Kitabı oku: «Francisco, pastor y teólogo», sayfa 2

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3. Pueblo, sensus fidei y comunión

Una idea especialmente amada por Francisco es que, en este santo pueblo fiel de Dios, todos somos igualmente «discípulos misioneros». No se trata solo de una idea exhortativa, sino de algo bien arraigado en la doctrina conciliar sobre el sensus fidei. Leemos nuevamente en Evangelii gaudium:

En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu, que impulsa a evangelizar. El pueblo de Dios es santo por esta unción, que lo hace infalible in credendo. Esto significa que, cuando cree, no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. [...] En virtud del bautismo recibido, cada miembro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (EG 119-120).

En el discurso con ocasión del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los obispos, Francisco dará un paso más al afirmar: «El sensus fidei impide separar rígidamente la Ecclesia docens y la Ecclesia discens, pues también la grey posee su propio “olfato” para discernir los nuevos caminos que el Señor presenta a su Iglesia» 11.

En esta sede nos interesa nuevamente subrayar el entramado existente entre las nociones de pueblo y comunión, ahora respecto al sensus fidei. El Concilio, y Francisco con él, afirma que «el pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo [...], y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe» (LG 12). En este texto de la Constitución no se habla explícitamente de comunión eclesial, sino que se recuerda que esta prerrogativa del pueblo de Dios es ejercitada cuando el pueblo es «guiado en todo por el sagrado Magisterio», y esto supone la comunión eclesial entre fieles y pastores. De ella, en cambio, se habla de modo explícito en el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre El «sensus fidei» en la vida de la Iglesia, publicado en el año 2014, ya en este pontificado: aquí hay una presencia continua de la comunión eclesial como humus y como contexto imprescindible para la autenticidad del sensus fidei del pueblo de Dios. Se habla del «vínculo intrínseco con el don de la fe recibido en la comunión de la Iglesia» 12, de «la aptitud personal del creyente en la comunión de la Iglesia para discernir la verdad de la fe» 13, y se recuerda que «los fieles están continuamente en relación los unos con los otros, como con el magisterio y los teólogos, en la comunión eclesial» 14.

En este momento no podemos ir más lejos. Pero lo dicho es suficiente para percibir la modalidad usada por Francisco al hablar de la Iglesia pueblo de Dios. Al hacerlo en armonía con la categoría de «comunión», el sentido genuinamente conciliar de la imagen «pueblo de Dios» se despliega en todo su esplendor.

4. Una Iglesia constitutivamente sinodal

El Vaticano II, es sabido, menciona el Sínodo de los obispos, pero no habla de sinodalidad en sentido general. Aunque no hay que minusvalorar el hecho de que al final de todos los documentos conciliares se dice que las cosas de las que se ha hablado synodaliter statuta sunt. Como tampoco conviene olvidar que la palabra latina más usada en los documentos conciliares para decir «concilio» es synodus. Cabe recordar que la institución del Sínodo de los obispos fue realizada por Pablo VI durante el período conciliar, con el motu proprio «Apostolica sollicitudo», de 1965, y es esto lo que, aunque sin desarrollar, la Comisión Teológica Internacional sintetiza diciendo acertadamente: «Aunque el término y el concepto de sinodalidad no se encuentren explícitamente en las enseñanzas del Concilio Vaticano II, se puede afirmar que la instancia de la sinodalidad está en el corazón de la obra de renovación promovida por el mismo Concilio» 15.

