Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 5

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—La has vis­to, ¿no? —dice Bree, lle­ván­do­me de vuel­ta al tema del que ha­blá­ba­mos—. Si vas a ha­cer­te pa­sar por mí, al me­nos ten­drás que po­der ci­tar Bajo el mar —aña­de.

No con­tes­to en­se­gui­da. Aho­ra mis­mo le es­toy ha­cien­do un cor­te de man­gas al uni­ver­so. Me he pa­sa­do vein­ti­nue­ve años evi­tan­do esa ab­sur­da pe­lí­cu­la. Y du­ran­te ocho, a pe­ti­ción de la mis­mí­si­ma du­que­sa.

—Cla­ro que sí —asien­to—. ¿Me la de­jas para re­fres­car­me la me­mo­ria?

Opto por echar­me un fa­rol y dar­le a en­ten­der que la vi hace mu­cho. (Si Pa­la­bras de Amor debe en­fren­tar­se a una de­nun­cia y Clif­ford se ve obli­ga­do a cam­biar­le el nom­bre a la em­pre­sa otra vez, le voy a su­ge­rir Fa­ro­les de Amor).

—¿La ver­sión ori­gi­nal o el mon­ta­je del di­rec­tor? ¿La edi­ción es­pe­cial o…?

—Lo dejo en tus ma­nos. La ver­sión de la que te cues­te me­nos des­pren­der­te.

In­ter­cam­bia­mos nues­tros nú­me­ros para que no ten­ga que lla­mar a la cen­tra­li­ta cuan­do quie­ra ha­blar con­mi­go. Le digo que me ape­te­ce mu­cho co­no­cer­la y ver­la ves­ti­da con una ca­mi­se­ta vin­ta­ge de Bajo el mar.

En al­gún lu­gar de Ca­li­for­nia, Mary le­van­ta una copa en mi di­rec­ción y se echa a reír.

[2]. Jue­go de pa­la­bras en­tre Fuck, Marry, Kill (el jue­go en que al­guien debe de­ci­dir con quién se acos­ta­ría, con quién se ca­sa­ría y a quién ma­ta­ría) y el nom­bre de Mary, la pro­pie­ta­ria. (N. del T.)

CAPÍTULO 5

De: Lean­ne Tseng

Para: To­dos los tra­ba­ja­do­res de Ha­bla el Co­ra­zón

Asun­to: In­te­li­gen­tí­si­mos

Equi­po:

Os voy a de­cir algo: to­dos sois unos ge­nios crea­ti­vos y por cul­pa de cir­cuns­tan­cias que es­ca­pan a nues­tro con­trol no ne­ce­sa­ria­men­te re­ci­bís la com­pen­sa­ción eco­nó­mi­ca que me­re­céis. Y os voy a de­cir otra cosa: creo que po­de­mos apro­ve­char vues­tra in­te­li­gen­cia y crea­ti­vi­dad para in­ten­tar cam­biar esa si­tua­ción.

¿Se os ha ocu­rri­do una cam­pa­ña de pu­bli­ci­dad bue­ní­si­ma? ¿Un acuer­do co­mer­cial ex­cep­cio­nal? ¿Un anun­cio pe­ga­di­zo (sin mú­si­ca)? Me en­can­ta­ría es­cu­char­lo. Las pro­pues­tas ex­tra­ñas y ori­gi­na­les tam­bién se­rán bien­ve­ni­das, pero, a me­nu­do, la sen­ci­llez se lle­va el gato al agua. Una idea tan sim­ple y al mis­mo tiem­po tan asom­bro­sa­men­te bri­llan­te como las tar­je­tas re­ga­lo —se me aca­ba de ocu­rrir a bote pron­to— po­dría ha­cer­nos pa­sar de em­pre­sa en apu­ros a ser los nú­me­ro uno del mer­ca­do. No es nin­gún se­cre­to que quie­ro que sea­mos la me­jor, y es­pe­ro que tam­po­co sea nin­gún se­cre­to que quie­ro lle­va­ros con­mi­go has­ta la cima.

Ah, y ade­más de glo­ria y as­cen­sos, que se­páis que cual­quier pro­pues­ta via­ble lle­va­rá con­si­go una bo­ni­fi­ca­ción de qui­nien­tos dó­la­res.

