Kitabı oku: «Soy mi deseo», sayfa 6

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Julien tiene algunas convicciones sólidas y el lector las percibe en sus críticas a los seminaristas, al alcalde, al subprefecto de Verrieres y también a los pretendientes de Mathilde. Desprecia la avaricia de monsieur de Renal y la codicia de Valenod, le parecen extraordinariamente vulgares sus compañeros de Seminario, a quienes interesa solamente un plato abundante de comida y las prebendas que esperan conseguir. Siente insulsa la charla vacía de los pretendientes de Mathilde, él se las prohíbe al comienzo de la novela y cree que es mejor hablar de algo que de nada. Sus creencias corresponden más a una postura romántico-estética que a la moral. Por eso el narrador lo describe en la catedral de Besancon muy emocionado, con el alma exaltada por el sonido de la campana y comenta: «Jamás será ni un buen cura ni un buen administrador. Las almas que se conmueven así, todo lo más que dan de sí es un artista» (524). Raro que el narrador le asigne una vocación de artista. Lo de emocionarse en las iglesias es normal en él, antes le ocurrió en la abadía de Bray-Le-Haut y entonces el narrador comentó con ironía que en ese momento «se habría batido de buena fe por la Inquisición» (446). Lo conmovieron muchísimo las mil velas que iluminaban la abadía, los cirios de más de quince pies de altura, el perfume de los ramos de flores, las veinticuatro muchachas pertenecientes a las familias más distinguidas de Verrieres, la preciosa escultura dorada de San Clemente, de cuya herida en el cuello parecía manar sangre y mucho el rey que sollozaba teatralmente, aspectos que apelan más a la sensibilidad que a la moral22.

Lo que dice Chelan de un trepador es respaldado en parte por la novela. Durante su corta vida, Julien no solamente aprende a callar cuando es prudente hacerlo, sino también a colaborar con la fracción política más conservadora de París. Al comienzo de la novela su héroe es Napoleón, pero muy pronto disimula su adhesión y lo mismo le pasa con Rousseau, de quien fue alguna vez admirador, pero a quien niega en la fiesta del duque de Retz, respondiendo a la ironía de unos nobles con bigote que lo comparan con el escritor: «J.J. Rousseau […] no es a mis ojos más que un tonto, cuando se lanza a juzgar al gran mundo; no lo comprendía en absoluto y tenía el corazón de un lacayo que ha ascendido de clase» (606). El lujo de la fiesta le despierta los mismos sentimientos que experimentó en la abadía y en la catedral23, pero lo saca de este embeleso la ironía de los nobles que lo comparan con el filósofo. Sintiéndose humillado, en vez de referirse al pensamiento de Rousseau, habla de su clase, porque es en eso que se siente ofendido. Parece un triste intento de acercarse a la nobleza. La disculpa que se ofrece a sí mismo en la cárcel por haber aspirado a convertirse en uno de ellos se entiende sin dificultad: «entonces obraba según los usos de la época» (803), puesto que muy pocos se excluyen de estos usos para los que no hay nada más importante que la adquisición de fortuna y un título nobiliario.

Pero Julien mantiene respecto del dinero una conducta noble. Cuando Louise le ofrece dinero para que se compre ropa interior, él responde indignado: «Yo soy pequeño, pero yo no soy bajo» (384). Y más se ofende cuando le ofrece un monto mayor antes de marcharse al Seminario: «¿Quieres acaso hacer abominable el recuerdo de nuestro amor?». Para Julien las mujeres no son una fuente directa de dinero, ellas le devuelven una imagen amable de sí mismo, y la imagen reflejada es mucho más meritoria y dulce si proviene de una bella noble. Pero como al dinero lo identifica con el poder burgués, al que desprecia por bajo y vulgar, nunca lo busca directamente. Desprecia ese brillo que dora los objetos de la mansión de Valenod, de cuyo precio se entera por los dueños de casa, que vocean lo que vale cada cosa: «Jamás a monsieur de Renal se le ocurrió decir a sus huéspedes el precio de cada botella de vino que ofrece» (477). Esa conducta ordinaria lo hace sentirse «completamente aristócrata en ese momento; él, que durante mucho tiempo se choqueara ante la sonrisa desdeñosa y la altanera superioridad que percibía en el fondo de toda las finuras que le destinaban en casa de monsieur Renal». Sabe que al marido de Louise le importa el dinero tanto como a Valenod, pero reconoce que su refinamiento le impide tocar el tema.

