Kitabı oku: «Boston», sayfa 2

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Lo cierto es que a Fisher le disgustaban todos los objetos. Había tratado durante los últimos meses de deshacerse de cuantos pudiera. No obstante esto lo había llevado únicamente a una plétora de sistemas neuróticos que lo perseguían a cada minuto, despierto o dormido. Aquella noche el dormitorio de Fisher contenía su cama, una silla, una radio barata, un escritorio hecho con dos ficheros en proceso de oxidación y una puerta robada del sótano, un atril y, en el rincón, su violín: don Chirridos. No es que Fisher no tuviera talento musical, era aún peor. Pero odiaba su trabajo y un odio profundamente asentado suele generar desatadas fabulaciones. Creía realmente que era un violinista aficionado con habilidades. Pero era lamentable. Un terrible arañaviolines capaz solamente de desafinar un puñado de sencillas melodías tradicionales aprendidas de oído y acompañado por un grupo de gruñones entusiastas de la comida ecológica. Este era el grupo de cámara de Fisher, cuyas habilidades alababa ante cualquiera que le preguntara cuando portaba a don Chirridos.

¡Otra vez despierto! exclamó Aunque he eliminado todo objeto posible de este apartamento, los que permanecen han tomado las características de sus hermanos fenecidos y me mantienen en vela. Podría vivir sin ese escritorio soltó de repente sentándose en la cama y mirando a su alrededor en la habitación. Entonces se planteó si sería capaz de dormir sin cama. Así pensó Seríamos solo yo y mi violín y mi atril y mi papel pentagramado y los Tres Bolígrafos Esenciales y mis libros de música. ¡Eso sí que sería una buena forma de vida! gritó. Consideró brevemente dormir cada noche en nueve o diez tiras de papel de cocina. ¡A quién pretendo engañar! aulló ¡Tengo diez mantas en la cama y me estoy congelando! Se apoyó de nuevo sobre el vendaje. ¡Aaaahh! chilló. Se apoyó sobre los hombros. Es sádico el amor que os tengo dijo a sus posesiones. Lo único que quiero en esta vida es mi violín. Y los Tres Bolígrafos Esenciales. ¡Te quiero en pelotas! gritó al apartamento. El nuevo credo. Minimalismo vital. Por supuesto que me gustan las cosas, nacemos para querer y atesorar cosas. Pero las prefiero cuando arden y se despedazan. Mira esa silla horrorosa. ¡No te necesito! le gritó Si me deshago de ti mañana habré logrado algo. Podría aprender a tocar montones de piezas, montones de pasajes difíciles, si tirara la silla y quizá también el escritorio. Bien esto es una idea, ¡el valor toma la palabra! Fisher se zambulló de nuevo en el intranquilo mar de sábanas aporreando el colchón con frustración. Permanezco despierto por culpa de cosas ¡de cosas! Pero repentinamente arrepentido pensó ¿Quién soy yo para quejarme?

Fisher había conocido a un hombre que dependía por completo de un objeto para dormir. Una máquina del sueño que una vez enchufada emitía un ronroneo y una seductora luz rosa. Este artilugio se fabricaba en Liechtenstein o Mónaco o cualquier otro lugar remoto y cuando una noche dejó de funcionar y tuvo que ser deportado a su país de origen el hombre comenzó a deshacerse. Cada día llegaba al trabajo con un aspecto más demacrado que el anterior. Comenzó a tomar seis o siete cócteles con la comida, con un temblor continuo y gritando sin parar a sus compañeros. Aparentemente la Schlafensmechanik se perdió en el Luftpost puesto que nunca regresó. Pero bastante antes de que debiera haber sido devuelta su dueño fue arrestado desgañitándose sin consuelo tras tratar de asesinar a un investigador del sueño. Este inoportuno le había dicho al pobre hombre que «no hay necesidad física de sueño» y le mostró evidencias científicas: algunos babuinos han sido obligados a jugar al baloncesto durante novecientas horas seguidas y posteriormente se han lanzado a procrear con absoluta normalidad.

Fisher siempre se retorcía de la risa con esta historia y al retorcerse se apoyó sobre el vendaje y ¡Aayyyyy! se incorporó sintiendo un latigazo en la herida. Observó la habitación. Finalmente cuando sin ser consciente el domingo se hizo lunes, cayó en la cama y se sumió en un sueño sin descanso y lleno de recelo.