Sa­lu­dos cor­dia­les,

Lean­ne

Miles

En las úl­ti­mas seis se­ma­nas no he es­ta­do al 100 %. No me he sen­ti­do lo bas­tan­te mo­ti­va­do para man­te­ner­me en for­ma, ni para que me dé el aire, y tam­po­co he tra­ta­do mi cuer­po como un tem­plo, sino más bien como un mau­so­leo de co­sas muer­tas, como mis emo­cio­nes o mi au­to­es­ti­ma. He dado al­gu­na vuel­ta por Mor­ning­si­de Park, que se en­cuen­tra a unas man­za­nas del piso de Dy­lan y Char­les, pero solo cuan­do la ac­ti­tud agre­si­va del no­vio de mi ami­go me ha em­pu­ja­do a sa­lir de casa para co­rrer, y no con la in­ten­ción de me­jo­rar la sa­lud.

No sé por qué me he ani­ma­do a ir hoy has­ta Ri­ver­si­de Park. A lo me­jor ha sido por­que me he des­car­ga­do en el mó­vil la can­ción prin­ci­pal de la ban­da so­no­ra de Bajo el mar, y me he sen­ti­do inevi­ta­ble­men­te em­pu­ja­do a es­cu­char la BSO com­ple­ta en bu­cle. Y es una BSO que no se me­re­ce una irri­so­ria ca­rre­ra de ki­ló­me­tro y me­dio. Se me­re­ce una lar­ga pa­no­rá­mi­ca del ma­ra­vi­llo­so río Hud­son, pa­sar cer­ca de lá­pi­das de már­mol de­di­ca­das a ge­ne­ra­les del ejér­ci­to le­gen­da­rios y por de­ba­jo de ma­jes­tuo­sas ra­mas de ce­re­zos flo­ri­dos que han per­di­do casi to­das, pero no to­das, sus flo­res. Y solo me he en­tre­te­ni­do un ra­ti­to muy muy muy cor­to so­ñan­do con Mary Clark­son ves­ti­da de si­re­na. Y un rato aún más cor­to pre­gun­tán­do­me si la la­dro­na de bis­cot­ti la co­no­ce­rá de ver­dad. Esa chi­ca es un mis­te­rio en­vuel­to en un enig­ma re­ves­ti­do de ca­len­ta­do­res de bra­zos des­hi­la­cha­dos.

Cuan­do vuel­vo a casa de Dy­lan y Char­les; es­toy sin alien­to y he­cho un desas­tre su­do­ro­so. El re­loj me dice que he co­rri­do sie­te ki­ló­me­tros. Yo so­lía co­rrer re­gu­lar­men­te por Pros­pect Park, pero ya hace mu­cho que no lo hago, con­cre­ta­men­te des­de que mi an­ti­gua com­pa­ñe­ra de de­por­te tuvo un «vi­rus es­to­ma­cal», que le duró un mes en­te­ro, jus­to an­tes de de­jar­me. (Vis­to en re­tros­pec­ti­va, mira que lle­go a ser poco pers­pi­caz).

Lla­mo al in­ter­fono del piso. Por lo vis­to, Dy­lan y Char­les han es­ta­do de­ma­sia­do ata­rea­dos —y yo, de­ma­sia­do de­pri­mi­do— para ha­cer­me una co­pia de la lla­ve. Ade­más, se­gu­ro que ha­cer­me una co­pia le da­ría a mi es­tan­cia un halo de­ma­sia­do de­fi­ni­ti­vo a ojos de Char­les (y qui­zá tam­bién a los de Dy­lan).

—Ma­dre mía —dice Char­les cuan­do me abre la puer­ta—. ¿Es­tás llo­ran­do?

—Es su­dor —res­pon­do.

Me mira más de cer­ca para in­ten­tar con­fir­mar que las go­tas pro­vie­nen, en efec­to, de mi fren­te.

—Mmm. Ya veo —mur­mu­ra al fin—. Cui­da­do con la al­fom­bra. Es de Ker­mans­hah. —Se­ña­la la tela os­cu­ra que cu­bre par­te del re­ci­bi­dor, y que él pisa con sumo cui­da­do con sus pan­tu­flas de pana.