Después de cincuenta años, Francisco ha publicado la Constitución apostólica Episcopalis communio (2018), contemplando el sínodo bajo una nueva óptica. Quizá lo más decisivo es que se llega al Sínodo de los obispos desde la sinodalidad de la Iglesia 16. Se trata de una profundización importante que no deja relegada la sinodalidad a la categoría de un simple procedimiento operativo 17, sino que, para Francisco, se trata verdaderamente de una «dimensión constitutiva de la Iglesia» 18 que le permite decir, tomándolo de san Juan Crisóstomo, que «Iglesia y sínodo son sinónimos» 19. En el citado documento de la CTI, publicado pocos meses antes de Episcopalis Communio, se aclara que con sinodalidad se «indica el específico modus vivendi et operandi de la Iglesia pueblo de Dios, que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión caminando juntos, reuniéndose en asamblea y por la participación activa de todos sus miembros en la misión evangelizadora» 20. No pasemos por alto, en continuidad con lo dicho anteriormente, cómo desde la Iglesia pueblo de Dios se llega a la sinodalidad –al «caminar juntos»– a través de la comunión («manifestación y realización concreta de su ser comunión»).

Varios son los elementos del Vaticano II que han confluido en este desarrollo. Tenemos, en primer lugar, la corresponsabilidad de todos los fieles en la misión evangelizadora de la Iglesia, una idea madre de Lumen gentium. Podríamos decir que corresponsabilidad y sinodalidad son como las dos caras de la misma realidad eclesial. A ello se suma la doctrina sobre el sensus fidei contenida en LG 12, la cual fue también objeto de estudio por parte de la CTI el año 2014. Francisco hace suyos estos desarrollos y los enfoca hacia la sinodalidad, como ya hemos recordado citando su discurso a propósito del 50º aniversario del Sínodo de los obispos, cuando habla sobre el «“olfato” [de la grey] para discernir los nuevos caminos que el Señor presente a su Iglesia». Un tercer elemento esencial en este desarrollo es la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, abordada en LG 10. Esta relación está en la base de la circularidad existente entre el sensus fidei del pueblo y el magisterio de los pastores en el seno de la sinodalidad, e impide resbalar hacia indebidos extremismos democráticos.

Estos parámetros eclesiales configuran los elementos fundamentales de la sinodalidad impulsada por el actual pontífice. El primero de ellos es la actitud de escucha. Volviendo nuevamente al discurso del aniversario de la institución del Sínodo, allí Francisco advierte:

Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar «es más que oír». Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7).

Esta «escucha» se realiza en diversos ámbitos, de manera que, sigue diciendo Francisco, «el Sínodo de los obispos es el punto de convergencia de este dinamismo de escucha llevado a todos los niveles de la vida de la Iglesia».

El segundo elemento depende del primero y se refiere a las funciones generales de los diversos sujetos implicados en la sinodalidad, que pueden encuadrase en las categorías de profecía, discernimiento y actuación. La profecía pertenece al entero pueblo de Dios y está en la base de la necesaria consulta a los fieles, pues no se puede saber lo que el Espíritu dice a la Iglesia si no se escucha al pueblo de Dios. El discernimiento compete a los pastores, que no son, naturalmente, solo receptores y ejecutores de lo que dice el pueblo. Vale aquí lo que el Vaticano II afirma respecto a los carismas: «El juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG 12) 21. La actuación de lo discernido sinodalmente corresponde a toda la Iglesia, naturalmente según diversos niveles y funciones: pero si la escucha y el discernimiento han sido genuinos, la actuación será eficaz 22.

El tercer elemento pone en evidencia nuevamente la incidencia de la componente comunional en el entramado sinodal. Encontramos una buena síntesis de esta incidencia en el ya citado documento de la CTI, que vale la pena reproducir por entero:

La dimensión sinodal de la Iglesia expresa el carácter de sujeto activo de todos los bautizados y al mismo tiempo el rol específico del ministerio episcopal en comunión colegial y jerárquica con el obispo de Roma. Esta visión eclesiológica invita a desplegar la comunión sinodal entre «todos», «algunos» y «uno». En diversos niveles y de diversas formas, en el plano de las Iglesias particulares, sobre el de su agrupación en un nivel regional y sobre el de la Iglesia universal, la sinodalidad implica el ejercicio del sensus fidei de la universitas fidelium (todos), el ministerio de guía del colegio de los obispos, cada uno con su presbiterio (algunos), y el ministerio de unidad del obispo y del papa (uno). Resultan así conjugados, en la dinámica sinodal, el aspecto comunitario que incluye a todo el pueblo de Dios, la dimensión colegial relativa al ejercicio del ministerio episcopal y el ministerio primacial del obispo de Roma 23.