1 El título del capítulo hace referencia a la misma obra que la cita inicial, Walden, de Henry David Thoreau. En numerosas ediciones, parece ser que en contra de los deseos del propio Thoreau, se subtituló «o mi vida en los bosques». La traducción de la cita corresponde a la edición de Javier Alcoriza y Antonio Lastra en la editorial Cátedra (2005).

2 La laguna Walden, en la que Thoreau vivió entre 1845 y 1847, pertenece a la localidad de Concord, vecina de Lexington, ambas en el estado de Massachusetts y consideradas parte del área metropolitana de Boston, de la que se encuentran a unos 30 kilómetros. La Batalla de Concord-Lexington da inicio a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos en abril de 1775.

3 El poeta y ensayista Ralph Waldo Emerson lideró el movimiento del transcendentalismo, desarrollado fundamentalmente en la costa este estadounidense. Amigo y mentor de Thoreau, fue en un terreno de bosque de su propiedad en el que Thoreau construyó la cabaña junto a la laguna Walden en la que pasó dos años.

4 Harvard Square se sitúa en pleno centro de Cambridge, junto al histórico campus de la universidad. Centro comercial y de transporte, los residentes la conocen sencillamente como «la Plaza».

5 Barrio de Boston situado al sur del río Charles. Es una zona comercial de alto nivel caracterizada por albergar edificios clásicos victorianos, así como algunos de los edificios más altos de la ciudad, lo que la convierte en uno de los barrios más caros de Boston.

II. Divagaciones del protagonista

Afortunadamente el accidente de Bill Fisher en Walden no lo ha mantenido alejado del trabajo ¡y además es más fácil verlo por los pasillos con ese enorme vendaje! ¡Esperamos que te recuperes pronto, Bill!

Nota aparecida en el boletín del instituto.

Sí, afortunadamente abrirme la cabeza en el hielo no me ha mantenido alejado del trabajo pensó Fisher Mi trabajo aquí en este gran instituto. Dios no lo quiera. ¿Y quién dice que fue un accidente? se lamentó encorvándose en su escritorio como un zepelín mutilado. A solas en el centro de estudios Fisher no tenía nada en lo que pensar. Aunque para compensarlo a su alrededor se pensaba frenéticamente. Estaba rodeado en su misma planta de personas con titulaciones intermedias; en el piso superior, con diplomas menores; y sobre ellos dos capas de gente con títulos superiores, pipas, chaquetas de tweed y fregaderos individuales en sus oficinas para los utensilios del café. Todos soñaban. Al menos estaban todos sentados con la cabeza entre las manos igual que Fisher. Aunque pensaban en algo distinto a sentarse con la cabeza entre las manos. O eso se suponía al menos. Fisher imaginaba el instituto como un gran «Pastel de Ciencia» con sabor a levadura. Un baklava de ideas. Su oficina era pequeña y gris y ni siquiera la tenía para él solo. Tras un rudimentario panel de partición de la década de los cincuenta se sentaba un hombre con una titulación mediocre que le gritaba periódicamente. Fisher y el hombre (un tal profesor Smith)6 se comportaban como si tuvieran oficinas separadas pero no era más que una ilusión. Si Fisher quería fumar tenía que ir a la «sala de fumadores» que había sido creada por el presidente del grupo antitabaco («anti-» precisamente) del instituto. Un banco, un cubo. Fotografías de pulmones. Era absurdo. Tengo hambre, tengo sed pensó Fisher. Me pregunto si sonará el teléfono.

Sonará sin duda si cojo mi violín y me escapo a hurtadillas escaleras abajo hacia las máquinas expendedoras. ¡Las máquinas expendedoras! Ahí es donde se vive de verdad. Abajo en el gran sótano del instituto. Bajo las cálidas y hojaldradas capas de profesores soñadores. La masa humeante de tristes nostálgicos que sin duda planean en este momento toscas sorpresas de ingeniería genética para todos nosotros. O casi todos. No para ellos, desde luego. Pero es debajo donde está el auténtico meollo del instituto, el violento mundo del sótano.

