Kitabı oku: «Máscaras De Cristal», sayfa 3
Aquella mañana le había costado reconstruir todo lo sucedido, en un primer momento había sentido alivio porque aquella muchacha se había volatilizado, evitando de esta manera tener que dar y recibir explicaciones, pero luego se había dicho que siempre quedaría algo pendiente hasta que no hablasen.
Se detuvo en el borde de la pista y esperó a que ella se acercase para hacer aparecer una hermosa sonrisa.
―¿Desde hace cuántos años patinas? ―le preguntó,
―Comencé con el patinaje artístico cuando tenía cinco años pero lo abandoné en el primer año de universidad. De vez en cuando vengo aquí para distraerme y moverme un poco. No es saludable estar sentado durante horas en un bufete o en un tribunal. Y además, me gusta demasiado patinar. ¿Y tú?
―Yo jugaba al hockey cuando era poco más que un chaval. Lo he dejado hace mucho tiempo para dedicarme a la música.
―Viéndote nadie lo diría.
―Creo que es como con las bicicletas: vuelves a cogerla después de mucho tiempo y parece que sólo la hayas montado hace unos días. Ahora sería mejor que nos fuésemos a hablar a otro sitio; quizás a beber algo, aquí en el bar.
4
Con la mochila en la espalda Loreley se dirigió hacia la salida del centro deportivo donde sabía que Sonny la estaba esperando. Se había dado una ducha rápida y había soltado el cabello.
Recorrió el pasillo, devolvió las llaves de la taquilla en recepción y volvió al enorme vestíbulo, en que los colores predominantes eran el amarillo, el azul y el rojo. Allí se paró.
Sonny estaba en una situación embarazosa con dos jóvenes que le estaban pidiendo que les pusiese un autógrafo en sus patines. Una muchacha pretendía sacarse un selfie con él. Alguien lo había reconocido, incluso sin su cola de caballo baja detrás de la nuca, con el gorro de lana y una bufanda que le cubría la perilla. Al invitarlo a ir a la pista de patinaje no había tenido en cuenta que, después de los últimos acontecimientos, el rostro de Sonny había sido publicado muchas veces en las revistas y los periódicos.
¡Es lo último que necesito!
Si hubiese salido de allí con él habría corrido el riesgo de que un fan los inmortalizase juntos y al día siguiente se hubiera visto en las redes sociales, con un montón de alusiones sobre una posible relación. Puede que incluso Johnny se lo hubiese creído, es lo último que quería.
Reflexionó durante unos segundos, luego, impulsada por el deseo de escapar, se unió al grupito de personas que estaban emprendiendo la salida. Antes de cerrar la puerta de cristal que daba al exterior se giró hacia Sonny que ahora la estaba mirando confuso y con un rotulador en la mano que había usado para los autógrafos.
La morenita que estaba a su lado reclamó su atención indicándole una superficie del patín sobre la que debería firmar, pero él la ignoró: continuaba mirando fijamente a Loreley.
Ella movió apenas la cabeza.
¡Lo siento Sonny! Le dijo moviendo apenas los labios y abriendo los brazos. Otra vez será. Luego salió a paso rápido y no se paró hasta que no estuvo a una distancia prudente del edificio azul y rojo.
Caminó por el muelle y se paró en un pequeño parque al lado del centro deportivo, el Hudson River Park, aunque la jornada no era muy apropiada para un paseo: gruesos nubarrones recubrían el cielo, anunciando un aguacero. Sentía el aire húmedo pero no le importaba empaparse.
Todavía estaba confundida por el encuentro con Sonny. Continuaba repitiéndose que debía olvidar lo que había sucedido entre ellos y seguir con su vida de siempre, pero no lo conseguía.
De todas formas, apreciaba demasiado a Sonny para arriesgarse a perderlo a causa de una estúpida aventura de borracha; debía apresurarse a ponerse a cubierto antes de que fuese demasiado tarde. ¿Pero qué podía hacer?
Se sentó en un banco para descansar las piernas. Sonrió moviendo la cabeza: Sonny seguramente se alejaría de ella después de su comportamiento. Se había esforzado, había estado bien dispuesto a aclarar las cosas con ella, pero la suerte había decidido que no era el momento apropiado.
