Kitabı oku: «La política de las emociones», sayfa 4

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PALABRAS (Y GESTOS) QUE FUNCIONAN

Conway, a través de su empresa Polling Company, fundada en 1995, ya había asesorado a Trump en 2013, cuando consideraba presentarse a gobernador de Nueva York. Conway se había graduado en Derecho en The Luntz Research Companies —ahora Luntz Global—, liderada por Frank Luntz, amigo de Conway desde que se conocieron como estudiantes en el Trinity College. Luntz es autor, entre otras obras importantes sobre la opinión pública de los últimos años, de Words That Work: it’s Not What You Say, It’s What People Hear (2007). Una materia en la que también es experta Conway: palabras, imágenes que hablan por sí solas; gestos, talantes, tuits y en cómo todo ello es descodificado por la ciudadanía, especialmente la favorable a dichos mensajes.

El secreto de la ristra de directores de comunicación y responsables de prensa de la Casa Blanca está en que Trump, Twitter en mano, ejerce de hecho las funciones de jefe de comunicación. Pero sería un error creer que lo hace porque es su naturaleza e inclinación, sin más. Por algo ha tenido a Conway a su lado, inamovible, desde la campaña electoral que lo llevó a la victoria. La mantuvo a pesar de las diversas polémicas que la han conducido al borde del cese. De hecho, polémicas político-mediáticas a un lado, en junio de 2019, la Oficina de Asesoría Especial de Estados Unidos recomendó que se despidiera a Conway por múltiples violaciones «sin precedentes» de la Ley Hatch de 1939, una norma federal para prevenir actividades políticas perniciosas. Su disposición principal prohíbe a los empleados en la rama ejecutiva del gobierno federal —excepto al presidente, al vicepresidente y a ciertos funcionarios de alto nivel designado— participar en algunas formas de actividad política. Trump obvió la recomendación. Conway y su consejo seguían siendo importantes para él.

ANTE LA DUDA, TIRA DE ODIO (CONTRA «EL VIRUS CHINO»)

El domingo 2 de febrero de 2020, el presidente norteamericano defendió con su estilo habitual la decisión de su Administración de vetar la entrada en Estados Unidos a los extranjeros procedentes de China para evitar que se propagase el coronavirus, mientras la Casa Blanca lamentaba que Pekín no hubiese aceptado la ayuda de Washington ante la crisis.

Genio y figura: «Básicamente, hemos echado el cierre para que [el virus] no entre desde China», afirmó durante una entrevista emitida por la cadena Fox News, muy afín a él, poco antes del inicio de la SuperBowl, la 54.ª final de la Liga Nacional de Fútbol Americano. «Les hemos ofrecido una ayuda tremenda (a China), somos los mejores del mundo para eso. Pero no podemos tener a miles de personas entrando [al país] que podrían tener este problema, el coronavirus», remató.

Aquellas declaraciones del presidente norteamericano se emitieron poco antes de que entrase en vigor la prohibición temporal de entrada a Estados Unidos de los extranjeros que hubiesen visitado China los previos 14 días, una medida que la Administración Trump había anunciado dos días antes. Hasta entonces, se habían confirmado tan solo ocho casos de coronavirus en Estados Unidos. Las autoridades del país aseguraban tener bajo control a todos los infectados y llamaban a la calma a quienes temieran una réplica de la situación que se había dado en China, donde el coronavirus en aquel momento se había cobrado la vida de 305 personas y había infectado a otras 14.380. A finales del siguiente mes, en marzo, Estados Unidos se convertía en el país con más contagios confirmados de Covid-19 en todo el mundo, más de 125.000, superando los 2.000 muertos por esta causa.

Por el camino, eso sí, en lo que Trump no había fallado había sido en su estrategia de tirar del odio para defender su proyecto y su gestión errática de la crisis, con constantes idas y venidas. No falló en eso ni en su tendencia a convertir todo lo que le rodea en un gran show (televisivo). De hecho, a finales de marzo de 2020, el magnate metido a político empezó a pisar como no había hecho nunca durante su mandato una sala de prensa de la Casa Blanca que hasta entonces había contado con su presencia en muy pocas ocasiones. Y se puso a ello a diario, cada tarde, con una media de duración de las comparecencias de hora y media. Se tenía que notar que es un amante de la televisión y que le gusta ocupar horas de antena además de espacio en el time line de Twitter. Pero las opiniones contradictorias que en estos espacios emitían Trump y sus asesores (técnicos), unido a la desinformación que ahí esparcía el presidente, por ejemplo hablando de inyectar lejía y luz solar a pacientes con coronavirus, hicieron plantear a algunas cadenas la conveniencia de emitir en directo esas ruedas de prensa, al no considerarlas lo suficientemente fiables en un momento crítico que reclamaba más meticulosidad y responsabilidad que nunca con las informaciones emitidas por el Ejecutivo.