El sótano es muy cálido en invierno. Entrar en él supone caer redondo por el poderoso olor amoniacal de las magníficas imprentas del instituto. Amplias avenidas canalizan carretillas elevadoras e incluso pequeños camiones eléctricos cargados de bebidas frías para los habitantes de las tripas. ¡El rugir de motores! Y desde los grandes bulevares del sótano se pueden ver los camiones alejarse en la distancia. A veces el sótano es como una mina. Inexpresivos y demacrados hombres conducen vagones, llevan a sus compañeros hacia las entrañas donde se realizan numerosos servicios propios de superhombres para los esponjosos soñadores de las cálidas capas superiores. Los hombres son mugrientos ahí abajo. Fisher se preguntó si habrían subido alguna vez a las plantas superiores los tipos sucios que permanecían en torno a las máquinas expendedoras depositando sus escasos centavos en ellas. A veces los entretenía con su violín (¡o eso pensaba él!): hombres con monos de trabajo bailando tarantelas y extrañas polcas en las infrecuentes áreas iluminadas de los oscuros túneles del sótano. Tengo que acordarme de ensayar pensó. A veces se podían escuchar los cantos fúnebres de un entierro en el sótano. Se supone que nadie debe verlos pero en susurros contenidos hay quien asegura haberlo hecho. Porteadores vestidos con monos negros cargan al fallecido hacia las entrañas en una de las carretillas eléctricas. Entonan sus cantos fúnebres al ritmo que un lúgubre percusionista marca sobre un bidón. Cuando Fisher decidía que el teléfono no sonaría y los soñadores de su planta parecían tan entumecidos por su propia esponjosa calidez que no requerirían nada de él, siempre se dirigía al sótano. Para una animada visita a los corpulentos hombres que lidian con verdaderos problemas. No los estúpidos enigmas concebidos cada hora e inmediatamente patentados en la masa dulce de las capas superiores.

Pero la capacidad de respuesta e incluso la determinación de Fisher se habían visto embotadas por el accidente y no tuvo la iniciativa de bajar al sótano. Permaneció sentado con la mirada fija y borrosa en su calendario. Normalmente se excedía trabajando. Habitualmente se estremecía ante la previsión de su próxima tarea. Era conocido por sus respuestas inmediatas ¡ME PONGO AHORA MISMO A ELLO! ¡SIN PROBLEMA! ¡DÉJALO EN MIS MANOS! Pero ahora estos pelmazos ven a otra persona pensó Cuando hacen pasar su brujería por mi escritorio. Les mantenía la mirada en blanco no por desafiarlos sino por mero adormilamiento. ¡Lerdo, estoy completamente lerdo y atontado para siempre por haberme golpeado la cabeza! pensó. ¿Dónde está tu informe? ¡Normalmente escribes un informe de veinte páginas! No podía recordar cómo responder a las quejas ¿? si es que había habido quejas. Mis únicos pensamientos claros se dijo Son sobre mi violín. Pero esto tampoco era cierto. Las sencillas melodías cortas que había aprendido antes del sábado quedaron desmembradas por el accidente el domingo. ¡Domingo! se lamentó ¿Cuándo volverán a ser normales mis reacciones? ¡Cállate! saltó Smith al otro lado de la partición.