Cruzó el umbral de casa cuando eran las seis y se encontró con el silencio absoluto. En el sofá con chaiselongue, donde habitualmente por la noche encontraba a Johnny tumbado, todavía estaban bien colocados los cojines. Lo llamó en voz alta. Al no recibir ninguna respuesta fue a comprobar que él no hubiese ido a trabajar al estudio: cada vez que se encerraba allí se aislaba del resto del mundo. Encendió la luz pero todo estaba como lo había dejado por la mañana, incluso la sudadera tirada sobre el apoya brazos de la butaca. También estaba vacío el dormitorio.
Aún no había vuelto.
Recogió un par de calcetines negros de Johnny del suelo y los dejó en el cesto de la ropa sucia: el vicio de dejarlos esparcidos por la habitación nunca se le pasaría.
Después de haberse puesto el delantal fue a la cocina para intentar preparar una cena que se pudiese considerar como tal. Cogió del frigorífico el pescado y quitó las escamas debajo del agua corriente para que no se esparciesen por todas partes, como le había enseñado Mira, su asistenta, que aquel fin de semana estaba con su familia. Loreley quería aprovechar su ausencia para pasar una velada sola con su compañero, como en los primeros días de su relación. Peló algunas patatas, las cortó en trocitos y las puso en la bandeja junto al pescado, esperando que no saliera un puré o se le quemara.
Después de haber puesto todo en el horno, se dio una ducha rápida, se puso la ropa interior con encaje y las medias con liga de silicona, y se vistió con un corto vestido azul con el borde en diagonal. Peinó los cabellos, llevando los de delante hacia la nuca, y los recogió con un pasador muy elaborado. Terminó con un poco de maquillaje.
Puso la mesa con esmero, poniendo en el centro un pequeño envase de vidrio con una vela encendida en su interior.
El tiempo pasaba pero Johnny seguía sin aparecer. Lo esperó con paciencia. La cena se estaba enfriando y la vela se había consumido hasta la mitad.
A las ocho le llegó un mensaje al teléfono móvil:
No me esperes, como fuera con Ethan.
Suspiró: a menudo salía con Ethan después de cenar, una vez a la semana para no perder su amistad, como le decía para justificar sus veladas con él. Esperó que esa excepción no se convirtiese en una constante. Ni siquiera se había molestado en llamar antes de que se pusiese a cocinar, cosa que él sabía que le costaba hacer.
Debía resignarse a comer sola. Se sintió desilusionada: para una vez que le parecía que había conseguido preparar un plato decente Johnny no estaba allí para apreciarlo.
No perdió el tiempo en recoger la mesa: puso el pescado con las patatas en un contenedor que metió en el frigorífico y se fue a la cama. Realmente estaba cansada, todavía debía recuperar el sueño perdido la noche anterior estudiando el caso Wallace.
A la mañana siguiente vio a su lado a Johnny que dormía mientras roncaba; le sucedía cuando por la noche bebía demasiado. Era extraño que no lo hubiese oído entrar.
¡Quién sabe a qué hora había vuelto!
Miró el reloj: las nueve y media. Apartó la colcha y escuchó a Johnny refunfuñar una imprecación mientras se giraba para la otra parte: el sábado él no trabajaba y si quería dormir era libre de hacerlo.
Loreley se puso la bata azul de raso, se puso el cabello hacia arriba y después de haberse refrescado la cara se fue a la cocina. Aquella mañana se sentía lenta de movimientos, como si todavía estuviese bajo los efectos del sueño. Y sin embargo había dormido demasiado aquella noche. Necesitaba un montón de café que la despertase del todo.
Estaba a punto de echárselo en la taza cuando sintió una presencia a su espalda.
Se volvió y vio a Johnny; los cabellos cortos estaba echados hacia delante y los ojos mostraban la esclerótica enrojecida y estaban rodeados por unas evidentes ojeras que revelaban insomnio.
―¿Me echas también a mí un poco? ―le preguntó rascándose la mejilla por la barba recién salida.
―No pensaba que te fueses a levantar todavía.
Lo sintió murmurar algo incomprensible pero evito hacérselo repetir. A veces se despertaba de mal humor y esa mañana debía ser una de esas porque, además de tener una expresión seria, no le había dado ni siquiera el habitual beso de buenos días.
