Kitabı oku: «La política de las emociones», sayfa 5

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CÓMO MOVERse A LA ACCIÓN

Johnson había llegado a primer ministro siendo uno de los políticos más populares del país, pero también uno de los más divisivos. Atrayendo críticas por su retórica populista, su escasa atención a los detalles y sus flagrantes contradicciones. Y además parecía que lo disfrutaba. El contraste con su predecesora, Theresa May, era radical. May se había proyectado como una política gris, prudente hasta exasperar, un estilo similar al que usó el dramaturgo Arthur Miller para describir la carrera a la Casa Blanca de Al Gore: un proyecto fallido de líder siempre incómoda en el papel que le había tocado interpretar. Un rol que no era el suyo, en definitiva. Un rol —difícil para cualquiera— que parecía no haberse creído, algo que contagiaba a un respetable al que no inspiraba, ni mucho menos impulsaba.

Ni poniéndole a todo volumen los acordes de Dancing Queen de Abba para arrancar su discurso de clausura de la convención conservadora del 3 de octubre de 2018, la entonces primera ministra y líder tory había conseguido generar ilusión, identificación u optimismo, ni siquiera a su público en teoría más proclive. Ya podían hacerla bailar —o intentarlo—, hacerla sonreír y pronunciar chistes, que nunca llegó a proyectar de forma creíble la más mínima emoción dopamínica. En May se vio, desde la gestación de su liderazgo, un cálculo que poco tenía que ver con lo que genuinamente provoca ese call to action, ese mover a la acción —a favor o en contra—, que por ejemplo sí que generó desde el principio su sucesor. «Lo amas o lo odias», recuerden. Hoy en día, si tienes un líder así, tienes un tesoro. Porque en esta sociedad de procrastinados y de individuos de atención dispersa, buena parte del esfuerzo político obliga a no dejar indiferente, a no pasar desapercibido en medio del magma de la infoxicación1. Primero, existir; luego, ser memorable, y finalmente, que todo ello mueva en alguna dirección o con algún objetivo concreto.

Podríamos entrar en disquisiciones sobre por qué «no pasar desapercibido» no implica necesariamente «dar la nota». Pero me limitaré a dejarlo encima de la mesa, a mostrar mi evidente convencimiento de ello y a hacerlo en este capítulo cuyo protagonista a menudo ha sido acusado de sobreactuar y de hacer el payaso (sic) por quienes pretenden caricaturizar su imagen, su liderazgo y su capacidad. Un análisis mínimamente riguroso sobre la figura de Boris Johnson recomienda reconocerle, cuando menos, una gran capacidad intelectual y una gran preparación y cultura. Máxima representación de un partido tory que hace años que es sinónimo de apisonadora de victorias electorales, ahora con un líder pop que sin despeinarse —o todo lo contrario, en su caso, como le es característico— puede recitar durante dos minutos, y en griego, La Ilíada de Homero. Pero hay quienes todavía se ríen, como reían después de que lograra en diciembre de 2019 la mayoría absoluta más amplia para los conservadores desde 1987. También caricaturizaron en su día al laborista Tony Blair por su supuesta poca sustancia, reduciéndolo a un producto de marketing o a un muñeco sonriente en manos de unos poderosos spin doctors convertidos en ventrílocuos para la ocasión, cuando su proyecto estaba sólidamente fundamentado en postulados como los teorizados por el sociólogo Anthony Giddens y su «tercera vía».

A Johnson lo han descrito a menudo como un clown. Literal. Una estrategia que demuestra principalmente dos incapacidades: la de competir sin ambages con el fondo de lo que defiende y representa, y la de encontrar un liderazgo que pueda conectar con capas amplias de la población. Parecía en algún momento que el laborista Jeremy Corbyn podía generar algo parecido al efecto de Bernie Sanders en la campaña demócrata norteamericana, e impulsar un voto joven ilusionado por un viejo idealista y batallador. Pero, igual que aquel en la contienda demócrata de 2015, la conexión en positivo de Corbyn se limitó demasiado a los más entusiastas dentro de cierto espectro de militancia, no al conjunto del propio partido y ni por asomo al conjunto de la sociedad británica.

