Kitabı oku: «No eres tú, soy yo…», sayfa 4
CAPÍTULO 4
De: Clifford Jenkins
Para: Todo quisqui
Asunto: LAS TARJETAS REGALO FUNCIONAN
Parece que los Beatles se equivocaban. ¿Que quéééé? ¡El amor SÍ que se puede comprar! Me entusiasma contaros que la opción de las tarjetas regalo ya funciona a la perfección. También la he programado para que, por defecto, empiece en 299 dólares. Tratad a sus compradores como los vips que son, porque van a esperar un match excelente ya. Y ya quiere decir YA, en menos de lo que canta un gallo.
(Dicho esto, si sus primeras opciones se van al garete, recordadles que la tarjeta regalo se puede recargar de manera ilimitada. Como la temporada de bodas está a la vuelta de la esquina, nos dirigimos DIRECTAMENTE a futuros novios. Es el perfecto regalo de agradecimiento a los invitados ahora que la tensión y la emoción andan por las nubes).
Ojalá hubiera podido comprar una tarjeta regalo en la víspera de cierto día marcado en mi calendario con antelación, pero en ese momento no existían, claro. Lo que es malo para mí es bueno para el mundo, en fin. #CuestiónDePerspectiva
Recordatorio: nuestra próxima reunión será el martes 12 de mayo y voy a reservar la zona vip del bar Porchlight, así que ¡preparaos para beberos hasta el agua de los floreros! Hasta entonces, disfrutad de abril, aguas mil.
Clifford
CEO de Palabras de Amor (ahora, AMANTE DE LAS TARJETAS REGALO).
Posdata: Si controláis lo de las cadenas de bloques, enviadme un mensaje.
Zoey
Mi alarma rompe el silencio a las cuatro de la madrugada, y mi mano ondea por los aires para desactivar el despertador y lanzarlo al suelo, como si me encontrara en la primera escena de una película. Llevo un mes viviendo aquí, pero sigo calculando la hora según el huso de la Costa Oeste (es decir, según el tiempo REAL). La una de la madrugada suena muchísimo mejor que las cuatro. La una de la madrugada supone diversión y frivolidad. Es cuando empieza la sesión nocturna de La habitación en el cine Sunset 5 de Los Ángeles. Cuando hay que ir a por un perrito caliente en Pink’s Hot Dogs o zambullirse en una piscina infinita que hace las veces de mirador de las colinas de Hollywood Hills. (Solo lo he hecho una vez, pero bueno. Podría haber ocurrido todas las noches sin problema). La una de la madrugada supone intentar no perderle el ritmo a la mente maravillosa de Mary: Frank y yo la perseguimos congelados mientras ella da vueltas por la cocina. Frank es su huroncillo, su gran apoyo emocional. Diría que también usó su magia conmigo. Se me subía al hombro cuando me ponía a traducir las ocurrencias de Mary en diálogos de guiones que había que retocar. Allí, contemplando la salida del sol a través de sus ventanales que van del suelo al techo y que ofrecen vistas del distrito de Studio City, es la última vez que recuerdo haberme sentido feliz con mi lugar en el mundo.
Trabajar para Mary no era precisamente un remanso de paz, para nada. Era como montarse en el ascensor de la mansión encantada: giros, sobresaltos y repentinos cambios de humor, seguidos por vientos huracanados de sonoras carcajadas. Mary era consciente de su ingenio y todas las mañanas me saludaba con una versión diferente de: «¡Démosle una vuelta a la ruleta de mi personalidad!». Aunque me doblara la edad, tenía alma de estudiante universitaria: se pasaba semanas perdiendo el tiempo y después se tiraba doce horas seguidas trabajando de noche hasta que terminaba lo que debía entregar. Prácticamente viví en su casa, a menudo como huésped de la habitación de invitados, que contaba con su propio balcón y mininevera. Había días en que lo único que me pedía era que le leyera los últimos cotilleos sobre famosos, tumbada en el sofá con rodajas de pepino sobre los ojos y Frank dormido a sus pies. La semana siguiente nos pasábamos diez horas al día en el Museo de Radio y Televisión, también conocido como el Paley Center de la avenida Beverly Drive, pegándonos un atracón de viejos premios de las últimas décadas en busca de inspiración (a veces la contrataban para escribir lo que un actor diría de otro durante una gala de los Globos de Oro, los Emmy o los Óscar).
