes”. Durante muchas generaciones, estos ingeniosos dispositivos fueron casi exclusivos de los eruditos en los monasterios. La condición de hipermetropía –dificultad para ver de cerca– estaba ampliamente presente en toda la población, pero mucha gente ignoraba su presencia porque no leía. Para los monjes que se esforzaban por traducir a Lucrecio a la luz de la vela, la necesidad de gafas era muy evidente. Pero el resto de la población –la mayoría, analfabeta– casi no tenía oportunidad de discernir formas tan pequeñas como las letras en su rutina diaria. Las personas sufrían de hipermetropía, pero no tenían motivo para darse cuenta. Por ello, las gafas continuaron siendo objetos costosos y poco habituales.
Por supuesto, todo esto cambió con Gutenberg y la invención de la primera imprenta en 1440. Sería posible llenar una pequeña biblioteca con toda la erudición histórica que se ha publicado documentando el impacto de la imprenta, la creación de lo que Marshall McLuhan denominó “la galaxia Gutenberg”. Las tasas de alfabetización aumentaron drásticamente; aparecieron teorías subversivas científicas y religiosas en torno a los canales oficiales de creencias ortodoxas, y los entretenimientos populares, como la novela y la pornografía impresa, se volvieron más habituales. Pero el gran descubrimiento de Gutenberg tuvo otro efecto menos reconocido: hizo que una gran cantidad de personas se dieran cuenta por primera vez de que eran hipermétropes. Y esa revelación implicó una explosión en la demanda de gafas.
Anteojos del siglo xv.
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A continuación, se produjo uno de los casos más extraordinarios del efecto colibrí en la historia moderna. Gutenberg imprimía libros relativamente económicos y portátiles, lo cual desencadenó un aumento de la alfabetización y expuso una falla en la agudeza visual de gran parte de la población, lo que a su vez creó un nuevo mercado para la fabricación de gafas. Unos cien años después de la invención de Gutenberg, miles de fabricantes de gafas en toda Europa habían prosperado, y los anteojos se convirtieron en la primera pieza de tecnología avanzada –desde la invención de la ropa en el Neolítico– que la población común podía llevar regularmente.
Pero el efecto coevolutivo aún no había terminado. Al igual que el néctar de las flores desencadenó un nuevo tipo de vuelo en el colibrí, el incentivo económico creado por el nuevo mercado de las gafas dio pie a un nuevo campo de experiencia. Europa no solo estaba atiborrada de lentes, sino también de nuevas ideas al respecto. Gracias a la imprenta, el continente se vio poblado por personas expertas en manipular la luz a través de piedras de vidrio ligeramente convexas. Estos fueron los aficionados de la primera revolución óptica. Sus experimentos inauguraron un nuevo capítulo en la historia de la visión.
En 1590, en la pequeña ciudad de Middelburg en los Países Bajos, Hans y Zacharias Janssen –padre e hijo, fabricantes de gafas– experimentaron alineando dos lentes, no una junto a la otra como en las gafas, sino una delante de la otra, lo que les permitió ampliar los objetos que veían y derivó en la creación del microscopio. En el transcurso de los siguientes setenta años, el científico británico Robert Hooke publicaría su revolucionario volumen ilustrado Micrographia, con hermosas imágenes dibujadas a mano que recreaban lo que Hooke había visto a través del microscopio. Hooke analizó pulgas, madera, hojas y hasta su propia orina congelada.
La pulga (grabado de Micrographia de Robert Hooke, Londres).
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Pero su descubrimiento más influyente se produjo al observar una lámina de corcho a través de la lente del microscopio. “Pude percibir claramente que era todo perforado y poroso, muy parecido a un panal de abejas, pero que los poros no eran regulares; no obstante, no se diferenciaba demasiado de un panal de abejas en estas especificidades [...] Estos poros, o células, no eran muy profundas, pero constaban de una gran cantidad de pequeñas cajas”, escribió Hooke. Con esa oración, Hooke le dio el nombre a uno de los elementos fundamentales de la vida –las células– y abrió el camino hacia una revolución en las ciencias y en la medicina. En poco tiempo, el microscopio revelaría las invisibles colonias de bacterias y virus que sostienen y amenazan la vida humana, lo que luego dio lugar al desarrollo de vacunas y antibióticos.
