Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 6

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CAPÍTULO 6

De: Clif­ford Jen­kins

Para: Los que pre­fie­ren la mon­ta­ña

Asun­to: Lan­za­mien­to in­ter­na­cio­nallllllll

¡Ha lle­ga­do el mo­men­to! Para los que ha­yáis es­ta­do si­guien­do nues­tras no­tas de pren­sa (si no las se­guís, de­be­ríais ha­cer­lo), no os va a sor­pren­der que es­te­mos a pun­to de lan­zar nues­tra ini­cia­ti­va mun­dial. Muy pron­to, los que su­fran mal de amo­res en CUAL­QUIER ZONA HO­RA­RIA (¡men­ción es­pe­cial para Ru­sia!) por fin po­drán ac­ce­der a nues­tros ser­vi­cios.

Di­cho lo cual, si re­ci­bís men­sa­jes de una di­rec­ción ter­mi­na­da en .ru, re­en­viád­se­los a Crys­tal para que los in­ves­ti­gue un poco. No va­mos a cu­rrar para Svetla­nas ni Ale­xeis has­ta que se­pa­mos que tie­nen lo que hay que te­ner, ¿no os pa­re­ce?

Mien­tras tan­to, apro­ve­cho para avi­sa­ros: des­car­gaos What­sApp (si no lo te­néis ya), por­que es lo que uti­li­za la gen­te en otros paí­ses para re­la­cio­nar­se. Fa­ce­Ti­me y Sky­pe son muy 2016.

Por otro lado: es­toy bus­can­do mo­de­los para la web in­ter­na­cio­nal. Per­so­nas del mon­tón que sean un re­cla­mo mun­dial. ¿Tie­nes la piel mo­re­na? ¿El pelo ne­gro? ¿Los ojos de un bo­ni­to co­lor ave­lla­na? ¿Todo lo an­te­rior? ¡Ma­ni­fiés­ta­te! De lo con­tra­rio, voy a te­ner que uti­li­zar vie­jas fo­tos de va­ca­cio­nes de la In­nom­bra­ble, ja, ja, ja.

Pero aho­ra en se­rio, si creéis con­tar con un atrac­ti­vo in­ter­na­cio­nal, pen­sáos­lo. ¡Vais a te­ner la opor­tu­ni­dad de ser la cara vi­si­ble de la em­pre­sa! El afor­tu­na­do ele­gi­do ten­drá op­cio­nes de com­pra de ac­cio­nes y otros be­ne­fi­cios.

Clif­ford

CEO mun­dial de Pa­la­bras de Amor S. R. L.

Zoey

El sá­ba­do duer­mo has­ta tar­de y me ra­ciono las do­sis de café para be­ber una sola taza mien­tras me pre­pa­ro para ir a co­mer con Bree. A las 10:45 h, Clif­ford ac­ti­va mi mó­vil con la pe­ti­ción de una vi­deo­lla­ma­da por What­sApp. Po­dría ale­gar que fal­ta muy poco para mi cita de las once, pero el si­tio en el que he­mos que­da­do está a un mi­nu­to de mi casa. Con el pál­pi­to de una in­mi­nen­te des­gra­cia, res­pon­do a la vi­deo­lla­ma­da.

—¿Qué pasa, es­tre­lli­ta? Es­toy lla­man­do a mis nú­me­ros uno para ase­gu­rar­me de que se han ins­ta­la­do What­sApp.

Es evi­den­te que yo sí, o no hu­bie­ra po­di­do lla­mar­me por ahí.

—A sus ór­de­nes, ca­pi­tán —lo sa­lu­do, con la es­pe­ran­za de po­ner fin a la lla­ma­da.

—Por cier­to, ¿has vis­to el co­rreo que he man­da­do hace un rato?

—Sí, sí. Qué guay lo de… —Sor­pren­di­da, leo el co­rreo en dia­go­nal—. Anda, una ini­cia­ti­va in­ter­na­cio­nal. No sa­bía que fué­ra­mos a ex­pan­dir­nos.

Pos sí, pos sí. Pero lo que ne­ce­si­ta­mos es una ima­gen que nos re­pre­sen­te. De per­so­nas, para ser más con­cre­tos.

—Ah, cla­ro. Con «atrac­ti­vo in­ter­na­cio­nal». Como las pa­ta­tas fri­tas con sa­bor a piz­za.

—¡Muy bue­na! Tie­nes una cara bas­tan­te exó­ti­ca y me pre­gun­ta­ba si eres ame­ri­ca­na al 100 %, al 50 o casi del todo. Te lo pre­gun­to por­que mi ex­mu­jer es chi­na.

—Eh… Di­ría que los je­fes no pue­den ha­cer esa pre­gun­ta.

(Dos me­ses atrás, mien­tras tra­ba­ja­ba para Mary, y des­pués de ha­ber­la ca­gado con unas cuen­tas, le dije: «Es­pe­ro que no me ha­yas con­tra­ta­do por­que pen­sa­bas que era una crack en ma­tes». Y me res­pon­dió: «No, no, te con­tra­té por­que pen­sa­ba que ven­días crack. Ma­dre mía, ¡qué idio­ta que soy!»).

—Vol­va­mos al prin­ci­pio —dice Clif­ford en­se­gui­da—. Veá­mos­lo des­de otro án­gu­lo.

