Kitabı oku: «Soy mi deseo», sayfa 5

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f. Deseo que la nobilísima Mathilde me ame

De todas las heroínas de Stendhal, la más interesante y compleja es ciertamente Mathilde de la Mole. Muy culta, ha leído a los clásicos, a los filósofos y a los políticos. Siempre esconde entre sus cosas íntimas un par de libros prohibidos. Le gusta Voltaire y parece entenderlo. Tiene una idea muy clara de su tiempo, reconoce que el poder se ha desplazado de la nobleza a la industria y a la banca. Se ríe con los nobles, le agrada que sean de costumbres refinadas, que sepan comportarse en los salones y decir lo que se debe. Pero al mismo tiempo la aburren, los encuentra blandos, previsibles, insignificantes, ignorantes. Saben bailar, se visten con elegancia, tienen buenas maneras, pero no comprenden la estructura real de las cosas y a pesar de todas las revueltas sociales y cambios políticos siguen comportándose como si nada hubiera pasado. Su padre, el marqués, es hombre muy rico, de influencias, y conoce el tejemaneje especulativo y el mundo en que vive, pero permanece apegado a los valores tradicionales de la nobleza y le duele comprobar la decadencia de los suyos. Su gran deseo es casar a Mathilde con un duque.

Al enterarse del linaje de Mathilde y escuchar su relato apasionado sobre Bonifacio de la Mole, Julien piensa: «Esta es la inmensa ventaja que ellos tienen sobre nosotros […] La historia de sus antepasados los eleva por encima de los sentimientos vulgares y no tienen que pensar constantemente en su subsistencia». (623) En esta reflexión se revela su estimación por los nobles, cuyo linaje les permite no preocuparse de cosas tan pedestres como ganar dinero y tener lo indispensable para vivir. Se trata de una nobleza de clase, de espíritu y de fortuna. Querría tener la independencia de ellos, y no estar a sueldo como secretario del marqués, donde a menudo se siente ninguneado, por eso lo pone loco de alegría la primera declaración de amor de Mathilde, esa mujer tan rica y tan noble. El texto es explícito al destacar que su dicha no es amorosa, sino de clase. «De modo que yo –exclamó de pronto, pues la pasión era demasiado fuerte para poderla contener- yo, un pobre plebeyo, recibo una declaración de una gran dama». (639) Lo hincha de orgullo que ella lo prefiera al marqués de Croisenois, que es guapo y sabe decir oportunamente una frase ingeniosa y aguda. Aunque se siente medio culpable de serle desleal a su patrón por acostarse con su hija, al mismo tiempo piensa que es estúpido apiadarse de ese hombre sin escrúpulos, que aumenta su gran fortuna especulando con los títulos de renta en períodos de crisis políticas. Sería tonto si no bebiera de ese «cristalino manantial que viene a calmar [su] sed en el desierto abrasador de la mediocridad que [atraviesa] tan penosamente». (640) Tiene una sed de nobleza gigantesca, y Mathilde, la aristócrata más codiciada de París, podría quizá saciarla. Piensa que jamás un pobre diablo como él, que se cree nacido por obra del azar, volverá a tener una ocasión semejante; tendrá amoríos, pero subalternos. Por cierto que la posibilidad de casarse con ella no entra en sus cálculos, es realista y entiende que eso es imposible.

Al verla por primera vez lo deslumbran sus ojos azules, le parecen los más bellos que ha visto, pero en ellos adivina un alma fría. Recién se siente medio seducido cuando la mira desde la ojos de los nobles en la fiesta del duque de Retz. Lo que lo entusiasma es la admiración que suscita su belleza entre la aristocracia y siente una satisfacción vanidosa por su preferencia18.

En la relación erótica de la pareja hay pasión, pero no del cuerpo. Según el texto se trata de pasión cerebral. Ella no siente placer la primera vez que copulan. El narrador comenta que «en realidad, sus efusiones eran un poco forzadas. El amor apasionado era más bien un modelo a imitar que una realidad». (657) La joven se forzó a dulzuras que no sentía y a un tuteo que le daba vergüenza, y en vez de sentir la felicidad perfecta de que hablaban las novelas, sólo experimentó sufrimiento de clase por haberse acostado con un inferior. Y el narrador aclara que su «razón condenaba con horror la insigne locura que acababa de cometer […] era como para tenerle odio al amor». De manera concisa, pero a la vez explícita, el texto concluye que «Mathilde terminó por ser para él una amante amable».

