Kitabı oku: «Solo se lo diría a un extraño», sayfa 2
Siete
Juan me contó que existían asociaciones anónimas para adictos a las relaciones. Sin entender bien a qué se refería, no tuve dudas de que yo cumpliría con todos los requisitos para ocupar una de las sillas, acomodadas en círculo, en alguna cancha de básquet venida a menos.
El sexo me fascina, me permite deshacerme de la banda presidencial y cumplir el rol del subordinado. Pero el sexo nunca será tan sexy como las relaciones; esas que incluyen despedidas desgarradoras, peleas a los gritos, cartas de amor, rupturas para siempre que jamás son para siempre.
Conmigo nunca nada termina.
Colecciono hombres que tuve que dejar ir pero nunca abandoné del todo. Son mi archipiélago de endorfina, mi hamaca para un ego insaciable que, lejos de engordar con la lista de asociados, se adelgaza y pide más.
Pero no se confundan: mi corazón es noble y mi contrato, justo. A mis chicos los cuido y los quiero; me preocupo por sus mujeres, sus hijos, sus trabajos. En ocasiones, los busco. Les devuelvo un poco de vida mientras les lamo las heridas que solo me dejan ver a mí.
Para el día en que vaya a una de esas reuniones para adictos a las relaciones, ya tengo planeado mi debut. Empezaré confesando mi mayor fantasía erótica, esa que nunca le he dicho a nadie. Quiero morirme de pronto, para que mis chicos se junten en una sala fría de velatorio y, como masones, se reconozcan. Quiero que se emborrachen y me lloren juntos: Juan y el resto de mis apóstoles.
Ocho
Cortar las raíces de un niño y extraerlo del Perú, teniendo cuidado en retirar su colegio y sus veranos en Santa María. Inmediatamente después, llevarlo a una isla caribeña y dejarlo remojar durante tres años en un colegio mixto de monjas. Batir vigorosamente hasta eliminar los grumos del shock cultural. Sazonar con repartición de periódicos, armado de aviones a escala y juegos bajo el sol y la lluvia. Espolvorear con infelicidad parental.
Alcanzado el termino medio, llevarlo a Venezuela por aproximadamente ocho años a fuego alto. Aderezar su colegio con valores jesuitas e hidratar constantemente mientras se añade agua turquesa de playas y vegetación de montañas, sin tapar, hasta que se evapore del todo. Dejar fluir su adolescencia con grandes amigos, drogas, música de los ochenta y ron con Coca Cola. Sellar con una ruptura de corazón. Revolver todo hasta obtener una masa homogénea.
Sin engrasar el molde, regresarlo al Perú. Colocar la masa en una olla de presión durante cinco años de estudios de Economía hasta el quinto superior de cocción. Humedecer a gusto y rociar los fines de semana con arena del desierto en moto y salpicar con un chorrito de chicas vainilla. Mezclar lentamente.
Con la base y el relleno a punto, ya debe apreciarse su completa transformación. Es momento de ahumarlo con trabajos en bancos y un MBA fuera. Finalizar la reducción casándolo, reproduciéndolo y pasándolo por una trituradora corporativa y empresarial hasta que suelte todo su jugo y esencia.
Dejar reposar para que alcance el color deseado y la textura correcta. Servir con un aderezo de orgullo, miedo y felicidad.
Comerlo lentamente con una pizca de sal.
* Advertencia: algunos ingredientes se sirven semicrudos y pueden causar reacciones tóxicas en determinadas personas.
Nueve
En el cole siempre me consideré un buen tipo. Estaba equivocado. Fui abusivo. No de los que te pegaban o te robaban la lonchera, sino de los que te hacían sentir mal conociendo tus debilidades. Soy el huevonazo que le decía bruta a la amiga que había jalado con cero cinco y le robaba su examen para leer las respuestas y humillarla frente a todos.
Ahora soy egoísta, cínico, ingrato. Me sobrevaloro y no soy honesto conmigo mismo. Dejo todo para último momento y hago el mínimo esfuerzo para terminar una tarea. Me comprometo y no cumplo. Me embarco, pero me bajo sin avisar. Soy exhibicionista y soberbio. Cuando corría olas, lo que más me emocionaba era saber que había gente en la orilla mirándome. Soy machito para tirarme del cerro y romperme los huesos, pero soy un cobarde en el momento de tomar las riendas de mi vida y enfrentar las decisiones importantes.