Johnny bebió el café de pie y posó la taza en la mesa de mala manera.
―¿Qué quieres comer? ―le preguntó ella mirándolo perpleja.
―No tengo hambre.
―¿Pero puede saberse que te ocurre esta mañana? ―le preguntó cruzando los brazos y parándose enfrente de él.
―Asuntos de trabajo.
―¿Lo puedo saber?
―Sé que no me dejarás en paz hasta que no te lo diga ―se rascó detrás del cuello. ―Debo trabajar en un proyecto pero para hacerlo es mejor ver el lugar en persona.
―¿Dónde está el problema?
Él hizo un ruido que parecía más una risa sarcástica.
―¿Dónde está el problema...? ―repitió irritado. ―El problema es que el sitio está en París.
Loreley lo miró alarmada.
―¿París? No me dirás que tienes que irte otra vez.
―No es seguro, pero hay buenas probabilidades de que deba ir allí. Y no tengo ganas de volver a viajar en un plazo tan corto desde la última vez.
―¿Cuándo lo sabrás seguro?
―Antes del miércoles. Si es cómo pienso, deberé marcharme el próximo fin de semana.
―¿Hace cuánto tiempo que volviste de California? Ni siquiera tres semanas… ¡y te vas otra vez!
―Los Ángeles no tiene nada que ver con el trabajo, lo sabes. ¡Ya estoy bastante cansado, no te pongas tú también pesada!
Loreley intentó mantener la calma.
―Me pongo el chándal y me voy a correr: necesito relajarme ―le dijo él con un pie ya fuera de la cocina.
―Yo, mientras tanto, preparo algo: tengo hambre y a lo mejor cuando vuelvas de correr también tú la tendrás.
Johnny se dirigió hacia el dormitorio y Loreley se concentró en hacer el desayuno. ¿Cómo se hacían las tortitas? Ah, sí: huevos, harina, azúcar… y algo más. ¡Cáspita, no se acordaba exactamente! Cogió el teléfono móvil e hizo una búsqueda en Internet y después de unos minutos encontró la receta. La leyó rápidamente y se puso manos a la obra enseguida.
Mientras tostaba el pan oyó el sonido de su teléfono móvil privado. Apagó la tostadora y corrió a responder. Al reconocer enseguida la voz del interlocutor dio un salto de alegría.
―Hola, guapa. ¿Me echabas de menos?
―Hans, ¿cómo estás? ¿Dónde te encuentras? ―se sentó en el taburete al lado de la encimera de la cocina.
―Estoy bien, tranquila. Ester y yo hemos vuelto a casa.
―¿De verdad? ¡Ya era hora!
Imaginó que él estaba sonriendo.
―No seas envidiosa...
―No lo soy. ¿Y Ester dónde está?
―A mi lado, te manda un saludo.
―De mi parte. Estoy contenta de que estéis de nuevo en la ciudad.
―Nosotros un poco menos, pero no pasa nada. Te he llamado para decirte que mamá querría que fuésemos a comer con ella mañana. Le gustaría vernos a todos juntos.
―Si por ti va bien yo no tengo ningún problema: se lo digo a Johnny y ya te avisaré.
―Espero verte mañana.
―Yo también. ¡Hasta luego!
Todavía con el teléfono móvil en la mano Loreley comenzó a pensar en cómo decir a Johnny lo de la invitación. A él, el sábado le gustaba dar una vuelta con la moto y el domingo ver los partidos de fútbol americano. En dos años de convivencia las veces que sus padres lo habían visto se podían contar con los dedos de una mano: sus casas estaban sólo separadas por Central Park, en su lado más corto. No sería nada fácil convencerlo para que aceptase la invitación.
Quedó confirmado cuanto había imaginado, necesitó todo su talento diplomático y las mañas de abogado para convencer a Johnny que la acompañase. Lo presionó con el hecho de que Hans y Ester se habían quedado desilusionados por su ausencia en la boda y que lo mínimo que podía hacer para remediar aquella falta sería asistir al almuerzo que sus padres habían organizado por el regreso a casa de los recién casados.
―¿Quieres hacerme sentir culpable por algo que no ha dependido de mí?