—Ju­ra­ría que la com­pra­mos en Zara Home. O a lo me­jor en Ama­zon. —me su­su­rra Dy­lan con com­pli­ci­dad mien­tras me qui­to las za­pa­ti­llas de co­rrer.

Le son­río y, en­ton­ces, una gota de su­dor me res­ba­la por la na­riz y cae so­bre su os­cu­ro sue­lo de par­quet. Dy­lan coge un pa­ñue­lo de la caja de car­tón que hay en la mesa del re­ci­bi­dor y la seca en­se­gui­da.

Dy­lan fue mi com­pa­ñe­ro de piso en la uni­ver­si­dad, y fue un com­pa­ñe­ro fan­tás­ti­co. Era sim­pá­ti­co y lim­pio; y nun­ca le daba de­ma­sia­da im­por­tan­cia a si tú lo eras o no. Si­gue sien­do igual que an­tes, aun­que aho­ra está con Char­les. Y creo que eso solo es po­si­ble por­que lo que más le atrae de él no es pre­ci­sa­men­te que sea agra­da­ble.

Tal vez esa afir­ma­ción sea in­jus­ta. Tal vez Char­les sea su­per­agra­da­ble con al­guien que no lle­va seis se­ma­nas in­va­dien­do su es­pa­cio per­so­nal, arro­jan­do su­dor a una al­fom­bra que qui­zá es de Ker­mans­hah y que le lle­na la ne­ve­ra con ca­jas de car­tón de fi­deos chi­nos me­dio va­cías. (Me gus­tan re­cién he­chos y, si no me los ter­mino, como no quie­ro ti­rar co­mi­da, las so­bras ter­mi­nan acu­mu­lán­do­se. Es el nue­vo di­le­ma del mi­le­nio: te­ner con­cien­cia me­dioam­bien­tal y, al mis­mo tiem­po, pe­dir­lo todo a do­mi­ci­lio).

—Me odia —le digo mien­tras dejo con cui­da­do las za­pa­ti­llas jun­to a la puer­ta.

—No te odia —se apre­su­ra a res­pon­der Dy­lan, tan rá­pi­do que cues­ta creer­lo.

Bueno, a ver. Para ser­te sin­ce­ro, no sé si a Char­les le he caí­do bien al­gu­na vez. A lo me­jor no supe es­con­der la ex­pre­sión de pas­mo cuan­do Dy­lan me lo pre­sen­tó. En cuan­to Dy­lan, el pa­ra­dig­ma de tío alto, mo­reno y gua­po —el com­pa­ñe­ro per­fec­to, por­que com­pe­tía­mos en li­gas dis­tin­tas—, en­tró en el bar, rojo como un to­ma­te y ra­dian­te de fe­li­ci­dad al lado de Char­les, au­to­má­ti­ca­men­te de­du­je que un se­ñor ma­yor, me­dio cal­vo y con ga­fas se ha­bía in­ter­pues­to en­tre él y el no­vio que me iba a pre­sen­tar. Alar­gué el cue­llo en bus­ca del jo­ven bue­no­rro al que es­pe­ra­ba ver.

Has­ta que Dy­lan co­gió a Char­les del bra­zo y me son­rió de ore­ja a ore­ja.

—Te pre­sen­to a Char­les.

Se­gu­ro que tar­dé de­ma­sia­do en ocul­tar mi sor­pre­sa, y Char­les se dio cuen­ta. Char­les se da cuen­ta de todo.

Como ano­che, cuan­do me puse a pen­sar qué iba a pe­dir para ce­nar. Char­les le echó un vis­ta­zo a la app que ha­bía abier­to y sol­tó:

—Dé­ja­me adi­vi­nar. Fi­deos chi­nos.

Pedí sus­hi, solo para to­car­le los hue­vos. (Y, aho­ra, en la ne­ve­ra tam­bién hay me­dia ban­de­ja de sus­hi de agua­ca­te y atún).

La se­ma­na pa­sa­da, de­bió de ver en la pan­ta­lla de mi por­tá­til tres par­ti­das de su­do­ku, una de Ken­Ken y un cru­ci­gra­ma, por­que cuan­do vol­ví del la­va­bo me pre­gun­tó, como quien no quie­re la cosa, qué tal me iba el tra­ba­jo.