Se requirieron casi tres generaciones para que el microscopio produjera una ciencia verdaderamente transformadora, pero por algún motivo el telescopio revolucionó las ciencias de forma más vertiginosa.
Uno de los primeros microscopios diseñados por Robert Hooke, 1665.
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Veinte años después de la invención del microscopio, un grupo holandés de fabricantes de lentes, entre ellos Zacharias Janssen, inventaron casi simultáneamente el telescopio (cuenta la leyenda que a uno de ellos, Hans Lippershey, se le ocurrió esta idea al ver a sus hijos jugando con sus lentes). Lippershey fue el primero en solicitar una patente para un dispositivo “para ver los objetos lejanos como si estuvieran cerca”. Al cabo de un año, Galileo se enteró de este nuevo dispositivo milagroso y modificó el diseño de Lippershey para alcanzar una ampliación de diez veces en comparación con la visión normal. En enero de 1610, apenas dos años después de que Lippershey solicitara la patente, Galileo utilizó el telescopio para observar las lunas que orbitaban alrededor de Júpiter: el primer verdadero desafío al paradigma de Aristóteles que suponía que todos los astros celestes giraban alrededor de la Tierra.
Esta es la extraña historia paralela del invento de Gutenberg. Por diversos motivos, se ha asociado siempre con la revolución científica. Los panfletos y los tratados de presuntos herejes como Galileo hacían circular ideas fuera de los límites censuradores de la Iglesia, socavando su autoridad; al mismo tiempo, el sistema de citas y referencias que evolucionó en las décadas posteriores a la Biblia de Gutenberg se convirtió en una herramienta clave para aplicar el método científico. Pero la creación de Gutenberg impulsó el avance de la ciencia de un modo menos conocido: expandió las posibilidades del diseño de la lente, del vidrio en sí mismo. Por primera vez, no solo se aprovechaban las peculiares propiedades físicas del óxido de silicio para permitirnos observar objetos que podíamos ver con nuestros propios ojos, sino que también podíamos ver cosas que trascendían los límites naturales de la visión humana.
La lente seguiría evolucionando para desempeñar una función clave en los medios de comunicación de los siglos xix y xx. Fue utilizada por primera vez por los fotógrafos, con el fin de enfocar los rayos de luz en un papel especialmente tratado que capturaba imágenes, que luego fue utilizado también por los cineastas para grabar y proyectar imágenes en movimiento por primera vez. A comienzos de la década de 1940, se empezó a cubrir el vidrio con fósforo y a dispararle electrones sobre la superficie, lo que creó las hipnóticas imágenes de la televisión. Al cabo de unos años, los sociólogos y los teóricos de los medios de comunicación declararon que nos habíamos convertido en una “sociedad de la imagen” y que la culta galaxia Gutenberg había cedido su lugar al brillo azul de la pantalla del televisor y al glamur de Hollywood. Estas transformaciones surgieron a partir de una serie de innovaciones y materiales, pero todas ellas, de una forma u otra, se basaron en la capacidad única del vidrio de transmitir y manipular la luz.
Con todo, la historia de las lentes modernas y su impacto en los medios de comunicación no es demasiado sorprendente. Es posible seguir una línea intuitiva desde las lentes de las primeras gafas, hasta la lente del microscopio y de las cámaras. No obstante, el vidrio demostraría tener otra extraña propiedad física, una que incluso los maestros vidrieros de Murano no supieron explotar.
En el ámbito académico, aparentemente, Charles Vernon Boys era un pésimo profesor. H. G. Wells, que fue brevemente alumno de Boys en el Royal College of Science (Real Escuela de Ciencias) lo describió como “uno de los peores profesores que le ha dado la espalda a una audiencia inquieta [...] Perdía el tiempo con el pizarrón, hablaba a toda velocidad durante una hora y hacía referencia constante a los equipos en su salón privado”.