―Te estoy sugiriendo cómo actuar para no herir los sentimientos de mi familia.
Lo vio resoplar y levantarse de la mesa.
―¡Vale! Pero lo hago sólo por ti ―le dijo apuntándole con un dedo. ―Tienes suerte de que esta semana no juegan los Gigants…
Loreley se acercó a él y lo abrazó con ímpetu, luego levantó la mano a su espalda e hizo una V con los dedos índice y medio: ¡Viva!
―¡Gracias! Pídeme todo lo que quieras y te contentaré.
***
Al día siguiente, a las nueve en punto, Loreley estaba agarrada a Johnny, sentada detrás en su moto de gran cilindrada, para una carrera por las calles de New York: a esa hora, un domingo y lejos de Manhattan, había poco tráfico.
― Pídeme todo lo que quieras y te contentaré, le había dicho el día anterior, tendría que haber imaginado que la propuesta sería una vuelta en moto. Además, sabía cuánto odiaba ella las dos ruedas y había sospechado que con aquella vuelta había querido obligarla a devolverle el favor.
Odiaba el casco integral porque le pegoteaba los cabellos en la cabeza y en el cuello arruinándole el peinado. A veces le parecía que no respiraba bien y esto la ponía nerviosa hasta el punto de hacer oscilar la moto. Aunque Johnny le había recomendado que acompañase con el cuerpo el movimiento de la moto durante las curvas, en vez de contrarrestarlo, para ella no era nada fácil.
Pasaron casi tres horas antes de que aquella tortura terminase. Cuando Loreley puso los pies en el suelo le pareció que levitaba.
Faltaban diez minutos para el mediodía. Se fue a casa para una ducha rápida, renunciando a vestirse de tiros largos: se puso un par de pantalones vaqueros, un suéter azul gris claro y un par de botines de gamuza.
John subió a casa cuando ella ya estaba preparada. Él ni siquiera se duchó: iban ya retrasados. Se quitó el abrigo y se puso otro más elegante y se cambió los zapatos.
Con el coche de Loreley cortaron por el parque y llegaron a la parte opuesta, en el East Side de Manhattan.
Fue Hans el que les abrió la puerta.
Loreley lo abrazó.
―Hola, hermanazo.
―¡Eh! Que no he faltado tanto de casa ―dijo dejándose apretujar.
―¿A qué viene toda esa sensiblería? ―refunfuñó Albert, el padre ―Llegáis tarde y tengo hambre. Sabes que no aguanto esperar para comer.
―Es culpa mía. La he llevado a dar una vuelta en moto y se nos ha hecho tarde ―intervino John.
―¿Cómo? ―Albert parecía enfadado ―¿Cómo has podido llevar sobre ese aparato infernal a mi niña? ―resopló. Su imponente estatura sobrepasaba al joven haciéndole parecer un alfeñique en comparación.
Loreley levantó la mirada hacia el cielo.
―Johnny, mi padre odia las motos más que yo.
―De alguien tenías que haberlo sacado ―le susurró él con una mueca de disgusto. ―He tenido mucho cuidado y no he corrido ―se defendió.
Ellen Lehmann se acercó al marido.
―Siempre el mismo cascarrabias ―le reprochó con un tono que parecía poner freno, a duras penas, a la irritación ―Venid a comer, vamos, que ya está todo preparado ―añadió a continuación sonriendo a los huéspedes.
Pasado el inicial malhumor las conversaciones entre los jóvenes fueron alegres y tranquilas mientras que entre los dueños de la casa parecían haberse reducido a algunas frases de cortesía.
Loreley, de vez en cuando, desplazaba la mirada desde su madre a su padre, y la sensación de tensión que advertía en ellos contribuía a quitarle el apetito. Johnny, en cambio, comía sin hacer demasiados miramientos, como hacía también en casa. Ella intentaba ir a su ritmo y al final se encontraba con una piedra en el estómago; esta vez, sin embargo, picoteó y rechazó el dulce.
Y a pesar de todo el estómago le molestaba. Unas pocas horas antes incluso había tenido una sensación de náusea. Quizás había sido el viaje en moto.
En cuanto acabaron de comer levantaron las copas para brindar por la vuelta de los esposos. Al tintineo de los vasos siguió un beso de la pareja festejada.