Ojalá estuviera en casa pensó Fisher Me encanta estar en casa. Allí era donde se imaginaba que tocaba tan dulcemente a don Chirridos. Puedo hacer cualquier cosa que me apetezca en casa, no solo tocar con abandono emocional sino también escribir incisivos comentarios sociales y comprender a Locke y a Pollock pensó. Cuando Fisher estaba trabajando solo deseaba estar en casa. Pero cuando de hecho llegaba a casa comenzaba inmediatamente a inquietarse por el trabajo. Por el presupuesto y el informe sobre el uranio. En una noche cualquiera, se sentaba, se levantaba, se sentaba, se levantaba, danzaba alrededor de la casa, se sentaba, miraba desconsoladamente su violín, se levantaba, preparaba té, se sentaba, trataba de dibujar, arrugaba el dibujo, se levantaba, golpeaba los radiadores tratando de obtener calor, se sentaba, escribía pensamientos sobre un tipo que odia su trabajo en un cuaderno, le gustaba, lo odiaba, lo estrujaba chillando ¡Tengo demasiado papel en blanco!, se levantaba, buscaba en su apartamento objetos que tirar a la basura, se sentaba, miraba con el ceño fruncido sus muebles. Dos negros que se habían operado para convertirse en mujeres y ejercían de prostitutas y se amaban, vivían sobre Fisher y a menudo se enconaban la una con la otra por la noche. Y sobre ellos vivía la casera, un tiburón martillo. Odio estar en casa se lamentó. Al menos todo en la oficina pertenece a otro y no puedo más que vivir con ello, ¡ni hablar de minimalismo vital en el trabajo! No obstante Fisher había arrojado silenciosamente dos viejas sillas por la ventana de la escalera una tranquila mañana de primavera y nadie se quejó. Excepto la policía y la ventana del compañero que golpearon. Y se está calentito aquí dijo en voz alta. En casa temblaba sin parar en el frío infinito. El único ejercicio que practicaba era caminar hasta los bares y golpear el radiador. Sacaba el violín y tocaba algunas notas en el gélido aire y entonces, temblando, decidía dejarlo por hoy, fuera cual fuera ese hoy, y embestir hacia la cocina donde picaba algo y se encogía temeroso. Fisher le tenía pavor al abandono nocturno: el rescate de la televisión de su escondite en un armario y la alimentación ganadera a base de galletas y cerveza. Gimoteaba suavemente. Pero no está tan mal mi casa pensó Pronto me habré librado de todo lo que no necesito. No tendré nada más que mi violín, los Tres Bolígrafos Esenciales, libros de música y papel pentagramado. Y mi atril. Compraba bolígrafos y nuevos tipos de papel cada semana. Estoy enfermo pensó Quiero un bolígrafo nuevo ahora mismo, mi accidente no me ha ayudado, de eso soy consciente. Los fetiches te limitarán y te destruirán. Pero tienes que mantener tus manías dentro de límites razonables. Pero ¿por qué no se dan cuenta se preguntaba De que soy violinista?, ¿que no pertenezco a todo esto? ¿Cómo es que no lo ven claro y evidente? ¿Por qué no me he transformado? ¡Quizá sería más sencillo si pudiera librarme de este letargo postraumático y cuando entrasen con su puto presupuesto, lo cogiera y saltara sobre el escritorio y me colgara de la lámpara uh uh uh uh como los monos! ¡Y lo hiciera trizas y me lo comiera! Encorvado sobre el escritorio con los ojos brillantes y hambrientos de los monos del zoo. Fisher se desplomó sobre la mesa. Ruido de pasos en el pasillo. Así no arreglamos nada se lamentó. El presupuesto. Ya. Ahora, tiene que ser ahora cuando hay trabajo que hacer. Y no me he tomado ni un dulce. Y no me he escapado al sótano para estar solo al menos unos cuantos minutos de mierda. Sonó el teléfono. Fisher se balanceó con las manos sobre las orejas: Laughton7 en su torre. ¡Ohhh las campanas!

Alargó la mano para coger el teléfono y se pinchó con la punta de un lápiz que sobresalía de una caja de té situada sobre la mesa. ¡Au! dijo al auricular. ¿William? respondió una voz de mujer. Fisher se ilusionó un instante hasta que fue consciente de que era la voz de su amante, Jillian Hardy. La relación con Jillian era tensa. Tensa por culturales miramientos, atrapada en clínicos tocamientos. Ya lo verán. Ninguno de los dos estaba cómodo. ¿Jillian? Sí ¿qué tal? No muy bien la verdad, me di un golpe en la cabeza. ¿Eh?, ¿con qué? Con la laguna Walden. ¡¿Cómo?! Fui ayer con Donald y me resbalé en el hielo y me golpeé la cabeza. Me dieron diez puntos. ¡Puntos! Dios Santo William los exámenes. Mis exámenes están a la vuelta de la esquina dijo ella. ¿Y qué tiene esto que ver? preguntó Fisher que conocía muy bien la respuesta. Pero ¿por qué me haces estas cosas? se quejó Jillian. No te lo hice a ti, me lo hice a mí contestó Fisher con enfado. Si te lo hubiera hecho a ti jamás me permitirías olvidarlo pensó Además no lo hice yo, sucedió. En serio William ahora supongo que tendré que cuidarte. ¡No te molestes! Oye no me gusta el tono este que me pones ahora todo el tiempo. Mientras escuchaba con resentimiento a Jillian, una nube gaseosa comenzó a formarse en los intestinos de Fisher. ¡Tengo que cambiar de asiento! quiso gritar. No sé a qué tono te refieres respondió en un leve chirrido. Sí que lo sabes. Tengo que… ¡hiiii! gritó Fisher que empezaba a sudar con profusión. ¿William? ¿Estás… dolorido? Ooooh gimió Fisher Hablamos luego. ¡Muy bien! ¡Solo trataba de ser comprensiva! Esta noche hablamos concluyó Fisher. ¡No estés tan seguro! Se colgaron mutuamente. Fisher corrió hacia la puerta y aceleró pasillo adelante. Perdió el equilibrio un momento —¡Yaaaa!— al resbalar en un charquito en el que chapoteaba perezosamente un conserje. Se enderezó y alcanzó el baño, aliviándose sonoramente en la fresca caverna. Fisher podía tener otros atributos pero desde luego no el de la discreción. ¡Dios! exclamó una voz quejumbrosa en un cubículo cerrado.

