Kitabı oku: «El Amanecer Del Pecado», sayfa 5

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Ha llegado el momento de la malicia pensó Daisy. Según lo planeado, ahora me las harán pasar canutas.

Daisy sabía perfectamente cómo los jueces, en nombre de la audiencia, podían convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles.

Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de caer en la trampa e intentó concentrarse para hacer frente a sus asaltos.

–Entonces, ¿dónde está tu hermano? Debería dárnoslo a conocer, querida.

La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones.

– ¿Quizás no lo has querido aquí contigo porque estás celosa de él?

– ¡Adriano! ¿Dónde estás? ¡Adriano! –gritó de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores.

Sandra se había quedado todo el tiempo detrás de las bambalinas. La ejecución de I’m Rose había sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Había disfrutado y llorado por la emoción.

Las telecámaras se habían parado en sus lágrimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor.

Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores.

Todo oxígeno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convertían en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios.

Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto más alto era el índice de audiencia, le pagaban una cuota más consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia valía algo así como dos millones de euros.

Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable.

¿Por qué le toman el pelo a mi hijo?, se preguntó. Los guionistas saben que no está bien. Han hablado mucho con él. Incluso han preparado un vídeo típico de nuestra familia. Una entrevista donde Daisy hablaba de sus sueños, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no está… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy sólo tiene dieciséis años. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ¿por qué se comportan de este modo? ¡No era este el trato, joder!

En el monitor del jurado aparecieron los índices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el índice de audiencia estaba rozando el once.

Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fantástica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia.

Era necesario crear interés alrededor de la muchacha. Mucho interés. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente cínicas.

El índice de audiencia sube. ¡Dadle duro a la chavalita!

Ánimo. Removed en la mierda. ¡Debemos llegar al trece!

El padre se ha suicidado. Mirad a ver si podéis meterlo por algún sitio.

Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Habíamos decidido no hacerlo, ¡al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece.

Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pensó en la gratificación del jurado, también calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella podía cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma debería dar lo mejor de sí misma. Se puso en pie. Sarcástica comenzó a canturrear:

– ¡Adrianinnno! ¡Adrianinnnno! ¿Por qué juegas al escondite?

También Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenzó con su pérfido show. La jurado fingió indignarse y gritó:

–Olvídate, Jeny. No seas cabrona. Adriano no está aquí porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ¿No es verdad, Daisy? Por lo que yo sé, Adriano, el autor de tu bellísima canción está… ¿quieres decirlo tú? ¿Quieres hablar de su problema?

Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Debía cantar y divertirse. Y si, además, hubiese mostrado ser realmente buena, habría tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo.

Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el guión.

Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia.

En el fondo, I’m Rose, no era sólo una canción.

Era su historia.

–Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ¿Qué le ocurre a tu hermano? –preguntó Sebastian poniendo los pulgares bajo el mentón, fingiéndose atento y preocupado.

–Mi hermano no está bien –respondió la muchacha con la odiosa sensación de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos.

En ese momento habría querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una niña. Miró a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez más incómodas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de lágrimas y maldijo su estupidez. Debía ser fuerte, debía responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, sólo consiguió llorar.

Un relámpago de triunfo atravesó la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el índice de audiencia en el trece y medio.

El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsaría otros treinta mil euros.

Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacción.

A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez más malvadas.

Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la pequeña qué jodida cosa le pasa a su hermano.

¡Venga, venga, venga! ¡Si llegamos al quince son cien mil euros!

Circe, muévete. No estás haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltrátala. ¡Pega fuerte con una pregunta de las tuyas!

Sandra habría querido protestar a alguien pero no sabía a quién acudir. Los dos cámaras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruzó con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano.

–Señora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aquí, debe permanecer en el área que ha sido asignada a los padres y…

– ¡Quítate de mi vista, jodido cabrón! –gritó Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empujándolo lejos.