—Cuan­do di­ces «bas­tan­te exó­ti­ca», ¿te re­fie­res a este «bo­ni­to co­lor ave­lla­na»? —le pre­gun­to, seca, mien­tras me se­ña­lo los ojos—. Son me­dio fi­li­pi­nos, por par­te de mi fa­mi­lia pa­ter­na. —La ma­dre de mi pa­dre, la abue­la Da­li­say, me crio en un bun­ga­ló cer­ca de la pla­ya de San­ta Mó­ni­ca des­de que cum­plí diez años.

Y ha­blan­do de pla­ya, cuan­to más ha­bla Clif­ford, más ga­nas me en­tran de lar­gar­me a una y zam­bu­llir­me en el agua. Des­pe­dir­me de la abue­la y de Mary en la ori­lla y su­mer­gir­me poco a poco. Mi úl­ti­mo acto en la Tie­rra se­ría ha­cer­le una pei­ne­ta a Clif­ford con el dedo, jus­to cuan­do el agua me cu­bra la ca­be­za.

Qué poco pro­ba­ble es que eso ocu­rra. Aho­ra vivo en una ciu­dad ates­ta­da de pa­re­des, tam­bién en el ex­te­rior. ¿Si­gue el cie­lo ahí? ¿Quién lo sabe? En­ci­ma de mí hay edi­fi­cios y ven­ta­nas; claus­tro­fo­bia al aire li­bre.

Clif­ford si­gue ca­van­do una fosa:

—¿Y si fin­ges que eres to­tal o ma­yor­men­te asiá­ti­ca? Solo para la foto. Tam­po­co se tra­ta de que lo va­yas di­cien­do por ahí, mu­jer. Des­pués de todo, nues­tro ne­go­cio va de fin­gir, ¿no? Es par­te de un mis­mo todo.

—No. Lo sien­to. —Me nie­go a ser la ima­gen de su inep­ti­tud.

Clif­ford se des­ani­ma, pero no duda en des­en­fun­dar los de­dos en for­ma de pis­to­la.

—Lo pi­llo. Vale. No pasa nada.

—Me ten­go que ir. He que­da­do con una nue­va clien­ta.

—Anda, ¿es ex­tran­je­ra? ¿Por qué no le sa­cas unas cuan­tas fo­tos de ex­tran­jis y se las en­vías a Ais­ha para que…?

Siem­pre es­toy dis­pues­ta a dar­le tra­ba­jo a Ais­ha, nues­tra ex­per­ta fo­tó­gra­fa au­tó­no­ma, pero no sin el per­mi­so de los clien­tes, y me­nos para que, sin sa­ber­lo, apa­rez­can en un anun­cio in­ter­na­cio­nal.

Pul­so la pan­ta­lla y pon­go fin a la lla­ma­da. Si lue­go me pre­gun­ta, le diré que el wifi de mi piso va y vie­ne. Clif­ford tie­ne a su al­can­ce un mi­llón de ma­ne­ras de co­mu­ni­car­se con­mi­go, eso sí, y en este mis­mo ins­tan­te se ma­te­ria­li­za un nue­vo men­sa­je en mi mó­vil.

Cliff­Bar: Se ha cor­ta­do la lla­ma­da. ¡Bue­na suer­te con Bree! ¡A por ella, ti­gre­sa!

Es­pe­ro y me pre­gun­to si eso va a ser lo peor que me va a sol­tar o si me dirá algo más. En fin…

Cliff­Bar: Pero no en plan ti­gre­sa se­xual, ¡eh! XDD Como otro tipo de ti­gre­sa. Grrrr. Nos ve­mos en la reunión de la se­ma­na que vie­ne.

Son solo las once de la ma­ña­na y ya ne­ce­si­to de­ses­pe­ra­da­men­te be­ber algo.

***

En la que­se­ría, Bree está sen­ta­da en un re­ser­va­do del fon­do, con su­fi­cien­te es­pa­cio para nues­tros or­de­na­do­res, be­bien­do una sa­ní­si­ma copa de pi­not noir. La ma­ne­ra en que el lí­qui­do gol­pea el cris­tal me pone ner­vio­sa. ¿Y si se man­cha su ca­mi­se­ta es­pe­cial? En el di­bu­jo han re­pro­du­ci­do el car­tel de Bajo el mar. Está des­co­lo­ri­do y la tela se ve des­gas­ta­da. Ya veo por qué le gus­ta tan­to. Como me dijo ayer por te­lé­fono, tie­ne el pelo ru­bio, que se ha re­co­gi­do en una tren­za a un lado. Com­bi­na­da con esos ojos azul in­ten­so y la­bios de un rosa pá­li­do, su me­le­na le ha­bría dado un aire a la Bar­bie, pero que sea con­ta­ble de una con­sul­ta mé­di­ca echa por tie­rra el es­te­reo­ti­po. De to­dos mo­dos, des­de aquí no la veo yo con de­ma­sia­dos pro­ble­mas para atraer pre­ten­dien­tes. Me plan­teo un desafío per­so­nal: con­se­guir­le una cita esta mis­ma se­ma­na.