―Soy feliz por ti ―dijo Loreley cuando salió con su cuñada a la terraza cerrada por grandes ventanales: en todo su alrededor una ornamentación de plantas de hoja perenne llegaba hasta el techo. Los hombres se habían sentado en el sofá del salón para hacer acopio de bebidas de alta graduación.
―Yo también lo soy. Verás cómo pronto te llegará el momento.
―No lo espero con ansia, te lo aseguro. Y él, de todas formas, no tiene intención de volverse a casar; ¡no en breve, al menos!
―¿Quién ha hablado de John? Me refería a un hipotético hombre desconocido.
―¡Ester, por favor!
―¡Venga, bromeaba! Sin embargo es verdad que podrías encontrar a alguien más dispuesto que él a comprometerse.
―De momento no pienso todavía en dar el gran paso.
―Cuando te encuentres delante del hombre justo conseguirás hacer lo mismo que he hecho yo.
―¡Te veo muy convencida! Yo ahora debo pensar en mi carrera, todavía en rodaje. ―Sentía angustia al pensar en formar una familia con un montón de niños antes de que el trabajo despegase.
―A propósito, ¿qué tal te va con ese tío que estás defendiendo? He leído en los periódicos…
―Bueno, estamos diseñando una línea de defensa que disminuya los años de la posible condena. Los hechos dicen que ha sido él y, por lo tanto, parece ser que irá a la cárcel, pero debo encontrar una laguna jurídica para conseguir que se quede lo menos posible.
―Bastaría un pacto para llegar al objetivo ―comentó la otra ―¿O me equivoco? Lo he visto hacer en algunas películas.
Loreley sonrió.
―No quieren saber nada de eso. Peter Wallace no consigue todavía creer que su Lindsay esté muerta. Afirma que sólo le dio unas bofetadas y que cuando se fue ella todavía estaba viva y perfectamente. Las pruebas, sin embargo, lo contradicen. Sólo he hablado una vez con él para intentar saber algo más pero me pareció que me estrellaba contra un muro de silencio y reticencia.
―No te será fácil conocer la verdad si él no está dispuesto a colaborar.
―¿Te importa si cambiamos de tema? Me gustaría evitar pensar en el trabajo esta noche.
―No me importa en absoluto.
Ester levantó la mirada hacia el trocito de cielo que se entreveía más allá de los altos edificios enfrente de ellas.
Hubo un instante de silencio en el que Loreley observó el hermoso perfil de su cuñada, los largos cabellos oscuros sueltos sobre la espalda, la mirada perdida allá arriba, pensando quién sabe en qué. No sabiendo qué más decir, sacó el primer tema que le vino a la cabeza.
―¿Echas de menos tu ciudad? ―le preguntó.
Ester tuvo un ligero sobresalto.
―No… bueno, no sabría decirte. De vez en cuando aparecen imágenes, escenas que me la hacen recordar, pero no siento su nostalgia, no hasta el punto de querer volver a toda costa. En compensación, echo de menos a mi hermano, aunque recuerdo muy pocas cosas de él. ―Hizo una pequeña pausa, durante la cual se enrolló una pequeña porción de cabellos alrededor del dedo índice ―Querría volver a verlo pero no sé dónde está, ni cómo ha acabado.
―En cualquier sitio tiene que haber una pista.
―Sólo la nota que dejó a Hans antes de desaparecer, en la que decía que quería encomendarme a él.
¿Una nota para Hans escrita por Jack?, se preguntó perpleja.
Hans no le había dicho nada de esto a ella. Nunca había comprendido el motivo que había empujado a Jack a irse tan deprisa y ya había transcurrido más de un año desde que había sucedido.
―Hagamos algo bueno: vamos a darles la lata a nuestros hombres, allí en el salón ―propuso Ester.
***
Cuando salió del ambiente templado de la oficina, el aire fresco de octubre la despertó del embotamiento en el que se encontraba desde hacía unas horas: aquella mañana se había levantado con una náusea que le había hecho saltarse la comida. Era probable que estuviese enfermando, quizás fuese aquel malestar que precede a la gripe auténtica.