—Es­toy a tope —men­tí ipso fac­to.

—¿En se­rio? —me dijo—. Por cier­to, la se­gun­da co­lum­na está mal.

Y hoy, nada más qui­tar­me la ca­mi­se­ta para me­ter­me en la du­cha, se apo­ya en la pa­red y me dice:

—Así que hoy por fin has ido a co­rrer de ver­dad, ¿eh?

Me muer­do la len­gua para no es­pe­tar­le que qué sa­brá él lo que es co­rrer de ver­dad, si te­ne­mos en cuen­ta que el úni­co ejer­ci­cio que hace es ha­blar por los co­dos. «Soy un in­vi­ta­do en su piso», me re­cuer­do. «En su piso de un solo dor­mi­to­rio».

—Sí —de­ci­do res­pon­der—. Por Ri­ver­si­de.

Asien­te.

—¿La jo­yi­ta que des­cu­bris­te en Tie­nes un e-mail? —Y me son­ríe con mal­dad.

Cuan­do me da la es­pal­da, le hago la pei­ne­ta con el dedo. Va­mos a ver: ¿cómo iba a sa­ber él que Ri­ver­si­de Park es un ele­men­to cru­cial de Tie­nes un e-mail si no hu­bie­ra vis­to tam­bién la pe­lí­cu­la? ¿Cómo?

No se gira de nue­vo, pero sí que me in­for­ma de algo:

—Fí­ja­te en las ven­ta­nas. Te re­fle­jan. —Y me mira a los ojos a tra­vés de una de ellas. Con cui­da­do, do­blo el dedo co­ra­zón para que se una con los de­más.

Para cuan­do sal­go de la du­cha, Char­les y Dy­lan se han ido a una cena de ne­go­cios del bu­fe­te de abo­ga­dos de Dy­lan. «Come algo de la ne­ve­ra», me ha de­ja­do es­cri­to Char­les en la pi­za­rri­ta mag­né­ti­ca del fri­go­rí­fi­co. «Va en se­rio. Que te co­mas algo».

Abro la ne­ve­ra y cuen­to seis ca­jas de car­tón blan­cas y una ban­de­ja de plás­ti­co de sus­hi. Apar­te de una hi­le­ra de sal­sas, mer­me­la­da de fram­bue­sa y una bo­te­lla de két­chup en la puer­ta, es todo lo que hay. Ni Char­les ni Dy­lan co­ci­nan. Yo an­tes sí, si pe­dir que me trai­gan en una ca­ji­ta to­dos los in­gre­dien­tes y re­ce­tas una vez por se­ma­na cuen­ta como co­ci­nar. Pero como ya no ten­go una casa en la que re­ci­bir esa caja, pues es algo que ya no su­ce­de.

Odio ad­mi­tir­lo, pero Char­les tie­ne ra­zón. De­be­ría co­mer­me las so­bras. Ten­dría que ca­len­tar­las y co­mér­me­las…, pero ¿ver­dad que aho­ra un bol de fi­deos con ver­du­ri­tas fan­tás­ti­co y re­cién he­cho sue­na la mar de bien?

Gra­cias por re­co­men­dar­me al bom­bón. Me sien­to como en un re­por­ta­je para Va­nity Fair. Es un men­sa­je de Ais­ha. Como su­po­nía, era su­per­fá­cil que Jude acep­ta­ra sus ser­vi­cios des­pués de nues­tra pri­me­ra reunión.

Pero ne­ce­si­ta tu ayu­da, no te creas, le res­pon­do. Las fo­tos que tie­ne no le ha­cen jus­ti­cia.

He ha­bla­do un poco por te­lé­fono con él, me es­cri­be Ais­ha. Ha­bla igual que Ja­mie Fra­ser.

Me es­tru­jo el ce­re­bro para adi­vi­nar a quién se re­fie­re. Como no le res­pon­do de in­me­dia­to, Ais­ha me re­suel­ve las du­das.

El de Outlan­der, me in­for­ma.

Ah, vale, le digo. Hace tiem­po que me des­co­nec­té de las se­ries, y esa no la he vis­to.

¿Me re­cuer­das otra vez por qué ese tío ne­ce­si­ta tu ayu­da?, me es­cri­be Ais­ha.