Se siente muy superior a Valenod y a sus amigos, a Renal y también al marqués de la Mole, y a todos los nobles que acuden a su casa, lo que no impide que lo preocupe la opinión que ellos puedan tener sobre él. Su orgullo no le permite pedir favores y por eso el narrador estima que para cumplir su ambición debería haberse asociado a un grupo o a una camarilla: «Pobre del hombre estudioso que no pertenece a ninguna camarilla; le reprocharán incluso algunos éxitos poco consistentes y la alta virtud triunfará contra él» (671). La novela prueba que siempre conviene asociarse con personas preeminentes y complotar con ellos si se quiere conseguir reconocimientos importantes y distinciones. El mérito personal no asegura el éxito, al contrario, despierta la envidia y la maledicencia de los mediocres, que junto con perseguir al talentoso, justifican sus porquerías con razonamientos virtuosos24.

A pesar de las envidias y los malos tratos, Julien logra convertir las adversidades en triunfos y casi siempre gracias a sus méritos personales. Su primer éxito lo obtiene sobre Renal, que lo reprende injustamente por no trabajar seriamente con sus hijos y el joven, después de probar lo infundado de la crítica, consigue unos días de asueto y un aumento de sueldo que nunca buscó. Dichoso asciende la montaña y sobre una roca enorme, aislado de todos, su Yo se infla al compararse con un gavilán que vuela alto. Entonces asimila su destino con el de Napoleón. También convierte en triunfo su estancia en el Seminario de Besancon, al que identifica desde su llegada con un mundo infernal: «He aquí pues el infierno en la tierra, un infierno del que no podré salir» (500). Por cierto que sus pensamientos no son ni muy píos ni muy vocacionados. El narrador comenta que fue la época más difícil de su vida, fue duro que lo apodaran Martín Lutero, y también que tuviera que defenderse con un compás de fierro de los golpes de sus compañeros. Gracias a Pirard, que lo nombró repetidor para el Nuevo y Antiguo Testamento, pudo transformar este tormento en triunfo. Algo parecido le ocurrió en los exámenes donde lo castigaron con el lugar 198 por haber mencionado a ciertos autores latinos profanos. De Frilair fue el responsable. Al enterarse el marqués de la Mole, enemigo feroz de Frilair, le envió anónimamente 500 francos a Julien, y luego lo contrató como secretario personal. Incluso el duelo con Bauvoisis le fue provechoso, los duelistas terminaron íntimos y esta nueva amistad le facilitó a Julien el trato con el gran mundo. Y tanto y tan bien aprendió, que en su viaje a Londres conoció a unos jóvenes de la nobleza rusa que lo alabaron: «es usted un elegido, querido Sorel, usted posee naturalmente ese gesto frío y a mil leguas de la sensación presente que nosotros nos esforzamos tanto por adoptar» (599). Incluso tuvo su día de gloria en el palacio de Fitz-Folche, donde se hizo esperar una hora, «su aire fue insuperable» y «la manera como se condujo en medio de veinte personas que le esperaban se cita todavía entre los jóvenes secretarios de embajada en Londres» (id). Y tuvo el desenfado de visitar al filósofo Philippe Vane en la cárcel, de quien dijo a su regreso en Francia que era el único hombre alegre que había conocido en Inglaterra. El marqués, orgulloso de su desempeño y sus graciosas historias le regaló una cruz, esa que había negado a su propio hijo. Y cuando viajó al extranjero con el fin de conseguir apoyo para la conspiración de los promonárquicos tuvo dificultades importantes, pero finalmente consiguió completar exitosamente la misión y repetir de memoria todo lo que se había conversado durante la reunión de los realistas. En lo que casi fracasó fue en disciplinar a Mathilde y si no hubiera sido por el método Korasoff, al que se aplicó con gran empeño y sufrimiento, no habría logrado enrielarla. Su último triunfo, antes del final de lo que llama «mi novela» fue hacerle un hijo y con ello obtuvo para sí mismo las tierras de Languedoc, una renta de 10000 francos, un nombramiento de teniente de húsares, y un nuevo nombre. En vez de Sorel se apellidaría caballero de la Vernaye.