PLANETARIO DE BOSTON

El Boston que describe este texto se asienta en el fondo de un gran cuenco. ¿Quizá un cuenco natural fruto de la geología como el gran cráter en el que se encuentra Los Ángeles? ¡Pueden pensar eso si lo prefieren! Pero, querido lector, lo cierto es que Boston se sitúa en el fondo de un gran inodoro. Una auténtica letrina.

Año tras año de agosto a julio toma asiento sobre este inodoro un Ser tan imponente, tan enorme que nadie nunca lo ha visto o le ha puesto nombre. No podría ser Dios puesto que Dios es misericordioso. Pero desde su asiento el Ser tiene una visión de conjunto de la costa este, hacia el oeste los Apalaches, Ohio, quizá Pikes Peak8 en un día claro. Ya se hacen ustedes una idea (si, digamos, el inodoro estuviera a 30 kilómetros de altura y el Ser tuviera proporciones humanas sus ojos se elevarían a 150 kilómetros y podría quizá ser capaz de ver Hawái. Por supuesto ojos de tal tamaño captarían más luz… podría entre otras cosas ver a gran profundidad bajo el agua). ¡Suficiente! La cuestión es que todo lo conocido por medios meteorológicos, astronómicos y metafísicos en Boston son las paredes de esta gigantesca letrina (en cuyo lado oeste se encuentra el fresco de los Berkshires)9 y El Culo (¡a esto sí le han puesto nombre!) del Ser. De agosto a julio el cielo bostoniano es oscuro, su horizonte de porcelana y su entorno agua, hielo y desechos. Todo lo que se puede escuchar, sentir y oler es El Culo. ¡El Culo! Acuclillado en lo alto con firmeza. Produciendo una continua y nefasta excreción que sus desafortunados habitantes denominan lluvia y nieve. ¿Pero cómo puede eso ser lluvia si huele a perro muerto? ¿Cómo puede ser nieve si es negra como el carbón? Estas denominaciones son fruto meramente de la consideración hacia los foráneos. Tras tantos años en esta situación a los bostonianos no les queda ya decoro alguno. Apenas numerosos placeres minúsculos frente a esta avalancha. No tratan de engañar a nadie. Los signos de su terrible suerte están grabados en sus rostros como lo está la desconfianza.

El Instituto de Ciencias se sitúa en pleno centro de este Boston, con aspecto de poder haber sido expulsado de El Culo en torno a un siglo atrás. Expande su color gris a lo largo de varias hectáreas cerca de Boston Common10 hasta el límite de Back Bay donde se detiene indiferente.

