Kitabı oku: «La política de las emociones», sayfa 3

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LOS DATOS COMO CARRETERA HACIA EL VOTANTE

Llegar en el momento adecuado, a la persona adecuada y con el mensaje adecuado se consigue a través de tres ámbitos fundamentales, también por parte del mundo de la política: primero, la analítica, que estudia cómo utilizar los datos para alcanzar a los votantes. Segundo, el trabajo entre equipos propicia la colaboración de diferentes disciplinas dentro de una misma empresa. Y tercero, las plataformas integradas señalan cómo poner los datos en el centro y utilizar la tecnología para llegar al núcleo de cada dato. El empuje de la transformación digital ha cambiado el método de trabajo de las empresas y también de organizaciones políticas e instituciones, especialmente las que están en la vanguardia de la comunicación. La idea es no trabajar en reinos de taifas, sino unir departamentos vía la nube, donde se analice y procese la información, y que cada uno de los departamentos pueda acceder a ella de forma rápida y eficiente, haciéndola más completa.

Como en el mundo de la publicidad comercial, se personalizan banners y contenidos. Banners: la publicidad que nos llegaba tan solo hace cinco años tiene muy poco que ver con la que nos bombardea en la actualidad, de la mano de corporaciones y de actores políticos y sociales varios. Es publicidad inteligente, real y más relevante para los individuos. Lo ha explicado Miguel Tamayo, Audience Manager de Google España y Portugal. Google, por ejemplo, trabaja con la tecnología double click, que permite hacer creatividades dinámicas en el momento exacto en el que un usuario lo necesita. También existe, en clave de personalización de los mensajes, el remarketing dinámico o retargeting, que consiste en que, cuando un usuario ha visto un artículo anunciado en una web, ese producto le vuelva a aparecer cuando esté navegando por otros rincones de internet. La mejora de la tecnología ha afinado la publicidad. Y en cuanto a la personalización de contenidos, la tecnología también ha ayudado a avanzar notablemente.

A través de Google Optimize 360 se pueden generar listas de audiencias de gente que ha visitado una web con un patrón parecido, y modificarla a partir de lo que desea o demanda cada uno de esos usuarios. La gran evolución se extenderá en breve y algunas corporaciones ya experimentan sus avances gracias a la nube. Con Google Cloud, por ejemplo, se puede personalizar mensajes dependiendo del usuario, utilizando inteligencia artificial con motores de recomendación y mostrándole contenido relevante. Si estás suscrito, por ejemplo, en YouTube, el contenido que te ofrece la plataforma es diferente en función de cada persona. Igual con Spotify, gracias a la misma tecnología.

El ajuste personal coincide con la necesidad de hacerlo en tiempo real. La tecnología y la ubicación del dato en el centro de todo —data driven marketing— son claves para impulsar acciones a gran velocidad. Aceleradamente, como casi todo en nuestro mundo, en nuestro día a día. El sociólogo y economista William Davies, codirector del Centro de Investigación de Economía de Goldsmiths, Universidad de Londres, advierte en su libro Estados de ánimo (2019) que, si bien las emociones nos ayudan a adaptarnos a nuestro entorno, a su vez la información que transmiten en el momento puede estar rigurosamente reñida con los hechos verificados a posteriori. Nos deja claro, por tanto, que la cualidad esencial de las emociones, su inmediatez, es precisamente lo que las vuelve potencialmente engañosas al generar una reacción desmesurada (y miedo). Y remarca, como si pensara en Trump pero no necesariamente solo en él: «Empresas y políticos sin escrúpulos han explotado largamente nuestros instintos y emociones para convencernos de creer o comprar cosas que, con una reflexión más atenta, no habríamos creído ni comprado. Los medios en tiempo real, disponibles a través de la tecnología móvil, exacerban este potencial».

Este fenómeno lo explota una creciente industria de empresas de estudio de mercado que emplea la «inteligencia emocional artificial» para detectar signos de emoción en el cuerpo, la cara, los ojos y en nuestra actividad en internet. Es la ciencia de la emoción, que también sirve como herramienta de control político, al vincular nuestra vida «externa» y la «íntima». Porque, a diferencia de cuando apareció la importancia de los expertos allá en el siglo XVII, ahora existe la voluntad y la técnica que hacen posible detectar los estados de ánimo íntimos de la población. De testar su sentir. Ya a finales del siglo XIX, de hecho, se podían plantear científicamente interrogantes sobre qué quería la gente, con qué se identificaba y cómo se sentía. Para sondear primero el sentir popular respecto de la guerra, y luego respecto de lo que el mercado podía vender. Y finalmente, hoy para casi todo, incluida la política. ¿Hasta qué punto, en este sentido, nuestras elecciones no están más inducidas que respondidas por el mundo de la política o de la empresa? ¿Hasta qué punto lo que vemos en un político que cuaja, como por ejemplo Donald Trump, responde a su realidad o a una construcción comunicada con intención? ¿Y a partir de qué lo hacen?