Cuando lo consigues, una vez te eriges como referente político que despierta algún tipo de sentimiento impulsor como el optimismo en sectores amplios de la población, puestos a elegir entre el amor y el odio, lo ideal es conseguir que los del amor concentren su atención —y el sobre del voto— en ti. A la par, hay que procurar que los del odio se dispersen en diferentes opciones políticas, algunas de ellas —fruto de este fuerte sentimiento— extremas o puramente testimoniales, sin opciones de disputa real del liderazgo o de la hegemonía en las urnas. A partir de aquí, la apuesta de un Johnson jefe de Ejecutivo fue, a diferencia de Trump, la movilización en positivo —como mínimo sobre el papel, en cuanto a relato—, no a la contra o en clave de odio. Eso sí, siempre al ataque y sin disimular el hambre de victoria. Siempre. En todo. Como cuando en 2015 arrolló a un niño japonés de 10 años en una demostración de rugby, que a punto estuvo de causar daños físicos al pequeño. «Boris apisonadora Johnson», lo describieron en algún programa de humor. Pero es el concepto: siempre a por todas.

El optimismo como bandera es un clásico que en nuestro tiempo tiene más opción de cuajar si identifica una pulsión social proclive y un público que la pueda avalar en las urnas. Yes we can, propuso Barack Obama en el momento y ante la pulsión social adecuada. ¿Qué se podía? Respuesta: Hope, el otro eslogan demócrata de aquella campaña. Esperanza. Todo saldrá bien. Confiad. Obama acababa muchos de sus discursos en aquella campaña de 2008 con un ambicioso «We can change the world!». No solo Estados Unidos. Si le alzaban con la victoria, aquellos norteamericanos iban a cambiar el mundo. Ahí es nada. Obama mirando al horizonte en sus icónicos carteles, a ese futuro inspirador que los líderes verdaderos saben ver antes que la mayoría, a la vez que saben mover a la acción para que una mayoría les siga a coronar la cima. Esa mirada al horizonte de la imagen icónica del Che Guevara, quien acuñó una frase convertida en lema de la revolución cubana: «¡Hasta la victoria, siempre!». Optimismo contra los elementos, una vez más. Pero, sobre todo, con una efectiva proyección de futuro. Optimismo como sinónimo de construcción de algo valioso —y difícil—, pensando en las generaciones futuras.

Hablando de generaciones futuras: el fin de semana del 31 de agosto de 2019, escasos días después de saberse la estrategia de Boris Johnson para mantener cerrada la Cámara de los Comunes durante unas fechas que permitieran bloquear la salida de la Unión Europea, el premier buscó —o mejor dicho, su equipo de asesores hizo posible— la «foto con el niño». Es un recurso típico de la comunicación política, especialmente en campaña electoral, pero en tiempos de elección permanente como los que vivimos en las sociedades occidentales ha pasado a ser una escena bastante socorrida sin restricción de calendario. Boris protagonizó una «foto con niños», ya que encabezó un simulacro de rueda de prensa con niños y niñas en el número 10 de Downing Street. A la primera pregunta de uno de ellos, interpelando al primer ministro sobre el principal problema de su país, Johnson contestó: «Posiblemente el cambio climático». Enternecedora la estampa en su conjunto. O entrañable, cuando menos, como lo son en potencia todas las fotografías por el estilo que buscan —y encuentran— la inmensa mayoría de los candidatos —de la condición o del pelaje ideológico que sea—. La foto besando a un bebé, rodeado de criaturas, jugando con niños y demás, hace tierna la imagen del líder y proyecta su gestión al futuro. Aquellas percepciones que van sumando. Niños, mundo mejor, hacerlo por ellos, esperanza, futuro. La política de las emociones, recuerden.

