Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 6
CAPÍTULO 6
De: Clifford Jenkins
Para: Los que prefieren la montaña
Asunto: Lanzamiento internacionallllllll
¡Ha llegado el momento! Para los que hayáis estado siguiendo nuestras notas de prensa (si no las seguís, deberíais hacerlo), no os va a sorprender que estemos a punto de lanzar nuestra iniciativa mundial. Muy pronto, los que sufran mal de amores en CUALQUIER ZONA HORARIA (¡mención especial para Rusia!) por fin podrán acceder a nuestros servicios.
Dicho lo cual, si recibís mensajes de una dirección terminada en .ru, reenviádselos a Crystal para que los investigue un poco. No vamos a currar para Svetlanas ni Alexeis hasta que sepamos que tienen lo que hay que tener, ¿no os parece?
Mientras tanto, aprovecho para avisaros: descargaos WhatsApp (si no lo tenéis ya), porque es lo que utiliza la gente en otros países para relacionarse. FaceTime y Skype son muy 2016.
Por otro lado: estoy buscando modelos para la web internacional. Personas del montón que sean un reclamo mundial. ¿Tienes la piel morena? ¿El pelo negro? ¿Los ojos de un bonito color avellana? ¿Todo lo anterior? ¡Manifiéstate! De lo contrario, voy a tener que utilizar viejas fotos de vacaciones de la Innombrable, ja, ja, ja.
Pero ahora en serio, si creéis contar con un atractivo internacional, pensáoslo. ¡Vais a tener la oportunidad de ser la cara visible de la empresa! El afortunado elegido tendrá opciones de compra de acciones y otros beneficios.
Clifford
CEO mundial de Palabras de Amor S. R. L.
Zoey
El sábado duermo hasta tarde y me raciono las dosis de café para beber una sola taza mientras me preparo para ir a comer con Bree. A las 10:45 h, Clifford activa mi móvil con la petición de una videollamada por WhatsApp. Podría alegar que falta muy poco para mi cita de las once, pero el sitio en el que hemos quedado está a un minuto de mi casa. Con el pálpito de una inminente desgracia, respondo a la videollamada.
—¿Qué pasa, estrellita? Estoy llamando a mis números uno para asegurarme de que se han instalado WhatsApp.
Es evidente que yo sí, o no hubiera podido llamarme por ahí.
—A sus órdenes, capitán —lo saludo, con la esperanza de poner fin a la llamada.
—Por cierto, ¿has visto el correo que he mandado hace un rato?
—Sí, sí. Qué guay lo de… —Sorprendida, leo el correo en diagonal—. Anda, una iniciativa internacional. No sabía que fuéramos a expandirnos.
—Pos sí, pos sí. Pero lo que necesitamos es una imagen que nos represente. De personas, para ser más concretos.
—Ah, claro. Con «atractivo internacional». Como las patatas fritas con sabor a pizza.
—¡Muy buena! Tienes una cara bastante exótica y me preguntaba si eres americana al 100 %, al 50 o casi del todo. Te lo pregunto porque mi exmujer es china.
—Eh… Diría que los jefes no pueden hacer esa pregunta.
(Dos meses atrás, mientras trabajaba para Mary, y después de haberla cagado con unas cuentas, le dije: «Espero que no me hayas contratado porque pensabas que era una crack en mates». Y me respondió: «No, no, te contraté porque pensaba que vendías crack. Madre mía, ¡qué idiota que soy!»).
—Volvamos al principio —dice Clifford enseguida—. Veámoslo desde otro ángulo.
—Cuando dices «bastante exótica», ¿te refieres a este «bonito color avellana»? —le pregunto, seca, mientras me señalo los ojos—. Son medio filipinos, por parte de mi familia paterna. —La madre de mi padre, la abuela Dalisay, me crio en un bungaló cerca de la playa de Santa Mónica desde que cumplí diez años.
Y hablando de playa, cuanto más habla Clifford, más ganas me entran de largarme a una y zambullirme en el agua. Despedirme de la abuela y de Mary en la orilla y sumergirme poco a poco. Mi último acto en la Tierra sería hacerle una peineta a Clifford con el dedo, justo cuando el agua me cubra la cabeza.
