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Capítulo 1
¿ES ARTE EL ARTE PALEOLÍTICO?

El punto de partida para contestar a esta pregunta no plantea dudas: nuestro concepto de arte es distinto del que guio la realización de esas obras paleolíticas. Nuestra forma de apreciar las pinturas y grabados paleolíticos que decoran numerosas cavidades del ámbito europeo occidental, particularmente Francia y la península ibérica, está condicionada por nuestra forma de entender el arte, que no se corresponde con la que encauzó su realización y facilitó su apreciación. Dicho esto, queda por responder la parte sustancial de la pregunta ¿es o no arte?, y para dilucidar esta cuestión todo depende de qué entendamos por arte, de qué criterios formales, estéticos o de significación intervengan en su definición. Podemos adoptar dos posiciones: una de carácter restrictivo, en la que limitamos el concepto de arte a aquello que genera una apreciación estética y de significación acorde con nuestra forma actual de entender el arte y excluir por tanto de ella las creaciones de las sociedades no occidentales, o de la prehistoria; u otra más laxa, en la que se desliguen los aspectos formales de los semánticos, aquellos que tienen que ver con la significación de la imagen, y libres del significado nos centramos en la forma y su función comunicativa. En los dos casos se parte de la idea de que la imagen visual constituye una forma de comunicación cuya significación forma parte de un contexto cultural determinado, pero en la segunda se considera que la forma puede ser fuente de apreciaciones estéticas, aunque no responda al criterio clásico de belleza o se desconozca el mensaje transmitido.

¿QUÉ ES EL ARTE?

Nuestro actual concepto de «arte», o al menos el que ha estado vigente en los dos últimos siglos y una parte considerable de la población todavía mantiene, surgió en la Ilustración y el Romanticismo, y se sustenta en la idea de creatividad e individualidad del artista, o de la exclusividad y originalidad de la obra de arte. En esa época surge la clasificación de las bellas artes, y con ella la idea de que la apreciación del arte se vincula a nuestra capacidad estética y a nuestro sentido de la belleza. Fue en esas mismas fechas cuando surgió la distinción entre arte y artesanía, entendida esta última como una producción carente de originalidad creativa (las artes menores). Bajo esta forma de ver las cosas, el objeto de arte y el objeto funcional se separan, pues a pesar de que determinados objetos pueden ser estéticos en su diseño, no son artísticos, ya que carecen de la originalidad creadora del arte. Se trata de una distinción que resulta muy difícil de conciliar con la valoración de una buena parte de la producción artística de las sociedades paleolíticas y de las sociedades simples en general, y en realidad no responde más que a un concepto estético acuñado en aquella época, asociado a la idea de la inutilidad del arte.

Por otra parte, es obvio que apreciamos el componente estético de algunas obras paleolíticas (no todas, como más adelante veremos), como también apreciamos el componente estético de las obras históricas que preceden al concepto de arte nacido de la Ilustración, o de las que lo suceden, como es el caso de una buena parte del arte contemporáneo.

En la actualidad, existe cierta unanimidad en considerar que la apreciación de la belleza y la apreciación estética son dos cosas diferentes. De igual manera, tampoco se considera que arte y estética sean lo mismo. Sin embargo, no siempre ha sido así y, sin duda, los términos en los que se formuló la definición original de la estética, a mediados del siglo XVIII, han provocado la ambigüedad que en muchas ocasiones acompaña estas distinciones. Los cambios producidos en el arte contemporáneo, con respecto al concepto de arte emanado de la Ilustración y el Romanticismo, hacen que la distinción entre arte y belleza se entienda ahora mejor, especialmente si comparamos el arte contemporáneo con buena parte del arte visual de los siglos XVIII al XX (Danto, 2010). La propuesta de clasificación de las denominadas bellas artes por Charles Batteux en 1746 da buena cuenta del sentido otorgado a la percepción estética en esas fechas, claramente vinculado a la valoración de la belleza y a la imitación de la naturaleza. El sentimiento de placer, como fundamento de la estética y en relación con la percepción de la belleza, ya sea de la creación humana o del mismo medio natural, nos sitúan en un marco restringido de definición del arte que poco se ajusta al que caracterizó la producción visual de otras etapas históricas y otras sociedades distintas de las del mundo occidental.