Tampoco Julien se sintió enamorado. «La alegría que de tiempo en tiempo ocupaba su alma era como la de un joven subteniente, que a consecuencia de alguna acción extraordinaria acababa de ser nombrado coronel por el general en jefe». (658) Su alegría era de clase, gracias a su arrojo y coraje había ascendido varios peldaños en la escala social. De subteniente a coronel. En esta novela las escalas tienen dos sentidos: funcionan como imagen del encumbramiento social y son también el medio de que se sirve Julien para llegar a las alcobas de sus enamoradas.

Desde el comienzo de la relación, Mathilde lo desprecia cuando lo siente enamorado. Suele ocurrir que las mujeres reaccionen negativamente ante el exceso de manifestaciones cariñosas de sus enamorados. Desde allí Mathilde incorpora a su relación con el joven la superioridad de su clase e incluye una contradicción que ella misma no ve y que se vincula a su feminidad. Cuando Julien es respetuoso y distante, ella siente que sólo la situación lo obliga a eso y que quizá el joven dude de la superioridad real de ella. Siendo distante y frío resiste su poder y se eleva por sobre los nobles que la pretenden.

Mathilde es inteligente y teme que pudiera estar incubándose una nueva revolución política. En el baile del duque de Retz reflexiona sobre los méritos reales de su clase y concluye que los únicos individuos que están en una situación de poder real son aquellos que han logrado hacerse o de una gran fortuna personal, como Rothschild, o los condenados a muerte como el conde de Altamira, que asiste a los grandes banquetes, se ríe y conversa con naturalidad siendo que su vida está amenazada por haber conspirado en contra del poder. Los aristócratas evitan pensar en la Revolución, cuando deberían tenerla siempre presente, y meditar sobre lo frágil que es un poder cuyo sostén no es Dios. Mathilde sabe que hay mucha distancia entre el mundo de antes, dónde el rey podía decir de sí mismo: “el Estado soy yo”, y el de 1830 en que el monarca debe obedecer a una Constitución y los alzamientos populares se han tornado cada vez más frecuentes.

Ella hace una curiosa reflexión en el capítulo VIII de la Segunda Parte; después de aclarar que un título se puede comprar, que una cruz se obtiene sin mayor esfuerzo, y que un grado se consigue fácilmente, reflexiona que:

¡Una gran fortuna! [...] eso es, después de todo, lo más difícil y, por consiguiente lo más meritorio. ¡Qué curioso!, es lo contrario de todo lo que dicen los libros […] Bueno, pues para la fortuna, se puede casar con la hija de Rothschild […]Pero [...] La condena a muerte es lo único que a nadie se le ha ocurrido solicitar. (668)

En esta meditación, la joven valora dos cosas: una gran fortuna y una condena a muerte, todo lo demás se supone relativamente fácil de adquirir. La razón por la que Mathilde distingue estas dos cosas no es fácil de comprender. Poco dice la novela sobre la adquisición de grandes fortunas, quizá lo más señalado sea la especulación accionaria del marqués de la Mole en tiempos de crisis política, parecida a las movidas financieras de Rothschild durante la revolución de julio. No hay en Mathilde nada parecido a un reproche moral, es claro que ella identifica a las grandes fortunas personales o familiares con la estructura del nuevo orden capitalista burgués. Una forma de acceder al grupo de los poderosos es casarse con la hija de Rothschild. Mathilde calcula que su padre es mucho menos rico que el banquero, pero Rothschild es noble reciente, mientras que el linaje de ella se remonta hasta Bonifacio de la Mole, y en 1830 una nobleza así despertaba gran admiración y respeto. Había los nobles de rancios linajes y los recientes, que solían comprar sus títulos, como es el caso de Valenod. También a principios del XX, según describe Proust, un linaje como el de los Guermantes era muy valorado. Mathilde admira a su pariente por haber sido amante de la reina Margarita y por haber conspirado en contra del rey y recibido el castigo de la decapitación. También recibieron una condena a muerte los miembros de la familia real durante la Revolución y muchos otros nobles de quienes se siente próxima. Al poner juntas a las grandes fortunas (burguesía adinerada) con las condenas a muerte (nobles o reyes) señala dos cumbres en su valoración, muy difíciles de entender para el lector actual, que nunca ha estado en relación con un poder de origen divino como fue el de los nobles antes de la Revolución y que suele ignorar el enorme poder real de los muy ricos, de la misma manera que lo ocultaban, según observa Mathilde, los libros que ella leía entonces.