Como puede fácilmente observarse, la sinodalidad se vive en diversos niveles, pero de un modo u otro encontramos siempre esta dinámica comunional entre «todos», «algunos» y «uno». Existe entre ellos, a su vez, un entrelazamiento con las actitudes de escucha, discernimiento y actuación, recién mencionadas, y la tendencia hacia el consensus general, fruto final de esta dinámica. Es esta la singularis antistitum et fidelium conspiratio 24 que caracteriza la sinodalidad, muy distinta de la toma de decisiones por simple votación, característica de muchos organismos en el ámbito civil.

5. Aspectos conclusivos

Acercándonos al final de estas reflexiones, quisiera subrayar algunas pocas ideas a modo de conclusión. En primer lugar, la importancia de conjugar bien las nociones de pueblo y comunión a la hora de impulsar con vigor la actividad misionera de toda la Iglesia. Mientras la noción de «pueblo» comporta diversos vínculos entre los individuos que lo componen, la categoría de «comunión» aplicada a la Iglesia contiene intrínsecamente un componente ontológico, que arraiga la categoría de «pueblo» en su perspectiva propiamente teológica. Se trata de una comunión en el ser y en el amor de Dios, los cuales son, por sí mismos, expansivos. De ahí que en EG 23 se cite un texto de Juan Pablo II, que en su versión completa dice: «La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera» (ChL 32). Además, Francisco no duda en proponer la sección sobre los carismas con el título «Carismas al servicio de la comunión evangelizadora» (EG 130).

Mientras la noción de «pueblo» nos llama a la concreción y a la fidelidad histórica de este con los designios salvíficos de Dios, relacionando el nuevo pueblo de Dios con el qahal Yahvé del Antiguo Testamento, la palabra «comunión» revela la sustancia de la cual estos designios están hechos, a saber, una íntima y difusiva unidad de Dios con los hombres y de los hombres redimidos entre sí y con el mundo.

El término «sinodalidad», igualmente, aunque no está presente en el lenguaje del Concilio Vaticano II, resulta coherente con la sustancia de la enseñanza continua de la Iglesia, porque expresa su intrínseco carácter peregrinante, que es ser una calzada común (synodos) ofrecida a los hombres en el camino de la salvación que Dios ofrece en Cristo a través de su Espíritu.

El significado propiamente cristiano de «pueblo», «comunión» y «sinodalidad», y su intrínseca e inseparable conexión, así como la hemos configurado a la luz de un sano sensus fidei, nos dirige en modo analógico, pero pertinente a la lógica y dinámica trinitarias, que pertenecen al mismo corazón de Dios. El Padre, con sus dos inseparables manos, Jesucristo y el Espíritu Santo, crea el mundo –allí donde encuentra corazones de hombres y mujeres disponibles–transformándolos de muchos individuos dispersos en un pueblo peregrinante y misionero, llamado a recapitular todo el mundo en los planes salvíficos de Dios, que es amante del destino bueno de todo hombre.

Este es el fascinante horizonte de la Iglesia que el papa Francisco nos propone incansablemente como propuesta renovada y como tarea. Esta invitación y esta tarea son también la calzada que cada día todos nosotros buscamos recorrer, siguiendo, pobres como somos, las pistas con las que el Dios Uno y Trino nos conduce, por los caminos, a través de la historia.

LA IGLESIA, PUEBLO SANTO DE DIOS,
SUJETO DEL ANUNCIO DEL EVANGELIO

Mons. MATTEO ZUPPI

Bolonia

Introducción

Tratamos en esta ocasión, como han hecho otras tantas generaciones en diferentes circunstancias, de entender cuál es el kairós en que nos encontramos y así alcanzar a desvelar el sentido de lo que nosotros estamos viviendo como miembros de la Iglesia de Cristo, como pueblo santo de Dios, como pueblo elegido que vive en este momento de la historia.