Tanto triunfo o deseo cumplido lo hace decir casi al final de la novela: «mi novela ha llegado al final, y el mérito es sólo mío» (749). Y no exagera, porque en sus logros hay más mérito que suerte. Gracias a sus esfuerzos se hace querer por sus dos maestros jansenistas y lo mismo le ocurre con sus dos enamoradas, que reconocen en él a un individuo excepcional. Ambas se sienten orgullosas de que las ame un hombre cínico, hábil, inteligente, con control de sí mismo, fino, valiente. Y el marqués reconoce que no puede vivir sin él; no sólo le organiza eficientemente las finanzas, también responde a su correo personal con elegancia, soltura y habilidad. Y compromete su propia vida por servirle en esa arriesgada misión promonárquica. Demuestra que es un hombre superior y todos sus próximos lo ven así.

Da la impresión que su deseo era convertirse en noble, de allí que se preguntara: «¿Será posible […] que yo sea en realidad hijo natural de algún gran señor desterrado en nuestras montañas por el terrible Napoleón?» (750). Cada vez le parecía menos improbable que fuese así y tampoco encontraba raro integrarse como teniente de húsares al regimiento número 15, uno de los más brillantes del Ejército, siendo que no había sido subteniente. El caballero de la Vernaye se merecía el finísimo caballo de Alsacia de 6000 francos que Julien Sorel compró gracias a los dineros del marqués. «Su aire impasible, sus ojos adustos y casi crueles, su palidez y su inalterable sangre fría comenzaron a labrarle una reputación desde el primer día» (751). De la Vernaye estaba loco de ambición, se sentía reconocido, y empezó a pensar que debía apurarse porque para llegar a general a los treinta años, había que ser más que teniente a los veintitrés. Pensaba mucho en su hijo, al que quería honrar. Su locura duró apenas unos pocos días.

h. Deseo morir a mi manera, como caballero de la Vernaye y acompañado de Louise

Es claro que Julien jamás imaginó el contenido que tendría su nueva novela. La primera termina cuando el marqués le concede el título nobiliario de caballero de la Vernaye. Pero no fue el camino al generalato lo que empezó, sino el camino hacia la guillotina, el mismo que siguieron muchos nobles durante la Revolución. Comienza otra vida, que el texto describe secamente: «le condujeron a la cárcel. Le metieron en una celda, le pusieron las esposas y le dejaron solo. La puerta se cerró con doble vuelta de llave. Todo esto fue ejecutado muy rápido y le dejó insensible» (754).

Lo que ocurrió poco antes de que lo encarcelaran ha sido tema de muchas especulaciones. Los críticos lamentan que Stendhal no metiera al narrador dentro de la cabeza del héroe, de modo de saber lo que pensó y sintió después de leer la carta acusatoria de Louise. Se limitó a decir que Julien corrió a tomar un coche y que en el trayecto no pudo escribir a Mathilde, porque su mano temblaba demasiado. Como en otras ocasiones, Stendhal prefiere decir menos para significar más. Lo que hace a Julien dirigirse a Verrieres, comprar el arma apenas llega allí, pedirle al armero que la cargue mientras lo escucha hablar de sus éxitos es un vacío que el lector tiene que llenar25. Pero si se atiende al temblor de la mano, a que el dueño de la armería carga el arma, porque él mismo no puede, y a que sólo logra dispararle a Louise cuando no es visible su forma se entiende que lo suyo es un estado de alienación momentánea. El narrador dice posteriormente lo mismo: que estaba loco26.

He leído muchas veces la novela y siempre he sentido que el crimen de Julien no requiere explicación. Por eso el silencio. Me parece que basta haber interiorizado lo que ocurrió antes, me refiero a los esfuerzos enormes del héroe por enamorar a Mathilde, al continuo control que tuvo que ejercer sobre sí mismo para no malograr sus proyectos de ascenso, a la rabia que debe haber sentido ante la carta innoble de Louise y a su sentimiento de orfandad por haber sido traicionado por la persona en que más confiaba.