Su productora se llamaba Mary, Fuck, Kill.[2] Cada vez que respondía al teléfono me ponía roja, y juntaba las palabras para que fuera ininteligible:
—Mary Fuckle, ¿en qué le puedo ayudar?
Mary me miraba por encima de las gafas para reprenderme.
—Se van a pensar que me he casado con un idiota que se apellida Fuckle. Dilo bien.
—Pues que lo piensen.
—Como no lo digas bien, cambiaré el nombre de la empresa por las siete palabras que nunca hay que decir en televisión —me advirtió—. Mira, ya estoy rellenando el formulario: mierda, coño…
Le lancé una mirada que evocaba a un dispensador de caramelos PEZ.
—Vale, vale.
El dispensador de caramelos PEZ representaba su vieja carrera como actriz. A mediados de los ochenta, antes de que yo naciera, Mary interpretó a la duquesa Quinnley en Bajo el mar, una película de ciencia ficción y fantasía sobre sirenas intergalácticas. La herida que se hizo en el plató durante la última semana de rodaje le arrebató todo el entusiasmo que sentía por la profesión; consiguió escabullirse del mundillo, impidiendo así la producción de futuras entregas de la saga. Desde entonces tuvo que soportar las consecuencias: los amantes de la película la culpaban por el final abrupto de lo que pretendía ser una trilogía, mientras que en otros círculos su marcha le dio un halo de culto a la única entrega que llegó a rodarse. Por lo menos, al no tener final no se la cargarían, como había ocurrido con otras franquicias interminables —decían—. La película de culto seguía viva gracias a las convenciones de fans y a los campeonatos de cosplay; las invitaciones para formar parte del jurado llenaban el buzón de Mary día sí y día también. Una de mis tareas era tirarlas a la basura, sin siquiera leerlas, cada mañana.
De la supuestamente infinita colección de objetos en eBay (juguetes, juegos y figuras de acción idénticas a ella), la única que guardaba era un dispensador de caramelos PEZ; porque, según ella, simbolizaba su ocupación actual como editora de guiones.
—La gente me paga para que estire el cuello y les dé una píldora dulce cuando me lo piden, y debajo de ese caramelo hay diez más de la misma calidad.
Hace siete semanas, me dijo que yo era la mejor asistente que había tenido, y que por eso tenía que despedirme. En lugar de vivir mi vida, estaba viviendo la suya. Me tenía que embarcar en nuevas situaciones si algún día pensaba crecer como escritora, como escritora con voz propia. Le rogué que me diera seis meses para decidir dónde quería ir y qué quería hacer, y me dijo que se lo pensaría. La mañana siguiente, cuando llamé a su puerta, me entregó un billete a Nueva York solo de ida y una nota con la dirección de un piso que había alquilado en mi nombre. (Más tarde descubrí que compró todo el edificio a mediados de los ochenta con el dinero de la duquesa Quinnley. Ahora valía una fortuna, pero prefería alquilar los pisos a artistas muertos de hambre y ofrecerles descuentos en función de los méritos que demostrasen).
Me lanzó un beso, cerró la puerta y le dio una vuelta a la llave. Vi a Frank en la ventana durante medio segundo antes de que también cerrara las cortinas.
Y aquí estoy ahora, a las cuatro de la madrugada, en esta manzana grande y podrida, obligándome a levantarme pronto en fin de semana para ser la primera clienta del único lugar al que iré en todo el día, que resulta que se encuentra al otro lado de la maldita calle.
Me da la impresión de que Mary no se refería a esto con «vivir». Pero hasta que Nueva York no deje de dar tanto miedo y de ser tan grotesca —si es que eso llega a suceder—, no veo cambios en el horizonte.
Ayer, cuando llegué a casa, había una cesta junto a la puerta de mi piso. Llevaba una tarjeta escrita a mano con letra a duras penas legible: «¡Champán para mi champeona! ¡Vales mucho! Clifford». La cesta estaba vacía. Alguien me había mangado la botella.