Los niños, junto con Boris, fueron los protagonistas de la cuenta de Instagram del primer ministro aquel 31 de agosto. También el 1 de septiembre. Coprotagonistas en el siguiente día, con post de Johnson en esta red, e igualmente el 4 de septiembre. Y el 10 y el 11, con Boris visitando escuelas británicas. Y el 20, contando un cuento a escolares en una clase. Es decir, durante las semanas más duras del debate sobre el Brexit en la Cámara de los Comunes. En paralelo a los ataques cruzados con los diputados, Boris recibía sonrisas y momentos entrañables con los niños, la foto que enternece la imagen del político. Lo practicó a su manera Ciudadanos durante la campaña electoral de 2019, al cubrir su sede central en Madrid con una gran lona que felicitaba a Inés Arrimadas tras anunciar que estaba embarazada.

Durante este periodo convulso, Boris alternaba las imágenes infantiles con otras referidas al NHS, el Sistema Nacional de Salud británico: visitando hospitales, laboratorios y residencias, en conversación con médicos, enfermeras, investigadores y pacientes generalmente mayores —el granero de votos tories—. Un hecho nada casual tampoco, si tenemos en cuenta que en el presente contexto de desconfianza respecto de políticos, medios de comunicación, bancos y tribunales, en Estados Unidos, por ejemplo, se observa que la gente respeta y confía en los médicos y —sobre todo— en las enfermeras. La campaña conservadora del Brexit basó muchos de sus mensajes más polémicos en la promesa de destinar al NHS los «350 millones de libras» semanales que —aseguraban— le costaba a Reino Unido la Unión Europea. La generación de expectativas o el cuento de la lechera, recuerden también.

No obstante, incluso la ausencia de un niño en la foto puede conseguir una conexión emocional con la opinión pública. Me explico a través de un caso práctico que vivió el mismo Partido Conservador británico no mucho antes del gobierno Johnson. Tres años antes del aterrizaje de Boris en Downing Street, en julio de 2016, en la pugna por el liderazgo interno, quedaban dos mujeres en liza: Andrea Leadsom aventajaba ligeramente a Theresa May. Sin embargo, unas declaraciones de Leadsom donde sugería que gobernaría mejor el Reino Unido por ser madre, señalando indirectamente la incapacidad de May para tener hijos, generaron un gran rechazo en la opinión publica. Leadsom, según se percibía, había ido demasiado lejos, utilizando la maternidad para apuntar otras limitaciones de su adversaria de carácter afectivo o relacional. La oleada de solidaridad y de empatía que recibió May sin hacer nada más que callar —en público— provocó la renuncia de Leadsom aquella misma semana. Primero pidió disculpas y después se retiró oficialmente de la liza, argumentando que no contaba con «suficiente apoyo». Había proyectado demasiado poco corazón.

LA OBSESIÓN POR LA FILTRACIÓN

Si Boris Johnson —o BoJo, como también es conocido popularmente— ha sido sinónimo de alguna cosa históricamente, si alguna coherencia se le reconoce de forma unánime, es el fervor con el que defiende aquello en lo que cree, con un estilo que ni sus más acérrimos adversarios podrían tildar de desagradable. Es ambicioso, una cualidad supuestamente inherente a todo líder político. De hecho, la falta manifiesta de ambición, de hambre de victoria, de motivación genuina para liderar, acostumbra a lastrar a quien aspira a una alta magistratura en política. De Boris Johnson, biógrafos como Andrew Gimson han destacado que cuando era niño aseguraba querer ser de mayor «el rey del mundo»2 —según defiende su hermana Rachel— y que no soportaba perder en ningún deporte, ni siquiera al tenis de mesa. Ese espíritu competitivo, ganador, bien planteado, hoy en día suma. «Eso, de entrada, ya lo tenía al acceder al número 10 de Downing Street, y lo cultivaba desde sus tiempos de joven periodista en Bruselas, cuando The Times lo despidió por haberse inventado unas declaraciones. Pecados de juventud que su preparación, su persistencia y su talante positivo han conseguido que no decanten la balanza en la valoración que la opinión pública hace de él». Christian Spillmann, periodista de la agencia de noticias AFP en Bruselas durante «los años Boris», lo resume bien en esta otra apreciación: «No inventaba las historias, pero siempre caía en la exageración». Exageración, pero leída en positivo, como sinónimo de entusiasmo en aquello en lo que se cree. Un elemento clave en un contexto social y político que demanda movilización y sensibilización de la opinión pública para contagiar entusiasmo y hacer posible un determinado compromiso. Ese espíritu llegó con Boris al poder en el momento más oportuno para los atribulados partidarios de un Brexit que no acababa de cuajar demasiado tiempo después del referéndum que lo decidió.