El silencio es un recurso literario poderoso. En este caso especialmente, porque aunque comprensible, el crimen de Julien suscita sorpresa, y el lector quiere justificarlo o condenarlo. Y el narrador no lo ayuda, no aclara, se encuentra fuera de la conciencia del personaje. El lector tiene que poner la sustancia, si puede. Se trata de un cambio de estilo, que de no haberse producido hubiera obligado al autor implícito a aclarar cosas que no le convenía dejar expresas. Todo el desarrollo de la primera novela revienta junto con el pistoletazo de Julien. Efectivamente, se siente como el disparo que inicia las grandes carreras de competición, aunque en este caso la meta es la muerte.

La carta la escribió el confesor jansenista de Louise, ella solamente firmó, pero eso no la hace menos lamentable:

Lo que yo debo a la causa sagrada de la religión y a la moral me obliga, señor, a dar este penoso paso que cumplo en relación a usted; una regla que no puede fallar me ordena perjudicar en este momento a mi prójimo con el fin de evitar un mayor escándalo. El dolor que ello me causa debe ser superado por el sentimiento del deber. Ciertamente, señor, la conducta de la persona acerca de la cual usted me pide toda la verdad ha podido parecer inexplicable y hasta honrada. Ha podido parecer conveniente ocultar o falsear una parte de la realidad; la prudencia lo exigía así como también la religión. Pero esa conducta que usted desea conocer ha sido condenable en extremo, más de lo que yo puedo decir. Pobre y ambicioso, con la ayuda de la hipocresía más extrema y mediante la seducción de una mujer débil y desgraciada ese hombre ha tratado de crearse una posición y llegar a ser algo. Forma parte de mi penoso deber añadir que no tengo más remedio que creer que Monsieur J… no tiene ningún principio religioso. En conciencia, no puedo menos que pensar que uno de sus medios para triunfar en una casa consiste en procurar seducir a la mujer más considerada de la misma. Bajo una apariencia de desinterés y con frases de novela, su grande y único objeto es llegar a disponer del dueño de la casa y de su fortuna. Deja tras sí la desgracia y remordimientos eternos, etc, etc, etc… (753).

Lo primero señalable son los etcéteras. De nuevo el texto omite, pero en este caso no es necesario agregar nada, con lo dicho basta. Se alude mucho al deber, a lo sagrado, a la preocupación por el prójimo, al dolor de estar perjudicando y aunque Julien no es un santo, y ha sido egoísta, imprudente e irresponsable, jamás quiso utilizar a Louise para llegar a la fortuna de su marido. Y Louise lo sabe. Tampoco es verdad que practicara con la familia o con las gentes de la región una estrategia hipócrita para trepar a posiciones superiores. Louise le rogó que hiciera vida de sociedad con los amigos de Valenod para que no sospecharan de sus relaciones adúlteras. Y ella inventó esa astuta explicación para convencer a su marido que los anónimos provenían de Valenod, método tan retorcido que hizo pensar a Julien: «¡Perversidad femenina! […] ¡qué placer, qué instinto las lleva a engañarnos!» (470). Pero la carta no miente cuando le niega a Julien principios religiosos, aunque a Louise nunca le importó su poca religiosidad.

Tan pronto entra en la cárcel Julien entiende que se acabó todo y lo primero que le dice al juez cuando le pide su declaración es: «He matado con premeditación, compré e hice cargar las pistolas en casa de un fulano, el armero. El artículo 1342 es claro: yo merezco la muerte y la espero» (755). Y al recuperar la cordura piensa: «Yo fui ofendido de manera atroz; he matado, merezco la muerte, pero eso es todo» (757). Después que lo declaran culpable en el juicio, reconoce: «pues al fin y al cabo la quise matar por ambición o por amor a Mathilde» (784).

Estos dichos de Julien y otros parecidos han extrañado a los comentaristas, que identifican su manera de actuar con la de un suicida. ¿Pero el texto permite pensar algo así? Leemos que «la muerte en sí misma no era horrible a sus ojos. Toda su vida no había sido más que una larga preparación para el infortunio, y nunca se le ocurrió olvidar al que pasa por ser el más grande de todos» (757). Eso explica que cuando se ve dentro del presidio y siente la inmediatez del fin piense: «¡Y qué! […] si dentro de sesenta días tuviera que batirme con un hombre muy diestro en el manejo de las armas, ¿iba a tener la debilidad de estar pensando constantemente en ello, con el terror en el alma?» (id) Lo que ahora se le ha agregado es la certeza del plazo final. Y no es tan anómalo su comportamiento, sé por lo menos de una persona con un diagnóstico equivocado de muerte a fecha fija, que al saberse víctima de un error de laboratorio dijo que al volver a una vida de término incierto, perdió con eso la felicidad. No es inverosímil que Julien piense en las bondades de su situación, ni lo es su alegre presteza a disfrutar el poco tiempo que le queda.