Para escuchar el kairós, y entenderlo, partimos de la premisa que la Iglesia como tal es siempre la Iglesia de Cristo 1. Una Iglesia que ha vivido, vive y vivirá distintos momentos a lo largo de la historia. Una Iglesia que vive oportunidades nuevas, la de nuestra actualidad es una oportunidad particular, que nos exige detenernos, intentar entender, pensar y profundizar para poder seguir nuestro camino en la historia.

1. La Iglesia, pueblo de Dios

Francisco utiliza con frecuencia esta expresión, «pueblo de Dios», desde su primer día como pontífice 2. El papa Francisco pidió, como elección pastoral personal, inicial y programática, la bendición del pueblo de Dios, y esto no deja de ser una fuerte imagen teológica. El papa Francisco desea unir a todos los pueblos en un solo pueblo de Dios, único, en el que todos puedan descubrir su propio lugar, más allá de los límites aparentemente lógicos que nos separan. A pesar de las dificultades iniciales, más allá del deseo de definir los rasgos característicos de este pueblo, el papa Francisco desea recordar que nos pertenece el pueblo de Dios y que nosotros pertenecemos al pueblo de Dios, único, no dividido por castas, por grupos, por segmentos o por el clericalismo. Una de las divisiones más feroces, denunciada por el magisterio de Francisco, es el clericalismo 3.

Esta denuncia constante del clericalismo afecta a la imagen distorsionada que se ha desarrollado de una de las novedades más sugerentes del Concilio Vaticano II, y que el mismo papa Francisco y la Iglesia han recibido con el propósito y la misión de custodiarla 4. Todos, por razón de nuestro bautismo, somos parte de este pueblo y por eso estamos llamados a una implicación sincera en el amor que nos une y no a dividirnos en sectores o especializaciones diversas. Además, es del todo imprescindible recordar que una parte natural del pueblo de Dios son los pobres, y nadie tiene derecho a olvidarlos, menos aún desde un ambiente académico. El contacto del mundo universitario con la realidad más sufriente no puede ser objeto de renuncia, eliminación o exclusión. Más aún, el parágrafo inicial del segundo capítulo del texto eclesiológico Lumen gentium se expresa de la siguiente manera:

En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá [...] Pondré mi Ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo [...] Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición [...], que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 Pe 2,9-10) 5.

Todos los miembros del pueblo de Dios somos responsables de la necesaria inclusión en él de toda persona.

2. «Nosotros y ellos»

El papa Francisco formula en su pensamiento una radical convicción: en el pueblo de Dios, todos son llamados a una pertenencia verdadera, a pesar de las dificultades pastorales, algunas de ellas de tipo cultural, otras de tipo social y otras de carácter económico. Aun así, lanza una pregunta incisiva para nuestro presente: «¿Quiénes somos nosotros?, ¿quiénes son ellos?». Para el papa Francisco se hace difícil observar una distinción, una separación, un ad intra y un ad extra. En el pensamiento bergogliano, esta posición no nos remite, ni mucho menos, a una cuestión nostálgica de un cristianismo de otras épocas de la historia 6, en la que estas preguntas se respondían con mucha claridad, sino a una visión esperanzada de la gran cantidad de frutos que Dios invita a recoger, cultivar y acompañar 7. Desde una perspectiva realista, pero llena de entusiasmo, de la misión nace una actitud evangelizadora de respeto, siempre de inclusión y proximidad con cualquier persona. Se desvela una nueva lógica del cristianismo de aceptación de la diversidad ante la cual uno puede pensar que se trata de un nuevo ardor misionero, o simplemente de una fuerte debilidad, por cesión a una mundanización de la misión cristiana y de la Iglesia, o bien a una simple estrategia de mercado para recabar un mayor número de fieles 8.