Nada más re­ci­bir ese men­sa­je, mi mó­vil anun­cia la lle­ga­da de otro. Es Jude.

Hola. Oye, me ha man­da­do un men­sa­je una chi­ca que me in­tere­sa. ¿Qué ten­go que ha­cer aho­ra?

Le res­pon­do rá­pi­do a Ais­ha. Creo que en bre­ve lo va­mos a des­cu­brir. Te dejo. Me toca ha­cer de Cy­rano.

Y en­ton­ces abro la con­ver­sa­ción con Jude. Bue­nas. Per­fec­to. ¿Pue­des ha­cer una vi­deo­lla­ma­da? Será más fá­cil si esta pri­me­ra con­ver­sa­ción la lle­va­mos en­tre los dos.

Al ins­tan­te, me sue­na el mó­vil.

—Hola —dice Jude, cuyo ros­tro lle­na la pan­ta­lla.

—Hola. ¿En qué pá­gi­na es­tás?

—En A por To­das —me dice.

—Ge­nial —res­pon­do. De to­das las apps y webs de ci­tas con las que he tra­ba­ja­do, A por To­das es una de mis pre­fe­ri­das. La in­ter­faz es bas­tan­te sen­ci­lla e in­tui­ti­va. Y los mat­ches se agru­pan en tres ca­te­go­rías: Jue­gos (re­vol­co­nes), Par­ti­dos (un ca­jón de sas­tre para los que no sa­ben qué dia­blos quie­ren) y Pró­rro­gas (re­la­cio­nes es­ta­bles)—. ¿Te pa­re­ce bien que en­tre en tu or­de­na­dor?

—Todo tuyo, jefe —con­tes­ta.

Hago clic en el pro­gra­ma de ac­ce­so re­mo­to que ya le pedí a Jude que se ins­ta­la­ra en el or­de­na­dor, es­pe­ro que le dé a «acep­tar» y en­ton­ces, voi­là, en mi pan­ta­lla apa­re­ce la suya. Ya ha abier­to la web de A por To­das en el na­ve­ga­dor y veo la no­ti­fi­ca­ción de que tie­ne un men­sa­je nue­vo. Lo abro.

Lo en­vía una tal Ra­ya­Jac­k55, cuya foto de per­fil mues­tra la enor­me cruz que por lo vis­to lle­va en el cue­llo, aun­que, de he­cho, lo que más se le ve es el es­co­te.

Ra­ya­Jac­k55: Hola. Creo que a lo me­jor en­ca­ja­mos y que­ría de­cir­te hola.

Veo que está en la ca­te­go­ría de Par­ti­dos. Bueno, me­jor que en la de Jue­gos, por­que Jude y yo ya he­mos de­ci­di­do que lo que él bus­ca es algo más que eso.

—Vale —le digo a Jude—. Bá­si­ca­men­te, está de­jan­do la pe­lo­ta en tu te­ja­do. Que es bas­tan­te co­mún. —A ve­ces, la gen­te suel­ta un ro­llo de bue­nas a pri­me­ras, para que así el otro sepa todo lo que ellos quie­ren que sepa con un men­sa­je en­re­ve­sa­do y den­so que, la ma­yo­ría de las ve­ces, solo mues­tra de­ses­pe­ra­ción. Lo úni­co peor que eso es el «hola» sim­ple y com­ple­ta­men­te exas­pe­ran­te. Raya por lo me­nos ha di­cho algo más.

—¿Le ten­dría que res­pon­der… «hola»? —me pre­gun­ta Jude.

—Mmm, no —digo—. Pién­sa­lo bien. ¿Qué es­ta­rías ex­pre­san­do exac­ta­men­te con un «hola»?

—No sé. —Jude se en­co­ge de hom­bros.

—Exac­to —res­pon­do—. Mí­ra­lo así: to­das las in­ter­ac­cio­nes de­ben te­ner un ob­je­ti­vo, aun­que sea pe­que­ño. Ya sea que­rer co­no­cer más a la per­so­na, ha­cer­la reír, li­gar, con­tar­le más so­bre ti, et­cé­te­ra. Todo el mun­do está ocu­pa­do, ¿no? ¿Por qué ibas a per­der el tiem­po, o ha­cér­se­lo per­der a al­guien, con algo que es ob­vio que no va a sa­lir bien? Sé efi­cien­te, haz las pre­gun­tas ade­cua­das y así te lo evi­ta­rás.