Aspira a eso, no siempre lo logra, las visitas que recibe en la cárcel le mudan el temple y la decisión de estar a la altura de lo que tiene por delante. En vez de alegrarlo que la guillotina lo libre de una decrepitud como la de Chelan, se deprime cuando lo ve anciano y débil. Y a tanta altura siente la muerte que cuando Chelan se va, Julien calcula que se encuentra a diez grados bajo el coraje que necesita para estar al nivel de la guillotina (762). Su flaqueza aumenta antes de la visita de Fouqué y diagnostica que está a veinte grados bajo la cuchilla, pero su generoso amigo le ofrece comprar a los carceleros con todo el dinero que ha ahorrado y aunque Julien no acepta la oferta, lo reanima su bondad. A Julien lo eleva la nobleza del alma y le quita fuerza lo decadente y deplorable. Tampoco lo benefician las visitas de Mathilde, la primera vez aparece disfrazada de campesina, y Julien se siente fortalecido ante esta mujer extraordinaria, que en un rapto de romanticismo le propone suicidarse con él. Pero luego se impacienta ante sus gestos teatrales: «El hubiera sido sensible a una ternura simple, inocente y casi tímida mientras que el alma altanera de Mathilde necesitaba siempre la idea de un público y de los otros» (771). Tanta abnegación exaltada le resulta penosa y le irrita que no lo emocione su heroísmo: «Es extraño, se dijo Julián un día al salir Mathilde de la prisión, que una pasión tan viva y de la cual soy yo el objeto me deje tan insensible. ¡Y hace dos meses la adoraba! Yo había leído que la proximidad de la muerte nos desinteresa de todo; pero es tremendo sentirse ingrato y no poder remediarlo. ¿Seré entonces un egoísta? Y se hacía a este respecto los reproches más humillantes».

O sea, la muerte no es lo que dicen los libros. La condena no vuelve indiferente al condenado, que sigue experimentando los mismos altibajos de siempre, pero con una conciencia distinta. Ahora los vuelos románticos de Mathilde lo cansan, la joven se ha vuelto pasado, pertenece a ese tiempo en que soñaba con poseer a una dama como ella. Mientras su deseo era pertenecer a la nobleza, lo llenaba de orgullo que lo amara una reina como Mathilde, pero al que será decapitado lo deja frío. Ahora su deseo es morir a su manera, y el contenido de eso se aclara recién después del juicio.

Mathilde no se equivocaba en la fiesta del duque de Retz, cuando ponía por encima de todo la condena a muerte, y razonaba que todo lo demás se podía comprar salvo eso. Frente a la muerte, los estímulos del sistema pierden fuerza. Durante el tiempo en que se sentía inmortal, Julien tenía los mismos deseos de todos los demás, quería dinero, éxito y mujeres bellas. La característica principal de estos deseos es que son centrales al sistema, y desplazan cualquier otro interés posible. Asombra que Stendhal en 1830 haya podido ver lo que recién ahora convence de la idea de Mathilde: lo único que distingue realmente de los demás es la condena a muerte, pero no porque no pueda comprarse, sino porque induce una cabal marginación del sistema. «¿Qué dirán los salones de París al ver a una mujer de mi rango adorar hasta tal punto a un amante destinado a la muerte?» (772) es una pregunta que se hace repetidamente la vanidosa Mathilde, pero que no puede interesar a Julien, que «no pensaba jamás en sus triunfos de París» (id). Cuando recuerda su condición triunfante de teniente de húsares piensa: «En Estrasburgo estaba yo hecho un imbécil: mi pensamiento no iba más allá del cuello de mi ropa» (762).

Ahora lo preocupan los problemas prácticos que por su muerte tendrán que enfrentar las personas que quiere. Desde allí le recomienda a Mathilde que tan pronto enviude se case con el marqués de Croisenois y ponga a su hijo al cuidado de una nodriza vigilada por Louise. Más tarde, al enterarse de que el marqués murió en un duelo por defender la honra de Mathilde, le sugiere que se case con monsieur de Luz. El condenado se ocupa de estar sintiendo y viviendo sus últimos momentos de manera digna27. Para esto no necesita disimular, ni mentir ni hacer imagen. Frente a la muerte puede ser el que siempre quiso ser. Mathilde tenía razón.