Si centramos nuestra discusión en el arte paleolítico, con seguridad podemos partir de la idea de que su percepción no estuvo exclusivamente ligada a la experimentación estética de la belleza, ni a la separación del concepto de arte y artesanía. En el corpus de producciones visuales que nosotros agrupamos bajo la denominación de arte paleolítico, conviven lo figurativo y lo no figurativo o abstracto, e incluso este último precede ampliamente en cronología al primero; tampoco resulta evidente la distinción entre los modos de realización o los temas representados en los objetos de uso cotidiano y los que aparecen en el arte parietal, ejecutado en cuevas profundas, en zonas de escaso atractivo para la ocupación, desvinculado de funciones cotidianas. Con todo, en determinadas etapas del Paleolítico superior las representaciones figurativas realizadas en objetos cotidianos están dotadas de tan innegable fuerza expresiva que pueden calificarse, sin exageración, como verdaderas obras maestras.

Es habitual caer en el error de pensar que las imágenes paleolíticas son fundamentalmente de tipo figurativo, de carácter más o menos realista, tal y como se desprende de las obras más reproducidas en los libros de divulgación o síntesis. No es así. De hecho, las primeras realizaciones gráficas paleolíticas no son figurativas, y sus dibujos poco propician la idea de representación de la belleza, como no consideremos en esta acepción el placer que se puede derivar del proceso de elaboración y transformación de la materia, o el que se asociaría a la constatación de la capacidad de creación humana, o a la atracción intelectual que genera la identificación de formas geométricas. En el arte del Paleolítico superior, que abarca unos 25.000 años en Europa, conviven el arte figurativo y la abstracción desde las primeras etapas. El número de figuras o motivos cuyo diseño no da cuenta de realidades físicas y que los prehistoriadores, por comodidad, denominamos «signos», o la multitud de trazos y zonas pintadas que jalonan una buena parte de los espacios cavernarios, sobrepasan con mucha frecuencia las cuantificaciones de los temas de carácter figurativo, formados fundamentalmente por representaciones de animales y humanos, aunque estos últimos ya en mucho menor número.

Pero incluso si nos centramos en las imágenes figurativas o en los signos abstractos más elaborados y complejos, ¿cuál es la razón que nos permite apreciar obras que se han realizado bajo conceptos y fines tan distintos de los nuestros? ¿Se debe a que el sistema perceptivo visual es común y reaccionamos de la misma manera ante determinados estímulos visuales? ¿Es similar nuestro sentido de la belleza al de los creadores de aquellas figuras? ¿No ha cambiado nuestra percepción estética tanto como la significación de las imágenes?

Antes de responder a estas preguntas, que exigen tratar aspectos que tienen que ver no solo con la estética, sino también con el sistema visual y el procesamiento cognitivo de las imágenes, o el papel cultural de las imágenes a lo largo de la Historia, es importante dar cuenta de las dificultades que encierra la definición de «arte».

Numerosos estudios filosóficos dedicados a la definición de arte suelen recurrir a un listado de requisitos que han de cumplirse, al menos en parte, para poder determinar si estamos o no ante una obra de arte. El razonamiento, sin embargo, no resulta especialmente útil si queremos caracterizar el arte paleolítico, ya que parte del concepto actual de arte y asume una universalidad estética escasamente concorde con la idea de que el arte está condicionado por la cultura. Bastará, para entender las limitaciones de estas propuestas, comparar las efectuadas por dos figuras relevantes en este campo de investigación (tabla 1).

No es necesario pormenorizar los requisitos enumerados por estos dos autores para observar que varios remiten al concepto de arte que surge en la Ilustración: individualidad, innovación, experiencia estética o placentera, etc. Tal y como S. Davies (2012) señala, estas definiciones tienen un marcado componente etnocéntrico y no ayudan a identificar al arte como tal, ya que evocan las bellas artes, la estética y la belleza, y profundizan en la separación entre arte y artesanía.