Qué poco probable es que eso ocurra. Ahora vivo en una ciudad atestada de paredes, también en el exterior. ¿Sigue el cielo ahí? ¿Quién lo sabe? Encima de mí hay edificios y ventanas; claustrofobia al aire libre.
Clifford sigue cavando una fosa:
—¿Y si finges que eres total o mayormente asiática? Solo para la foto. Tampoco se trata de que lo vayas diciendo por ahí, mujer. Después de todo, nuestro negocio va de fingir, ¿no? Es parte de un mismo todo.
—No. Lo siento. —Me niego a ser la imagen de su ineptitud.
Clifford se desanima, pero no duda en desenfundar los dedos en forma de pistola.
—Lo pillo. Vale. No pasa nada.
—Me tengo que ir. He quedado con una nueva clienta.
—Anda, ¿es extranjera? ¿Por qué no le sacas unas cuantas fotos de extranjis y se las envías a Aisha para que…?
Siempre estoy dispuesta a darle trabajo a Aisha, nuestra experta fotógrafa autónoma, pero no sin el permiso de los clientes, y menos para que, sin saberlo, aparezcan en un anuncio internacional.
Pulso la pantalla y pongo fin a la llamada. Si luego me pregunta, le diré que el wifi de mi piso va y viene. Clifford tiene a su alcance un millón de maneras de comunicarse conmigo, eso sí, y en este mismo instante se materializa un nuevo mensaje en mi móvil.
CliffBar: Se ha cortado la llamada. ¡Buena suerte con Bree! ¡A por ella, tigresa!
Espero y me pregunto si eso va a ser lo peor que me va a soltar o si me dirá algo más. En fin…
CliffBar: Pero no en plan tigresa sexual, ¡eh! XDD Como otro tipo de tigresa. Grrrr. Nos vemos en la reunión de la semana que viene.
Son solo las once de la mañana y ya necesito desesperadamente beber algo.
***
En la quesería, Bree está sentada en un reservado del fondo, con suficiente espacio para nuestros ordenadores, bebiendo una sanísima copa de pinot noir. La manera en que el líquido golpea el cristal me pone nerviosa. ¿Y si se mancha su camiseta especial? En el dibujo han reproducido el cartel de Bajo el mar. Está descolorido y la tela se ve desgastada. Ya veo por qué le gusta tanto. Como me dijo ayer por teléfono, tiene el pelo rubio, que se ha recogido en una trenza a un lado. Combinada con esos ojos azul intenso y labios de un rosa pálido, su melena le habría dado un aire a la Barbie, pero que sea contable de una consulta médica echa por tierra el estereotipo. De todos modos, desde aquí no la veo yo con demasiados problemas para atraer pretendientes. Me planteo un desafío personal: conseguirle una cita esta misma semana.
En cuanto me identifica, se levanta y, cuando se dirige a darme un abrazo, me sorprende lo afectada que me deja su gesto. Hace más de un mes que no me abrazan ni me tocan de un modo que no parezca el detonante de una pelea con navajas. «Pobre dedito mío, me lo han roto». Ya no me duele (no es para menos), pero si se me pusiera azul o se me cayera mientras duermo, tampoco me llevaría una gran sorpresa.
Bree es unos centímetros más alta que yo, por lo que me golpeo levemente la cabeza contra su clavícula antes de que me suelte. Su pelo huele a coco.
—¿Cómo estás? —le pregunto—. ¿Pinta bien el menú?
—¡Pinta genial! Pero… —Baja la voz cuando nos sentamos una frente a la otra—. No te dejan traer tu propia botella. Me han cobrado cincuenta y siete dólares por descorcharla. Lo siento mucho.
¿Se puede saber de qué vas, Nueva York? En el restaurante Bottega Louie de Los Ángeles te permiten llevar las botellas que quieras.
Y entonces recuerdo quién va a pagar la cuenta y sonrío.
—No te preocupes, en serio. Son gastos de empresa. —Nos vemos en los bares, Clifford.
Bree me devuelve la sonrisa, aliviada.