Es un buen resumen de cómo veo Manhattan: puedes coger lo que quieras, pero siempre te lo termina quitando otra persona.
Hago la croqueta en mi sofá cama y llego a la «cocina», es decir, al área en el que se encuentran el hornillo y la mininevera. Otro consejo de la vecina que solo he visto una vez:
—Utiliza el horno para guardar los abrigos de invierno.
Como no tengo armario y soy una pésima cocinera, me pareció muy buena idea. Para mi desgracia, no tengo horno. Por lo tanto, guardo los jerséis en la despensa vacía.
Al otro lado de la ventana, la ciudad se alza oscura y hostil. El ambiente se inunda del ruido de un camión que da marcha atrás (pi, pi, pi). ¿Hay alguna hora de silencio? ¿Ni una sola? Me preparo una taza de café tan largo como irónico para espabilarme y marcharme al Crudité, sin saber si voy a ser la primera en llegar y en pedir más café. Y entonces me dejo caer, con las piernas cruzadas, delante del espejo torcido que cuelga de la puerta y me miro. Ayer parecía una adicta con mono de Xanax que parpadeaba ante la luz, pero hoy no va a ser así. No me basta con ganarle al ladrón de mesas: quiero ganarle estando decente (aunque no es que intente adecentarme con todas mis fuerzas). Me aplico un poco de maquillaje, me delineo los ojos y me perfilo los labios. Me voy a volver a poner las botas y los calentadores de brazos que me tejió Mary, porque me niego a pasarlo fatal en un local con el aire acondicionado demasiado fuerte; calentadores aparte, ahora ya no parezco una zombi, sino una chica inocente ligeramente maquillada. Sonrío a mi reflejo, contenta con el resultado.
Ya fuera, en la oscura acera, me inunda la adrenalina. No hay demasiada gente, algo positivo, pero, por otro lado, no hay demasiada gente, así que si me pasa algo, o si necesito algún tipo de ayuda, no habrá nadie para oír mis gritos.
«Botitas, a caminar. Deprisa».
Consigo cruzar la calle al segundo intento. Vamos progresando. Y entonces, a las 5:01 de la mañana, Evelynn se acerca a la cafetería para abrir la puerta y pega un brinco al verme.
—¡Hola! Perdona. Hola. Supongo que hoy soy la primera, ja, ja, ja. ¿Soy la primera? —balbuceo.
—Sí —dice—. ¿Te puedes apartar mientras…?
—Por curiosidad, ¿los biscotti ya están ahí esperándome? ¿O vas a tener que sacarlos y prepararlos?
—Hemos dejado de ofrecerlos, por lo que ocurrió ayer.
—¿En serio? —Me quedo boquiabierta.
—No. —Me hace un gesto con la mano—. ¿Me dejas un poco de espacio, por favor?
Al cabo de cinco minutos, ya he dispuesto mi despacho móvil en la gloriosa y enorme mesa, he devorado los biscotti gratuitos, muchísimas gracias, y me he bebido la mitad de mi segunda taza de café. Diez minutos después, el lugar se llena de trabajadores, pero no hay ni rastro del ladrón de mesas. En plena discusión, dijo que dejaba pasar un tiempo entre una visita y otra, por lo que quizá hoy se va a la siguiente cafetería de su ronda. Me daría mucha rabia haber madrugado y hecho tantas cosas para nada: ¿soy mala persona por querer que venga, sea testigo de su derrota y sienta en sus carnes la pérdida de la mejor mesa antes de salir de la cafetería y de mi vida?
Mientras me bebo de un trago el café que me queda, adivina quién entra: Don Carácter. Barre el local con la mirada y la posa en mí.
—Hoy no, malvado —mascullo triunfante.
—¿Cómo dices? —Me clava los ojos marrones.
—Nada, que está ocupado.
—Ya lo veo. Porque estás tú sentada.
—Solo me quiero asegurar de que no haya malentendidos. Por cierto, me voy a pasar el día aquí, así que quítate de la cabeza la idea de esperar a que me vaya.
—Normal, las Cincuenta sombras no se ven solas —me dice con desdén.