Lo hacen a partir de nuestro rastro, de los datos, la clave de este potencial manipulador. Para la activación de la publicidad digital, los datos muestran el comportamiento del público objetivo o de interés. Y lo mismo en la política. ¿Hay que emitirles mensajes más centrados en el candidato, en el líder? ¿O mensajes más basados en las siglas del partido? Dependerá de los individuos. Dependerá del público o de los públicos que la organización se haya fijado como diana. Y los asesores podrán construir y proyectar un relato a partir de ello. Esta base puede influir determinantemente en la toma de decisiones y en la construcción de un liderazgo. La mejora del engagement1, en clave casi comercial, está asegurada. Quien mejor lo entiende, quien mejor lo practica, tiene asegurado mucho trecho en la fidelización y activación de públicos afines. El equipo de Donald Trump cuenta con profesionales del sondeo en lo más íntimo del núcleo de asesores del presidente. Por eso, algo importante nos debe quedar claro de entrada: el comportamiento del líder en la red y en los medios no es arbitrario. Lo puede parecer, encajaría con él y suena auténtico. Pero no pasa porque sí, ni porque nadie lo haya podido evitar. ¿Más inquietante aún, verdad?

EL CAOS COMO ESCALERA

Bob Woodward escribió en 2018 Miedo. Trump en la Casa Blanca. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible: eso habría generado Donald Trump desde que, para sorpresa de muchos, accedió a la presidencia de los Estados Unidos. ¿Recuerdan cómo y por qué Mariano Rajoy a menudo se describía en sus discursos como un hombre «previsible»? Por lo mismo por lo que un imprevisible Trump se impuso, pero al revés. Me explico. En tiempos de crisis económica, financiera y de confianza en las instituciones, un perfil de liderazgo como el de Rajoy vivió una cierta primavera, o como mínimo supo aprovechar una ventana de oportunidad. No despertaba entusiasmo, pero sí confianza en la reordenación de un patio político, económico y social convulso, en general y por barrios. No demasiado después, y ya en remontada global de aquel escenario, Trump supo tirar de aquella máxima que George R.R. Martin pone en boca de su personaje Petyr Baelish cuando discute con otro de los consejeros áulicos con más protagonismo en la serie Juego de tronos, Lord Varys: «El caos no es un foso, es una escalera». Reivindicándose explícitamente en sus discursos como impredecible, Trump estimuló a una parte del electorado —con demasiados años de depresión a cuestas— para movilizarse y que el miedo cambiara de bando. Y lo consiguió. El antagonismo llevado al odio ya estaba ahí, en ese proyecto al alza.

Existe un mítico spot de campaña política, conocido como el Daisy Spot, en el que el presidente y candidato Lyndon B. Johnson, en la carrera por las elecciones presidenciales estadounidenses de 1964, apelaba al miedo a la guerra nuclear para asestar un golpe definitivo contra su adversario Barry Goldwater, que se había mostrado dispuesto, casi sin dudarlo, a apretar el botón nuclear si como presidente consideraba que debía hacerlo. Aquel anuncio, con una niña de protagonista deshojando una margarita, se referencia en los libros de comunicación política, y yo mismo se lo proyecto cada año a mis alumnos de la facultad. Básicamente, porque consiguió su propósito al fulminar las opciones del republicano Goldwater. En las elecciones presidenciales de 2016, Hillary Clinton lo intentó replicar, rescatando a aquella niña del anuncio, ya como una mujer madura, y contraponiendo sus miedos a repetir aquel contexto del pasado con un Donald Trump que en pleno mitin alardeaba de ser impredecible. No funcionó. El mundo en general, y el de las emociones en particular, había cambiado demasiado como para que medio siglo después el recurso funcionara igual. Ese sentimiento de miedo, por sí solo, no movió lo suficiente a la acción. En cambio, los miedos mutados efectivamente en odio por el equipo de Trump, sí.

Algunos autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones pero no para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a «gobernar» en clave de servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por «gobernar» se entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes dirigirlo. No en balde, para Steve Bannon, considerado el gran arquitecto ideológico de la victoria de Trump en 2016, la solución a los males actuales de la política pasa por acostumbrarse al campo de batalla. La política entendida como una contienda bélica. Los tiempos de la elección permanente.

Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UAB, publicó en 2011 una obra titulada El gobierno de las emociones donde avanzaba el panorama actual: gobiernos que no lo son y economías que avanzan gracias al contexto. Líderes institucionales abocados al paradigma de la campaña permanente, que viven a golpe de tuits utilizados como arma arrojadiza. El mismo proceder que mueve la dictadura de las audiencias, donde los medios se ven a menudo obligados a transitar por derroteros no siempre deseados. Trump encarna en gran parte la sublimación de este fenómeno, después de años de lluvia fina como estrella de mil shows televisivos. Lo describió crudamente Leslie Moonves, presidente de la cadena CBS, durante la competición electoral entre Hillary Clinton y el republicano: «¿Quién dijo que este circo llegaría a esta ciudad? Puede que no sea bueno para América, pero es fabuloso para la televisión». La dictadura de las audiencias, traspasando la pantalla e instalándose en el Despacho Oval, con el móvil en la mano siempre a punto para desenfundar 280 caracteres en Twitter llenos de odio.

En octubre de 2019, en el late show de Stephen Colbert, un actor invitado al programa con la excusa de un estreno cinematográfico leyó en voz alta unos tuits de Trump imitando la voz y los gestos de uno de sus personajes más celebrados. Se trataba de Andy Serkis, el intérprete de ese personaje torturado y reconcomido por el odio que triunfó en la saga de El señor de los anillos: Gollum. El efecto de los tuits de Trump pasados por el filtro de la voz y de la mirada airada de Gollum era entre hilarante y espeluznante. Muy inquietante.

EL «SÍNDROME DEL EMPERADOR»

El psicólogo José Antonio Ramadán explica que el llamado «síndrome del emperador» define a los niños y adolescentes que abusan de sus padres de forma inconsciente. La madre acostumbra a ser la primera y principal víctima del pequeño tirano, que luego extiende el maltrato a otros miembros de la familia, a no ser que se ponga remedio. ¿Principales causas que coronan al pequeño mandamás? Unos padres ausentes que, para compensar su poca dedicación, le conceden todos los caprichos al niño. Estos padres no ejercen como adultos educadores y en consecuencia no ponen límites a los pequeños reyes de la casa. La condición de hijo único no convierte directamente a la criatura en un pequeño dictador, pero puede generar un caldo de cultivo proclive. En ese sentido, el periodista Steve Connor, en un artículo para The Independent, mencionaba la aparición de un «ejército chino de pequeños emperadores», fruto de la sobreprotección de padres y abuelos con el único hijo que pueden tener las parejas en China. Quieren darle los lujos y privilegios que a ellos les negaron en sus infancias, lo cual, sumado al incremento de la renta per cápita de las familias, ha disparado el número de «pequeños tiranos».

Uno de los cambios decisivos que explican nuestro momento y que lo contrastan con sus antecedentes es que ahora las relaciones entre los ciudadanos y los políticos se producen casi en tiempo real. ¿Dónde queda ahí la reflexión, la estrategia, la construcción de nada que pueda ser o parecer mínimamente sólido o duradero? A golpe de tuit se difunde rápidamente un mensaje. ¿Pero qué mensaje? El del día, el del instante, el del momento. Un mensaje de usar y tirar, que deja a los diarios arrastrados por el ritmo del minutario en que se han constituido las redes sociales, muy especialmente Twitter. En ese entorno reina Donald Trump, que puede decir una cosa y la contraria en un corto plazo de tiempo, y negarlo todo sin despeinarse, sin preocuparle lo que sus detractores le puedan decir y abrazando el apoyo de otros tantos seguidores convertidos en creyentes a ciegas de sus proclamas. Trump es el niño consentido de Twitter.

Dos consideraciones sobre dicha red explican los efectos que genera. Primero: varios científicos demostraron en 2018, en un estudio capitaneado por D. Lazer y materializado en un artículo en la revista Science titulado «The Science of Fake News», que las mentiras corren por Twitter a mayor velocidad que los hechos probados. Segundo: en Twitter, Donald Trump congregaba 83 millones de seguidores a mediados de 2020, un micromundo, una burbuja que permite al político una realidad paralela mucho más efectiva que aquellos town hall meetings2 que el equipo de Richard Nixon se sacó de la manga en los setenta del siglo pasado para simular una rendición de cuentas del hasta entonces presidente más alérgico al escrutinio de los periodistas. Nixon ha tenido en Trump un digno relevo.

Para muestra, un botón: rueda de prensa de Richard Nixon en la Casa Blanca, octubre de 1973. El presidente se queja de cómo enfocan los medios sus declaraciones: «Nunca he escuchado o visto nada tan grosero ni tan escandaloso en cuanto a información en veintisiete años de vida pública». Pregunta de un periodista: «¿Qué hay en nuestra cobertura televisiva de usted en estas últimas semanas y meses que despertó su ira?». Respuesta: «No tenga la impresión de que despierta mi ira. Uno solo puede estar enojado con aquellos a quienes respeta». Enero de 2018, Donald Trump en rueda de prensa en la misma East Room: «Mañana dirán “Donald Trump despotrica y delira contra la prensa”. No estoy despotricando ni delirando. Solo os digo que sois personas deshonestas. Pero no estoy despotricando ni delirando».