TABLA 1

Comparación de las propuestas de Gaut (2000) y Dutton (2009) sobre los requisitos necesarios para considerar una obra como «arte»


GAUTDUTTON
posee propiedades estéticas positivas (belleza, gracilidad y elegancia)provoca una experiencia placentera inmediata y no utilitaria
expresa emociónestá cargado de emoción
es intelectualmente difícilofrece dificultad intelectual
es formalmente completo y coherenteatrae especial atención y está fuera de lo cotidiano
es capaz de expresar significados complejos
exhibe un punto de vista individualexpresa individualidad
es un ejercicio de imaginación creativaes novedoso y demuestra creatividad
evoca experiencia imaginativa
es un artefacto o representación que es producto de una elevada habilidadmuestra habilidad o virtuosismo
pertenece a una forma de arte establecidaexhibe estilo
se asocia a tradiciones artísticas e instituciones
es susceptible de juicios críticos y de apreciación
es el producto de la intención de hacer arte
implica figuración o representación

* El orden se ha cambiado para aproximar requisitos similares.

Aunque la figura del artista pueda aceptarse sin excesiva prevención, siempre que con ese término nos refiramos a aquellas personan que poseen el saber hacer que las capacita para la ejecución de las representaciones más complejas realizadas en las paredes de cavidades y abrigos o en determinados objetos muebles, la originalidad creativa ya no resultaría tan pertinente en la mayor parte de esas producciones. Aunque esta afirmación pueda parecer exagerada, lo cierto es que la escasa variación formal y temática del arte paleolítico europeo durante veinticinco mil años despeja cualquier duda. La innovación casa mal con la amplitud de los ciclos artísticos paleolíticos y con la escasa variación temática y formal documentada durante ese largo periodo.

En ese mismo orden de cosas, las características que Davies propone para que algo sea considerado «arte» son más concretas, pero no acaban tampoco de ser del todo adecuadas si nuestro propósito es incluir bajo esa definición al arte visual paleolítico. Según este investigador, los requisitos para que algo pueda ser considerado «arte» son: que se encuadre en una categoría de arte establecida y públicamente reconocida, que su autor o presentador lo entienda como arte y haga lo necesario y apropiado para que se cumpla esa intención, y que presente una excelencia de habilidad y acabado al dar cuenta de los objetivos artísticos o estéticos. Desde esta perspectiva, las distintas culturas pueden poseer distintas tradiciones artísticas, y es el acabado, la habilidad técnica, la que da cuenta de los objetivos estéticos o artísticos. Sin embargo, estas características no sirven como criterio de diferenciación en un contexto en el que las imágenes tengan por finalidad transmitir emociones que refuercen los contenidos que quieren comunicar, o en un contexto en el que la innovación no sea una meta, ni la excelencia técnica un requisito necesario o imprescindible que deban cumplir las imágenes creadas. De nuevo, como en las anteriores definiciones, el peso de la argumentación recae en la categorización o institucionalización de la producción artística, en los esfuerzos para que la obra se entienda como artística y en la habilidad o el dominio de la manufactura vinculada a objetivos artísticos o estéticos. Da un poco la sensación de que estamos ante un argumento circular: el arte queda establecido en términos normativos, porque se acepta socialmente, cumple unos requisitos formales y de excepcionalidad con respecto a los objetos no artísticos, y se separa de lo cotidiano, salvo que en la definición de arte se incluyan todo tipo de actividades humanas, lo que desdibujaría su singularidad.

Algunas de las ideas que han quedado expuestas en estas líneas precedentes, aunque formuladas de manera muy distinta, pueden verse en la propuesta de definición de arte de Brown y Dissanayaque (2009). Esta última investigadora, tanto en este como en otros trabajos, centra su atención en la función social del arte, señala que no podemos considerar las artes como objetos (pinturas, canciones), cualidades de los objetos (belleza, consonancia), señales de preferencias sensoriales cognitivas o registros pasivos de estímulos sensoriales/cognitivos, sino como el resultado de comportamientos de «artificación», un término que hace referencia a la voluntad de hacer especiales determinados objetos, acciones o cosas que hace la gente. Puesto que según señala esta autora no son las propiedades físicas o estéticas las que definen el objeto de arte, la atención habrá que dirigirla a las emociones que se asocian al arte, insistiendo en que la cohesión social se refuerza mediante el ritual colectivo. Es la dimensión social o colectiva la que facilita el proceso de «artificación», y la apreciación estética sería una de las emociones que intervienen en el sistema cognitivo humano, unida, entre otras, a la emoción que genera la afiliación social.