Para el papa Francisco hay que concebir el pueblo de Dios en una visión amplia de inclusión, en la que todos pertenecen –o, si queremos ser más pulcros, todos pueden pertenecer– al pueblo de Dios. De esa manera de pensar nace una actitud pastoral de relación personal con cada persona, una atención personalizada que intenta buscar siempre un camino que desemboque en la unión.

a) Buscar la oveja perdida

Para Francisco se hace necesaria una real actitud de atención hacia los que están más lejos. Acercándonos a la parábola lucana de la oveja perdida 9, Francisco no define de quién se trata. Cabe decir que aquella oveja perdida no está condenada a ninguna calamidad, sino que es objeto de una misericordia plena, una misericordia absoluta, no condicionada, no juzgada, una misericordia limpia y transparente. El pensamiento bergogliano desemboca en un lenguaje directo, fruto de una experiencia espiritual exigente fundada en los ejercicios espirituales ignacianos, los cuales desean aterrizar en la vida concreta y alejarse de espiritualidades desencarnadas, y que muy a menudo derivan en opciones pastorales y de vida llenas de abstracciones.

Esta manera de desarrollar el pensamiento en Francisco conduce a la petición rotunda y exigente de una conversión pastoral misionera decidida y clara. Una conversión que reclama no confundir la acción pastoral personal con la acción misionera de la Iglesia, indicada por el mismo papa Francisco, en la que se pide a todo el pueblo de Dios una acción corresponsable y compartida, desde el rol irrenunciable de cada miembro.

b) El mecanismo del hermano mayor

Muy a menudo, en este proceso de conversión aparece el mecanismo del hermano mayor de otra conocida parábola lucana 10. Este mecanismo se ve sujeto a la experiencia del descubrimiento de un «amor mayor» que remitía al propio sujeto, desvalorizando el propio sentido de lo vivido por uno mismo. Así, el hecho de caer en el mecanismo de un deseo de no implicación personal en la propia existencia acaba por reducir también el valor del sentido y significado de este «amor mayor», que es propio de Dios mismo.

El pensamiento de Francisco intenta buscar aquello que complete la propia existencia, y por eso se trata de un pensamiento dirigido a crecer en la audacia, superando los propios límites, hablando así de procesos antes que de resultados o eficacia 11.

La capacidad de generar procesos significa básicamente crecer en la confianza, crecer en la fe y la convicción de que la Palabra de Dios tiene su propia fuerza, su propia capacidad incisiva en la realidad de la persona y, por tanto, del pueblo de Dios.

Como pueblo de Dios a veces deseamos encontrar más «navegadores» que «brújulas» 12, esto es, fórmulas pastorales de última generación antes que instrumentos de formación y acompañamiento de procesos. ¿Cuántas veces hemos convertido en «difícil» aquello que compete a todos y en «fácil» aquello que solo unos pocos pueden alcanzar? El lenguaje de Francisco es accesible, comprensible, tanto a creyentes como a no creyentes. Francisco desea «acariciar» este mundo nuestro haciéndose entender, y por eso utiliza imágenes surgidas de la misma Palabra de Dios, a la vez que elementos de la cultura contemporánea. Este recurso icónico se precisa básicamente por el fácil acceso al mensaje y al contenido del mensaje, rompiendo así las barreras propias del lenguaje de los diversos pueblos, para facilitar la construcción de caminos diversos y alcanzar la unión del único pueblo de Dios. Francisco rechaza un lenguaje solo para iniciados o expertos, para comunicarse más allá de lo previsto y así recuperar muchas relaciones que parecían estar perdidas, para recuperar a muchas personas que estaban alejadas 13. El planteamiento misionero de Francisco sitúa la inquietud de poner a la persona en el centro del interés pastoral y, como consecuencia, imaginar la construcción y reconstrucción del pueblo de Dios, como un pueblo grande, plural, rico en carismas, diversidades, perspectivas y concreciones del Evangelio.