Y es que, en general pero en concreto ante una crisis de las dimensiones de la provocada por el estallido del coronavirus, lo peor que puede hacer un líder institucional es confundir más a la población y no ser sinónimo de confianza y de seriedad. Pero a finales de marzo, con un Trump que aplicaba una gestión errática contra la Covid-19 y con su extensión descontrolada, seguía protagonizando horas de televisión a diario y de entrada iba beneficiándose de ello, con un índice de popularidad que el 28 de aquel mes había subido 5 puntos, hasta el 49%, la cifra más alta desde que llegara al poder. Una tendencia típica que ante grandes crisis de esta índole acostumbra a llevar a muchos ciudadanos y a la mayoría de fuerzas políticas a cerrar filas tras su gobierno y su presidente, pero también algo incentivado porque un Trump constantemente presente en los medios eclipsó las primarias demócratas, con el entonces favorito Joe Biden confinado en su casa y a duras penas haciéndose un hueco entre la atención de la opinión pública hasta que Bernie Sanders anunció su renuncia a la carrera presidencial y le dio un punto de notoriedad. Mientras, Trump, en vez de informar, aprovechaba las ruedas de prensa en la Casa Blanca para atacar a sus adversarios políticos, a la prensa y a China. Esto último con especial énfasis y dedicación. Su típico discurso del odio, en este caso contra los chinos.

El martes de 17 de marzo, por ejemplo, publicó el siguiente tuit: «Estados Unidos respaldará poderosamente a aquellas industrias, como las aerolíneas y otras, que están particularmente afectadas por el virus chino. ¡Seremos más fuertes que nunca!». «El virus chino», desoyendo a conciencia las recomendaciones de instituciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS) para no estigmatizar a ningún país poniendo apellido al virus. Ese mismo día, la periodista de origen asiático Weijia Jiang publicaba en Twitter: «Esta mañana, un funcionario de la Casa Blanca se refirió al #Coronavirus como la “Kung-Flu”4 en mi cara. Me hace preguntarme cómo lo llaman a mis espaldas».

En rueda de prensa el mismo día en la Casa Blanca, e interrogado por los reporteros sobre si no tenía ningún problema con que alguien de su equipo se refiriera al coronavirus con los apelativos racistas de «Kung Flu» o «gripe china», el presidente contestó que «no» y que probablemente todo el mundo «estaría de acuerdo al 100%» en llamar así al coronavirus. Sin importarle que aquello pudiese estar dando vía libre para que algunos atacasen a la comunidad asiática en su país. Sin importarle eso o siendo consciente de los frutos que algunos como él recogen cuando agitan sentimientos como el odio contra otros, que así les sirven a la vez de escudo y de trampolín.

Escudo, por ejemplo, ante los posibles efectos negativos de un empeoramiento de la situación económica, que era su gran baza de cara a la reelección antes del estallido de la crisis del coronavirus. La injusticia manifiesta de las desigualdades económicas y de estructura sanitaria en los Estados Unidos, además, estaba claro que haría que quienes más sufrieran las consecuencias del virus fueran las capas sociales menos favorecidas, un granero de votos para un Trump que desviando el sentimiento de rechazo, por ejemplo hacia los chinos, tenía opciones de desgastarse menos. Más aún, que así tenía opciones de protagonizar horas de televisión interpretando su predilecto y rentable papel del león del circo (político).

La Venus de Samotracia, una escultura también conocida como la diosa de la victoria Niké, aun sin tener brazos ni cabeza (eso sí, con dos alas) es muy conocida, seguramente como pocas otras vecinas suyas en el Museo del Louvre de París. ¿Por qué? Los motivos son, como pasa casi con todo, varios. Pero, entre ellos, sin duda, primero jugó a su favor un factor de ubicación, de aquello que Francis Underwood en la serie House of Cards describía como crucial en política: «Location, location, location». Así, si bien esta escultura se expuso por primera vez en 1883 junto a muchas otras, como una más, su suerte cambiaría cuando los responsables del lugar decidieron ubicarla en una gran y visible escalinata. Todo el mundo pasaba por allí, la veía sin competencia alrededor y la mostraba en todo su esplendor. Eso le dio una gran publicidad. Ese estar en el centro de todas las miradas, en el centro de la pista, es lo que impulsó la inédita carrera política de un Donald Trump que disfruta de atraer los focos de las cámaras, por mucho que después critique a los medios de comunicación. Siempre le había jugado a favor, en el contexto de una campaña electoral o con el viento de la economía a favor, pero el estallido de la crisis del coronavirus, a la que él negó importancia en origen, expuso como nada antes sus lagunas en clave de líder institucional. Y él respondió con su estrategia de defensa habitual: un agrio ataque.