Si bien es el individuo el autor de las obras de arte, el fenómeno artístico solo tendría sentido en términos sociales, lo cual resulta coherente con la idea de que el arte, en sus diversas facetas, tiene una evidente función comunicadora. Pero cabría argumentar que la función social no puede constituir la esencia del objeto de arte, ya que quedaríamos automáticamente descartados para la apreciación estética de los objetos que han sido producidos en sociedades alejadas temporal y culturalmente de nosotros. Incluso, llevando las cosas a un extremo quizá algo exagerado, nos podríamos cuestionar si podemos calificar de obra de arte un objeto que una vez fabricado no se integrara en el medio social por la razón que fuese. Pongamos el hipotético ejemplo de un artista paleolítico que muriera después de fabricar un objeto de arte y que con su muerte el objeto quedara enterrado hasta que un arqueólogo lo recuperara miles de años después; o que una vez fabricado se perdiera como consecuencia de un repentino abandono del lugar en el que se produjo la obra. Es obvio que el componente social, vehículo necesario para la artificación, no estaría presente en este objeto y, sin embargo, la intención «artificadora» sí que podría haberlo estado en el proceso de diseño y realización. La artificación, la voluntad de hacer algo especial, debe materializarse en el arte visual, tener un componente material, evaluable a partir de la forma y el tema. Probablemente, el objeto sería artístico solamente si fuera capaz de generar una apreciación estética, con independencia del componente social. Dicho de otra manera, no parece muy productivo mezclar la función con la definición del objeto de arte, pues las funciones son distintas según los contextos culturales e invalidarían cualquier acercamiento a objetos artísticos que no fueran resultantes de nuestro sistema cultural. Nuestra experiencia cotidiana nos dice que esto no es así.

Si comparamos los requisitos con los que, desde un planteamiento completamente distinto, el de la antropología del arte, formula R. L. Anderson (1989) su definición de arte, la novedad más importante recae en la importancia que este autor otorga al significado cultural del estilo en la obra de arte. Toda obra de arte deberá corresponder a un estilo que garantiza su significado social; además, tendrá un componente sensitivo, y mostrará una especial habilidad, si bien en este caso puntualiza sobre el hecho de que no se trata de un magisterio como concepto universal, sino que este dependerá del contexto cultural y del medio artístico, y en esa habilidad intervendrán tanto las capacidades manuales como las cognitivas.

Con todo, es K. Coe (2003) quien acota más los requisitos que debe cumplir una obra de arte para ser considerada como tal: que haya sido hecha por humanos, que haga uso del color, la línea o tenga un patrón o forma, y que no tenga otra función que la de atraer nuestra atención. A nadie se le escapará que esta definición tiene la virtud de dar cuenta de la importancia de la comunicación en la obra de arte, ya que cabe pensar que la focalización de la atención no se limita a la forma, sino que incluirá también el contenido, el mensaje que transmite o ayuda a transmitir. Sin embargo, tal y como Davies reflexiona al respecto de esta propuesta, la expresión taxativa «de que no tenga otra función» nos sitúa de nuevo en una posición incómoda cuando queremos valorar los objetos decorados que son funcionalmente activos, numerosos en las sociedades paleolíticas y en las sociedades simples. Esta definición nos vuelve a situar ante esa visión moderna que tiende a distinguir entre arte y artesanía, y considera al primero, en la más pura tradición kantiana, como algo desprovisto de otro valor que el puramente estético, la conocida idea de la inutilidad funcional de la obra de arte.