Otro botón de muestra: conversación grabada entre Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, en 1972. Habla el presidente: «La prensa es el enemigo. La prensa es el enemigo. La prensa es el enemigo. Escribe eso en la pizarra cien veces». Tuit de Donald Trump del 17 de febrero de 2017. «Los medios de las fake news (véase @nytimes, @NBCNews, @ABC, @CBS, @CNN) no son mi enemigo, ¡son el enemigo del pueblo estadounidense!». Nixon dimitió por cargos de obstrucción a la Justicia. Trump fue investigado por lo mismo. Timothy Naftali, historiador presidencial y exdirector de la biblioteca presidencial de Nixon, ha afirmado: «En términos de temperamento, hay un centro volcánico en los dos. El despotricar, la ira, las preocupaciones paranoicas, el odio. Con Donald Trump tenemos los tuits. Tenemos los tuits que son a menudo básicamente ataques. Esta característica similar nos lleva a la siguiente gran pregunta: ¿Donald Trump emprenderá actividades nixonianas?». A grabar conversaciones y a opositores, se refiere. Eso lo descartó en última instancia en febrero de 2020 una mayoría republicana en el Senado, en el marco de la «investigación formal de impeachment» que la presidenta de la Cámara baja de Estados Unidos, la demócrata Nancy Pelosi, anunció en septiembre de 2019 a raíz de la supuesta coacción de Trump al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, para investigar al exvicepresidente Joe Biden —aún candidato en las primarias demócratas— y su hijo. Se descartó políticamente, pero no convenció a nadie más que a los trumpistas. En cuanto al proceder con los medios, es evidente el paralelismo. Ayer, town hall meetings. Hoy, tuits.

Al inicio de su presidencia, Trump tuiteó que a través de su cuenta llega a más estadounidenses que The York Times. Él: el emperador, el «niño emperador». Curiosamente, en las manifestaciones de protesta contra el presidente norteamericano a lo largo del planeta es habitual ver un gran globo que lo representa como un bebé en pañales, con cara de pocos amigos y con un móvil en la mano, en referencia al vehículo de expresión a través del cual da rienda suelta a su mensaje de odio. Los que más lo sufren en primera instancia, como los padres de los «pequeños emperadores», son los que comparten «hogar» con él. Sus conciudadanos, en este caso. E incluso más concretamente, quienes comparten las paredes de la Casa Blanca. Los mismos asesores que habitan en su ala oeste, sin ir más lejos, y que con Trump han sublimado la máxima según la cual la esperanza de vida política de los spin doctors acostumbra a ser corta. Entre sus récords, el presidente cuenta con el de asesores depuestos, entre directores de comunicación (dircom) y jefes de prensa. No se pierdan, en este sentido, el libro Fuego y furia. En las entrañas de la Casa Blanca de Trump (2018), de Michael Wolff. Describe los primeros pasos de la Administración Trump desde dentro. Gran y documentada crónica de un periodista reputado. También funciona perfectamente como novela de terror. Igual que como este libro que aquí voy escribiendo.

Cuando el 8 de marzo de 2019 Bill Shine, excopresidente de Fox News, renunció a su cargo como director de comunicación de la Casa Blanca, no hacía ni un año que Trump lo había fichado para ayudar a mejorar su imagen y dirigir su estrategia de comunicación (julio de 2018). Lo sustituyó Stephanie Grisham, que pasó a asumir las funciones de directora de comunicación y jefa de prensa3, igual que había sucedido con el primer responsable de comunicación de la era Trump, Sean Spicer. Después de Spicer vendrían Michael Dubke, el brevísimo Anthony Scaramucci —cesado diez días después del anuncio de su nombramiento— y Hope Hicks, la predecesora de Shine. La tasa de rotación entre los spin doctors más influyentes de Trump era del

Conway ha sido consejera presidencial desde que Trump aterrizó en la Casa Blanca y se estrenó como consejera principal desde el 9 de febrero de 2018, en sustitución de Steve Bannon, gran estratega en la sombra del triunfo electoral del magnate. Se estrenó en esas lides, por cierto, describiendo como «hechos alternativos» (alternative facts) las mentiras del entonces responsable de comunicación y jefe de prensa de Trump, Sean Spicer, cuando quiso vender la toma de posesión del republicano como la que mayor seguimiento popular in situ había tenido en la historia. Una simple comparativa fotográfica con la primera toma de posesión del demócrata Barack Obama lo desmintió. Pero ante la reiterada presión de los medios para que rectificara, Spicer llegó a decir que «a veces podemos estar en desacuerdo con los hechos». Efectivamente, eso puede pasar en un mundo donde el discurso emocional se impone al racional por goleada.

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9788417623678
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