—Es lo más neo­yor­quino que le he oído de­cir a na­die —se ríe Jude.

—A lo me­jor sí. —Me en­co­jo de hom­bros—. Pero fun­cio­na.

Veo que Jude vuel­ve a mi­rar el men­sa­je de Raya an­tes de fi­jar­se de nue­vo en mí.

—Muy bien. En­ton­ces, ¿qué le digo?

—Te lo es­cri­bo yo y, si te gus­ta, le das a «en­viar», ¿vale? —Siem­pre se me ha dado me­jor po­ner mis pen­sa­mien­tos por es­cri­to.

—He­cho —me con­tes­ta.

—Dame un mi­nu­to para que es­tu­die su per­fil —le digo.

Jude asien­te y hago clic en el per­fil de Raya. Tie­ne vein­ti­trés años, es ayu­dan­te de pas­te­le­ría y, por lo vis­to, le gus­ta algo lla­ma­do «Cris­tiano Te­rror». (¿Se re­fe­ri­rá a «te­rror cris­tiano», a pe­lis de mie­do so­bre cu­ras y exor­cis­tas? Me ha pi­ca­do la cu­rio­si­dad). Ah, y hace un par de me­ses que se ha mu­da­do a la ciu­dad.

—Vea­mos, algo así… —digo an­tes de em­pe­zar a es­cri­bir.

DeEs­c0: Muy bue­nas. Veo que eres nue­va en Nue­va York. Yo lle­gué hace dos años. ¿Ya has de­ci­di­do si te gus­ta o si odias la ciu­dad?

—¿Qué te pa­re­ce? —le pre­gun­to a Jude.

—Es­tu­pen­do —dice—. Me gus­ta.

—Ge­nial —res­pon­do—. La apro­ba­ción fi­nal es tuya con el bo­tón de «en­viar».

—Apro­ba­do —dice an­tes de man­dar­le el men­sa­je a Raya—. Vale, ¿y aho­ra…? Ay. Está co­nec­ta­da.

Sí que lo está. Veo el icono que in­for­ma de que está es­cri­bien­do al mo­men­to. Es­pe­ra­mos su res­pues­ta. No tar­da en lle­gar.

Ra­ya­Jac­k55: To­da­vía no lo he de­ci­di­do.

Es­pe­ro, por si Raya opta por dar un paso más y pre­gun­tar­le algo a Jude. Pero rien de rien. Por lo vis­to, tam­po­co ha ido nun­ca a una cla­se de im­pro­vi­sa­ción tea­tral.

DeEs­c0: Ten­go la teo­ría de que de­pen­de del lu­gar en el que te co­mes tu pri­me­ra piz­za. Si está bue­na, Nue­va York y tú en­ca­ja­réis. Si no está bue­na…, solo os vais a so­por­tar.

El men­sa­je se que­da flo­tan­do en el lim­bo y veo que Jude frun­ce un poco el ceño.

—¿No te gus­ta? —le pre­gun­to.

—No, está bien —dice—. Es que… no como piz­za. Lle­vo dos años con la die­ta pa­leo.

—Ah, vale —digo mien­tras bo­rro el men­sa­je, an­tes de re­pa­rar en lo que me aca­ba de sol­tar—. O sea…, ¡¿nun­ca has co­mi­do una piz­za en Nue­va York?!

Me­nea la ca­be­za de un lado a otro.

—¿Y si­gues vi­vien­do aquí? —le pre­gun­to, in­cré­du­lo—. ¿Cómo coño vas a sa­ber si te gus­ta la ciu­dad?

—Los pe­rri­tos ca­lien­tes no es­ta­ban mal. —Jude me son­ríe—. Una vez me comí uno.

—Su­pon­go que no, pero… un mo­men­to. ¿A que te lo co­mis­te sin el pan?

—Sí —me res­pon­de, aver­gon­za­do.

Sa­cu­do la ca­be­za.