Pero aunque Boys carecía de habilidades de enseñanza, sí tenía un don en física experimental, así como en el diseño y la fabricación de instrumentos científicos. En 1887, como parte de sus experimentos físicos, Boys quiso crear una esquirla de vidrio fina para medir los efectos de las delicadas fuerzas físicas sobre los objetos. Se le ocurrió que podría utilizar una delgada fibra de vidrio como el brazo de una balanza. Pero primero debía fabricarla.
Los efectos colibrí a veces suceden cuando una innovación en un campo expone una falla en otra tecnología (o, en el caso del libro impreso, en nuestra propia anatomía), que puede corregirse con ayuda de otra disciplina. Pero a veces el efecto se produce gracias a otro tipo de descubrimiento: un drástico aumento en nuestra capacidad de medir algo y una mejora de las herramientas que utilizamos para hacerlo. Nuevas formas de medición casi siempre suelen implicar nuevos métodos de fabricación. Este fue el caso del brazo de balanza de Boys. Pero lo que convirtió a Boys en una figura tan especial en los anales de la innovación fue decididamente la manera poco convencional con la que diseñó este dispositivo de medición. A fin de crear esta esquirla de vidrio, Boys fabricó una ballesta especial en su laboratorio y creó flechas livianas para utilizar con ella. Al final de cada flecha, colocó una varilla de vidrio sellada con lacre. Luego calentó el vidrió hasta ablandarlo y disparó la flecha. Mientras la flecha se precipitaba hacia su objetivo, dejó un rastro de fibra de vidrio fundido colgando del arco. En uno de sus tiros, Boys pudo obtener un hilo de vidrio de casi tres metros de largo.
Charles Vernon Boys de pie en un laboratorio, 1917.
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“Si un hada me hubiera prometido darme cualquier cosa que yo deseara, le hubiera pedido algo con propiedades tan valiosas como las de estas fibras”, escribiría Boys posteriormente. Sin embargo, lo más sorprendente fue qué tan fuerte era esta fibra, dado que era tan o más resistente que una hebra de acero de un tamaño equivalente. Durante miles de años, los hombres utilizaron el vidrio por su belleza y transparencia, tolerando su fragilidad crónica. Pero el experimento de Boys con la ballesta demostró que había un nuevo giro en la historia de este fantástico y versátil material: era posible utilizar el vidrio por su fortaleza.
A mediados del siglo siguiente, las fibras de vidrio –ahora unidas en un nuevo material milagroso que llevaba ese nombre– estaban por todos lados: en el aislamiento de las casas, en la vestimenta, en las tablas de surf, en los grandes yates, en los cascos y en las placas de circuitos que conectan los chips de un ordenador moderno. El fuselaje de la nave insignia del Airbus, el A380 –la aeronave comercial más grande en los cielos– se fabrica con un compuesto de aluminio y fibra de vidrio, lo que lo hace mucho más resistente a la fatiga y a los años que las carcasas de aluminio tradicionales. Irónicamente, la mayoría de estas aplicaciones ignoraban la extraña capacidad del óxido de silicio de transmitir ondas de luz: casi todos los objetos hechos de fibra de vidrio, a simple vista, no parecen hechos de vidrio. Durante la primera década de las innovaciones con fibra de vidrio, el énfasis en su falta de transparencia tuvo mucho sentido. Era útil para permitir que la luz pasara a través de una ventana o de una lente, pero ¿para qué necesitaríamos que pasara a través de una fibra de tamaño similar a un cabello?