Cada aniversario de la muerte de Bonifacio de la Mole, Mathilde viste riguroso luto para mostrar veneración por su antepasado. A su naturaleza apasionada y romántica le encanta recordar la prueba de amor de Margarita de Navarra, que «escondida en una casa de la plaza de Greve, tuvo el valor de pedir al verdugo la cabeza de su amante». Tanto linaje y pasado heroico mortifican a Julien. Al lado de esta nobilísima se siente mísero y vulgar y quizá por eso más tarde se consuela con la idea de que quizá sea hijo natural de un aristócrata.

«¡Dios mío! ¿Por qué yo seré yo?» (722), se queja Julien cuando decide seguir las reglas del ars amandi del príncipe Korasoff. Este método no da satisfacción al que lo utiliza, pero consigue poner celosa a la enamorada. Julién está cansado de sufrir las oscilaciones de ánimo de Mathilde, que un día se pone de rodillas y le jura amor y al otro lo basurea. Hay días en que se siente una heroína por desafiar los prejuicios de su clase, y hay otros en que se avergüenza por compartir la cama con un plebeyo. Nunca olvida, ni quiere olvidar, que es hija de un marqués, de una madre cuyos antepasados participaron en las Cruzadas, pariente de Bonifacio de la Mole, amante de Margarita de Navarra, la reina más inteligente del siglo XVI.

El príncipe le entrega a Julien un conjunto de cartas para que las copie y ofrezca cada día una nueva a madame de Fervacques. Ella es la elegida para provocar los celos de Mathilde. Es curioso lo que dice Julien antes de copiarlas: «Sí, cubrir de ridículo a ese ser tan odioso, que yo llamo Yo, me entretendrá» (715). Se ve que a una parte de Julien no le gusta la otra y por eso la ridiculiza. Esa que rechaza tiene ciertamente que ver con su origen campesino. Detecta en las cartas del príncipe un miedo espantoso al ridículo, pero a él no le importa burlarse de sí mismo, se entretiene con el plan de seducción, que exige el aprendizaje de frases pintorescas y elegante dicción, pero completamente vacías de contenido. Julien entiende que para conquistar a madame debe evitar las ideas simples y razonables. En el profundo agrado que tenía madame de Fervacques por las frases largas había convicciones ideológicas, «¡no había allí ese estilo cortado puesto de moda por Voltaire, ese hombre tan inmoral!» (721), pensaba, mientras se deleitaba con las cartas de Julien.

Aquí hay una prueba clara de que incluso la literatura amorosa ha sido profanada por la ideología. El estilo refleja una condición política: estilo breve y cortado (como el de Voltaire y Stendhal19) indica progresismo; estilo largo y adornado, conservadurismo. Y el texto refuerza lo que estamos diciendo al señalar que «Aunque nuestro héroe se esforzaba mucho por desterrar de su conversación toda sensatez, todavía había en ella un matiz antimonárquico e impío que a madame de Fervacques no le pasaba inadvertido». Es decir, junto a sus frases largas, alambicadas y sin sentido (propias del estilo monárquico), a Julien se le sale algo sesudo (estilo antimonárquico), que produce molestia en madame.

Merece atención que Mathilde también se sintiera atraída por esta charla vacía y recargada, la cautivaba su perfecta falsedad, eso que llamaba su maquiavelismo: «¡Qué profundidad!», se decía, «¡qué diferencia con los tontos enfáticos y los deshonestos comunes!» (721). Aunque la conversación de Julien era casi tan vacía como la de los demás, a Mathilde le gustaba su artificialidad, porque él la usaba a conciencia.