—Oye, ¿te importa que… que finjamos que no te estoy pagando? Me gustó lo de «entre iguales» que dijiste. Creo que me irá mejor si quedamos como si fuéramos amigas y quisieras ayudarme con las citas online y que me echas una mano para pasar el rato.
—Claro, ningún problema. Gracias por venir tan cerca de mi piso, te lo agradezco mucho. —No me preguntes por mi gato, porfa. Todavía no me he inventado su diagnóstico.
—¿Vives por la zona de Alphabet City o…?
—En realidad, justo aquí delante.
—¡Madre mía! ¿¿Vives ahí?? ¡Los pisos son enormes! ¿Te permiten tener mascota? ¿Te importa si te pregunto lo que pagas de alquiler?
Me deja tan patitiesa que crea que mi piso es espacioso que me quedo muda. Además de mi dedo roto, tengo las espinillas llenas de moratones por los golpes que me doy con las cosas, ya que no hay por dónde caminar. Por otro lado, no puedo contarle que mi antigua jefa es la propietaria del edificio y que me hace un descuento del 50 % en el alquiler, porque entonces quizá le termino diciendo quién es mi antigua jefa y le señalo a la mujer que aparece en su camiseta. Su nivel de admiración por Bajo el mar no se recuperaría de esa revelación, y hoy debemos dejar resueltas varias cosas. Por más que me encante la idea de fingir que somos amigas que comen juntas, lo cierto es que tenemos una misión entre manos.
Por suerte, aparece la camarera y se presenta antes de que mi silencio se prolongue. A todos los trabajadores, nos explica, se los llama por sus platos favoritos, no por sus nombres.
—Yo soy Palitos de Queso, y me voy a encargar de vuestra comanda. —Y sí, en su chapa se lee: «Palitos de Queso».
Palitos nos cuenta que la quesería es una franquicia experimental especializada en bocadillos de queso a la parrilla y en fondues. Como pagará mi «tarjeta de empresa», le digo a Bree que pida lo que le llame la atención. Las dos queremos tostadas con jalapeños y extra de cheddar y bolitas de queso frito para compartir. Bree también pide queso de cabra con miel y frambuesas.
Cuando Palitos se marcha, me sirve vino y brindamos.
—Tengo que dejar de beber —dice mientras bebe—. Creo que es la causa de todos mis problemas, la verdad. —Frunce el ceño—. Bueno, no de todos, pero sí de mis problemas con los tíos. No pasa nada si bebo contigo, con mis amigas al salir del trabajo y tal. Pero ¿con ellos? Buf. Es que si me siento relajada, mareadilla y desinhibida, todo termina pasando demasiado pronto, ¿me entiendes?
»Que no me arrepiento, no me malinterpretes —continúa—. Después de la uni salí mucho de fiesta, y me lo pasé genial, pero creo que me he cansado de esa fase. Es que ya he cumplido un cuarto de siglo, ¿eh? Y todo el mundo sabe que en Nueva York, si no has pillado marido antes de los veintinueve, te quedas para vestir santos. A ver, ¿por qué iban a salir con una que tiene casi treinta tacos cuando hay un porrón de tías de veintidós añitos zumbando por ahí y en la cumbre de la fertilidad? Necesito encontrar un tío de calidad. Porque tengo un imán de…
—De capullos. Ya. —Creo que voy a tardar en olvidar esa frase.
—Que con los capullos en sí no pasa nada, es por los seres a los que están pegados. Mira, te voy a enseñar…
Antes de que me oponga, me planta el teléfono a dos centímetros de la cara. Y va pasando fotos a toda velocidad: una polla, y otra, y otra.
—Vale —murmuro—. No hace falta que…
Y las pasa aún más rápido. Nunca había visto tanta variedad de genitales masculinos.
—Vaya —digo—. Menuda colección. ¿Cuánto has tardado en reunir…?
—¡No las he hecho yo! No he visto ni siquiera la mitad en persona. Son fotos que me han pasado tíos de Flirtville, sin añadir nada, ni un mensaje. No lo entiendo.