A Boris no le podían decir, como a May, que ni creía en el Brexit ni había trabajado por él, porque había sido pieza clave en la campaña del Leave y del Take back control. El liderazgo de Johnson contaba con un factor determinante en la lucha —obsesiva— por la construcción de relato: quien pega primero, pega dos veces. Una máxima más real que nunca en un contexto en el que la atención de buena parte del público puede limitarse a ese primer impacto emocional. A eso fían mucha parte de su estrategia de posicionamiento los partidos que más tiran de la producción y difusión de fake news y de desinformación. Impactos mediáticos que posicionen en un frame proclive ya desde el inicio de la construcción de un liderazgo político, o a través de la creación de un mar de fondo que prepare a la opinión pública y a la publicada para ese arranque, o que las acompañe el tiempo que sea necesario.

Hablamos aquí de la política clásica de la filtración, de la intoxicación, pero sublimada en tiempos algorítmicos donde la tecnología te puede señalar cómo dirigir de forma efectiva el qué, a quién y cuándo, al servicio de una estrategia o del puro resultadismo si la estrategia luce por su ausencia. Dominic Cummings, el conocido «Señor de las Artes Oscuras» de los conservadores, desembarcó en Downing Street con Boris Johnson, con este frente como bandera. Con su particular obsesión por la filtración a cuestas. Con la angustia de ser siempre el primero en marcar el paso, en fijar la impresión ante el respetable, lo que marcará el tono —crucial—, el enfoque y los primeros prejuicios sobre un debate o uno de sus protagonistas. Lo que fijará el sentir de la gente respecto a ese líder y a lo que defiende. El gran estratega de Boris, en este aspecto, es un claro ejemplo de cómo se trabaja en la política actual. Ahora lo desgranaré, pero antes, habiendo hablado de debate, me permito aquí hacer un apunte etimológico colateral aunque no superfluo: la palabra «debate» se dice que proviene del verbo latín battuere, que significa «golpear», cosa que en origen equipara debate a combate, algo que poco tendría que ver con la racionalidad, y sí en cambio con ese espíritu guerrero y de confrontación propio de nuestras sociedades europeas desde que empezaron a configurarse hace siglos. Menos cabeza, más corazón, ¿recuerdan? Pero eso no elimina la estrategia en la concepción del debate político. Al contrario. Y en un contexto político entendido en clave de confrontación a vida o muerte, en clave bélica, de ganadores y perdedores, no podemos abstraernos de que en toda guerra es necesario el control de la información, y tenerla a mano en el momento oportuno sin que antes haya sido interceptada. En el ejercicio actual de la política pasa igual. El estratega de Johnson lo ha tenido siempre muy claro. Eso, y la relevancia de la velocidad y del asesoramiento estratégico para un proyecto o líder con vocación de victoria, que nunca debe actuar de forma amateur o cuando ya es demasiado tarde.