Julien aprendió a hablar como los nobles cuando entendió los supuestos de ese discurso aristocrático. No convenía que su charla tuviese como referente al mundo real y a la política. Lo bueno era emitir frases huecas que los nobles tenían naturalizadas. Ellos no notaban su vaciedad, porque esa forma de hablar era la suya, vivían en ella. Mediante ella reforzaban su sentimiento de clase, e intentaban persuadirse de que seguían siendo los dueños de Francia. No era tan difícil seguirles el juego, bastaba tener ingenio, ser un buen comediante y esconder los verdaderos sentimientos. Con la manera de vestir pasaba algo ligeramente diferente. El texto dice que durante este tiempo Julien llegó a ser de los hombres más elegantes de París y que tenía una ventaja respecto de los nobles: dispuesto su atavío, no pensaba más en ello. Los aristócratas, en cambio, se cuidaban exageradamente de su aspecto y conseguían resultados menos espectaculares que Julien.

De esta descripción stendhaliana de los nobles se desprende que en ellos había cierta inseguridad respecto de cómo vestir. ¿Con la elegancia y el lujo de antes o la sencillez y austeridad de ahora? Conviene recordar lo mucho que se simplificó la indumentaría masculina durante el siglo XIX: los burgueses ricos se vestían sobriamente y su color preferido era el negro, aunque también incluían el color pardo. En vez de los antiguos calzones se comenzó a llevar pantalones y al final de siglo todos los llevaban, independientemente de su clase social.

En todo caso, lo que Mathilde admiraba de Julien era que pudiera simular ser noble y al mismo tiempo burlarse con una gracia y habilidad admirables de eso que llamaba «yo».

Este juego lo entretuvo por un tiempo, pero lo martirizaba la idea de que Mathilde pudiera deslizarse a su desdén de antes. Calculaba que podía cortar con esa sucesión estúpida de desprecios y amores si llegaba a dominarla mediante el miedo. Su idea coincidía con una de las fantasías romántico-eróticas de Mathilde, cuando se representaba a Julien como un Dantón vengador y sanguinario, capaz de defenderla de los motines populares. Para ilustrar esta etapa de sus relaciones, el narrador la compara al caso de un viajero inglés, que vivía con un tigre al que acariciaba con regularidad, sin olvidar jamás mantener cargada una pistola que ponía sobre la mesa. El narrador describe a la Mathilde atemorizada como una joven tierna de las que viven en el «quinto piso» (en el siglo XIX las habitaciones en altura estaban reservadas para la servidumbre). Los papeles se han invertido, el plebeyo Julien ha conseguido quedar por encima de la noble Mathilde, todo gracias al control de sí mismo y a mantenerla atemorizada. Y tanto logró con este dominio de sí, que al final de la novela llegó a manejarla «con la misma tranquilidad con que un pianista hábil domina el piano»20.

La estrategia era demandante, debía hablar lo menos posible21, poner distancia y atemorizar. Cuando ella le rogó que la amara nuevamente, Julien exigió «garantías», lo que suscitó la aprobación entusiasta del narrador: «A mi juicio este es uno de los rasgos más bellos de su carácter; una persona capaz de tal esfuerzo sobre sí mismo puede llegar lejos, si fata sinant (730). Antes lo había criticado por excesivo control con Louise y ahora lo alaba por su frialdad con Mathilde, y es que las dos mujeres son muy distintas y las situaciones también.

La descripción de estos amores corresponde a eso que Julien llama «mi novela». Louise es sencilla, apasionada, materna, leal, sincera, inteligente, aunque con mucho menos conocimiento de la realidad que Mathilde. La marquesa es cambiante, compleja, teatral, fría, cerebral y pertenece en cuerpo y alma a la sociedad mundana de París. Louise le da a Julien seguridad, amor, confianza en sí mismo, un suelo donde pararse, información sobre los personajes más importantes de Verrieres y le facilita la sociabilidad con ellos. Gracias a Mathilde aprende a moverse en la alta sociedad de París y después se convierte en caballero de la Vernaye. Con Louise, Julien se siente aceptado y reconocido, no tiene que fingir, todo fluye, la madre lo va a recibir siempre, está dispuesta a cualquier cosa, porque lo pone por encima de todo. A Mathilde hay que probarle constantemente que se es meritorio y que se está a su altura. Hay que rendirle pleitesía y tratar de alcanzar su nivel, lo que paradojalmente sólo es posible tratándola mal, mostrándose seco, duro e insensible. Así la reduce a su rol femenino, donde se reconoce secundaria y puede amar.