Sin embargo, en muchos sentidos el condenado sigue siendo el de antes, especialmente en su desprecio de ciertos valores sociales. Tras la sentencia, privado de toda compañía, salvo de Mathilde, que en ese momento le resulta insoportable, reflexiona sobre la verdad, la religión, el derecho y las leyes, los salones de París, y el amor por el oro de los provincianos. Piensa que a los provincianos les ha escandalizado su rápido éxito y que todos desean su ajusticiamiento, y siente «una gran piedad filosófica por aquella multitud de envidiosos que sin crueldad iban a aplaudir su sentencia a muerte». Uno de ellos es su padre, imagina que un domingo cualquiera, después de comer «enseñará su oro a todos los que lo envidian en Verrieres y dirá: por este precio […] ¿quién de vosotros no estaría encantado de que le guillotinaran a un hijo?» (797)28. Y respecto de los salones parisinos piensa que abundan en ellos los que «se jactan de su probidad […] Pero en cuanto se trata de ganar o perder una cartera, mis honradas gentes de salón caen en delitos exactamente iguales a los que la necesidad obliga a cometer a estos dos presidiarios [sus dos compañeros en la prisión]» (796). No cree que exista el derecho natural, «sólo existe el derecho cuando hay una ley que prohíbe hacer tal cosa so pena de castigo. Antes de la ley, lo único natural es la fuerza del león, o la necesidad del que tiene hambre» (id). Del Dios bíblico sostiene que es un pequeño déspota, cruel y sediento de venganza, y prefiere al Dios de Voltaire, justo, bueno, infinito. Porque el problema con Dios es «¿cómo creer en ese gran nombre de Dios después del horrible abuso que hacen de él nuestros sacerdotes?» (798) Hay semejanza entre estas ideas y las de Nietzsche, y también la hay entre el perspectivismo nietzscheano y la visión que Julien tiene de la verdad:

Un cazador dispara un tiro en un bosque, cae la presa, él se lanza a cogerla. Su bota tropieza con un hormiguero de dos pies de alto, destruye la casa de las hormigas, dispersa a lo lejos a las hormigas, a sus huevos… Las más filósofas de estas hormigas no podrán comprender jamás ese cuerpo negro, inmenso, espantoso: la bota del cazador, que de pronto ha penetrado en su morada con una increíble rapidez y precedida de un ruido espantoso acompañado de unos rayos de fuego rojizo…

…Así la muerte, la vida, la eternidad, cosas muy simples para quien tuviera órganos tan vastos como para concebirlas….

Una mosca efímera nace a las nueve de la mañana de un día estival para morir a las cinco de la tarde: ¿cómo va a comprender la palabra noche?

Dadle cinco horas más de existencia y verá y comprenderá lo que es la noche» (799).

En esta meditación, Julien cuestiona la existencia de la verdad objetiva, como la entendió la tradición filosófica. Las perspectivas de la hormiga y de la mosca son tan limitadas como las del científico, sólo alcanzan lo que sus sentidos les dejan ver. Y estos instrumentos invariablemente mienten, porque apenas perciben una fracción minúscula del infinito. Cambiados los condicionamientos materiales de una especie, necesariamente cambia su visión del mundo. Se puede entonces decir que la condena a muerte ha acercado su visión de las cosas a la del narrador.

En la nueva novela lo más saliente es el fuerte contraste entre la postura del condenado, quieta, relativamente pareja, y la movilidad desaforada de los individuos que se agitan en torno a él. Van y vienen, traen propuestas y soluciones, lo exhortan a que actúe de un modo u otro. Tienen intereses proselitistas y los presentan como buenos medios de salvación. El Julien que actuaba según los usos de la época corría igual que ellos. Ahora, en su nueva condición de condenado repite a todos los que lo interrogan que cometió un crimen premeditado y que por lo tanto merece la muerte.