En cuan­to me iden­ti­fi­ca, se le­van­ta y, cuan­do se di­ri­ge a dar­me un abra­zo, me sor­pren­de lo afec­ta­da que me deja su ges­to. Hace más de un mes que no me abra­zan ni me to­can de un modo que no pa­rez­ca el de­to­nan­te de una pe­lea con na­va­jas. «Po­bre de­di­to mío, me lo han roto». Ya no me due­le (no es para me­nos), pero si se me pu­sie­ra azul o se me ca­ye­ra mien­tras duer­mo, tam­po­co me lle­va­ría una gran sor­pre­sa.

Bree es unos cen­tí­me­tros más alta que yo, por lo que me gol­peo le­ve­men­te la ca­be­za con­tra su cla­ví­cu­la an­tes de que me suel­te. Su pelo hue­le a coco.

—¿Cómo es­tás? —le pre­gun­to—. ¿Pin­ta bien el menú?

—¡Pin­ta ge­nial! Pero… —Baja la voz cuan­do nos sen­ta­mos una fren­te a la otra—. No te de­jan traer tu pro­pia bo­te­lla. Me han co­bra­do cin­cuen­ta y sie­te dó­la­res por des­cor­char­la. Lo sien­to mu­cho.

¿Se pue­de sa­ber de qué vas, Nue­va York? En el res­tau­ran­te Bot­te­ga Louie de Los Án­ge­les te per­mi­ten lle­var las bo­te­llas que quie­ras.

Y en­ton­ces re­cuer­do quién va a pa­gar la cuen­ta y son­río.

—No te preo­cu­pes, en se­rio. Son gas­tos de em­pre­sa. —Nos ve­mos en los ba­res, Clif­ford.

Bree me de­vuel­ve la son­ri­sa, ali­via­da.

—Oye, ¿te im­por­ta que… que fin­ja­mos que no te es­toy pa­gan­do? Me gus­tó lo de «en­tre igua­les» que di­jis­te. Creo que me irá me­jor si que­da­mos como si fué­ra­mos ami­gas y qui­sie­ras ayu­dar­me con las ci­tas on­li­ne y que me echas una mano para pa­sar el rato.

—Cla­ro, nin­gún pro­ble­ma. Gra­cias por ve­nir tan cer­ca de mi piso, te lo agra­dez­co mu­cho. —No me pre­gun­tes por mi gato, por­fa. To­da­vía no me he in­ven­ta­do su diag­nós­ti­co.

—¿Vi­ves por la zona de Alp­ha­bet City o…?

—En reali­dad, jus­to aquí de­lan­te.

—¡Ma­dre mía! ¿¿Vi­ves ahí?? ¡Los pi­sos son enor­mes! ¿Te per­mi­ten te­ner mas­co­ta? ¿Te im­por­ta si te pre­gun­to lo que pa­gas de al­qui­ler?

Me deja tan pa­ti­tie­sa que crea que mi piso es es­pa­cio­so que me que­do muda. Ade­más de mi dedo roto, ten­go las es­pi­ni­llas lle­nas de mo­ra­to­nes por los gol­pes que me doy con las co­sas, ya que no hay por dón­de ca­mi­nar. Por otro lado, no pue­do con­tar­le que mi an­ti­gua jefa es la pro­pie­ta­ria del edi­fi­cio y que me hace un des­cuen­to del 50 % en el al­qui­ler, por­que en­ton­ces qui­zá le ter­mino di­cien­do quién es mi an­ti­gua jefa y le se­ña­lo a la mu­jer que apa­re­ce en su ca­mi­se­ta. Su ni­vel de ad­mi­ra­ción por Bajo el mar no se re­cu­pe­ra­ría de esa re­ve­la­ción, y hoy de­be­mos de­jar re­suel­tas va­rias co­sas. Por más que me en­can­te la idea de fin­gir que so­mos ami­gas que co­men jun­tas, lo cier­to es que te­ne­mos una mi­sión en­tre ma­nos.

Por suer­te, apa­re­ce la ca­ma­re­ra y se pre­sen­ta an­tes de que mi si­len­cio se pro­lon­gue. A to­dos los tra­ba­ja­do­res, nos ex­pli­ca, se los lla­ma por sus pla­tos fa­vo­ri­tos, no por sus nom­bres.

—Yo soy Pa­li­tos de Que­so, y me voy a en­car­gar de vues­tra co­man­da. —Y sí, en su cha­pa se lee: «Pa­li­tos de Que­so».

Pa­li­tos nos cuen­ta que la que­se­ría es una fran­qui­cia ex­pe­ri­men­tal es­pe­cia­li­za­da en bo­ca­di­llos de que­so a la pa­rri­lla y en fon­dues. Como pa­ga­rá mi «tar­je­ta de em­pre­sa», le digo a Bree que pida lo que le lla­me la aten­ción. Las dos que­re­mos tos­ta­das con ja­la­pe­ños y ex­tra de ched­dar y bo­li­tas de que­so fri­to para com­par­tir. Bree tam­bién pide que­so de ca­bra con miel y fram­bue­sas.

Cuan­do Pa­li­tos se mar­cha, me sir­ve vino y brin­da­mos.

—Ten­go que de­jar de be­ber —dice mien­tras bebe—. Creo que es la cau­sa de to­dos mis pro­ble­mas, la ver­dad. —Frun­ce el ceño—. Bueno, no de to­dos, pero sí de mis pro­ble­mas con los tíos. No pasa nada si bebo con­ti­go, con mis ami­gas al sa­lir del tra­ba­jo y tal. Pero ¿con ellos? Buf. Es que si me sien­to re­la­ja­da, ma­rea­di­lla y des­in­hi­bi­da, todo ter­mi­na pa­san­do de­ma­sia­do pron­to, ¿me en­tien­des?