—¿Perdona?
—Pasarse seis horas viendo porno para mamás es de una disciplina encomiable.
—No sé a qué te…, ah. The Weeknd. —¡Joder, Clifford!—. Era… era un vídeo parodia —tartamudeo.
—El porno paródico está infravalorado —dice, condescendiente.
—No he venido a ver porno —le espeto.
—Hazme un favor y baja el volumen, ¿vale? Algunos venimos aquí a trabajar.
¡Gilipollas!
—Miles, tu pedido está listo —interviene Evelynn.
Conque Miles, ¿eh? Nombre tiene; sitio para sentarse, no. Todas las mesas están ocupadas y todavía hay gente haciendo cola. Se toma su tiempo para ponerse leche y azúcar en el café, sin dejar de controlar la cafetería para apropiarse del próximo asiento libre. Por desgracia, el mostrador con la leche y el azúcar queda justo a mi lado. Noto su mirada penetrante y me fijo en que se vacía medio azucarero en la taza. (Y yo que pensaba que antes estaba tenso… Verás cuando le llegue el azúcar a la sangre, se convertirá en Hulk).
De pronto, suena Last Dance with Mary Jane de Tom Petty por mis altavoces. ¡Otra vez, no!
En la pantalla aparece el recuadro de una videollamada.
Intento hacer clic en «Rechazar» lo más rápido posible, pero me doy tanta prisa que termino apretando «Aceptar» por accidente.
—¿Crees que Frank debería tener una cuenta de Instagram propia? Y, de ser así, ¿qué descripción le podría poner? —grita Mary.
Procuro colgar, con decenas de ojos clavados en mí, la mar de molestos.
—En el centro YMCA darán clases de informática para principiantes —dice Miles mientras se lleva la taza (es decir, la montaña de azúcar con gotas de café) a los labios.
Pero antes de que yo procese su comentario malicioso, añade:
—Un momento. ¿Era… era Mary Clarkson la que te llamaba por FaceTime?
La imagen que acompaña su cuenta es una fotografía de hace años, de un viejo artículo de la revista Interview. Llevaba rulos en el pelo, los labios de un rojo intenso y un porro en la boca. La canción vuelve a empezar, ahora con una notificación: «Bloody Mary desea llamarte». Esta vez, silencio la llamada y cuelgo al instante.
—¿Eh? —Decido fingir ignorancia.
—Mary Clarkson. Bajo el mar. ¡Mary Clarkson!
—Quizá. —¿A que ahora te habría gustado ser más amable conmigo para poderme preguntarme cosas sobre ella?
—Y tú has… has… has colgado a Mary Clarkson.
—Ahora le voy a escribir. Hay que bajar el volumen, ¿recuerdas?
Siempre olvido que, para los tíos de «cierta edad» (como Clifford), Mary, la valiente y feminista duquesa Quinnley de Bajo el mar, y su breve y obligado sirenismo los retrotraen a la época dorada de su infancia. Fue su primer amor platónico y, para algunos, fue también su primer… amor «propio», ya me entiendes. Me pregunto si a Miles le pasó. Aunque parece más joven que Clifford. Y está en mucha mejor forma que él, es evidente. Los comentarios mordaces queman muchas calorías.
Te voy confesar algo: nunca he visto Bajo el mar. De hecho, es el motivo por el cual conseguí el trabajo de ayudante de Mary.
La agencia de trabajo temporal en la que me apunté tras graduarme en la universidad de Santa Mónica me envió a un misterioso encargo para una escritora anónima que vivía encima de Studio City, en la carretera de Mulholland. No sabía ni quién era ni lo que buscaba. La reconocí cuando me abrió la puerta (con Frank), pero no como la habría reconocido una seguidora de la peli. Tan solo pensé: «Anda. Es ella».
Y ahí empezó el típico análisis de mi CV y la entrevista sobre trabajos anteriores. Al final, me dijo:
—Y, ahora, la pregunta más importante. ¿Cómo se llama el planeta del que vienen los sworkas?