Fisher sentía que no podía regresar a la descorazonadora pequeñez de su oficina. Decidió ir a realizar un recado que le había encargado Smith. La distancia hasta la biblioteca era más que considerable. Mientras caminaba hasta allí Fisher no sabía qué hacer con las manos. Si las metía en los bolsillos delanteros de sus pantalones parecía demasiado nervioso. Si las ponía en los bolsillos de la chaqueta parecía que estuviera tratando de hacerse pasar por un joven profesor universitario. Si las introducía en los bolsillos traseros de los pantalones parecía un delincuente juvenil. De cuando en cuando durante el paseo por los pasillos del instituto se distrajo de la cuestión de las manos mirando por la ventana hacia Boston, los edificios bajos y grises del instituto creciendo como papilomas. Se planteó por qué en mañanas como aquella la ciudad no se congelaba por completo. Aunque quizá entonces pensó Los papilomas se caerían. Está todo cuidadosamente construido. Alguna mañana no vendré a trabajar y aparecerán por mi apartamento con una palanca y me encontrarán congelado, pegado a la cama. Comenzó a murmurar insultos contra su casera pero se dio cuenta de que había llegado a la biblioteca. Entró. Tras el mostrador había una bibliotecaria tecleando. «Miss Mapes» rezaba su insignia. Fisher permaneció tras el mostrador mirándola boquiabierto.

Desde la punta de su maravilloso cabello caoba, barrido por el viento y atado en una coleta, hasta sus atléticas piernas y sus pies cubiertos por mocasines y calcetines verdes a media pierna, Fisher la encontró bellísima. También mecanografiaba con bastante eficiencia. Junto a ella había algún tipo de amorfa decoración navideña que ella misma debía de haber traído. Fisher sacó un pedazo de papel de su bolsillo y lo miró, luego la volvió a mirar a ella. Te quiero pensó aclarando su garganta. ¿Tienen Mitocondrias para modernos? preguntó mirándola a los ojos mientras ella se giraba al escuchar el graznido. Los ojos eran azul pálido, fascinantes. Voy a ver dijo volviendo a su escritorio. Te deseo pensó Fisher Quiero una niña pija. Quiero que me lleven a navegar en el velero de Papaíto y beber gintonics y tener fines de semana solo para nosotros en la casa grande de Connecticut. Pasillo 40 informó Miss Mapes tras consultar el catálogo. Muchas gracias respondió Fisher quien al girarse rápidamente tropezó con una estudiante oriental. Se disculpó y caminó hacia las estanterías vigilado pensó ¡Por ojos rasgados por el odio!

El pasillo 40 era atractivo y Fisher disfrutó avanzando por él. Se encontró rodeado de libros sobre la vida en sus formas más sencillas y lastimosas. Apasionado plancton, el drama de las diatomeas. Se detuvo en la estantería indicada y buscó el libro que Smith tan ardientemente deseaba. Fisher coordinaba la edición del último libro de Smith. Esto significaba teclear y volver a teclear cientos de páginas de ecuaciones diminutas. Encontró Mitocondrias para modernos y lo sacó de la balda. Era un viejo libro de páginas ya amarillentas lleno de fórmulas. A Fisher se le redujo la temperatura corporal ostensiblemente. Voy a tener que teclear esto pensó Todo esto. Miró a un lado y otro del pasillo y al no ver a nadie puso el libro en el suelo haciéndolo descansar sobre los bordes como una tienda de campaña. Cogió una caja de cerillas del bolsillo y a toda prisa prendió fuego al libro. Se agachó y sopló para avivar las llamas que rápidamente se hicieron con las viejas y secas páginas. Dio un paso atrás y admiró la fogata. La pateó ligeramente para mantenerla alejada de los libros de la balda inferior. Mientras permanecía contemplando el chisporroteante libro sonó una alarma. Estrujó la caja de cerillas en su bolsillo y se dio la vuelta para salir. Pero en ese momento vio a Miss Mapes corriendo hacia él por el largo pasillo 40.

¿Qué pasa? jadeó al llegar a su lado. ¡Ese libro está ardiendo! la informó Fisher señalándolo y adoptando una mirada de preocupación. ¡¿Qué?! exclamó ella en pleno ataque de pánico. Ha sido de lo más extraño explicó Fisher girándose para seguirla cuando ella comenzó un rápido trote de regreso a su escritorio. Contempló su culo agitándose en la falda caqui. Estaba caliente siguió Fisher Casi abrasando cuando lo cogí de la estantería. Aún a la carrera Miss Mapes se giró y lo miró con ojos extrañados. Extrañados sí pero confiados pensó Fisher antes de concluir ¡Y entonces echó a arder!