Ah. El comentario que hizo ayer sobre las ETS me recuerda que debe de haber pasado por un mal trago hace poco. Quiero reconducir su situación.
—Mmm. Abramos tu perfil de Flirtville, a ver si descubrimos el porqué —le sugiero.
Se sienta a mi lado y nuestros portátiles se alinean. Entra en la web e inclina la pantalla para que vea su perfil. Como respuesta a la pregunta «Algo que mis padres no saben de mí», ha escrito: «Me gusta mamar». Tal cual.
Creo que ya hemos resuelto el misterio.
—Dios. No recuerdo haber escrito eso —gime—. Seguro que estaba borracha. En fin, razón de más para dejar de beber.
Y brindamos por ello.
Bree borra las últimas letras y escribe otra palabra.
—Ya está. Me quiero pasear. Arreglado.
—No está… mal —digo. ¡Otro farol!—. También podríamos dar carpetazo a Flirtville y empezar de cero en una página distinta. ¿Qué te parece?
Bree se coloca el pelo detrás de las orejas, seria y decidida.
—Empecemos de cero.
Al cabo de veinte minutos, hemos sincronizado los ordenadores en su cuenta de A por Todas y hemos rellenado su cuestionario con comentarios breves y una declaración firme pero simpática de que su perfil no acepta «fotos de miembros».
A partir de lo que me ha contado, he presentado a Bree como un espíritu libre y abierto del barrio de Hell’s Kitchen que ha disfrutado de la soltería y que se lo ha pasado en grande, pero que se ha dado cuenta de que ahora busca algo más serio. Es una persona a la que le encantan las películas clásicas de fantasía con acción y aventuras, y también pasear por los distritos históricos, sobre todo por los que están embrujados. (Me ha parecido una idea genial, porque ofrece la oportunidad perfecta para abrazarse a sus citas). Trabaja de contable en la consulta de un pediatra, donde también se encarga de la sala de espera de los niños, llena de juguetes, DVD y con un colorido acuario.
Decidimos no incluir su manía de contar chistes de pedos. Tomo nota y lo clasifico como información reservada.
Del Manual del autónomo: «La información reservada no es algo de lo que uno deba avergonzarse. Más bien, pensad que es una recompensa, una especie de premio, que se le da a un match tras varias citas exitosas. Si se revela demasiado pronto, se corre el riesgo de sabotear la incipiente relación. Guardaos la información reservada y utilizadla solo con los que hayan demostrado que valen la pena».
Después de devorar las bolitas de queso y de regar los jalapeños picantes con más vino, nos lanzamos a por el queso de cabra con miel.
Y ya está: hemos activado los filtros para encontrar a hombres de entre veinticuatro y treinta años que vivan en Brooklyn o en Manhattan, que hagan deporte, sean amantes de los animales y se vean sentando la cabeza dentro de unos años. El cinco es nuestro número de la suerte, es decir, el número de personas a las que vamos a «servir» (la versión de A por Todas de «dar un toque»). Si alguien te devuelve el «servicio», se inicia una conversación privada. Si el objetivo del servicio no responde al cabo de un período de tiempo predeterminado, termina en la carpeta de «saque directo» (en tenis, un servicio que el receptor ni siquiera ha tocado) y ya no volverá a aparecer en tus búsquedas. Es una manera automática de despachar a los que no contestan.
—¿Cuánto tiempo les damos antes del saque directo? —le pregunto.
Bree va por la mitad de su segunda copa de vino.
—¿Una semana? —sugiere.
—Yo pensaba en cuarenta y ocho horas, pero ni para ti ni para mí: pongamos cuatro días.
—Vale, me parece bien. ¿A quién servimos primero? —pregunta Bree, algo ansiosa.
—Creo que habría que estrechar más la búsqueda. En la web hay miles de perfiles.
—¿Hay que acotar más el rango de edad?
—Se me ha ocurrido que podríamos acotar una de las categorías de estilo de vida. Me has dicho que por culpa de la bebida a veces te metes en líos. ¿Qué tal si filtramos eso y buscamos a tíos que no beban? A ver qué pasa.
—¿Te refieres a los que nunca van trifásicos?