Levantó la mirada: unas nubes amenazadoras oscurecían el cielo de la tarde y los árboles desnudos parecían escuálidas prolongaciones del suelo vuelto hacia lo alto. El viento fuerte la obligó a cerrar la chaqueta y a anudarse mejor la bufanda de seda alrededor del cuello. No le gustaba el invierno, a no ser por Navidad y las divertidas jornadas de patinaje sobre el hielo.
Llegó con prisa hasta un taxi que, un poco más adelante, estaba dejando a un cliente, e hizo que la llevase a casa. En cuanto abrió la puerta sintió el olor de comida. Se quitó el abrigo y lo apoyó en el sofá junto con el bolso, luego se asomó a la cocina. Mira, con su acostumbrado uniforme azul y un delantal blanco estaba preparando la mesa.
―¿Tienes hambre? ―le preguntó la asistenta volviéndose para mirarla: los pequeños ojos azul celeste sonreían, así como los labios sutiles y delicados.
Loreley había querido que la tutease: odiaba las formalidades y las reverencias, ya las tenía que soportar en el tribunal.
―A decir verdad, no mucha. ¿Ha vuelto Johnny?
―Está encerrado en el estudio. La cena casi está lista.
―Voy a avisarle.
Necesitó un poco de tiempo para sacarlo de la mesa de dibujo pero luego Johnny devoró un enorme bistec a la plancha y una cantidad de verduras que ella habría consumido en dos comidas.
Llegado a un punto Loreley apartó su plato con un gesto de disgusto: no entendía porqué ver a Johnny comer mucho, aquella noche le molestaba tanto.
Se levantó excusándose y se dirigió al baño para darse una ducha. Cuando el calor del agua la relajó, dejando espacio libre para los pensamientos, ya no se resistió. Divagó durante bastante tiempo en el pasado, en la época de la universidad, con Davide, el primer encuentro con Johnny y su futuro con él. Un futuro a largo plazo… Convertirse en una auténtica familia.
¿Qué diablos estaba pensando?
Johnny nunca le había dado a entender que quisiese crear una con ella. Ya había tenido una esposa y había escapado de ella después de unos cuantos años. Durante el matrimonio había traído al mundo incluso una hija, de la que hablaba poco, a diferencia de tantos padres que...
Interrumpió aquella secuencia de pensamientos con un escalofrío. Abrió la boca de par en par y el agua acabó en la garganta. Tosió para echarla fuera mientras cerraba el grifo. Fueron necesarios unos segundos interminables antes de que volviese a respirar bien.
Se apoyó en la pared de baldosas mientras se apartaba del rostro el cabello mojado. Aquel día debía volver a tomar la píldora y no le había venido nada. ¿Cómo era posible?
Había leído en algún sitio que, con algún tipo de anticonceptivos, podía suceder que el flujo disminuyese hasta desaparecer. Sí, debía ser esto.
¿Y si algo no había ido como debiera?, se preguntó escurriéndose los cabellos con gesto nervioso.
Aquella duda la puso tan intranquila que la indujo a secarse con rapidez y vestirse de nuevo. No podía esperar a mañana y quedarse con la incertidumbre o esa noche no pegaría ojo.
Una vez preparada dijo a Johnny que había olvidado comprar los habituales analgésicos y salió a la carrera.
En pocos minutos llegó a la farmacia cercana, en la otra parte de la calle. Entró y pidió un test de embarazo: era absurdo que se preocupase tanto pero sabía que podía haber un margen de error.
Cuando volvió a casa encontró a Johnny tumbado sobre el sofá concentrado en ver un partido de fútbol americano; ella aprovechó el momento para desnudarse y encerrarse en el baño sin ser molestada: nadie podría arrancar a Johnny de allí, ni siquiera la perspectiva de muchas horas de sexo desenfrenado.
Siguió las instrucciones que venían en el envase y esperó el resultado. Habría debido hacer el test por la mañana, al hacerlo por la noche se arriesgaba, como mucho, a tener un resultado negativo, nunca un falso positivo. En ese caso, habría repetido la prueba al día siguiente.
Sentada en el taburete se imaginó las posibles reacciones de Johnny si el resultado fuese positivo. Nunca habían hablado de boda, imagínate de tener hijos. Sería un duro golpe para ambos.
Miró el reloj, luego el indicador del test...