—Eh… —No era una respuesta que pudiera improvisar al momento. No dudaba de que los sworkas eran una parte odiada y cursi de la cultura cinematográfica. Me sonaba que se parecían a los delfines, pero no tenía ni idea de cómo se llamaba su planeta. De haber sabido que iba a encontrarme con Mary Clarkson, me habría descargado Bajo el mar y me habría preparado. Bueno, pues nada, ahí terminaba todo. La miré a los ojos y me encogí de hombros—. ¿El planeta Merchandising?
Me sonrió y, en un pestañeo, sucedió: mi vida cambió.
—Solamente hay dos normas —me dijo con ojos brillantes—. La primera: si algún día me convierto en una persona que le da importancia a que sepas o no la respuesta a esa pregunta, pégame un tiro. La segunda: no veas la película. Has llegado muy lejos, no la cagues ahora. ¿Te interesa el trabajo?
Más tarde me enteré de que solo contrataba a gente que no fuera fan. Le importaba un bledo que de pequeño la hubieras visto en forma de sirena una o dos veces, pero que citaras la película de manera habitual ya de adulto o que tuvieras, por ejemplo, un diccionario de sworka suponía una descalificación inmediata.
—¿Cómo me ibas a tomar en serio si la hubieras visto? —me dijo al cabo de unos días, con un parche en el ojo y unas zapatillas mullidas y desparejadas.
De vuelta a la cafetería, Miles sigue rondándome.
—¿Te importa? No me puedo concentrar si hay mirones cerca —digo.
—Es que no tengo dónde sentarme —observa—. ¿De verdad que has venido todos los días desde que te mudaste a Nueva York?
Se me crispa un ojo. Solté esa media verdad para reforzar mi credibilidad como clienta importante, no para echar leña a sus burlas.
—Sí —digo entre dientes.
—¿Y eso? Tienes a tu alrededor «la» ciudad, que resulta que es uno de los lugares más increíbles del planeta…
Durante unos brevísimos instantes de locura, se me ocurre decirle:
«A lo mejor me podrías enseñar por dónde empezar. Llevas quince años sobreviviendo aquí… Seguro que conoces todos los recovecos de Nueva York y, la verdad, me iría genial tener un amigo. Alguien que sepa qué hacer con su vida, porque yo no tengo ni pajolera idea».
Pero entonces me golpea la realidad y recuerdo que es un imbécil que no para de insultarme. Y que acaba de volver a hacerlo.
Le doy la espalda, me pongo los auriculares y abro un chat con Mary.
Zoey: Saludos desde el infierno.
Bloody Mary: ¿Explorando nuevos horizontes?
Zoey: Nada más llegar, me pisaron el pie y me rompieron el meñique.
Bloody Mary: ¿Y de qué te quejas? Ese dedo no sirve para nada.
Zoey: Fijo que se me cae.
Bloody Mary: Te voy a enviar un botiquín.
Zoey: ¿Para qué? Seguro que me lo roban. Por cierto, Nick dice que le debes, y cito textualmente, «2000 pavos de maría».
Bloody Mary: Qué mentira más gorda. Le debo 1999 pavos, no 2000. Pero ahora entiendo por qué lleva varios días triste, con mal de amores.
Zoey: ¿A qué te refieres?
Bloody Mary: Que estaba pilladísimo por ti.
Zoey: Incorrecto.
Bloody Mary: Hace poco me preguntó por qué no te daba ni un día libre. Se ve que consiguió entradas para un partido y le dijiste que ibas a pasarte todo el mes currando hasta tarde. ¿¿TODO EL MES??
Zoey: Nick no me gustaba tanto.
Bloody Mary: Haberme dicho que tenías planes. Podrías haber salido antes CUALQUIER DÍA.
Zoey: ÉL tenía planes. YO quería trabajar.
Bloody Mary: ¿Ya has probado el pollo frito de Momofuku?
Zoey: Todavía no.
Bloody Mary: No me vuelvas a hablar hasta que lo pruebes. Va en serio. Para mí estás medio muerta, a partir de… ya.