—… Sí.
No sé si «ir trifásico» es un lapsus o una nueva expresión que utilizan los que tienen veinticinco años o menos. Los cuatro que me separan a mí de Bree son, para el caso, una generación entera. Me he pasado las dos últimas décadas con mujeres de cincuenta y sesenta; y la verdad es que, a estas alturas, creo que me identifico más con ellas. Aunque, a pesar de lo que piensa Miles, el borde de la cafetería, la informática se me da genial.
—Vale —acepta.
Me gusta que no se oponga. Es una prueba de que va en serio con lo de dejar de beber para así encontrar un compromiso a largo plazo.
Hago clic en las casillas correspondientes y actualizo la página.
El primer perfil es el de un tío esquelético con un triste bigote y mirada distraída. Me temo que he llevado a Bree por el mal camino. A ver si «abstemio» significa «heroinómano» en clave o algo.
—Perdona, deja que lo vuelva a ajustar…
Activo el filtro de «nada de drogas».
—Anda, ¿qué te parece este? —dice Bree al instante.
La foto del perfil de AdoroPerritos incluye (cómo no) a su perro, al que abraza por detrás y contempla con gran devoción. En su descripción se lee lo siguiente: «Busco a una chica que sea tan maravillosa y leal como Henrietta, mi labrador. Aunque no creo que encuentre a nadie tan perfecta como ella. XDD».
—Oooh —dice Bree—. ¡Qué mono!
Antes de que se lo impida, mueve el cursor por la pantalla y hace clic en «servir».
—¡Ay! Si es lo que quieres hacer, vale, pero yo no estaría tan segura. ¿Sabes que hay gente que llama «hijos» a sus mascotas?
—¿Y?
—Que creo que esa de ahí es su «mujer».
—Pero ha escrito «XDD». Está de coña.
—Mmm… Yo diría que no. Es una batalla en la que no vas a querer entrar.
—Pero ya he lanzado el servicio. ¿Lo puedo deshacer?
—No, pero no pasa nada. Quién sabe, a lo mejor me equivoco. Es que veo que Henrietta sale en más fotos que él. No se le ve bien, y sus únicos intereses están relacionados con su perra.
—¿Lo ves? —gruñe—. Ya te he dicho que tengo un imán de capullos.
—Lo estamos arreglando —le recuerdo. Hay que conseguir que deje de decir «imán de capullos». El ojo derecho se me crispa cada vez que lo dice.
AdoroPerritos nos devuelve el servicio enseguida; mala señal, sinceramente.
Bree entorna los ojos para leer su mensaje:
¡Mañana es el cumple de Henrietta! No gastes mucho con el regalo —menos de cien dólares, tranqui—, pero me gustaría que vinieras, nos encantaría conocerte. ¡Guau, guau! (¡Esta es Henrietta! ^^)
—¿Cien dólares? —escupe Bree.
—Contestemos y sigamos a lo nuestro.
—¡Ni de coña! Qué maleducado.
Reprimo la necesidad de recordarle a Bree que ha sido ella la que lo ha contactado a él. Lo correcto es finalizar la conversación como es debido.
—No cuenta —le digo—. Buscaremos a cinco más.
En el perfil de Bree, escribo:
¡Feliz cumpleaños a una perrita especial! Lo siento, pero no voy a poder. Espero que pases un buen día. Y le doy a «Saque directo» para que no nos vuelva a salir en las búsquedas. No me fío de la Bree alcoholizada, que puede mandarle otro servicio por error.
Miramos más perfiles.
—Este tío parece majo —dice—. Es abogado.
—Y también le gusta disfrazarse en ferias medievales. Es de tu rollo, ¿no?
—¡Puaj! —Hace una mueca de disgusto—. No.
¿Quién habría dicho que entre cosplayers hubiera esnobs?
—Pero solo una vez al año, al norte del estado. Y tiene una bonita sonrisa —señalo.
Bree me ignora y me señala a un cachitas con el pelo rapado. Su nombre de usuario es PastillaRoja.
—¿Qué te parece este?