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1 En marketing comercial, este concepto hace referencia a la capacidad de un producto de crear relaciones sólidas y duraderas con sus usuarios, generando ese compromiso que se establece entre la marca y los consumidores. Cambiemos producto por candidato o partido, y tenemos la explicación calcada e igualmente válida.

2 En España se estrenó un formato similar el 27 de marzo de 2007, con el programa de La1 de TVE Tengo una pregunta para usted, señor presidente, con José Luis Rodríguez Zapatero de protagonista y el periodista Lorenzo Milá de conductor y moderador. Camino de las elecciones generales del 28 de abril de 2019, en el programa El objetivo de La Sexta, se emitió una versión evolucionada —con entrevista previa de la mano de la periodista Ana Pastor—, con los candidatos Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias.

3 El 1 de mayo de 2020, Kayleigh McEnany comparecía ante los medios en la Casa Blanca como nueva Jefa de Prensa, relevo de Grisham en esta tarea. Rompía el silencio de más de un año de su predecesora. 65 por ciento, según un estudio de Kathryn Dunn Tenpas, investigadora principal de la Brookings Institution. Eso sí, alguien muy especial aguanta ahí desde el principio: Kellyanne Conway, en buena parte la responsable de mantener y asegurar que los «padres/electores» del «niño tirano/presidente» lo sigan consintiendo. O como mínimo, la gran lectora de las causas y circunstancias que así lo hacen posible. En la base, encuestas, sondeos y focus groups cada vez más sofisticados y continuados. Métodos para calibrar maniobras emocionales que el equipo de Trump ya aplicó con éxito durante su campaña electoral contra Hillary Clinton, y que siguió desde el primer día de su mandato aplicando sistemáticamente. Por ejemplo, contraponiendo a los ataques con hechos probados de la prensa sus insultos y acusaciones victimistas, presentándose como diana de la injusticia y la persecución a que le someten supuestas élites político-mediático-económicas contra las que dirige un sentimiento de odio que contagia a millones de seguidores.

4 Juego de palabras que unía «flu», gripe en inglés, con el Kung-fu, famosa disciplina de lucha de origen chino.

2
OPTIMISMO
JOHNSON, O MOSTRARSE INASEQUIBLE AL DESALIENTO

«Optimismo: propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable».

El 23 de julio de 2019, el Partido Conservador británico eligió a Boris Johnson como su líder. Pasaba a convertirse también en primer ministro del Reino Unido casi automáticamente, por la amplia mayoría tory en Westminster. Ya antes de tomar posesión del cargo como inquilino del número 10 de Downing Street, en el discurso de la victoria como nuevo líder conservador, quiso imprimir carácter. La convulsa vida política británica, y muy especialmente la complicadísima guerra abierta entre los tories favorables al Brexit duro, los partidarios de una salida negociada y los remainers, sin duda recetaban, de entrada, algo más que la clásica frase de gobernar y liderar para todos y con todos. Para empezar, Johnson se propuso poner una fecha límite concreta para sacar al Reino Unido de la Unión Europea —el 31 de octubre—, apaciguar las filas conservadoras y derrotar al laborista Jeremy Corbyn en unas no muy lejanas elecciones generales. Lo hizo con un discurso tan enfático que hasta en algún tramo sonó atropellado, muy en la línea de un Johnson sinónimo de impulso, de acción y resuelto a desencallar lo que su predecesora, Theresa May, no pudo. Johnson, calculadamente superlativo, quiso poner ese especial acento y prometió, literalmente, que iba a «bombardear con amor» a los disidentes internos. Pocas semanas después, la primera de septiembre, veintiún diputados conservadores se rebelarían contra las directrices de su jefe de filas en la Cámara de los Comunes, le obligarían a una nueva negociación del Brexit y votarían con la oposición en contra de la convocatoria urgente de elecciones. La cruda realidad seguía frenando sus planes más optimistas, pero Johnson no se quedaría quieto. No en vano, hasta la prensa británica más escéptica le reconocía su «infatigable optimismo».