g. Deseo ascender

En lo que Julien llama «mi novela», su deseo es subir de posición social sin traicionarse demasiado a sí mismo. Consigue el título de caballero de la Vernaye, desposa a la noble más codiciada de París y se convierte en yerno de uno de los hombres más influyentes de Francia. Parece demasiado para ser cierto, y quizá por eso, cuando Mathilde le habla de las concesiones a que está dispuesto el marqués, él reacciona con incredulidad y piensa que su novela ha terminado. ¿Cómo puede ser cierto que haya dejado de ser el plebeyo de antes? Ahora no se llama Sorel, le han otorgado un título nobiliario. Estas cosas milagrosas rara vez ocurren en la realidad. Y en las novelas, sólo a veces los méritos y esfuerzos personales son recompensados. Para subir hay que intrigar, coludirse con los poderosos, mentir, venderse, incluso matar y todo esto no va con Julien.

Desde niño ha sufrido su posición social y se ha visto a sí mismo como un enemigo potencial de alguien. En su breve y agitada vida reacciona violentamente cada vez que se siente pasado a llevar, como ocurre con el sastre del marqués, al que casi golpea por haberle tocado un hombro mientras le tomaba las medidas para confeccionarle un traje. También le parece pésimo que un desconocido lo mire feo en Besancon, y si no hubiera intervenido una simpática tabernera, lo habría golpeado. Algo parecido le pasa con el cochero de un noble, a quien desafía a duelo. Con sus enamoradas tampoco controla su carácter violento, a Mathilde casi le asesta un sablazo y a Louise la hiere ligeramente con un tiro de pistola.

Ives Ansel afirma que el crimen de Julien fue no haber interiorizado el formalismo de la jurisdicción moderna y no haber podido transformar la venganza personal (golpe por golpe) en una violencia simbólica. Durante la Restauración, la alta sociedad consideraba de muy mal gusto responder a las ofensas con golpes. En ella se asesinaba pulcramente con epigramas y frases filudas, como lo hace estupendamente bien Mathilde. Ansel piensa que hasta el final de la novela Julien no corrige su inclinación a responder a la afrenta con el puño, la pistola o la espada y cree que esa propensión a la violencia explica su reacción brutal a la carta de Louise. Esta lectura es perfectamente sostenible, aunque pienso que la violencia de Julien está mayormente condicionada por el mundo que lo rodea. No hay que olvidar que el intento de Stendhal fue escribir una Crónica de la revolución de 1830, es decir, quiso describir un tiempo revolucionario en que el enfrentamiento entre clases, individuos y grupos sociales era normal. Y a pesar de que la novela no incide directamente en esos hechos políticos, se siente en ella la tensión de este ambiente convulsionado.

Desde el comienzo de la novela, el narrador nos introduce figuradamente en esa atmósfera violenta, por ejemplo, al referirse a Verrieres, describe la poda de los árboles del paseo de la Fidelidad: «esa bárbara manera como la autoridad hace podar y rapar hasta lo vivo estos recios plátanos» (355). Estos robustos plátanos que –según el texto- tienen formas magníficas en Inglaterra, deben aguantar en Verrieres el despotismo del alcalde y «dos veces al año todos los árboles pertenecientes al municipio sufren una despiadada amputación». La palabra amputación tiene aquí como marco histórico las Tres Gloriosas sobre el fondo de la Revolución. Al final de la novela el narrador compara a Julien con una planta que podría haber crecido bellamente si no la hubiesen cortado cuando recién echaba brotes. Con esta comparación, el lector está obligado a ver que la violencia está incorporada al texto desde las primeras páginas: los plátanos amputados vienen a ser interpretantes de la vida y la muerte de Julien.