Leo en voz alta el apartado «Sobre mí»:
—«Para ver si somos compatibles, responde a esta pregunta: ¿La cagó Sully en el vuelo? Sí / No».
—¿La cagó? —susurra Bree.
—¡No! —grito, antes de recomponerme—. No, Sully no la cagó. —La película Sully de Clint Eastwood es la única prueba que tengo de que en Nueva York se puede ser buena persona. Me niego a aceptar algo que sugiera lo contrario.
—Creo que quiere que digamos que sí.
—A lo mejor, pero…
Bree hace clic en «servir» y escribe:
Sí.
Al cabo de dos segundos, llega la respuesta de PastillaRoja:
Te acabas de suscribir para que te informe de mis ligues.
—Vaya mierda con los abstemios —manifiesta Bree.
No puedo llevarle la contraria.
—¿Qué tal si aceptamos que beban de vez en cuando? En plan, todo con moderación.
—Aleluya. Sí, por favor.
Pedimos una fondue, porque ¿por qué no? Ya hace dos horas que estamos aquí y apenas hemos avanzado. Tengo sueño y me duele la cabeza, y seguro que Palitos de Queso quiere que le demos una propina para poder irse a casa. De hecho, la fondue nos la trae otra camarera. En su placa se lee «Maravillas Mohosas».
—¿Qué quiere decir eso? —le pregunta Bree señalándoselo.
—El gorgonzola, el camembert, el cabrales y el roquefort. Todos esos quesos son básicamente moho, ¿verdad? En una bandeja, presentamos mis quesos mohosos preferidos —responde de modo automático.
—¿Los pedimos? —me pregunta Bree.
—Más vale que los dejemos para la próxima —respondo con amabilidad—. Y aprovecho para pedirte disculpas, porque creo que te he presionado demasiado. ¿Qué te parece si busco yo entre los perfiles, toqueteo los filtros y esta noche te mando una lista de cinco para que les eches un vistazo? ¿Te gustaría? No contactaré con ninguno de ellos sin tener tu aprobación.
—Ay, sí. Hazlo. Esto es agotador.
Pedimos la cuenta y, mientras esperamos, Bree se inclina hacia mí.
—¿Puedo preguntarte por tu pasado? —me dice.
¿En serio? ¿Por qué hoy todo el mundo está obsesionado con mi nacionalidad?
—¿Te refieres a de dónde vengo? —pregunto con cautela.
—No, quiero saber si estás casada, cómo son tus padres, lo que quieras contarme, vamos. Hemos hablado tanto de mí… Quiero oír tu historia.
—Ah, vale. —Bajo los hombros, relajada—. No me he casado nunca y mis padres son un matrimonio que quiere cambiar el mundo. Se conocieron en Filipinas, donde creció mi padre. Mi madre visitó el país como voluntaria de la Cruz Roja, para ayudar a reconstruir las casas tras el tifón Betty, y se enamoraron. Nueve meses después, ¡tachán! —digo, y me señalo con los dedos.
—Oooh, fuiste su nuevo proyecto.
—Más bien acabé pegada al antiguo. Me arrastraron de desastre natural en desastre natural hasta que cumplí diez años y mi abuela puso fin a la aventura. «Esa no es manera de que viva una niña», fueron sus palabras exactas.
—¿Consiguió que echaran raíces en algún lado?
Bebo un buen trago de vino.
—Qué va. Ellos querían seguir viajando. —Me encogí de hombros—. Que lo entiendo. Está en su ADN. Fíjate, acuñaron el término «volunturista» y todo. Al final, mi abuela y yo alquilamos un bungaló de una habitación en la playa de Santa Mónica.
Si cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos, te juro que puedo oír cómo me llama el océano.
—Tuvo que ser un pedazo de cambio —opina Bree—. De ser libre y viajar por el mundo a terminar en un sitio con la yaya, digo.
—No, no, para nada. Fue un sueño hecho realidad. Se acabaron las interrupciones, las sorpresas, el tener que hacer y deshacer maletas… Me encantó. Despertarme e irme a dormir en el mismo lugar era lo que siempre había querido.