»Que no me arre­pien­to, no me ma­lin­ter­pre­tes —con­ti­núa—. Des­pués de la uni salí mu­cho de fies­ta, y me lo pasé ge­nial, pero creo que me he can­sa­do de esa fase. Es que ya he cum­pli­do un cuar­to de si­glo, ¿eh? Y todo el mun­do sabe que en Nue­va York, si no has pi­lla­do ma­ri­do an­tes de los vein­ti­nue­ve, te que­das para ves­tir san­tos. A ver, ¿por qué iban a sa­lir con una que tie­ne casi trein­ta ta­cos cuan­do hay un po­rrón de tías de vein­ti­dós añi­tos zum­ban­do por ahí y en la cum­bre de la fer­ti­li­dad? Ne­ce­si­to en­con­trar un tío de ca­li­dad. Por­que ten­go un imán de…

—De ca­pu­llos. Ya. —Creo que voy a tar­dar en ol­vi­dar esa fra­se.

—Que con los ca­pu­llos en sí no pasa nada, es por los se­res a los que es­tán pe­ga­dos. Mira, te voy a en­se­ñar…

An­tes de que me opon­ga, me plan­ta el te­lé­fono a dos cen­tí­me­tros de la cara. Y va pa­san­do fo­tos a toda ve­lo­ci­dad: una po­lla, y otra, y otra.

—Vale —mur­mu­ro—. No hace fal­ta que…

Y las pasa aún más rá­pi­do. Nun­ca ha­bía vis­to tan­ta va­rie­dad de ge­ni­ta­les mas­cu­li­nos.

—Vaya —digo—. Me­nu­da co­lec­ción. ¿Cuán­to has tar­da­do en re­unir…?

—¡No las he he­cho yo! No he vis­to ni si­quie­ra la mi­tad en per­so­na. Son fo­tos que me han pa­sa­do tíos de Flirt­vi­lle, sin aña­dir nada, ni un men­sa­je. No lo en­tien­do.

Ah. El co­men­ta­rio que hizo ayer so­bre las ETS me re­cuer­da que debe de ha­ber pa­sa­do por un mal tra­go hace poco. Quie­ro re­con­du­cir su si­tua­ción.

—Mmm. Abra­mos tu per­fil de Flirt­vi­lle, a ver si des­cu­bri­mos el por­qué —le su­gie­ro.

Se sien­ta a mi lado y nues­tros por­tá­ti­les se ali­nean. En­tra en la web e in­cli­na la pan­ta­lla para que vea su per­fil. Como res­pues­ta a la pre­gun­ta «Algo que mis pa­dres no sa­ben de mí», ha es­cri­to: «Me gus­ta ma­mar». Tal cual.

Creo que ya he­mos re­suel­to el mis­te­rio.

—Dios. No re­cuer­do ha­ber es­cri­to eso —gime—. Se­gu­ro que es­ta­ba bo­rra­cha. En fin, ra­zón de más para de­jar de be­ber.

Y brin­da­mos por ello.

Bree bo­rra las úl­ti­mas le­tras y es­cri­be otra pa­la­bra.

—Ya está. Me quie­ro pa­sear. Arre­gla­do.

—No está… mal —digo. ¡Otro fa­rol!—. Tam­bién po­dría­mos dar car­pe­ta­zo a Flirt­vi­lle y em­pe­zar de cero en una pá­gi­na dis­tin­ta. ¿Qué te pa­re­ce?

Bree se co­lo­ca el pelo de­trás de las ore­jas, se­ria y de­ci­di­da.

—Em­pe­ce­mos de cero.

Al cabo de vein­te mi­nu­tos, he­mos sin­cro­ni­za­do los or­de­na­do­res en su cuen­ta de A por To­das y he­mos re­lle­na­do su cues­tio­na­rio con co­men­ta­rios bre­ves y una de­cla­ra­ción fir­me pero sim­pá­ti­ca de que su per­fil no acep­ta «fo­tos de miem­bros».

A par­tir de lo que me ha con­ta­do, he pre­sen­ta­do a Bree como un es­pí­ri­tu li­bre y abier­to del ba­rrio de Hell’s Kit­chen que ha dis­fru­ta­do de la sol­te­ría y que se lo ha pa­sa­do en gran­de, pero que se ha dado cuen­ta de que aho­ra bus­ca algo más se­rio. Es una per­so­na a la que le en­can­tan las pe­lí­cu­las clá­si­cas de fan­ta­sía con ac­ción y aven­tu­ras, y tam­bién pa­sear por los dis­tri­tos his­tó­ri­cos, so­bre todo por los que es­tán em­bru­ja­dos. (Me ha pa­re­ci­do una idea ge­nial, por­que ofre­ce la opor­tu­ni­dad per­fec­ta para abra­zar­se a sus ci­tas). Tra­ba­ja de con­ta­ble en la con­sul­ta de un pe­dia­tra, don­de tam­bién se en­car­ga de la sala de es­pe­ra de los ni­ños, lle­na de ju­gue­tes, DVD y con un co­lo­ri­do acua­rio.