A partir de aquel momento, el Pleno de Westminster infligiría una derrota parlamentaria tras otra a Johnson durante semanas, en un rechazo liderado moralmente e impulsado desde su alta tribuna por el speaker de la cámara, en aquel momento el conservador John Bercow. Avalado por una curiosa alianza a la contra del primer ministro, formada por laboristas, disidentes conservadores, liberales demócratas y nacionalistas escoceses, Bercow rechazaría hasta un acuerdo con la Unión Europea que el líder conservador consiguió poco antes del 31 de octubre, obligando a un nuevo aplazamiento y a la negociación de la salida más allá del plazo fijado por el premier. No obstante, Johnson consiguió el adelanto electoral que tanto había defendido como alternativa a su plan de salida inmediata de la Unión Europea. El 30 de octubre fue la última sesión de control del Parlamento. El jueves 31, Bercow abandonaba el Palacio de Westminster en su última jornada como speaker de la Cámara de los Comunes. El domingo de esa misma semana, 3 de noviembre, el primer ministro afirmó que el Brexit solo se podría aplicar si se cumplía el pacto que había negociado con Bruselas. Lo dijo en una entrevista con Sky News, en unas declaraciones que dieron el pistoletazo de salida a la precampaña para las elecciones británicas del 12 de diciembre.

Políticamente, los defensores de Johnson elogiaban su empuje y su «personalidad única», mientras que sus detractores lo comparaban con el presidente estadounidense Donald Trump y lo acusaban de bravuconería y oportunismo. Pero «Boris el optimista», como le describieron los analistas más escépticos, sí tenía un referente yanqui, un presidente republicano más optimista que Trump y —como Boris— mucho mejor actor: Ronald Reagan.

Johnson había ganado las primarias conservadoras argumentando que el verdadero problema del país no era el Brexit, sino el pesimismo que habían difundido los enemigos de la ruptura con Europa. En la línea de Reagan, el premier tiró de un clásico incentivo político para el optimismo: la bajada de impuestos. O como mínimo, la promesa de hacerlo. Escasos días después de tomar posesión, Johnson lanzó un rompedor programa de recorte de tasas con la expectativa de reactivar la economía y financiar un ambicioso programa de inversiones públicas cuyo coste, de entrada, se calculó en unos 33.200 millones de euros. Esa factura se podía disparar fácilmente si además se ponían en marcha todas las demás propuestas que el propio Johnson había lanzado durante su campaña de las primarias por el liderazgo de los tories.

SOBREACTUACIÓN O GENERACIÓN DE EXPECTATIVAS

Johnson anunció una rebaja del IRPF a las clases medias-altas, aquellas con ingresos de entre 50.000 y 80.000 libras al año —o 55.500 y 88.500 euros—, más una reducción de las cotizaciones sociales y un recorte del impuesto que grava las transacciones inmobiliarias. Propuso igualmente bajar la denominada business tax, que según el líder conservador ahogaba al comercio en las grandes ciudades. También marcó como objetivo universalizar la banda ancha antes de 2025, crear seis nuevos puertos francos al estilo de Singapur, extender el tendido ferroviario de alta velocidad, tener un aeropuerto abierto 24 horas, aumentar el cuerpo de policía, más dinero por alumno en las escuelas primarias y secundarias, más carreteras, más centrales eléctricas limpias y hasta un puente para unir Escocia con Irlanda del Norte. Frente a los muy malos augurios, la Gran Bretaña de su Brexit pintaba, de base, que iba a ser una sociedad próspera.

Pero los más escépticos se preguntaban: «Y todo eso, ¿cómo se pagará?». Acusaban al primer ministro de no contar con «la factura del divorcio» con la Unión, ante lo cual, «Boris el optimista» les contestó indirectamente, asegurando a las bases conservadoras que Londres no pagaría dicha factura si se iba de la UE sin acuerdo. Que utilizaría las libras de la factura impagada para suavizar el impacto de un Brexit a las bravas. Walter Oppenheimer, quien fuera corresponsal de El País en Londres, ante la descripción de todo esto, sentenció: «Se ignora el coste de los proyectos de gasto en infraestructuras. Ni cómo se van a pagar. Solo la lechera y Boris el optimista parecen saberlo…». ¿Optimismo sobreactuado y cuento de la lechera? ¿O liderazgo y generación de expectativas que impulsan? Sin duda, un Boris Johnson sinónimo de liderazgo contemporáneo —al no dejar indiferente y al generar profundas filias y fobias— hacía sentir a sus detractores lo primero y a sus defensores, todo lo contrario.