Al final, lo más decisivo es entender que el «navegador» no sirve, y esto no es fácil de entender. La mayoría de pastoralistas entiende la oportunidad de utilizar recursos adecuados, precisos para alcanzar una mayor difusión del mensaje evangélico. Esto no sucede de la misma manera en el planteamiento de Francisco, que no mide los diversos elementos en función de una estrategia pastoral, ya que no precisa de un tipo de solución prefabricada, ni mucho menos preconcebida con anterioridad. La pastoral que vive Francisco no es algo cocinado en un laboratorio 14, sino que se trata de una exigencia vital de «salir» de nuestros laboratorios para comunicar, discurrir, entender la profundidad del anuncio del Evangelio y observar su belleza en la aventura apasionante de su vivencia, y esto exige un compromiso personal de ir más allá de uno mismo. Entonces surge una nueva pregunta: ¿deseamos un pueblo grande?, ¿tenemos miedo de un pueblo grande que va más allá de nuestros propios límites, de nuestros propios prejuicios?, ¿deseamos ir más allá de la imagen de un cristianismo situado en ciertas seguridades?, ¿qué pensar de un cristianismo de pequeñas realidades, de minoría?, ¿seríamos capaces de aceptarlo?

La «opción de Benedicto» 15 –cito un texto publicado hace aproximadamente un año– desarrolla comprensiones en algunos sectores, de reducción, de limitación, de defensa, de un cristianismo reductivo. En este caso, la experiencia pastoral de ciertas realidades nos impide observar con nitidez la distinción entre lo que comúnmente se ha denominado como «los de dentro» y «los de fuera». Cuestión que nos invita a reaccionar y repensar sobre qué tipo de evangelización, qué manera de predicación se ha desarrollado, qué estilo de experiencia cristiana se ha transmitido con los que frecuentaban nuestros templos. ¿Cómo hemos proporcionado elementos suficientes para que el mismo pueblo de Dios se convierta en un pueblo misionero, capaz de comunicar, transmitir y vivir la aventura de la fe? Hoy en día no podemos, ni debemos, dar por supuesto ningún tipo de situación; se hace imprescindible afrontar la realidad, y de ahí nos cuestionamos con un profundo respeto y una exigente sinceridad: ¿deseamos hablar con todos?, ¿deseamos comunicar lo profundo y esencial de nuestro corazón, de nuestra fe?, ¿deseamos redescubrir lo esencial de nuestro kerigma?, ¿nos interesa recuperar «el hermano menor» que ha vuelto a la vida, de una manera totalmente cambiada a como nosotros mismos lo habíamos conocido con anterioridad, o bien aquel era simplemente un «hijo más del Padre» con el que nosotros no teníamos ningún tipo de relación, y con el que, además, debíamos diferenciarnos radicalmente?

3. Un pueblo protagonista

Así pues, nos encontramos ante el reto de construirnos como un pueblo protagonista de la misión, nunca pasivo de la construcción del reino de Dios. Una misión vivida no de manera extraordinaria en su actividad, sino radicalmente de una manera permanente, espiritual, un pueblo que se concibe «para y hacia los otros». Se trata de una Iglesia absolutamente fijada en la perspectiva misionera, en oposición a cualquier forma de clericalismo, ya sea en los clérigos, ya sea en los laicos.

Se presenta, pues, la imagen de un pueblo grande ante el cual somos invitados a desarrollar una pertenencia real 16 y de tipo afectivo, personal, familiar y, al final, universal. No a hundir nuestras convicciones en una experiencia o en un planteamiento de tipo populista, porque no hay nada más lejano de la imagen del pueblo de Dios que una visión uniforme o una visión difuminada. El pueblo no puede observarse como un conjunto de realidades diversas yuxtapuestas ante las cuales surjan respuestas o soluciones prefabricadas y fáciles en tiempos de incertidumbres, como este momento de globalización contemporáneo.

4. Dios promete un pueblo

La experiencia de san Pablo ante la comunidad de Corintio 17 resulta una imagen precisa de esta configuración del pueblo que Dios ha diseñado, más allá de la suma individual de sujetos. Dios ha prometido y da a Pablo un pueblo. La situación de la ciudad de Corintio no respondía a la configuración de una convivencia fácil, agradable, próspera. La concepción y aceptación de una propuesta de tipo evangélica, en la que se incluye el reto de construcción de una comunidad, no es ideal.