De­ci­di­mos no in­cluir su ma­nía de con­tar chis­tes de pe­dos. Tomo nota y lo cla­si­fi­co como in­for­ma­ción re­ser­va­da.

Del Ma­nual del au­tó­no­mo: «La in­for­ma­ción re­ser­va­da no es algo de lo que uno deba aver­gon­zar­se. Más bien, pen­sad que es una re­com­pen­sa, una es­pe­cie de pre­mio, que se le da a un match tras va­rias ci­tas exi­to­sas. Si se re­ve­la de­ma­sia­do pron­to, se co­rre el ries­go de sa­bo­tear la in­ci­pien­te re­la­ción. Guar­daos la in­for­ma­ción re­ser­va­da y uti­li­zad­la solo con los que ha­yan de­mos­tra­do que va­len la pena».

Des­pués de de­vo­rar las bo­li­tas de que­so y de re­gar los ja­la­pe­ños pi­can­tes con más vino, nos lan­za­mos a por el que­so de ca­bra con miel.

Y ya está: he­mos ac­ti­va­do los fil­tros para en­con­trar a hom­bres de en­tre vein­ti­cua­tro y trein­ta años que vi­van en Brooklyn o en Man­hat­tan, que ha­gan de­por­te, sean aman­tes de los ani­ma­les y se vean sen­tan­do la ca­be­za den­tro de unos años. El cin­co es nues­tro nú­me­ro de la suer­te, es de­cir, el nú­me­ro de per­so­nas a las que va­mos a «ser­vir» (la ver­sión de A por To­das de «dar un to­que»). Si al­guien te de­vuel­ve el «ser­vi­cio», se ini­cia una con­ver­sa­ción pri­va­da. Si el ob­je­ti­vo del ser­vi­cio no res­pon­de al cabo de un pe­río­do de tiem­po pre­de­ter­mi­na­do, ter­mi­na en la car­pe­ta de «sa­que di­rec­to» (en te­nis, un ser­vi­cio que el re­cep­tor ni si­quie­ra ha to­ca­do) y ya no vol­ve­rá a apa­re­cer en tus bús­que­das. Es una ma­ne­ra au­to­má­ti­ca de des­pa­char a los que no con­tes­tan.

—¿Cuán­to tiem­po les da­mos an­tes del sa­que di­rec­to? —le pre­gun­to.

Bree va por la mi­tad de su se­gun­da copa de vino.

—¿Una se­ma­na? —su­gie­re.

—Yo pen­sa­ba en cua­ren­ta y ocho ho­ras, pero ni para ti ni para mí: pon­ga­mos cua­tro días.

—Vale, me pa­re­ce bien. ¿A quién ser­vi­mos pri­me­ro? —pre­gun­ta Bree, algo an­sio­sa.

—Creo que ha­bría que es­tre­char más la bús­que­da. En la web hay mi­les de per­fi­les.

—¿Hay que aco­tar más el ran­go de edad?

—Se me ha ocu­rri­do que po­dría­mos aco­tar una de las ca­te­go­rías de es­ti­lo de vida. Me has di­cho que por cul­pa de la be­bi­da a ve­ces te me­tes en líos. ¿Qué tal si fil­tra­mos eso y bus­ca­mos a tíos que no be­ban? A ver qué pasa.

—¿Te re­fie­res a los que nun­ca van tri­fá­si­cos?

—… Sí.

No sé si «ir tri­fá­si­co» es un lap­sus o una nue­va ex­pre­sión que uti­li­zan los que tie­nen vein­ti­cin­co años o me­nos. Los cua­tro que me se­pa­ran a mí de Bree son, para el caso, una ge­ne­ra­ción en­te­ra. Me he pa­sa­do las dos úl­ti­mas dé­ca­das con mu­je­res de cin­cuen­ta y se­sen­ta; y la ver­dad es que, a es­tas al­tu­ras, creo que me iden­ti­fi­co más con ellas. Aun­que, a pe­sar de lo que pien­sa Mi­les, el bor­de de la ca­fe­te­ría, la in­for­má­ti­ca se me da ge­nial.

—Vale —acep­ta.

Me gus­ta que no se opon­ga. Es una prue­ba de que va en se­rio con lo de de­jar de be­ber para así en­con­trar un com­pro­mi­so a lar­go pla­zo.

Hago clic en las ca­si­llas co­rres­pon­dien­tes y ac­tua­li­zo la pá­gi­na.

El pri­mer per­fil es el de un tío es­que­lé­ti­co con un tris­te bi­go­te y mi­ra­da dis­traí­da. Me temo que he lle­va­do a Bree por el mal ca­mino. A ver si «abs­te­mio» sig­ni­fi­ca «he­roi­nó­mano» en cla­ve o algo.

—Per­do­na, deja que lo vuel­va a ajus­tar…

Ac­ti­vo el fil­tro de «nada de dro­gas».

—Anda, ¿qué te pa­re­ce este? —dice Bree al ins­tan­te.

La foto del per­fil de Ado­ro­Pe­rri­tos in­clu­ye (cómo no) a su pe­rro, al que abra­za por de­trás y con­tem­pla con gran de­vo­ción. En su des­crip­ción se lee lo si­guien­te: «Bus­co a una chi­ca que sea tan ma­ra­vi­llo­sa y leal como Hen­riet­ta, mi la­bra­dor. Aun­que no creo que en­cuen­tre a na­die tan per­fec­ta como ella. XDD».