Boris mantenía su tono, contra viento y marea. De hecho, las primeras semanas de su mandato fueron semanas de contratiempos: deserciones en su grupo parlamentario, pérdida de votaciones clave en Westminster, abandono del Gobierno de su propio hermano —Jo Johnson—, y rapapolvo incluido de algún ciudadano en plena calle y ante las cámaras. Durante aquellas primeras semanas como inquilino del número 10 de Downing Street, Boris solo obtuvo un respiro cuando el Tribunal Superior de Londres avaló la suspensión del Parlamento que el líder conservador había solicitado. Finalmente, semanas después, le sería denegado por la Corte Suprema y Westminster se reabriría de nuevo, para alborozo de los anti-Johnson.

Pero Boris no se rendía, tampoco en cuanto a la generación de expectativas en positivo. Incluso cuando también había tenido que expulsar al nieto de Winston Churchill, Sir Nicholas Soames, de entre los diputados rebeldes tories que lo dejaron en la estacada en cuanto empezó a rodar como primer ministro. La imagen era potente: Johnson contra el nieto de su gran referente —este, sí—, a quien no solo había dedicado numerosos escritos, sino hasta un denso libro: El factor Churchill (2015). En dicho volumen, el periodista y político no rehúye las críticas al artífice de la victoria británica en la Segunda Guerra Mundial, pero a su vez salva al líder como «el hombre que cambió el rumbo de la historia». La obra, de hecho, nos dice casi tanto de su autor como del protagonista oficial del relato. «How one man made history» («Cómo un hombre hizo historia»), reza el subtítulo del libro en su versión original. Si Johnson se inspiraba en Churchill para dar su mejor versión como primer ministro, es obvio que debía apelar al optimismo ante las decisiones controvertidas y casi en solitario que estaba claro que se vería abocado a tomar en tiempos convulsos. Si se superó la Segunda Guerra Mundial, ¿cómo no se iba a superar el Brexit? Eso sí, Boris se ahorraba en el discurso aquello de «sangre, sudor y lágrimas». Pero la batalla existía y los peligrosos adversarios del pueblo británico, también.

Así, desde las primeras semanas de mandato quiso fijar un frame, un marco mental muy claro: «El Parlamento contra el pueblo», una frase que identificaba a su gobierno con la voluntad popular expresada en referéndum. Resumido: los ciudadanos habían votado Brexit y el Parlamento lo impedía. Johnson decidió buscar esta identificación con el pulso de su ciudadanía, al estilo de la que acompañó a Churchill durante la guerra y que la película El instante más oscuro (2017) retrata metafóricamente con la escena del anciano primer ministro bajando al metro e intercambiando entrañables pareceres con los londinenses que allí se encuentran. Después, el viejo Winston comprobaría que el amor no dura para siempre ni en todas las circunstancias, tampoco el de los ciudadanos con los estadistas que les conducen a la victoria en una guerra. Pero eso a Boris no le preocupaba especialmente si el idilio civil le duraba lo suficiente como para hacer historia —ejecutando el Brexit contra los elementos—. Quizá, como mínimo, serviría para ganar con contundencia unas elecciones anticipadas que se pudieran atribuir a la ingobernabilidad de la Cámara de los Comunes. Contra circunstancias peores había lidiado un Churchill descrito por el mismo Boris como «lleno de energía, humor socarrón, convicción y ego inconmensurables». Así había llevado al Reino Unido a la victoria. Johnson llevaba años preparándose, a él y a su personaje, para poder versionar ese papel. Estaba en condiciones de hacerlo. Tenía una legión de acérrimos detractores, pero también de fervientes partidarios y admiradores. «Lo amas o lo odias», han dicho de él, como de tantos otros líderes que lo son mucho más allá de lo que el cargo imprime. Al estilo de un referéndum, el reto era claro: tensar la cuerda lo necesario para decantar, ni que fuera por un voto, la balanza a su favor. Finalmente, conseguiría sus ansiados comicios antes de finalizar 2019, después de unos meses de batalla campal en la Cámara de los Comunes. Los críticos habían quedado instalados en el «no» ante la propuesta de hacer posible el Brexit, o Let’s Brexit done!, una frase-eslogan que los de Johnson utilizaron como bandera por tierra, mar y aire. Boris se dibujaba como sinónimo de acción y de resolución de problemas, mientras que sus adversarios totales, antagonistas netos, quedaban retratados como obstruccionistas y paralizadores de la situación en clave de tretas entre partidos, intereses personales y politiqueo.

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9788417623678
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