Miss Mapes alcanzó el mostrador y sacó un pequeño extintor que había debajo. ¡Tengo que salvar la biblioteca! gritó ¡Fuego! Estudiantes de otras tierras levantaron las cabezas de sus mesas sin comprender nada. Inferno? Shénme…? Miss Mapes volvió al galope al pasillo 40 seguida de Fisher quien de nuevo desde atrás admiraba su constitución equina a través de las líneas clásicas de su sobrio traje. La vio agacharse y sonrojada por tanta alteración rociar espuma blanca sobre el humeante libro que en realidad ya había ardido por completo. La alarma continuaba sonando. Miss Mapes vació por completo el extintor sobre el pequeño montículo negro para más tarde con delicadeza pisotear la torre de espuma que había construido. Se volvió hacia Fisher y contempló el desastre humeante. ¿Dijiste que estaba caliente? le preguntó arrugando sus finas cejas. Sus ojos brillaban como el río Delaware avanzando entre ondeantes campos de cereal, cuyas espigas serían sus pecas (solo unas pocas). Sí aseguró Fisher Estaba caliente al tocarlo y luego ardió. Caminaron de regreso al mostrador. Hemos tenido suerte de que yo lo hubiera cogido se felicitó Fisher Podría haber ardido todo. Tendré que llamar al jefe de biblioteca contestó Miss Mapes. Fisher contempló su bronceada mano marcar ágilmente el número. Habló un minuto y otro más tarde un hombre que olía a ámbar gris aparecía encorbatado junto a Fisher. ¿Qué sucede Alison? Así que Alison pensó Fisher. Un libro se ha quemado señor Ropp. ¡¿Qué?! estalló el hombre, que había estado observando a Fisher. Un caso de combustión espontánea intervino este sin que nadie le preguntara. Los ojos del señor Ropp se entrecerraron alarmantemente. Los libros no hacen eso caballero. ¿Y quién es usted si puede saberse? Ah Fisher, William Fisher, soy administrador en Ingeniería. Ropp lo miró desdeñoso de arriba a abajo. ¿Era un ejemplar antiguo? Sí respondió Alison Era un viejo texto de bioquímica. Casi alquímico de tan viejo bromeó Fisher de nuevo sin que nadie se dirigiera a él. Muy divertido dijo Ropp Combustión espontánea en mi biblioteca. Sí asintió Fisher Todo es un infierno últimamente. Ropp le lanzó una mirada penetrante y se giró hacia Alison. ¡Apaga la alarma por Dios Santísimo! Y se alejó caminando. Cuando llegó a su despacho gritó ¡Haz un informe! Sus ojos desaparecieron tras intentar sondear el alma de Fisher.

Alison ofreció a Fisher una sonrisa maravillosa. La alarma seguía sonando. Necesitaré tu número de teléfono. 2197 dijo Fisher. Y ella preguntó ¿Cuál es el teléfono de tu casa? 490 2770 respondió Fisher absolutamente sorprendido. Ella levantó la vista y le sonrió afectuosamente, espléndidamente. Te llamaré para esto sonrió. El significado de sus palabras no ofrecía duda o eso creía Fisher. Se sonrojó, sonrió y dio un tropezón hacia atrás. Sí claro vale tartamudeó. Se giró y se dirigió hacia la puerta. No me lo puedo creer pensó Podría llamarme a casa Alison Mapes. Pero al abrir la puerta fue arrojado al suelo por una poderosa corriente de agua, fue derribado y zarandeado de vuelta a la biblioteca ¡por un torrente de agua! que rugió al adentrarse en la sala. Mientras Fisher trataba de luchar contra la embravecida catarata y secciones aisladas de su cerebro intentaban entender qué sucedía escuchó voces y a Alison que gritaba ¡Parad! ¡Parad! Un instante después cesó el torrente y mientras Fisher se levantaba a tientas con punzadas en la piel y zumbidos en los oídos vio a la pandilla de latinos que formaba el cuerpo de bomberos del instituto. Todos llevaban chubasqueros amarillos y suestes y estaban tan empapados como Fisher. Los cuatro permanecían con una manguera que aún goteaba agua en las manos y miraban a Fisher con reticencia. Alison apareció corriendo. ¿A qué viene esto? preguntó mirando por algún motivo a Fisher. ¿A mí qué me cuentas? respondió enfurecido ¡A ellos, pregúntales a ellos! Alison miró al cuerpo de bomberos. La larma dijo uno de ellos Estaba la larma. Fisher miró su ropa, que tenía la coloración mate propia de la tela empapada. Sus zapatos eran batiscafos. No me lo puedo creer pronunció. Lo siento tío se disculpó otro miembro del cuerpo. Fisher miró a Alison y comprendió abatido que ella podría echarse a reír en cualquier momento. Colorado, atravesó el grupo y salió al pasillo. Los zapatos chapoteaban sobre las baldosas. Dobló una esquina y se detuvo a mirar por la ventana la ciudad congelada. Estoy empapado pensó. No sabía qué hacer. No podía irse a casa, hacía siete grados bajo cero en el exterior. Comenzó a caminar de regreso a su oficina.