—Oooh —dice Bree—. ¡Qué mono!

An­tes de que se lo im­pi­da, mue­ve el cur­sor por la pan­ta­lla y hace clic en «ser­vir».

—¡Ay! Si es lo que quie­res ha­cer, vale, pero yo no es­ta­ría tan se­gu­ra. ¿Sa­bes que hay gen­te que lla­ma «hi­jos» a sus mas­co­tas?

—¿Y?

—Que creo que esa de ahí es su «mu­jer».

—Pero ha es­cri­to «XDD». Está de coña.

—Mmm… Yo di­ría que no. Es una ba­ta­lla en la que no vas a que­rer en­trar.

—Pero ya he lan­za­do el ser­vi­cio. ¿Lo pue­do des­ha­cer?

—No, pero no pasa nada. Quién sabe, a lo me­jor me equi­vo­co. Es que veo que Hen­riet­ta sale en más fo­tos que él. No se le ve bien, y sus úni­cos in­tere­ses es­tán re­la­cio­na­dos con su pe­rra.

—¿Lo ves? —gru­ñe—. Ya te he di­cho que ten­go un imán de ca­pu­llos.

—Lo es­ta­mos arre­glan­do —le re­cuer­do. Hay que con­se­guir que deje de de­cir «imán de ca­pu­llos». El ojo de­re­cho se me cris­pa cada vez que lo dice.

Ado­ro­Pe­rri­tos nos de­vuel­ve el ser­vi­cio en­se­gui­da; mala se­ñal, sin­ce­ra­men­te.

Bree en­tor­na los ojos para leer su men­sa­je:

¡Ma­ña­na es el cum­ple de Hen­riet­ta! No gas­tes mu­cho con el re­ga­lo —me­nos de cien dó­la­res, tran­qui—, pero me gus­ta­ría que vi­nie­ras, nos en­can­ta­ría co­no­cer­te. ¡Guau, guau! (¡Esta es Hen­riet­ta! ^^)

—¿Cien dó­la­res? —es­cu­pe Bree.

—Con­tes­te­mos y si­ga­mos a lo nues­tro.

—¡Ni de coña! Qué mal­edu­ca­do.

Re­pri­mo la ne­ce­si­dad de re­cor­dar­le a Bree que ha sido ella la que lo ha con­tac­ta­do a él. Lo co­rrec­to es fi­na­li­zar la con­ver­sa­ción como es de­bi­do.

—No cuen­ta —le digo—. Bus­ca­re­mos a cin­co más.

En el per­fil de Bree, es­cri­bo:

¡Fe­liz cum­plea­ños a una pe­rri­ta es­pe­cial! Lo sien­to, pero no voy a po­der. Es­pe­ro que pa­ses un buen día. Y le doy a «Sa­que di­rec­to» para que no nos vuel­va a sa­lir en las bús­que­das. No me fío de la Bree al­coho­li­za­da, que pue­de man­dar­le otro ser­vi­cio por error.

Mi­ra­mos más per­fi­les.

—Este tío pa­re­ce majo —dice—. Es abo­ga­do.

—Y tam­bién le gus­ta dis­fra­zar­se en fe­rias me­die­va­les. Es de tu ro­llo, ¿no?

—¡Puaj! —Hace una mue­ca de dis­gus­to—. No.

¿Quién ha­bría di­cho que en­tre cos­pla­yers hu­bie­ra es­nobs?

—Pero solo una vez al año, al nor­te del es­ta­do. Y tie­ne una bo­ni­ta son­ri­sa —se­ña­lo.

Bree me ig­no­ra y me se­ña­la a un ca­chi­tas con el pelo ra­pa­do. Su nom­bre de usua­rio es Pas­ti­lla­Ro­ja.

—¿Qué te pa­re­ce este?

Leo en voz alta el apar­ta­do «So­bre mí»:

—«Para ver si so­mos com­pa­ti­bles, res­pon­de a esta pre­gun­ta: ¿La cagó Sully en el vue­lo? Sí / No».

—¿La cagó? —su­su­rra Bree.

—¡No! —gri­to, an­tes de re­com­po­ner­me—. No, Sully no la cagó. —La pe­lí­cu­la Sully de Clint East­wood es la úni­ca prue­ba que ten­go de que en Nue­va York se pue­de ser bue­na per­so­na. Me nie­go a acep­tar algo que su­gie­ra lo con­tra­rio.

—Creo que quie­re que di­ga­mos que sí.

—A lo me­jor, pero…

Bree hace clic en «ser­vir» y es­cri­be:

Sí.

Al cabo de dos se­gun­dos, lle­ga la res­pues­ta de Pas­ti­lla­Ro­ja:

Te aca­bas de sus­cri­bir para que te in­for­me de mis li­gues.

—Vaya mier­da con los abs­te­mios —ma­ni­fies­ta Bree.

No pue­do lle­var­le la con­tra­ria.

—¿Qué tal si acep­ta­mos que be­ban de vez en cuan­do? En plan, todo con mo­de­ra­ción.

—Ale­lu­ya. Sí, por fa­vor.