—Ha­cer­me pa­sar por ti va a ser más chun­go de lo que pen­sa­ba. A ver, qué tal algo así…

DeEs­c0: Ten­go la teo­ría de que de­pen­de del lu­gar en el que co­rres por pri­me­ra vez. Si eli­ges un buen es­ce­na­rio, como un día pre­cio­so de oto­ño o de pri­ma­ve­ra, Nue­va York y tú en­ca­ja­réis. Si re­sul­ta que aca­bas co­rrien­do por el cen­tro en pleno mes de fe­bre­ro, solo os vais a so­por­tar. Y esto con suer­te.

—Mu­cho me­jor —dice Jude, y le da a «en­viar».

Ra­ya­Jac­k55: Sa­lir a co­rrer mola.

Dios. Esta tía ne­ce­si­ta nues­tra ayu­da to­da­vía más que Jude.

—Ven­ga, aho­ra en se­rio —le digo a Jude—. Ba­sán­do­te en su per­fil y en esta bre­ve in­ter­ac­ción, ¿cuán­to te gus­ta esta chi­ca?

—Eh… —mur­mu­ra Jude—. No lo sé. No hay mu­cho a lo que aga­rrar­se.

—Exac­to —digo—. ¿Re­cuer­das lo que te he di­cho de ser efi­cien­te? Si ves que hay algo en ella que te atrae mu­cho, una es­pe­cie de quí­mi­ca que te asal­ta de pron­to, pues se­gui­mos ade­lan­te. Pero si no es así… Te pro­pon­go que le de­mos una úl­ti­ma opor­tu­ni­dad para que nos sor­pren­da o lo de­ja­mos ahí. ¿Qué me di­ces?

Veo que Jude vuel­ve a vi­si­tar el per­fil de la chi­ca.

—Lo se­gun­do —de­ci­de al fi­nal.

Gra­cias a Dios. Ya me he en­fren­ta­do más de una vez a la ne­ce­si­dad de con­du­cir la con­ver­sa­ción con mat­ches re­ti­cen­tes, pero con esta ten­go la sen­sa­ción de no ir a nin­gún lado.

—Pero va­mos a po­ner­le un tema en ban­de­ja —digo—. Ha­ble­mos de algo que en teo­ría le in­tere­sa, ¿vale?

—Ven­ga —ac­ce­de Jude.

—¿Has vis­to El exor­cis­mo de Emily Rose?

—Mmm… Sí, di­ría que sí —dice Jude.

Bien. Me sir­ve.

DeEs­c0: Oye, se­gu­ro que has vis­to El exor­cis­mo de Emily Rose, ¿ver­dad? ¿Sa­bías que al prin­ci­pio iban a uti­li­zar a una mu­ñe­ca para las con­tor­sio­nes de la pro­ta­go­nis­ta, pero que la ac­triz era tan fle­xi­ble que al fi­nal es ella con unos po­cos efec­tos es­pe­cia­les? Qué pa­sa­da, ¿no?

Jude en­vía el men­sa­je. Es­pe­ra­mos.

Es­pe­ra­mos un rato. Po­dría ser una bue­na se­ñal. A lo me­jor, por fin Raya tie­ne algo que de­cir.

—¿Es ver­dad? —me pre­gun­ta Jude.

—Sí —le con­tes­to—. Creo que por eso le die­ron el pa­pel.

—In­creí­ble —dice.

—Ya le da­re­mos oca­sión de ex­pla­yar­se con una pre­gun­ta más abier­ta —le ase­gu­ro—. Aho­ra es para que sepa que tie­nes no­cio­nes de algo que le gus­ta.

Por fin oí­mos el pi­ti­do.

Ra­ya­Jac­k55: No la he vis­to.

Mmm…, vale. Se lo ten­go que pre­gun­tar.

DeEs­c0: ¿En se­rio? Como en tu per­fil pone que te gus­ta el te­rror cris­tiano, me he ima­gi­na­do que era un ejem­plo per­fec­to del gé­ne­ro.

Pa­re­ce que Jude sien­te la mis­ma cu­rio­si­dad que yo, por­que en­vía el men­sa­je de in­me­dia­to.