Desde la sociología, William Davies defiende que «la guerra eleva el sentir a una posición que este no tiene en tiempos de paz». Según esta tesis, primero consigue que nuestras emociones y sensaciones físicas adquieran un valor fundamental. De ahí que valores como valentía, resistencia, optimismo y agresión, cruciales en la batalla, se busquen o se encuentren felizmente y se proyecten con ganas en liderazgos como el de Johnson. Y de ahí también que el sentir se convierta en un recurso para abrirse camino. «Cuando se da una falta común de acuerdo sobre los hechos, cada bando ha de basarse en una combinación de inteligencia privada e instinto», remata Davies. Una combinación que hasta sus más críticos reconocen en Boris Johnson más que en Theresa May. Resolución frente a duda. Es una de las claves de su éxito, pero en general, como indican una manta de libros sobre el liderazgo, es la clave de todo líder que se precie: en situaciones estratégicamente aceleradas, saber combinar el instinto, la emoción y el conocimiento para una rápida toma de decisiones. La fortaleza del líder —también la mental— es clave. Otro valor que en fondo y forma se ha ido construyendo en la imagen pública de Johnson.

OBSERVAR, ORIENTARSE, DECIDIR Y ACTUAR

Dicen de Cummings que siempre ha sido seguidor de la teoría de comportamiento conocida como OODA: observar, orientar, decidir y actuar. La teoría, diseñada por el estratega y coronel John Boys, defiende aplicar la agilidad frente a adversarios pesados. Se ha dejado notar clásicamente en el método de trabajo de Cummings, sintetizable en cuatro pautas estilo OODA. Escuchar, sobre todo algoritmos y encuestas. Tener el poder absoluto en su ámbito de decisión, cosa que pacta con el líder —o pagador— de turno. No admitir la disidencia: al aterrizar en Downing Street, Cummings ya advirtió que quien discutiera sus decisiones se podía considerar despedido. Y por último, evitar las filtraciones: Cummings también amenazó con el despido a los miembros de su equipo —y alrededores— por ese mismo motivo. La obsesión por la filtración, por cierto, tiene una cierta base metodológica que ya hemos explicado.

De la ingente cantidad de información —los macrodatos— que dejamos a diario como rastro, como huella, por ejemplo en las redes sociales, solo se divulga una ínfima parte. Google, Amazon, Facebook o Apple están adquiriendo un conocimiento sin precedentes sobre lo que pensamos, lo que sentimos, lo que nos gusta, cómo nos relacionamos, qué buscamos o por dónde nos movemos. Todo ello, tratado con algoritmos analíticos, ofrece un poder de predicción que asusta… y que Cummings puso en danza en la campaña del Brexit. Pero evidentemente eso no sucede solo en tiempo de campaña oficial. Sabemos que empresas como Cambridge Analytica han prestado sus servicios en casos como el citado, o en elecciones como las presidenciales norteamericanas que enfrentaron a Donald Trump y a Hillary Clinton, para que sus clientes puedan elaborar mensajes a medida de unos votantes concretos, con un sesgo político evidente, para activarlos, para que hagan posible unas victorias determinadas, no unos consensos. Porque, igual que los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, la tecnología que se pone a nuestra disposición y de la que al final todos acabamos dependiendo es la que captura más precisamente nuestros movimientos y emociones. Con una intención, claro está, explícita o implícita. O con unas cuantas de ellas. De ahí que las máquinas sean cada día más inteligentes en lo emocional. Inquietante, ¿verdad?