La transparencia de la fibra de vidrio adquirió importancia una vez que comenzamos a pensar en la luz como una vía para codificar información digital. En 1970, un grupo de investigadores de Corning Glassworks –el Murano de la modernidad– desarrolló un tipo de vidrio que era tan extraordinariamente claro que si se creaba un bloque del tamaño de un autobús sería igual de transparente que observar a través de una ventana. (En la actualidad, tras muchos perfeccionamientos, el bloque podría medir hasta un kilómetro con la misma claridad). Posteriormente, los científicos de Bell Labs tomaron este vidrio superclaro y le lanzaron rayos láser a través de toda su longitud, fluctuando las señales ópticas que correspondían a los ceros y las que correspondían a los unos en el código binario. Este híbrido de dos inventos aparentemente no relacionados –la luz concentrada y ordenada de los rayos láser y las fibras de vidrio hiperclaras– comenzó a conocerse como “fibra óptica”. El hecho de utilizar cables de fibra óptica era mucho más eficiente que enviar señales eléctricas a través de cables de cobre, en especial para las distancias más largas: la luz permite un mayor ancho de banda y es mucho menos susceptible al ruido y a las interferencias que la energía eléctrica. En la actualidad, la estructura fundamental de Internet global está hecha de cables de fibra óptica. Aproximadamente, diez cables diferentes atraviesan el océano Atlántico, llevando casi todas las comunicaciones de voz y de datos entre ambos continentes. Cada uno de estos cables contiene una colección de fibras separadas, rodeadas de capas de acero y aislamiento para mantenerlas herméticamente cerradas y protegidas de los barcos de arrastre, las anclas e incluso los tiburones. Cada fibra individual es más fina que una hebra de paja. Aunque parezca increíble, es posible sostener en la palma de la mano todo el conjunto de tráfico de voz y de datos que viaja entre América del Norte y Europa. Miles de innovaciones debieron reunirse para que este milagro fuera posible: tuvimos que inventar la idea de los datos digitales, los rayos láser y los ordenadores a ambos lados que pueden transmitir y recibir estos haces de información –además de los barcos que colocan y reparan los cables–. Sin embargo, una vez más, esos extraños lazos de óxido de silicio son una pieza clave de la historia. La World Wide Web (www) o red informática mundial está tejida a través de hilos de vidrio.
Pensemos en ese icónico acto de principios del siglo xx: tomarse una selfi con el celular mientras estamos de vacaciones en algún lugar exótico y luego subir la imagen a Instagram o a Twitter, donde circula hacia los teléfonos y ordenadores de otras personas en todo el mundo. Estamos acostumbrados a celebrar las innovaciones que han permitido naturalizar este acto: la miniaturización de los ordenadores digitales en dispositivos de mano, la creación de Internet y la Red, las interfaces de software de las redes sociales. Pero pocas veces reconocemos la forma en que el vidrio soporta toda esta red: tomamos fotos a través de lentes de vidrio; las guardamos y manipulamos en placas de circuitos hechas de fibra de vidrio; las transmitimos alrededor del mundo a través de cables de vidrio, y las disfrutamos en pantallas hechas de vidrio. El óxido de silicio está presente durante toda la cadena.
Es fácil burlarnos de nuestra afición por tomarnos selfis, pero lo cierto es que existe una larga y reconocida tradición detrás de esta forma de autoexpresión. Algunas de las obras de arte más famosas del Renacimiento y comienzos del modernismo son autorretratos: desde Durero hasta Leonardo, Rembrandt y Van Gogh con la oreja vendada, los pintores han estado obsesionados con capturar en el lienzo una gran variedad de imágenes detalladas de ellos mismos. Por ejemplo, Rembrandt pintó cerca de cuarenta autorretratos en el transcurso de su vida. Pero lo más interesante respecto de este arte es que no existía realmente como una convención artística en Europa antes del siglo xv. Hasta entonces, las personas pintaban paisajes, escenas de la realeza, arte religioso y miles de otros temas diferentes. Pero no se pintaban a sí mismas.
La explosión del interés por el autorretrato fue el resultado directo de otro avance tecnológico vinculado a nuestra capacidad de manipular el vidrio. En Murano, los vidrieros habían descubierto la forma de combinar los vidrios transparentes con una nueva innovación en el sector metalúrgico: cubrían el dorso del vidrio con una amalgama de estaño y mercurio para crear una superficie brillante y muy reflectante. Por primera vez, los espejos se volvieron parte de la vida cotidiana. Esta fue una revelación en los niveles más íntimos: antes del surgimiento de los espejos, el común de las personas vivía la vida sin ver jamás una representación exacta de su rostro y solo veían algunas ojeadas fragmentarias y distorsionadas en el agua o en metales pulidos.
Las Meninas por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.