Aunque buena parte de los especialistas en la historia del arte y antropología estarían de acuerdo con la idea de que para hablar de arte debemos estar ante el resultado de la actividad humana, no faltan quienes cuestionan este planteamiento y consideran que limitar el arte y la apreciación estética al producto de los seres humanos constituye una visión del mundo natural marcadamente etnocéntrica. Los trabajos de R. O. Prum1 pueden ayudarnos a explicar esta forma de ver las cosas. Este ornitólogo de la Universidad de Yale considera que el arte surge a través de un proceso estético que es generalizable a una buena parte de los seres vivos, en gran medida vinculado a la selección sexual, y por tanto no es exclusivo de los seres humanos. Según este autor, el arte consiste, en lo fundamental, en una forma de comunicación que ha coevolucionado con su evaluación, es decir, en un contexto social, y el arte y la estética son consecuencias emergentes de señales de comunicación emitidas por los organismos vivos. Como Prum nos recuerda, la apreciación estética que interviene en la selección sexual fue ya planteada por Darwin cuando defendió su importancia en términos evolutivos. La propuesta, sumamente sugerente al romper con la idea de la exclusividad del comportamiento artístico humano, exige alguna discusión. En primer lugar, el mismo autor insiste en que las experiencias estéticas no pueden valorarse más que en el ámbito histórico de su producción y uso (su evaluación), y por lo mismo lo único que podemos decir es que los comportamientos estéticos del reino animal, generadores de «belleza», constituyen un valor añadido de la apreciación estética humana de estos, pero no coevolucionan con nuestra evaluación. Son nuestra cultura y nuestra experiencia las que nos inducen a la apreciación de estos fenómenos, a la proyección de nuestras preferencias estéticas, a la contemplación de la belleza del mundo, ya sea esta de carácter biótico o abiótico. Sin embargo, nuestra apreciación de esta belleza se desvincula de su evaluación en términos coevolutivos. Apreciamos estéticamente la señal, pero sin que intervengamos en su evaluación, al menos en los términos coevolutivos que resultan fundamentales en la propuesta de este autor. Es nuestra cultura la que favorece la proyección estética de unas señales que nos son ajenas. Bastará un ejemplo para explicar esta idea: el canto nupcial de los pájaros, a diferencias de las llamadas de alerta, ha coevolucionado en cada especie a partir de la evaluación, el juicio estético que de este hacen los receptores de la señal, y está sujeto a las mismas variaciones culturales que se pueden establecer en las variantes artísticas de las sociedades humanas. En esta visión, «las sensibilidades estéticas» no son el simple resultado de los componentes estáticos, biológicos, esencialistas y positivos de la experiencia sensorial, del «cableado» de nuestro cerebro, y cambian porque están «continuamente moldeadas por coevolución por las entidades estéticas de su consideración». De manera que la naturaleza estética es tan históricamente dinámica como la naturaleza del arte, y ambos conceptos, arte y estética, son interdependientes. En todo caso, no está de más insistir que en esta propuesta la apreciación estética de la belleza del mundo animal no constituye más que una dimensión añadida al componente estético del rasgo que es objeto de la apreciación humana. La valoración estética del color del plumaje y la melodía del canto de determinadas aves, o los colores y dibujos de las alas de las mariposas, los aromas, formas y colores de ciertas flores, o cualquier atributo físico o comportamental esgrimido por los seres vivos, si han de entenderse como señales vinculadas a la selección sexual o la reproducción, se restringe evolutivamente al ámbito social o natural en el que surgieron esas señales comunicativas.

En segundo lugar, el problema de la propuesta de Prum no está en la aceptación de las capacidades estéticas en el juicio de los animales no humanos, sino en considerar que los atributos físicos o fenotípicos que evolucionan de estos juicios estéticos puedan ser considerados arte. Estética, belleza y arte constituyen tres términos que se intercambian con facilidad en este discurso y su diferenciación resulta indispensable para no caer en contradicciones epistemológicas insalvables. Baste por el momento señalar que resulta muy forzado considerar como arte los colores del plumaje de las aves, la forma de las cornamentas de determinados mamíferos o el croar de las ranas en los periodos de celo. Volveremos sobre este tema al tratar específicamente la necesaria distinción entre estética y arte, por mucho que ambas estén correlacionadas; así como de la ambigüedad del concepto de belleza según lo consideremos en términos sexuales o como un atributo artístico.

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