–Por favor, cálmese –imploró el guionista empalideciendo.

Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acercó a Sandra. El guionista hizo una señal con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control.

– ¿Cómo voy a calmarme? ¡Mi hija está llorando en esa mierda de escenario! –vociferó Sandra desesperada.

–Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondió el joven guionista enfadándose con un cámara que habría querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habría podido desencadenar la polémica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida.

–Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenazó Sandra apuntando con el dedo al guionista.

El joven calvo sabía muy bien cómo la rabia de la mujer estaba más que justificada. No podía no darle la razón pero el dinero en danza era mucho.

Si la audiencia se incrementaba de nuevo él se embolsaría veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparecía en los títulos de crédito justo inmediatamente después del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no tenía ninguna intención de renunciar a una compensación tan generosa. Avisó a dirección de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las cámaras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, ordenó al vigilante de seguridad que volviese a acompañar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes.

Sandra aceptó con renuencia pero sin ninguna intención de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correría al escenario para sacar a rastras a Daisy, después de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa.

¡¡¡Estamos en el catorce y medio!!!

La frase centelleó seguida por una triunfante fila de signos exclamativos.

Daisy habría deseado escapar del escenario. Pero quedó allí clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron más precisas, malvadas y ultrajantes.

Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos.

Cuando el anuncio acabó los índices de audiencia volvieron a subir.

El rostro límpido de Daisy surcado por las lágrimas saltó a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter.

Sebastian miró de reojo el indicador con una total euforia.

Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganaría el plus de cien mil euros. Con ese dinero podría comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balanceándose del rosado pezón de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se había encaprichado de la muchachita cuando ella tenía quince años y nunca había dejado de sorprenderse por la naturalidad que ella demostraba en ciertos complicados juegos eróticos.

–Bien. Aquí estamos de nuevo en vuestra compañía. Estábamos hablando de Adriano –resumió Sebastian, antes de añadir –Perdóname si soy desconsiderado pero me preguntaba cómo un muchacho enfermo mental pueda componer una canción tan fantástica como I’m Rose.

No, no eres desconsiderado, sólo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pensó Daisy que respondió intentando mantener a freno la rabia:

–Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y además, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo más que otra cosa en el mundo. Él es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aquí es sólo gracias a él.

Un suspiro conmocionado salió del público.

Catorce con nueve.

La audiencia todavía subía. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el corazón, había golpeado en lo íntimo a los espectadores.

Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escribían mensajes cada vez más implacables.

Estamos a punto de dar el golpe. ¡Ánimo, ánimo, ánimo! ¡Redondeemos, así de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo!

Sebastian se pasó la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artillería pesada.

Daisy sintió su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la próxima pregunta, que se reveló una auténtica obra de arte de la perfidia.

– ¿Amabas también a tu padre, Daisy?

La muchacha se quedó blanca. ¿Cómo podían hacerle esto? ¿Cómo podían atreverse a nombrar a su padre?

– ¿Y bien, Daisy?

Ella no dijo nada. Se esforzó por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca había logrado superar el trauma del suicidio a pesar de años y años de terapia.

Los jueces del espectáculo, presionándola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivió el horror que marcó su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del árbol con los ojos desencajados mirando al vacío, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las vértebras cervicales destrozadas. Nunca lo había visto en realidad pero siempre lo había imaginado de esta manera.

– ¿Y bien, Daisy?

Daisy escuchó a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuchó también el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pensó que enloquecería.

– ¿Y bien? Cuéntanos algo sobre tu padre…

– ¡Basta! ¡Ya basta! –gritó como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria.

– ¡Basta, basta, basta!

De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estroboscópicos saltaron. Se oyó otro ruido sordo.

Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanquísima.

El escenario se estremeció, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo.

Uno de los soportes se inclinó de golpe arrancando los cables eléctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cayó al suelo llevándose con él cables y reflectores. Daisy lanzó un grito cuando el soporte se abatió sobre la mesa del jurado.