A los demás los mueven como siempre sus deseos e intereses personales. De Frilair quiere un obispado, Valenod una prefectura, pero también condenar a muerte a Julien. El marido de Louise desea que ella no visite a Julien para que la mala reputación de la pareja no lesione sus actuales objetivos políticos. El marqués de la Mole se abstiene de intervenir en este juego de intereses, pero quisiera que Julien desapareciera para poder casar a su hija con un duque. Los jansenistas calculan que la conversión de Julien podría influir en las jóvenes de Besancon y alejarlas de la política, en la que en ese momento se interesan excesivamente. Su padre quiere una compensación por las vergüenzas que está pasando y se va satisfecho con el oro que le regala Julien. Mathilde y Louise quieren salvarlo, la segunda escribe cartas a los jueces, la primera consigue una carta de solicitud de absolución del obispo de la iglesia de Francia. En algún momento Mathilde imagina la posibilidad de arrojarse al paso de la carroza del rey para pedir piedad por Julien, Louise, menos aparatosa, quiere tirarse a los pies del monarca, confesar sus amores con Julien, y aducir que disparó por pasión celosa. Hay también un abogado que desea que Julien firme el recurso. Y hay el generoso ofrecimiento de Fouqué de darle sus ahorros para que Julien compre a los guardias. Pero nuestro héroe no se mueve de su decisión; ha querido matar y merece la muerte.

Después del pistoletazo piensa muy poco en Mathilde. Su acción criminal le ha quitado la ambición: «Qué cosa más extraña. Yo creía que con su carta al marqués de la Mole había destruido para siempre mi felicidad futura, y transcurridos apenas quince días de la fecha de aquella carta, ya no pienso en nada de lo que entonces me ocupaba» (760). Se da cuenta que sus esfuerzos de antes por conseguir los bienes ambicionados por toda la sociedad correspondían a valoraciones de las que no se pudo sustraer. Ni se arrepiente ni se aprueba. No le interesan ya las pequeñas intrigas de los que lo rodean, siente que «Cada cual muere como puede, y yo sólo quiero pensar en la muerte a mi manera» (775). Próximo a morir decapitado empieza a aprender el arte de gozar de la vida; disfruta los cigarros que le consigue Mathilde y los vinos que le envía Louise, se da unos paseos por el torreón desde donde puede mirar toda la comarca, y goza la experiencia de estar amando y de ser amado. Su comportamiento se entiende sin dificultad, es natural que un condenado a muerte se distancie de los deseos y ambiciones de los que creen tener un futuro por delante.

En cambio su desempeño durante el juicio no es fácil de entender, y precisamente en esas pocas páginas se encuentra a mi entender el sentido del texto. Sigo la idea de Riffaterre de que es justo en los tropiezos de la lectura donde se encuentra su sentido. Hay muchas cosas que el lector no entiende de este final: no sabe desde dónde hace Julien su discurso, no entiende realmente lo que dice en ese discurso, no sabe por qué dice lo que dice, y no sabe lo que piensa el narrador de este discurso. Quizá en ninguna otra parte de la novela se pruebe tan poderosamente el disimulo del autor. Al mismo tiempo, al leer con cuidado lo que dice, se descubre lo que realmente piensa de la sociedad francesa de 1830.

Voy a proponer una lectura que no he encontrado en ninguno de los críticos de Stendhal que he leído y para ello voy a partir por el ánimo de Julien durante el juicio. El texto destaca que siente un profundo desprecio por algunos asistentes, un gran afecto por las mujeres identificadas con su suerte trágica, emoción ante el discurso de su abogado defensor y una repulsión violenta cuando se mira a los ojos con Valenod. Este último dato es muy importante, la mirada de su enemigo le despierta el odio por la burguesía codiciosa y envidiosa y desde este sentimiento hace su discurso. Y el narrador, en vez de burlarse de Julien, como suele hacer con los personajes que siente próximos, ahora dice algo muy raro, casi sin sentido, que Julien «iba a ceder a la emoción que lo embargaba, cuando felizmente para él ´[hereusement pour lui] sorprendió una mirada insolente del barón de Valenod» (781). Para mí, esta frase es la clave de toda la novela, pero antes de examinarla, creo que conviene detenerse en el discurso de Julien;

Señores jurados:

El horror del desprecio que yo creía poder desafiar al momento de la muerte, me hace tomar la palabra. Señores, no tengo el honor de pertenecer a vuestra clase; veis en mí un campesino que se ha levantado contra la bajeza de su fortuna.

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