También hoy, en nuestra experiencia más reciente, observamos las dificultades, las confusiones y los cansancios ante el reto de una verdadera conversión misionera y espiritual. Descubrimos con mucha mayor facilidad la ausencia del pueblo que deseamos encontrar. Vivimos situaciones de ambigüedad y de dualismos, y ante estas situaciones la respuesta pastoral del papa Francisco va más allá de las tensiones entre verdad y diálogo, entre identidad y misión, entre transformación y kerigma, entre doctrina y pastoral. Hay quien se ejercita para polarizar fuertemente estos binomios, porque así es mucho más fácil reducir la realidad e intentar entenderla con mayor rapidez, apropiarse de la verdad y no escuchar verdaderamente el Evangelio. En el fondo, así se manifiesta poco interés por formar parte del «pueblo», de un «pueblo grande». Es imprescindible una verdadera conversión pastoral que valore de nuevo la existencia, que exija destinar tantos sujetos como sea posible a anunciar el Evangelio y a vivir la pertenencia al «pueblo de Dios». Una conversión exige una mayor entrega, más espíritu que organización y, sobre todo, pide ser padres, hijos, hermanos, pastores. Esto es «el pueblo» y no una respuesta que se aplica sin más, según lo que pensamos o deseamos que sea el pueblo. Francisco retoma toda la herencia del Concilio Vaticano II, y sus inquietudes, preocupaciones y anhelos se concentran en el sueño de reencontrar en la Iglesia una madre y, por eso, maestra, y justamente en ese orden, y no al contrario 18.

La Iglesia es primero madre. Así, siguiendo el deseo inicial del papa Juan XXIII en la inauguración del Concilio, el papa Francisco descubre la importancia de la medicina de la misericordia antes que retomar las armas del rigor. La visión del Concilio sobre la Iglesia como «pueblo de Dios» permite a Francisco hundir las raíces de su pensamiento en la herencia más genuina del mismo Concilio, para exponer el valor de sus enseñanzas antes que condenar a nadie, para entender a la Iglesia como una madre que se dispone a acoger a todos en un único pueblo. Así, la Iglesia se manifiesta como aquella madre amantísima, bondadosa, paciente, imagen de la verdadera misericordia hacia todos sus hijos alejados. El reto es este, ni más ni menos: mostrar el verdadero rostro de la Iglesia como madre capaz de hacer más humana la vida de las personas, como aquella que es realmente eficaz para mostrar el sentido de la vida.

Esta sería una verdadera profecía que nace del Concilio, a la cual el papa Francisco se une, situando su persona y su magisterio obviamente en el curso de los «profetas de esperanza» de nuestro tiempo presente, muy a pesar de otros, que son propiamente «profetas del desánimo». Estos últimos son aquellos que creen, con mayor insistencia, más en su propio celo pastoral que en el amor gratuito y desbordante de Dios mismo, más en sus propias convicciones que en el mismo pueblo de Dios, en el que está presente el Espíritu de Dios 19. Son profetas que solo saben ver dificultades y obstáculos sin ningún tipo de confianza en la Providencia, porque son incluso de los que, como sostenía Juan XXIII, no aprenden las lecciones de la historia y están privados de suficiente objetividad y de juicio prudente. No se puede anunciar siempre lo peor, esto es, el fin del mundo, el fin de la historia. Al contrario, se nos exige captar en los diferentes escenarios contemporáneos los misteriosos planes salvíficos de la divina Providencia y descubrir cómo estos se producen en nuestro presente a través de los hombres y mujeres contemporáneos, más allá de sus propias expectativas y a pesar de las contradicciones de la vida, para el bien de la Iglesia. Esta es, a mi entender, la visión que tiene Francisco sobre «el pueblo», y ante este pueblo se siente llamado a guiarlo, cuidarlo y acompañarlo.