Jenny Lio sintió un golpe atronador. Había sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energía la golpeó en el rostro. Cayó al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quemó la cara dejándole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se había ennegrecido convirtiéndose en un muñón negro y humeante.

Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesaño del entramado. La posición poco natural de la articulación hacía intuir que se tratase de una horrible fractura.

Circe había quedado sentada, incólume. Cubierta de sangre que no era suya.

La visión de Sebastian la hizo gritar horrorizada.

El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre caía sobre los monitores encendidos. Los ojos inmóviles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record histórico de los niveles de audiencia.

Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre.

La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento.

7

Como todas las mañanas, Greta Salimbeni entró en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo.

La ayudante del doctor Salieri conseguía cambiar, de vez en cuando, la impresión que la gente se había hecho sobre ella. Greta podía aparecer fría, coqueta, huraña o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen sólo en los ojos de los que la miraban.

Cuando había comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como él, la profesión de psiquiatra.

Quien sanaba la mente de los hombres debía, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habría descargado sus frustraciones con sus pacientes.

Greta estaba enamorada del doctor pero no quería ser el segundo plato. Por esto Salieri se quedó en una pura y sencilla fantasía erótica.

Greta abrió la puerta para acomodar al paciente.

Adriano Magnoli entró volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio.

–Hola, Adriano –lo saludó Salieri enarcando las cejas, la expresión concentrada de quien estudia al paciente hasta el más pequeño detalle.

–Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho.

–Sí. No ha sido un buen momento –asintió Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inmóvil detrás del escritorio.

–Me lo contarás todo con calma. Siéntate, por favor.

Adriano se sentó apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frotó con nerviosismo las manos, la expresión llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observó algunos hematomas rojos en el muchacho.

–Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor.

–Te han quedado marcas –observó Salieri apuntado la pluma a las muñecas de Adriano.

–Si es por esto, las tengo también en los tobillos –precisó Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantalón y bajar un calcetín. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta.

–Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribió el doctor garabateando un apunte con una grafía nerviosa.

–No debería haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales.

– ¿Cuánto tiempo te han tenido en la cama? –preguntó Salieri encendiendo el ordenador.

–Dos días. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado señales.

–Tres semanas en la sección de psiquiatría. Debió ser bastante duro, muchacho.

–Cuando el entramado cayó sobre el escenario creí que también Daisy había sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza.

– ¿Quieres hablar sobre esto? –preguntó Salieri deslizando el ratón sobre la alfombrilla, los ojos fijos en la pantalla siguiendo la flecha que apuntaba a una carpeta para abrirla.

–Me gustaría, pero no recuerdo casi nada de esa noche –aclaró Adriano. –Dicen, sin embargo, que bajé allí, al salón. Todos gritaban por lo que estaba ocurriendo en la televisión. Llegado ese momento me he vuelto agresivo pero esto es lo que ellos creen.

–Entonces, ¿por qué motivo te has lanzado contra los huéspedes que estaban viendo a tu hermana en la televisión?

–Porque veía llover trozos de carbón en la habitación. Sí, esto lo recuerdo bien. Me he tirado encima de ellos para protegerlos. Quería evitar que alguien fuese golpeado.

–Has empujado incluso a tu tía que se ha caído al suelo, ¿verdad?

–Sí. Por desgracia, sí. Se ha golpeado la cabeza pero juro que no quería hacerle daño.

–Sé que no le ha ocurrido nada aparte de un chichón, y sé también que te has defendido con uñas y dientes hasta el último momento para no hacer que te internasen. Decías que estabas muy nervioso por el accidente del escenario.

–No lo sé. Yo… yo sólo sé que no quería hacer daño a nadie.

–El mordisco al enfermero, ¿te acuerdas?

–No mucho. Repito, no estaba bien. Me querían llevar, yo, sin embargo, no quería y a partir de ahí ha sucedido todo el follón.