***
Tess Riley fue mi primera clienta, y su aventura en Bueno, Fácil, Feliz acabó en éxito. Aunque no fue sencillo llevarla por el buen camino; fueron necesarias varias sesiones telefónicas para que se diera cuenta de que no pasaba nada por concretar lo que buscaba en una pareja. No es que en Nueva York haya pocos solteros, pero es que a ella le daba pena eliminar a alguien antes de conocerlo. Le dije que ese miedo a perderse cosas la iba a paralizar, y luego trabajé como una mula para ayudarla a conseguir el match definitivo.
De mi segunda clienta solo sé su nombre (Bree Garrett), su edad (25) y que sus amigas le dieron una tarjeta regalo de Palabras de Amor para su cumpleaños. Algo habrá pasado entre ese día y ahora para que se haya decidido a utilizarla, aunque por el correo de Clifford es probable que las tarjetas regalo no funcionaran hasta hoy. He decidido que voy a leer su perfil cuando la haya conocido en persona. No quiero que me influyan sus respuestas reflexionadas; quiero material espontáneo para ayudarla a proyectar al mundo una versión auténtica, con defectos pero encantadora, de sí misma, con la esperanza de emparejarla con un hombre auténtico, con defectos pero encantador.
Como dice el Manual del autónomo: «No mostréis una imagen "perfecta". Nadie se la va a creer. (Y así tiene que ser). Acordaos de la típica y vieja pregunta de cualquier entrevista de trabajo: "¿Cuál es tu mayor defecto?", y el entrevistado responde: "Que soy demasiado organizado". No seáis el tío demasiado organizado. Añadid algún defectillo por aquí y por allá».
Justo cuando iba a levantarme para ir al servicio de la cafetería, suena mi móvil.
Un mensaje de Palabras de Amor: Llamada entrante. ¡Toca hacer de Cupido!
Al cabo de un segundo, me llega la llamada. Dejo que suene un par de veces, respiro hondo, me planto una sonrisa en la cara y emito mi voz serena y profesional.
—Hola, al habla Zoey, de Palabras de Amor. ¿En qué te puedo ayudar?
—Pues es que tengo un imán para los capullos, básicamente —dice Bree Garrett.
A pesar de los años que me he pasado al lado de Mary, la respuesta de Bree me deja descolocada.
—Vaya, lo siento —consigo responder mientras reprimo un ataque de tos—. Pero la buena noticia es que hoy empezaremos a arreglar ese imán.
—¿Cómo funciona este tinglado? —pregunta Bree—. ¿Vas a ser mi Yentl?
Me da a mí que se refiere a Yenta, la casamentera de El violinista en el tejado, pero bueno, ha confundido ese musical con el de Barbra Streisand.
—Eso es —digo con alegría—. Aunque soy un pelín más joven que las típicas celestinas. De hecho, es una de las cosas de las que más orgullosos estamos en Palabras de Amor: formamos una red de seguridad entre iguales, como una amiga en la que confías y que te organiza una cita después de ayudarte a desechar candidatos. Te ayudamos a expresarte mejor y (esperamos) de una manera fascinante, para que así consigas respuestas positivas de los tipos de hombres a los que querrías conocer. Y creo que te gustará saber que mi porcentaje de éxito es del 100 %.
Me pongo un poco roja. (Técnicamente, no es mentira. ¡Una clienta, un éxito!).
—Qué bien —responde—. O sea, que ¿eres una tiquismiquis con la gramática y tal?
—Exacto. Pero solo con la gramática.
—Genial, porque lo de poner comas no es lo mío.
—¿Qué disponibilidad tienes? ¿Quieres que quedemos hoy o mañana para actualizar tu perfil? —Noto enseguida que me afecta la presión del correo sobre tarjetas regalo. Aunque tampoco quiero presionarla demasiado y asustarla—. La semana que viene también me va bien, claro.
Pero ¡no es verdad! El tiempo va corriendo y el gallo ha empezado a cantar en cuanto le he cogido el teléfono.
—¿No puedo enviarte un perfil que ya haya completado? —me pregunta.
—Sí, pero tengo comprobado que en persona la gente se abre más de lo que cree, y así me formaré una mejor idea de tu personalidad, de lo que te gusta y lo que no, y también de lo que buscas físicamente. Porque eso cuenta tanto como la conexión mental.
—Cierto.