En cuanto a la obsesión por la filtración, controlar las filtraciones es clave en un contexto donde la política debe cuidar al máximo el factor sorpresa de sus acciones más emblemáticas —y de hecho, también de las más cotidianas— que van dirigidas a captar la atención del público. No está la situación para ir perdiendo oportunidades de impacto. Por eso son también tan importantes los algoritmos en el estudio de mercado que debe hacerse siempre a la hora de proyectar mensajes a la sociedad o a segmentos de ella. La tecnología ha puesto a nuestro alcance la posibilidad de captar y analizar hasta el contenido emocional de un tuit. Y lo mismo con nuestro rostro, con nuestra voz, con su tono. La «computación afectiva» o «inteligencia emocional artificial» nos ayuda a auscultar —y a enfocar— de forma cada vez más atinada el movimiento de los sentimientos y de los estados de opinión. Son técnicas del «análisis del sentimiento» digital, un proceder que marcó la diferencia en la campaña de 2016 del referéndum del Brexit, de la mano del equipo de Cummings. Y se impusieron. Decidieron segmentar por públicos su campaña, y enfocar a cada uno de ellos unos mensajes que se sabía que tenían ganas de recibir. Segmentación de públicos e identificación de zonas clave. Combinación explosiva —en positivo— si se puede ajustar el mensaje a este contexto radiografiado.

Aplicando el particular método OODA de Cummings, es indudable que Boris Johnson hizo una apuesta estratégica por asumir un liderazgo basado en la línea dura del Brexit como manera de positivizar lo gris y confuso que había defendido su predecesora Theresa May con poca convicción. Algunos defenderán, no sin parte de razón, que May intentó gestionar la complejidad en medio del bombardeo simplificador de brexiters y remainers, que defendían sus posiciones como en un estadio de fútbol, sobre todo con arengas, inflamación en el lenguaje, poca cabeza y demasiado corazón. ¿Pero no es acaso este proceder el que coloniza la acción política la mayor parte de unas cada vez más cortas legislaturas?

Johnson supo identificar esta ventana de oportunidad, tejerse un relato emocional a medida y asumir con convicción el rol elegido para la ocasión. Tocaba vestir de optimismo la neblina de temor a las nefastas consecuencias del Brexit que se había impuesto entre la clase política y en la opinión publicada. Eso implicaba fijar de entrada un deadline cercano y mostrarse inflexible en su defensa. Apostarlo todo al rojo —o hacer sentir que así sería— era parte de lo expeditivo, decidido y resolutivo que quería proyectar Boris, en contraste con la incapacidad ejecutiva de su predecesora y con el bloqueo sin alternativa definida ni plausible que ofrecía la oposición liderada formalmente por el laborista Jeremy Corbyn. Morituri te salutant. Duelo a vida o muerte —política—, pero revisable al poco tiempo, como casi todo en los tiempos atropellados y relativistas que corren.

Fuego y cenizas, inflamación del discurso y rápida combustión de quienes los protagonizan: ese es el gran riesgo que corren quienes juegan fuerte la carta del liderazgo político. De ahí, en buena parte, la creciente calcinación temprana de unos liderazgos contemporáneos cada vez más breves, puesto que lidian contra las exageradas expectativas generadas e infladas como aspirantes, así como una oposición que no puede dar tregua —en clave de peligrosos adversarios hooligans—, y una ciudadanía convertida en audiencias con opción de seguimiento 24 horas y con ganas de premiar o castigar, al estilo de la telerrealidad que ha hecho triunfar desde hace años programas tipo Gran Hermano o Supervivientes. Luego nos preguntaremos cómo es que los liderazgos políticos caducan cada vez más temprano, agotados y vacíos, cuando ya su fuerza se funde. Nos preguntaremos —casi retóricamente, pues— cómo es que la fórmula para ganar elecciones primarias —campañas mayoritariamente cortas, con excepciones como las que se celebran con motivo de las presidenciales norteamericanas— proyecta desde los partidos unas opciones muy a menudo extremas dentro de su propio espectro de voto, que cuando —como Johnson— pasan a asumir el poder a nivel gubernamental, tienen un recorrido mucho más cuesta arriba. Polarizan demasiado, promueven demasiado el posicionamiento a favor o en contra, y ese sentimiento ayuda a alcanzar el poder, pero no necesariamente a saber gestionarlo ni a mantenerlo demasiado tiempo ni con resultados óptimos.

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