–He visto las cajas de los medicamentos, no los has tomado con regularidad, Adriano. He aquí porqué han vuelto las alucinaciones.

Adriano, incómodo, asintió con aire culpable.

–Háblame de Daisy, más bien. ¿Cómo está? –preguntó Salieri abriendo el archivo que estaba buscando. Comenzó a mirarlo con particular atención, entrecerrando los ojos y acercando la nariz al escritorio del ordenador.

–Daisy se atemorizó. Pero ella es fuerte y me defendió. A causa de esto sucedió lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perdóneme doctor, estoy un poco nervioso…

–Tranquilo. Estamos entre amigos. Explícame lo que quieres decir con calma –exclamó distraídamente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado.

Adriano emitió un jadeo inquieto.

–Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no debería haberlo provocado.

Mientras Adriano hablaba, Salieri clicó sobre el archivo donde estaba la historia clínica del muchacho. El hombre observó algo insólito. Se acarició el mentón. Lanzó una ojeada a Adriano. Observó otra vez la pantalla frunciendo el ceño.

–El accidente del escenario. Quizás ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que está aquí, dentro de mi cabeza. Quizás no sólo echa raíces aquí, quizás lo puede hacer por todas partes. Quizás está ya por todas partes.

Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atención del doctor Salieri. El psiquiatra se había puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio.

–Doctor, ¿me está escuchando? –le preguntó Adriano con un lamento.

–Perdona. Me he distraído –respondió Salieri al muchacho quitándose el auricular, el tórax se levantó y se relajó con un suspiro de preocupación.

–Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad.

Él, el parásito, la está buscando. Está buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ¿lo entiende, doctor? ¿Comprende lo que sucederá? No lo entiende porque estamos sólo al comienza. Sebastian Monroe no debía provocarla. Por esto ha tenido ese final.

Adriano terminó de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandonó el discurso. Siguieron otros veintitrés minutos de diálogo en los que el muchacho consiguió hilvanar algún razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tiró del puño de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que debía ser recargado. Apretó el pulgar y el índice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo giró con movimientos pequeños y rápidos hasta que las agujas se movieron, y dijo:

–Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quería verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prométeme, sin embargo, que tomarás siempre las medicinas. Continúa con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la próxima semana. A la misma hora.

El psiquiatra estrechó la mano de Adriano sin levantarse.

–Saluda a la señora Magnoli.

Cuando Adriano salió del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y pulsó la tecla del teléfono interior para llamar a Greta.

–Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente.

El médico encendió otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el teléfono sonó.

–Hola, Marco. ¿Cómo estás?

– ¡Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ¿Y tú?

–Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relación con Adriano Magnoli.

–Sí. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien rápidamente. ¿Lo has visto?

–Lo he visto. No habéis arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir sólo un viejo amigo.

– ¿Eh? ¿Cuál es el problema? –preguntó sorprendido Buccelli, un hombre con la frente ancha surcada de profundas arrugas y en la cabeza una selva de cabellos grises y resecos.

Roberto Salieri y Marco Buccelli habían sido compañeros en la universidad.

Una amistad basada en ninguna afinidad particular sino en aquella que se tiene cuando se aprecia el valor del otro.

Durante los estudios universitarios se habían enfrentado en discusiones interminables en torno a las teorías del Eros freudiano. Hablaban durante horas, y cuando finalmente parecía que habían llegado al nudo de la cuestión, se alejaban del problema. Sólo después de muchos litros de cerveza y algunos gramos de marihuana se encontraban pensando de la misma manera. Después de cuarenta años ya no se veían pero entre ellos quedaba un sincero aprecio.

–Escucha, Marco. ¿Puedes dedicarme un momento? –preguntó Salieri.

–Pues claro, faltaría más. ¿Qué ha ocurrido?

–Habéis cambiado la dosis de Leponex, hecho terapia electroconvulsiva, ciclos de test ciclomotores y piscoactitudinales. Es lo que he podido entender por el historial clínico.