La Iglesia es un engranaje central de esta organización represiva. El narrador interpreta la ceremonia de Bray-Le-Haut como una excelente propaganda política del gobierno monárquico: «una jornada como aquella destruye el efecto de cien números de periódicos jacobinos» (445). Sostiene que «desde Voltaire, desde el gobierno de las dos Cámaras, que en el fondo no es otra cosa que desconfianza y libre examen y da al espíritu de los pueblos esa mala costumbre de desconfiar, la Iglesia de Francia parece haber comprendido que los libros son sus verdaderos enemigos» (509). Tampoco se libra de esta crítica irónica la vida seminarista de Julien: «El lector nos permitirá que demos muy pocos detalles claros y precisos sobre esta época de la vida de Julien. No es que nos falten, al contrario, pero quizá lo que vio en el Seminario es demasiado negro para las moderadas tintas que hemos procurado conservar en estas páginas» (516). Y de los seminaristas dice: «Mas ¿para qué nombrar a sus amigos, a sus enemigos? Todo esto es feo; y tanto más feo que la descripción, porque es más verdadero. Y sin embargo, esos son los únicos profesores de moral que tiene el pueblo, y ¿qué sería de él sin ellos? ¿Podrá el periódico algún día reemplazar al cura?» (528). La pregunta es brutalmente irónica, después de todas las descripciones negativas que hay en la novela sobre los sacerdotes, se deduce que sólo una prensa libre e informada podría sacar al pueblo de su ignorancia.

En su viaje en diligencia a París, acompañado del bonapartista Falcoz y el filósofo Saint-Giraud se agrega otro elemento provinciano negativo. El filósofo cuenta que harto de París y «sediento de cordialidad y de simplicidad», decidió comprar una finca en las montañas de Verrieres, pero en vez de buen espíritu encontró la perversidad de la provincia. De las maldades de los curas y de los nobles recientes culpa a Bonaparte, que «sólo fue grande en los campos de batalla» y que como emperador fue «una nueva edición de todas las sandeces monárquicas» (558). Su interlocutor se burla de los hidalgos rurales, y menciona a nuestro conocido Valenod, ennoblecido por la Revolución. Los personajes se quejan de que los antiguos nobles hayan sido desplazados de sus posiciones de poder por los burgueses adinerados, cuyos títulos recientes no inspiran respeto. Estos burgueses aspiran a que se les considere nobles de verdad, pero todo en ellos es falso, basto y vulgar. El narrador incluye entonces el dato de que el hermano del filósofo se adjudicó a muy bajo precio propiedades municipales.

No es raro entonces que en este mundo, donde los burgueses aprovechan los resquicios legales para enriquecerse con bienes del municipio, donde la norma es la corrupción silenciosa, donde la propaganda gobiernista utiliza el poder de la Iglesia para desinformar al ciudadano común, donde los libros y los periódicos son demonizados, donde las posturas disidentes son severamente castigadas, los que desean ascender se vean obligados a convertirse en hipócritas.

Por eso mismo, en este texto la palabra hipócrita tiene una especial polisemia. Muchas veces se dice de Julien que es hipócrita y como la palabra tiene marca negativa en nuestra cultura, se piensa que en la novela también. Pero si se atiende a la lógica del mundo narrativo, se entiende que prudencia e hipocresía tienen más o menos los mismos valores sociales. Si se trata de escalar posiciones, el texto estima a ambas como eficaces y realistas. En este mundo sólo hay que abrir la boca para decir lo políticamente correcto. A este sentido inusual, positivo, se le agrega el negativo corriente.

Casi todos los que se relacionan con Julien vaticinan que llegará muy lejos; la primera es, por cierto, Louise: «ella creía ver con más claridad cada día al futuro gran hombre en este joven abate. Lo veía Papa, lo veía primer ministro como Richelieu» y se preguntaba «¿viviré yo lo suficiente para verte en tu gloria?»(436). El obispo de Besancon piensa cosas parecidas al final de una visita que le hace Julien; después de regalarle unos volúmenes de Tácito le dice: «Joven, si es prudente tendrá algún día la mejor parroquia de mi diócesis y no a cien leguas de mi palacio episcopal, pero es preciso ser prudente» (537). Tampoco se resiste a su seducción la mariscala de Fervacques, que después de leer sus cartas y escuchar su charla resbaladiza, artificial y estudiada, lo imagina obispo (716). Y a pesar de su sequedad jansenista, el abate Pirard no le mezquina alabanzas. Cuando lo recomienda para el cargo de secretario del marqués dice de él que «tiene el fuego sagrado, él puede llegar lejos» y agrega que aunque dicen de él que es hijo de un carpintero, «yo le creo más bien hijo natural de algún hombre rico» (541). El propio marqués de la Mole, al escuchar el gracioso relato de Julien sobre su caída del caballo en un lugar público comenta: «Yo auguro algo bueno de este curita […] ¡Un provinciano con naturalidad en semejante caso!; eso no se ha visto nunca, ni se volverá a ver, y, para colmo, cuenta su descalabro delante de señoras» (573). Quienes lo conocen, valoran su inteligencia, memoria superior y finos modales y le auguran un futuro superior. El lector imagina que el texto apunta a su ulterior ennoblecimiento.