Encontró miradas de extrañeza en los pasillos. El ser humano no está en su entorno pensó Fisher Cuando se encuentra en el bosque, en la montaña o en el mar. Tampoco en el desierto, en el Ártico o en la Antártida. El entorno del ser humano es la oficina. Nuestra lucha. La oficina. Es infernal. Pero ¿quién dijo que nos tenga que gustar nuestro entorno? ¿Quién le ha preguntado a las estrellas de mar si disfrutan reptando en un fondo arenoso y oscuro? ¿Quién sabe si la iguana es feliz en un colchón de guano secado al sol? Es peligroso poner en duda el entorno de la gente. Se ponen histéricos. ¡Estúpidos! soltó Fisher echando chispas ¿No habéis visto nunca a nadie calado hasta los huesos? Hacia la oficina. Una mujer amarillenta sacó la cabeza de su despacho y con una sonrisa dentona exclamó Oh ¿llueve? Fisher valoró la posibilidad de golpearla con uno de sus zapatos que podrían fácilmente pesar setenta kilos pero ¿cómo levantarlos? Todo lo que podía hacer era caminar en su ropa empapada y pesada. Alcanzó trabajosamente la puerta de su oficina y entró. Inmediatamente una voz desde el otro lado del panel.

¡Fisher! ¿Dónde está el libro? ¡No lo tenían! gritó Fisher ¡Ha desaparecido! Se sentó y alargó la mano para encender el flexo. Al tocar el interruptor recibió una descarga eléctrica. ¡Aaaah! chilló. ¡No hagas ruido! respondió una voz. ¡Estamos trabajando! Al sentarse y combarse hacia delante, su ropa comenzó a gotear sobre la silla y en el suelo. Ante el incesante goteo consideró diversas formas de secar la ropa. Podría bajar al sótano y abrazar una cañería de vapor pensó O podría ponerme frente al tubo de escape de la habitación de la fotocopiadora. Miró a su alrededor y vio el radiador. Decidió que sería más sencillo, consideradas todas las opciones, desnudarse y colgar la ropa en el radiador que ardía al rojo vivo todo el invierno. ¿Estarás trabajando un rato? preguntó al otro lado de la partición. ¿Te callarás o qué? llegó la respuesta. Vale pensó Fisher. Hizo un cartel que decía ESTOY DESNUDO, lo rompió, escribió otro que decía SALÍ A COMER y lo colgó en la puerta, la cerró por dentro y apagó la luz. Se quitó los zapatos y los calcetines, pantalones calzoncillos chaqueta camisa y camiseta interior y los colgó sobre el largo radiador. Comenzaron a silbar y a llenar la habitación de vapor. Se sentó en el escritorio y trató de acostumbrarse a la sensación de estar desnudo. Si suena el teléfono lo responderé sin ropa pensó. Si acepto ciertas cuestiones de presupuesto mientras esté desnudo quizá podría utilizar esto como excusa para cambiarlo a mitad de año. Una forma de eludir los inevitables atascos presupuestarios de abril. Tendría qué responder a los auditores del Gobierno. «Pero aseguró que el equipamiento para este proyecto costaría solo diez mil dólares». Sí, pero estaba desnudo cuando acepté. «¡¿Cómo?! ¿Y qué pasa con la fecha de finalización?». Lo siento pero no estaba vestido cuando me comprometí a cumplir esa fecha. Estaba desnudo, ¡desnudo en mi oficina!

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