–Sí. Exacto.

–Te explico. El muchacho ha venido a verme. Clásicos problemas de apatía, alteraciones de humor, distanciamiento y algunas señales de alucinaciones. Hasta aquí nada raro. Eso ha sucedido antes.

–No le des más vueltas y vete al grano –le presionó Buccelli desde la otra parte de la línea.

–Escúchame bien. Antes de la visita no le he hecho sentar en la misma sala de espera, sino en la habitación de al lado; las ventanas cerradas por pesadas cortinas, un sofá aquí, una buena mesa allá, etcétera. Dentro de la habitación hay una cámara oculta. Entiendes lo que quiero decir.

–No eres el único que espía el comportamiento de los pacientes esquizofrénicos, Roberto.

–Perfecto. Veo que me entiendes. Naturalmente tengo el permiso de la madre. La señora Magnoli lo sabe todo. Por lo tanto no hay nada ilegal.

–Repito, lo hacemos todos. ¿Qué ha ocurrido allí dentro? –preguntó con curiosidad el director del hospital.

– ¿Estás con la ronda? –quiso asegurarse Salieri.

–Sí. Ahora he terminado con las visitas.

–Vale, entonces vete al estudio. Cierra por dentro. Enciende el ordenador y mira lo que te mando por Skype.

Un minuto más tarde Marco Buccelli vio el rostro tenso de Salieri en el monitor del ordenador.

El director abrió el archivo que le había enviado el psiquiatra.

Dentro había una película, grabada sin que Adriano lo supiese, donde se podía ver al muchacho entrar en una habitación de techos altos, al estilo de los viejos palacios señoriales de Castelmuso.

En el vídeo, Adriano caminaba con las manos detrás de la espalda en una estancia impregnada por la penumbra, a la espera de ser recibido por Salieri. Luego se había acercado a la ventana para correr las cortinas, como si quisiese hacer entrar la luz en el ambiente. Se había puesto a murmurar algo poco claro, antes de quedarse bloqueado de manera poco natural. El cuerpo estaba rígido, el cuello se le dobló con un brusco movimiento lateral.

Se podía observar con claridad que el rostro se le había puesto rojo y las venas del cuello se habían hinchado alrededor de la garganta. Después de un temblor prolongado, el muchacho había enderezado la cabeza, antes de moverla: la expresión era la de quien no parece comprender dónde se encuentre en ese instante.

Buccelli observó en el monitor la cara del muchacho, encuadrada en una sonrisa inquieta.

Eres un muchacho entrometido. Cuántas veces te he dicho que no me busques.

Adriano, ahora, estaba hablando consigo mismo con una voz baja y ronca que parecía pertenecer a otra persona. La postura se había enderezado de manera prepotente. El rostro estaba surcado por una telaraña de arrugas, inusuales en la cara de un adolescente.

Después de menos de un minuto, Adriano había vuelto a ser el muchacho habitual, aunque más atemorizado, pálido e inseguro de lo normal. Buccelli lo vio retroceder mientras apretaba la cabeza entre las manos con un sentimiento de horror.

Hablaba del parásito que penetraba en su mente e imploraba para que lo dejase en paz. Luego la palidez volvió a desaparecer, las mejillas volvieron a colorearse como melocotones maduros, casi como si se hubiese quemado a causa de un sol abrasador. El rostro de nuevo se había surcado de profundas arrugas.

¿Debo matar otra vez por ella?, preguntó y, a continuación, continuó farfullando algunas frases incomprensibles, antes de comenzar a sollozar:

–Te lo ruego. Déjame en paz. Déjame en paz. Sobre todo, déjala en paz a ella. Aléjate de mi hermana.