Cuando su padre lo apremia para que acepte el trabajo de preceptor de los hijos de Louise, Julien responde: «Yo no quiero ser criado» (366), pero luego reconoce que «entonces adiós a mi porvenir, adiós a mi ambición, adiós a esa hermosa condición de sacerdote por la que se llega a todo». En ningún momento, el sacerdocio se le presenta como una ayuda a los necesitados o una forma de llegar a Dios, lo que prueba que su aspiración es semejante a la de sus compañeros seminaristas. La diferencia consiste en la cuantía de lo que espera y en lo que está dispuesto a pagar por obtenerlo. Los seminaristas, cuya clase social es aun menos pudiente que la de Julien, se contentan con una abadía de pueblo y cometerían cualquier bajeza para conseguirla. Julien en cambio aspira en ese momento a un obispado y la novela entera no permite imaginarlo cometiendo indecencias en busca de ese resultado.

No es fácil saber cuánto y qué espera, puesto que ni él mismo sabe. Pero después de leer la novela completa se aclara finalmente su deseo. Mientras vive en Verrieres da la impresión que hubiera aspirado a un cargo de obispo o de general. El obispo de Besancon le advierte que a ninguna de estas posiciones se llega sin prudencia, lo que en el lenguaje de la época significa disimulo, es decir, aprender a hablar el lenguaje del medio y dotar a ciertas palabras del significado que satisface a los que mandan. Julien a menudo confunde lo que debe decir con lo que le parece moralmente conveniente, se le mezclan nociones de su formación jansenista con las nuevas que aprende en la sociedad de Verrieres y luego en el hotel de la Mole.

En Verrieres, rechaza un par de ofertas económicas bastante atractivas, como casarse con una doncella que había recibido una herencia no despreciable o formar una sociedad con su amigo Fouqué, junto a quien podría haber amasado una importante fortuna. Estos rechazos se entienden sin más: a su nariz ambiciosa y refinada le desagrada el olor del dinero burgués y prefiere el perfume de la nobleza, los obispados y los generalatos. Al rechazar a la doncella, Julien reconoce que es un hipócrita por mentirle a su tutor sobre sus proyectos. El cura le nota una pasión y ardor excesivo y le advierte que:

si te propones hacer la corte a los hombres que tienen el poder, es segura tu eterna condenación. Podrás hacer fortuna, pero tendrás que perjudicar a los pobres, adular al subprefecto, al alcalde, al hombre importante y servir a sus pasiones: esta conducta que en el mundo se llama buen vivir, puede para un laico no ser absolutamente incompatible con la salvación; pero en nuestra condición, hay que optar; se trata de hacer fortuna en este mundo o en el otro: no hay término medio (389).

Julien, que no suele mentirse a sí mismo, reconoce que el secreto ardor de que le habla el cura corresponde a su deseo de triunfar. Como no quiere obedecer sus consejos, implica engañosamente que la doncella no merece confianza. El narrador observa burlonamente:

No se debe augurar mal sobre Julien; inventó correctamente las palabras de una hipocresía cautelosa y prudente. No era poco para su edad. En cuanto al tono y a los gestos, vivía con campesinos, había estado privado de la visión de los grandes modelos. En cuanto a lo que siguió, apenas pudo aproximarse a estos caballeros se volvió admirable, tanto por los gestos como por las palabras (390).

Es claro que Julien y el abate Chelan no tienen la misma visión acerca del servicio sacerdotal. Julien piensa que el sacerdocio es un excelente medio para alcanzar posiciones de preeminencia y no tiene ningún problema en inventar una calumnia si de esta manera se le facilita el camino, mientras que Chelan privilegia el servicio público, la honestidad, el amor por los pobres y la fidelidad a uno mismo. Pero Julien es decente a su manera, no le interesa la salvación eterna (después se verá que no es creyente) y poco ciertos valores morales del sacerdote. Antes de morir, en su diálogo con un confesor jansenista le dice: «He sido ambicioso y no me lo reprocho: entonces obraba según los usos de la época» (803).

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