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Los espejos parecían un invento tan mágico que rápidamente se incorporaron en algunos de los más extraños rituales sagrados. Durante los peregrinajes religiosos, era común que los peregrinos más adinerados llevaran un espejo. Al visitar reliquias sagradas, se ubicaban de forma tal que pudieran ver los huesos en el reflejo del espejo. Al volver a su hogar, les mostraban estos espejos a sus amigos y familiares, presumiendo que tenían una evidencia física de dicha reliquia, ya que habían capturado el reflejo de este escenario sagrado. De hecho, antes de dedicarse a la imprenta, Gutenberg había tenido la idea de fabricar y vender pequeños espejos para que los peregrinos llevaran en sus viajes. No obstante, el impacto más significativo del espejo no sería sagrado, sino secular. Filippo Brunelleschi utilizó un espejo para inventar la perspectiva lineal en la pintura, dibujando el reflejo del Baptisterio de San Juan en lugar de su percepción directa. El arte del Renacimiento tardío está repleto de espejos en los cuadros; el más famoso quizá sea la obra maestra invertida de Diego Velázquez, Las Meninas, que muestra al artista (y a la familia real extendida) durante la sesión de pintura del retrato del rey Felipe iv y la reina Mariana de España. Toda la imagen está capturada desde el punto de vista de dos personas de la realeza que esperan por su retrato; es literalmente una pintura sobre el acto de pintar. El rey y la reina solo pueden verse en un fragmento del lienzo, a la derecha de Velázquez: dos pequeñas imágenes borrosas reflejadas en un espejo ubicado al fondo.
Como herramienta, el espejo se convierte en un activo invaluable para los pintores que ahora podían capturar el mundo a su alrededor de una forma mucho más realista, incluso los intrincados detalles de sus propios rostros. En sus notas, Leonardo da Vinci observó lo siguiente (usando espejos, naturalmente, para escribir en su legendaria escritura especular):
Cuando queramos ver si el efecto general de nuestro cuadro se corresponde con el objeto representado por naturaleza, debemos colocar delante un espejo para que refleje el verdadero objeto y luego cotejar este reflejo con el cuadro, y considerar con atención si el objeto de las dos imágenes está en conformidad con ambas, analizando especialmente el espejo. El espejo debe tomarse como una guía.
El historiador Alan MacFarlane escribe acerca del papel del vidrio para moldear la visión artística: “Es como si todos los hombres tuvieran una suerte de miopía sistemática, que hiciera imposible ver y, especialmente, representar el mundo natural con precisión y claridad. Normalmente, los hombres ven la naturaleza de forma simbólica, como un conjunto de signos [...] Lo que el vidrio hizo, irónicamente, fue quitar o compensar el cristal oscuro de la visión humana y las distorsiones de la mente, y así dejar entrar más luz”.
En el preciso momento en que la lente de vidrio nos permitía extender nuestra visión hacia las estrellas o hacia las células microscópicas, los espejos nos permitían ver nuestro reflejo por primera vez. Esto impulsó una reorientación de la sociedad que fue más útil, pero no menos transformativa, que la reubicación de nuestro lugar en el universo suscitada a raíz del telescopio. “El príncipe más poderoso del mundo creó un amplio salón de espejos, y los espejos se difundieron de una sala a la otra en el hogar burgués”, escribe Lewis Mumford en Técnica y civilización. “La autoconciencia, la introspección, la conversación con el espejo se desarrollan con este nuevo objeto”. Las convenciones sociales, así como los derechos de propiedad y otros asuntos legales, comenzaron a girar en torno al individuo en lugar de en torno a las viejas unidades colectivas: la familia, la tribu, la ciudad, el reino. La gente comenzó a escribir acerca de su vida interior con mayor escrutinio. Mientras Hamlet reflexiona en el escenario, surge la novela como la forma de narración predominante, reflejando la vida interior de sus protagonistas con una profundidad sin precedentes. Adentrarse en una novela, en especial en una narración en primera persona, era una especie de truco de salón conceptual: nos permitía nadar a través de la consciencia, los pensamientos y las emociones de otras personas, de una forma más efectiva que cualquier otra expresión estética inventada hasta el momento. En cierto sentido, la novela psicológica es el tipo de historia que queremos escuchar una vez que hemos pasado horas y horas de nuestra vida mirándonos al espejo.