Hubo una pausa en la cual Adriano se quedó durante todo el tiempo acurrucado delante del espejo. Pasaron dos minutos, cuando nuevamente fue golpeado por un estremecimiento. Enderezó la cabeza, los labios se estiraron para descubrir la fila de dientes superiores. Apuntó el dedo hacia el espejo mirándose directamente a los ojos, relucientes de maldad. La voz sutil fue atravesada por una insolencia, a ratos triunfante, a ratos burlona.

Si no quieres que te mate –dijo bajo al vigilancia de la cámara escondida –debes acogerme dentro de ti. Acéptame sin oponer resistencia. Ella es mi destino. Tú no puedes hacer nada por tu hermana, a no ser escribir música sublime.

–Yo no quiero… no te quiero en mi interior. Vete. Debes irte –sollozó Adriano.

Acéptame, muchacho. Es el pacto que te pido. ¿Por qué ser enemigos cuando podemos convertirnos en cómplices?

Llegado a ese punto, en el vídeo, se sintió llamar a la puerta: el pomo de la puerta giró lentamente y apareció Greta que entró en la habitación, invitando a Adriano a seguirla. Se notó cómo el muchacho se había ido relajando de golpe, saliendo de la habitación como si nada hubiese sucedido.

La película se acabó con Greta cerrando la puerta.

En el ordenador de Buccelli volvió a aparecer el rostro de Roberto Salieri.

– ¡Maldita sea! ¡Vaya mierda! … –imprecó el director pasándose la mano sobre las arrugas de la frente.

Salieri giró con el pulgar la rueda de un Zippo, encendiendo el enésimo cigarrillo y, con una cierta irritación, puntualizó:

–Como puedes ver el cuadro clínico de Adriano es este. Un disturbio disociativo de la identidad nunca diagnosticado. Un bonito champiñón saliendo de la nada que deberías haber debido entender. En cambio, no te has dado cuenta de nada.

–No lo entiendo. Hemos hecho una sesión de hipnoterapia. Una disociación de la personalidad debería haber salido –reflexionó Buccelli, luego añadió –Roberto, debes tenerlo bajo observación, a menos que tú no tengas la intención de ingresarlo con un TSO4

–No, su estado no justifica un ingreso forzoso –respondió Salieri inhalando con satisfacción el olor acre del humo. –La madre, de todas formas, es la única que puede decidir si internarlo o no. Adriano, por ahora, está tranquilo y la señora Magnoli no firmará de nuevo para que lo aten a una cama de tu sección.

–Sabes que habrá una recaída. Probablemente volverá a ser violento –respondió el director del hospital. Salieri dio:

–Si Sandra Magnoli no da la autorización entonces habrá un problema.

–En ese caso encontraremos una solución. Gracias por haberme llamado para darme la bronca. Esta vez me la he merecido.

–Como en los viejos tiempos.

–Que te den, doc.

–Hasta luego, también, doc –concluyó Roberto Salieri cerrando la conexión pero sin separarse del ordenador.

El psiquiatra observó de nuevo la película. El carácter del muchacho, que poco a poco cambiaba en el transcurso de un minuto, era desconcertante y por más de un motivo. La disociación de la personalidad de Adriano no era aquel tipo de trastorno donde el paciente se miente a sí mismo creándose más o menos conscientemente una identidad. Adriano daba la impresión de no ponerse una máscara: él estaba realmente aterrorizado. La convicción de que un ser desconocido se había adueñado de él estaba ya demostrada y si, por una parte, esta certeza complicaba su cuadro clínico, por otra, lo convertía en particularmente interesante.

Salieri pensó en los casos estudiados por Buccelli. No era un misterio, realmente, que el colega se hubiese ganado el puesto de director del Umberto II gracias a un ensayo aparecido en las páginas de Scienza Psicologica.

4.Nota del traductor: Tratamiento Sanitario Obligatorio.

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Litres'teki yayın tarihi:
17 ağustos 2020
Hacim:
361 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788835404651
Telif hakkı:
Tektime S.r.l.s.
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