Ra­ya­Jac­k55: Cris­tiano Te­rror. www.cin­cuen­ta-som­bras-de-te­rror.net

Pin­cho en el en­la­ce y de pron­to mi mi­ra­da se en­cuen­tra con una pá­gi­na web ne­gra con le­tras de un rosa fos­fo­ri­to. En­torno un poco los ojos para leer­la.

Ca­pí­tu­lo 1

Cris­tiano Te­rror era mu­chas co­sas. Un CEO mi­llo­na­rio. Un dios del BDSM. Un vam­pi­ro.

Y yo, Anas­ta­sia Pla­ta, iba a ser su cruz. A lo me­jor su cruz… de pla­ta. O un dien­te de ajo.

Dejo de leer. Ma­dre del amor her­mo­so, ¿es el fan­fic de un fan­fic? ¿Y re­gre­sa a los orí­ge­nes del gé­ne­ro con el tema de los vam­pi­ros? Por cier­to, ¡¿qué co­jo­nes pasa esta se­ma­na con las Cin­cuen­ta som­bras de Grey?!

—Pues… creo que ya he­mos vis­to lo su­fi­cien­te para to­mar una de­ci­sión so­bre Raya, ¿no te pa­re­ce? —Vuel­vo a pres­tar aten­ción a mi en­car­go e in­ten­to no mos­trar nin­gún ras­tro de cen­su­ra en la voz. Al fin y al cabo, no me de­di­co a co­men­tar o cri­ti­car los gus­tos de nues­tros clien­tes, sino a ayu­dar­los a en­con­trar lo que es­tán bus­can­do.

—Creo que he vis­to de­ma­sia­do, tío —dice Jude con cara de ab­so­lu­ta con­fu­sión—. No creo que sea un buen match.

Así me gus­ta.

—En­ten­di­do. Pero ha­gá­mos­lo bien, ¿vale? Nada de de­jar­la sin res­pues­ta.

DeEs­c0: Ah, vale. No lo ha­bía in­ter­pre­ta­do bien. Oye, me ten­go que ir. Pero te de­seo mu­cha suer­te en la web. Me ha gus­ta­do char­lar con­ti­go.

No hay una bue­na ma­ne­ra de ha­cer­lo. Un re­cha­zo es un re­cha­zo. Pero más vale uno que sea evi­den­te que algo así: «¿Ha­bla­mos en otro mo­men­to?». Por­que no. No va­mos a ha­blar más.

Ra­ya­Jac­k55 no res­pon­de, tan solo se des­co­nec­ta.

—Sien­to que no haya sa­li­do bien —le digo a Jude—, pero a ve­ces se tar­da un poco en en­con­trar a al­guien con quien val­ga la pena ha­blar.

—No pasa nada, hom­bre. Te lo agra­dez­co —res­pon­de—. Eso de ser efi­cien­te… Lo has di­cho así, ¿no? —Se echa a reír—. Bueno, pues te­nías ra­zón. Me ha evi­ta­do per­der el tiem­po.

—Te su­gie­ro que eches un vis­ta­zo a tus mat­ches —le digo—. A ver si hay al­guien que te lla­me la aten­ción. Y así ya lue­go em­pe­za­re­mos la con­ver­sa­ción con buen pie.

—Vale —dice—. Los mi­ra­ré.

—Si pue­des, con­cén­tra­te en la ca­te­go­ría de Par­ti­dos —le re­co­mien­do.

—Vale. Ya te diré si en­cuen­tro a al­guien.

—Ge­nial —res­pon­do. Nos des­pe­di­mos y col­ga­mos. A con­ti­nua­ción uti­li­zo de in­me­dia­to el mó­vil para pe­dir­me los fi­deos.

Por lo vis­to, el re­par­ti­dor lle­ga al edi­fi­cio al mis­mo tiem­po que Dy­lan y Char­les, por­que, de he­cho, es Char­les quien me en­tre­ga la co­mi­da.

Du­ran­te unos ins­tan­tes va­lo­ro la po­si­bi­li­dad de dar­le pro­pi­na, pero en la app de co­mi­da a do­mi­ci­lio no hay una op­ción para dar­le pro­pi­na al hom­bre agre­si­vo cuya casa es­tás ocu­pan­do. Ade­más, como cual­quier neo­yor­quino de bien, no lle­vo di­ne­ro en­ci­ma.

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