Pe­di­mos una fon­due, por­que ¿por qué no? Ya hace dos ho­ras que es­ta­mos aquí y ape­nas he­mos avan­za­do. Ten­go sue­ño y me due­le la ca­be­za, y se­gu­ro que Pa­li­tos de Que­so quie­re que le de­mos una pro­pi­na para po­der irse a casa. De he­cho, la fon­due nos la trae otra ca­ma­re­ra. En su pla­ca se lee «Ma­ra­vi­llas Moho­sas».

—¿Qué quie­re de­cir eso? —le pre­gun­ta Bree se­ña­lán­do­se­lo.

—El gor­gon­zo­la, el ca­mem­bert, el ca­bra­les y el ro­que­fort. To­dos esos que­sos son bá­si­ca­men­te moho, ¿ver­dad? En una ban­de­ja, pre­sen­ta­mos mis que­sos moho­sos pre­fe­ri­dos —res­pon­de de modo au­to­má­ti­co.

—¿Los pe­di­mos? —me pre­gun­ta Bree.

—Más vale que los de­je­mos para la pró­xi­ma —res­pon­do con ama­bi­li­dad—. Y apro­ve­cho para pe­dir­te dis­cul­pas, por­que creo que te he pre­sio­na­do de­ma­sia­do. ¿Qué te pa­re­ce si bus­co yo en­tre los per­fi­les, to­que­teo los fil­tros y esta no­che te man­do una lis­ta de cin­co para que les eches un vis­ta­zo? ¿Te gus­ta­ría? No con­tac­ta­ré con nin­guno de ellos sin te­ner tu apro­ba­ción.

—Ay, sí. Haz­lo. Esto es ago­ta­dor.

Pe­di­mos la cuen­ta y, mien­tras es­pe­ra­mos, Bree se in­cli­na ha­cia mí.

—¿Pue­do pre­gun­tar­te por tu pa­sa­do? —me dice.

¿En se­rio? ¿Por qué hoy todo el mun­do está ob­se­sio­na­do con mi na­cio­na­li­dad?

—¿Te re­fie­res a de dón­de ven­go? —pre­gun­to con cau­te­la.

—No, quie­ro sa­ber si es­tás ca­sa­da, cómo son tus pa­dres, lo que quie­ras con­tar­me, va­mos. He­mos ha­bla­do tan­to de mí… Quie­ro oír tu his­to­ria.

—Ah, vale. —Bajo los hom­bros, re­la­ja­da—. No me he ca­sa­do nun­ca y mis pa­dres son un ma­tri­mo­nio que quie­re cam­biar el mun­do. Se co­no­cie­ron en Fi­li­pi­nas, don­de cre­ció mi pa­dre. Mi ma­dre vi­si­tó el país como vo­lun­ta­ria de la Cruz Roja, para ayu­dar a re­cons­truir las ca­sas tras el ti­fón Betty, y se enamo­ra­ron. Nue­ve me­ses des­pués, ¡ta­chán! —digo, y me se­ña­lo con los de­dos.

—Oooh, fuis­te su nue­vo pro­yec­to.

—Más bien aca­bé pe­ga­da al an­ti­guo. Me arras­tra­ron de desas­tre na­tu­ral en desas­tre na­tu­ral has­ta que cum­plí diez años y mi abue­la puso fin a la aven­tu­ra. «Esa no es ma­ne­ra de que viva una niña», fue­ron sus pa­la­bras exac­tas.

—¿Con­si­guió que echa­ran raí­ces en al­gún lado?

Bebo un buen tra­go de vino.

—Qué va. Ellos que­rían se­guir via­jan­do. —Me en­co­gí de hom­bros—. Que lo en­tien­do. Está en su ADN. Fí­ja­te, acu­ña­ron el tér­mino «vo­lun­tu­ris­ta» y todo. Al fi­nal, mi abue­la y yo al­qui­la­mos un bun­ga­ló de una ha­bi­ta­ción en la pla­ya de San­ta Mó­ni­ca.

Si cie­rro los ojos y me tapo los oí­dos con las ma­nos, te juro que pue­do oír cómo me lla­ma el océano.

—Tuvo que ser un pe­da­zo de cam­bio —opi­na Bree—. De ser li­bre y via­jar por el mun­do a ter­mi­nar en un si­tio con la yaya, digo.

—No, no, para nada. Fue un sue­ño he­cho reali­dad. Se aca­ba­ron las in­te­rrup­cio­nes, las sor­pre­sas, el te­ner que ha­cer y des­ha­cer ma­le­tas… Me en­can­tó. Des­per­tar­me e irme a dor­mir en el mis­mo lu­gar era lo que siem­pre ha­bía que­ri­do.

Mi abue­la pen­sa­ba lo mis­mo que yo; lle­ga­mos, y ya no nos mar­cha­mos. Ni si­quie­ra nos fui­mos de va­ca­cio­nes. (¿Para qué? Si ya vi­vía­mos en el pa­raí­so). Era un ali­vio enor­me. Y para es­tu­diar en la uni­ver­si­dad no iba a te­ner que mu­dar­me, por­que la de San­ta Mó­ni­ca es­ta­ba ahí mis­mo. Me pasé los pri­me­ros diez años de vida sien­do nó­ma­da, y los vein­te si­guien­tes con los pies en sue­lo fir­me, ro­dea­da de co­mo­di­dad y de ru­ti­na, y sé qué es­ce­na­rio pre­fie­ro.

—¿Por qué vi­nis­te a Nue­va York, pues? —pre­gun­ta Bree.