Mi abuela pensaba lo mismo que yo; llegamos, y ya no nos marchamos. Ni siquiera nos fuimos de vacaciones. (¿Para qué? Si ya vivíamos en el paraíso). Era un alivio enorme. Y para estudiar en la universidad no iba a tener que mudarme, porque la de Santa Mónica estaba ahí mismo. Me pasé los primeros diez años de vida siendo nómada, y los veinte siguientes con los pies en suelo firme, rodeada de comodidad y de rutina, y sé qué escenario prefiero.
—¿Por qué viniste a Nueva York, pues? —pregunta Bree.
«No fue mi elección, de eso puedes estar segura…».
Me obligo a sonreír. Me duelen los dientes y todo.
—En teoría, estoy escribiendo un guion. Bueno, basta ya de hablar de mí; me aburro hasta yo, así que imagino lo que debes de pensar tú.
—A mí no me aburres, ¡me fascinas! ¿Dónde están tus padres ahora?
Pago la cuenta.
—Muy buena pregunta.
***
En cuanto Bree y yo nos despedimos, con su DVD de Bajo el mar guardado con mimo en la funda de mi portátil, me pregunto si debería acercarme al Café Crudité para estudiar más perfiles. Sería lo más inteligente y productivo.
«Pero es sábado», protesta una vocecilla dentro de mi cabeza, «y ya vas a la cafetería todos los días. ¿Y si por una vez rompes los esquemas? ¿Y si finges ir a la cafetería pero después, en lugar de entrar, dejas atrás la puerta y das un paso más, y luego otro, y sigues caminando?».
Me recoloco el bolso y la mochila del ordenador y, al pasar por delante del Crudité, echo un vistazo al interior del local, intentando que no se note que estoy buscando a una persona en particular, a la única persona con la que he intercambiado más de dos palabras que no sean por trabajo desde que estoy aquí.
¿Cómo es posible que antes de la pelea de los biscotti no lo hubiera visto nunca y que últimamente lo vea todo el tiempo? ¿Está ahí ahora, aporreando las teclas para hacer lo que sea que haga?
Al mirar más allá de mi reflejo, veo que la mesa grande está vacía. Podría entrar y ocuparla ahora mismo, pero una victoria sin público a duras penas es una victoria. Si no está allí para verme disfrutar de la mesa a su costa, ¿para qué? «Y, por cierto, claro que no está en la cafetería», me riño. Que es fin de semana. Seguro que tiene una vida.
No hay razón por la que yo no pueda hacer lo mismo.
Mi valentía dura exactamente cinco manzanas. La boca del metro me hace señas, como si fuera la puerta al infierno.
Podría bajar la escaleras, pero ¿y si no vuelvo a salir?
Me paro en seco. Mis pies se niegan a dar otro paso. La gente me golpea por ambos lados al pasar cerca de mí: me dan codazos, me fulminan con la mirada, pero me he quedado clavada ahí, como la bifurcación de un río. Salvo que alguien me empuje a un lado o tire de mí para apartarme del camino, todo el mundo va a tener que rodearme. Me imagino la escalera de un pozo: estoy a media altura, inmóvil. No puedo subirla y tampoco bajarla. Me he quedado paralizada.
Debajo de mí, debajo de metros de tierra oscura, llega un tren, que trae consigo un chirrido y una bocanada de aire caliente y asqueroso que lleva siglos estancado en las profundidades de las calles de la ciudad. ¿Por qué clase de demencia la gente se mete ahí dentro, apretujada entre desconocidos, traqueteando por la ciudad y golpeándose cada pocos metros, como si la humanidad estuviera destinada a viajar así, como ratas subterráneas? Porque no nos equivoquemos: ahora estoy en territorio ratuno. O lo estaría si bajara las escaleras. ¿Por qué no dejo de sentirme así de asustada, de estúpida e impotente?
Una gota de sudor me recorre la nuca. Parezco una niña que se ha perdido. Pero nadie me va a encontrar, porque nadie me está buscando. Ni siquiera han reparado en que he desaparecido.
Respiro hondo, agacho la cabeza y me giro para marcharme a casa. Mi respiración se entrecorta, aterrorizada, y se me nubla la vista.
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