—Sincronizaremos nuestros ordenadores y buscaremos un puñado de candidatos a los que dirigirnos, y a partir de ahí ya veremos. ¿Cuál es tu página o aplicación de citas preferida?
—La semana pasada te habría dicho que Flirtville, pero es que allí hay demasiados tíos con ETS —dice.
Ah. Como me imaginaba, algo la ha llevado a activar la tarjeta regalo. De repente, me entra un escalofrío al imaginarme que Clifford está escuchando la llamada. No sé cómo, pero no quiero que Bree diga nada personal por teléfono, por si llega a manos de un tío que suele despedirse en los correos con un «nos vemos en los bares».
—Hay un par más que no están mal, aunque suelen ser para gente que busca algo más serio. ¿Te interesaría?
—Sí, sí. Quiero algo más serio, sí. ¿Quedamos en el Dominick’s para comer el sábado? —dice Bree.
Abro un mapa en el portátil y me estremezco. Está en la Octava Avenida. A dos paradas de metro, ni más ni menos.
—Por lo general me iría bien, pero es que tengo a mi gato enfermo —digo con una oleada de culpa. Está tan enfermo que está en el otro barrio; que no existe, vamos—. Y prefiero quedarme cerca de casa, lo siento. Vivo en el East Village. ¿Te gusta el queso?
—¿Es una coña porque me llamo Bree?
—No, perdona, es que… por aquí hay una quesería.
—¿Sirven algo que no sea queso?
—Diría que no. Si no te gusta el queso, pues buscamos otro sitio. —¿Qué te parece Duane Reade, la otra tienda de mi calle en la que se vende comida?
Miles me mira a los ojos.
—Que so-erá, so-erá —canturrea al pasar por mi lado.
Pongo los ojos en blanco. Pero ¿cómo me ha oído? He hablado superbajo para no molestar a nadie. O eso creía. Quizá hablar de quesos me ha emocionado. Al fin y al cabo, es comida que me puedo permitir.
—¿Con el queso sirven vino? —quiere saber Bree.
—Pues no estoy segura.
—Ya llevaré yo una botella.
—Vale, genial. ¿Por qué no?
Beber una copa de vino es una gran idea. Así seguro que se relaja. Además, parecerá que tengo una amiga en la ciudad y que hemos quedado para comer queso y beber vino, que es una situación completamente normal y corriente; algo sano, mucho más que, por ejemplo, ir a una quesería solo porque vivo y trabajo en esa misma calle y esta ciudad me da pavor.
Concretamos la hora para el sábado y le doy la dirección.
—¿Cómo eres físicamente? —me dice.
—Tengo el pelo bicolor. Pero no porque vaya de guay, sino porque soy un desastre. Oscuro en las raíces y más claro hacia las puntas.
—Yo tengo el pelo monocolor, rubio, y llevaré una camiseta de Bajo el mar, la peli de 1981. La compré el finde pasado en un rastrillo. ¡Me dio hasta lástima pagar cinco pavos! Estuve a punto de decir: «Seguro que vale cinco mil, peroooo…».
—¿Te gusta la película o es que te mola la cultura pop vintage —Siento verdadera curiosidad. Una nunca sabe dónde conocerá a una fan.
—Madre mía, me encaaaanta Bajo el mar. No te haces una idea. Es algo que nunca pongo en los perfiles, porque no quiero que me etiqueten de friki, pero es que me encanta llevar ropa de cine para que la gente la vea y tal, y esta vez quiero ser del todo sincera en mi perfil. Ser yo al 100%, ¿sabes? Es que, si no, ¿para qué?
Me muerdo la lengua. No será ella porque yo voy a ser ella, por lo menos al principio. Pero negarlo es la regla número uno del Manual del autónomo: «Nunca les recordéis que vais a hablar con sus hipotéticas citas como Cyrano de Bergerac. Es un pensamiento que socava la relación entre cliente y ghostwriter: quizá empiecen a preguntarse si en la cita en persona serán capaces de superar el vacío que queda entre lo que habéis escrito y lo que digan o hagan ellos. Más vale entrar y salir lo más rápido posible para que el cliente tome las riendas en cuanto hayáis llamado la atención de un buen match».