«No fue mi elec­ción, de eso pue­des es­tar se­gu­ra…».

Me obli­go a son­reír. Me due­len los dien­tes y todo.

—En teo­ría, es­toy es­cri­bien­do un guion. Bueno, bas­ta ya de ha­blar de mí; me abu­rro has­ta yo, así que ima­gino lo que de­bes de pen­sar tú.

—A mí no me abu­rres, ¡me fas­ci­nas! ¿Dón­de es­tán tus pa­dres aho­ra?

Pago la cuen­ta.

—Muy bue­na pre­gun­ta.

***

En cuan­to Bree y yo nos des­pe­di­mos, con su DVD de Bajo el mar guar­da­do con mimo en la fun­da de mi por­tá­til, me pre­gun­to si de­be­ría acer­car­me al Café Cru­di­té para es­tu­diar más per­fi­les. Se­ría lo más in­te­li­gen­te y pro­duc­ti­vo.

«Pero es sá­ba­do», pro­tes­ta una vo­ce­ci­lla den­tro de mi ca­be­za, «y ya vas a la ca­fe­te­ría to­dos los días. ¿Y si por una vez rom­pes los es­que­mas? ¿Y si fin­ges ir a la ca­fe­te­ría pero des­pués, en lu­gar de en­trar, de­jas atrás la puer­ta y das un paso más, y lue­go otro, y si­gues ca­mi­nan­do?».

Me re­co­lo­co el bol­so y la mo­chi­la del or­de­na­dor y, al pa­sar por de­lan­te del Cru­di­té, echo un vis­ta­zo al in­te­rior del lo­cal, in­ten­tan­do que no se note que es­toy bus­can­do a una per­so­na en par­ti­cu­lar, a la úni­ca per­so­na con la que he in­ter­cam­bia­do más de dos pa­la­bras que no sean por tra­ba­jo des­de que es­toy aquí.

¿Cómo es po­si­ble que an­tes de la pe­lea de los bis­cot­ti no lo hu­bie­ra vis­to nun­ca y que úl­ti­ma­men­te lo vea todo el tiem­po? ¿Está ahí aho­ra, apo­rrean­do las te­clas para ha­cer lo que sea que haga?

Al mi­rar más allá de mi re­fle­jo, veo que la mesa gran­de está va­cía. Po­dría en­trar y ocu­par­la aho­ra mis­mo, pero una vic­to­ria sin pú­bli­co a du­ras pe­nas es una vic­to­ria. Si no está allí para ver­me dis­fru­tar de la mesa a su cos­ta, ¿para qué? «Y, por cier­to, cla­ro que no está en la ca­fe­te­ría», me riño. Que es fin de se­ma­na. Se­gu­ro que tie­ne una vida.

No hay ra­zón por la que yo no pue­da ha­cer lo mis­mo.

Mi va­len­tía dura exac­ta­men­te cin­co man­za­nas. La boca del me­tro me hace se­ñas, como si fue­ra la puer­ta al in­fierno.

Po­dría ba­jar la es­ca­le­ras, pero ¿y si no vuel­vo a sa­lir?

Me paro en seco. Mis pies se nie­gan a dar otro paso. La gen­te me gol­pea por am­bos la­dos al pa­sar cer­ca de mí: me dan co­da­zos, me ful­mi­nan con la mi­ra­da, pero me he que­da­do cla­va­da ahí, como la bi­fur­ca­ción de un río. Sal­vo que al­guien me em­pu­je a un lado o tire de mí para apar­tar­me del ca­mino, todo el mun­do va a te­ner que ro­dear­me. Me ima­gino la es­ca­le­ra de un pozo: es­toy a me­dia al­tu­ra, in­mó­vil. No pue­do su­bir­la y tam­po­co ba­jar­la. Me he que­da­do pa­ra­li­za­da.

De­ba­jo de mí, de­ba­jo de me­tros de tie­rra os­cu­ra, lle­ga un tren, que trae con­si­go un chi­rri­do y una bo­ca­na­da de aire ca­lien­te y as­que­ro­so que lle­va si­glos es­tan­ca­do en las pro­fun­di­da­des de las ca­lles de la ciu­dad. ¿Por qué cla­se de de­men­cia la gen­te se mete ahí den­tro, apre­tu­ja­da en­tre des­co­no­ci­dos, tra­que­tean­do por la ciu­dad y gol­peán­do­se cada po­cos me­tros, como si la hu­ma­ni­dad es­tu­vie­ra des­ti­na­da a via­jar así, como ra­tas sub­te­rrá­neas? Por­que no nos equi­vo­que­mos: aho­ra es­toy en te­rri­to­rio ra­tuno. O lo es­ta­ría si ba­ja­ra las es­ca­le­ras. ¿Por qué no dejo de sen­tir­me así de asus­ta­da, de es­tú­pi­da e im­po­ten­te?

Una gota de su­dor me re­co­rre la nuca. Pa­rez­co una niña que se ha per­di­do. Pero na­die me va a en­con­trar, por­que na­die me está bus­can­do. Ni si­quie­ra han re­pa­ra­do en que he des­apa­re­ci­do.

Res­pi­ro hon­do, aga­cho la ca­be­za y me giro para mar­char­me a casa. Mi res­pi­ra­ción se en­tre­cor­ta, ate­rro­ri­za­da, y se me nu­bla la vis­ta.

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