Me gustan las drogas y el alcohol, tanto por el placer inmediato como por la escapada efímera que me regalan.
Le huyo al conflicto. Tengo la cualidad de intuir lo que las personas necesitan escuchar y he sabido aprovecharlo para caer bien, jugar el juego y avanzar en el mundo corporativo. Siempre flotando, como la caca.
Hace poco, me di cuenta de algo: si mi vida fuera una película, yo sería uno de los malos.
Diez
Soy como un porfiado: no me puedo caer. Además, nadie me va a sostener. Me inclino de un lado a otro, buscando contención, pasando por mi centro, sintiendo siempre el golpe, hasta estacionarme y entenderlo otra vez. He aprendido a convivir con el hecho de tener que hacerme cargo de mí misma.
He crecido en una familia impulsiva, inestable, dramática, pero principalmente plagada de artistas. Cargo una mochila con muchos duelos. Pérdidas y ausencias que me generan dolor y un vacío que me habita.
Los libros para mí han sido un tibio refugio. También escribirme cartas, en las que huía y me abrazaba. Soy la que sostiene y la que se encarga. En mi familia no encuentro soporte, pero sí en mis buenos amigos, los que nunca se van, los solitarios. Me ha costado años darme cuenta y aceptar que compartíamos tanto. Cada uno en su casa vacía, con sus cajones vacíos, con sus familias ausentes.
Descubrí mi necesidad de analizarlo todo, de llegar a la médula, a la verdad, a la justicia de las cosas. Detesto la mentira porque he vivido en ella: mi papá tenía dos familias. Nadie hablaba del tema. La mentira nos alejó y, como decía mi viejo, el cáncer nos volvió a unir. Todavía puedo escucharlo agradeciéndole a la enfermedad. Aprendí a perdonar sin juzgar. En poco tiempo, logramos ser una familia disfuncional que partía del amor. Duró poco, y ese recuerdo es mi gran tesoro.
El cáncer nos enseñó a estar unidos. La muerte me enseñó que uno se puede reír de todo.
Por eso me río de mí, de mis propias desgracias, de la espinaca que siempre se aferra terca a mis caninos, de las gotas de sudor en mi bozo cada vez que me pongo nerviosa, de que me dejen plantada en un avión con el anillo de compromiso olvidado en mi dedo. Me río siempre.
Soy la que sostiene y la que se encarga. Soy como un porfiado: no me puedo caer.
Once
Mientras caminamos por el barrio, otra noche más, tomo tu mano y, como siempre, la siento pequeña en la mía. No tiene las uñas pintadas ni lleva anillos. No es una mano ostentosa. Encaja perfectamente en la mía. Tocarla se parece a esa sensación de acercarse desde el frío a una chimenea ardiente.
Conversamos de nuestros hijos, de los viajes que hicimos o que haremos, jamás de política, casi nunca de trabajo.
Te digo que te quiero, siempre lo hago. Me miras de costado a través de tus rulos y me sonríes. Eso me hace feliz: hacerte feliz. Si pudiese, te haría el amor ahí mismo, escondidos detrás de un carro o un tacho de basura. Pero esas locuras ya las cambiamos por una plácida rutina.
Seguimos caminando en silencio y se me viene la imagen de nuestra hija atravesando esa terrible enfermedad que, si no hubiera sido por tu fuerza, me habría despedazado. Pienso también en nuestra vida en Madrid y los celos que tuviste con Francine, mi compañera belga. En la cartera que he prometido regalarte. En las veces que me la pego demasiado y despierto en un campo de batalla.
Pienso también en mis mentiras, las que me has descubierto y las que aún conservo. Pienso en las tuyas, esas que nunca te he descubierto. ¿Será porque, de los dos, la astuta eres tú?
Doce
Mientras ella tomaba el tercer vaso de vodka, yo iba por el primer vaso de leche. Me convertí en el hombre de la casa cuando todavía no sabía amarrarme bien las zapatillas. Pasaba horas junto a mi mamá en el sillón de terciopelo verde de aquella sala llena de cuadros abstractos y ceniceros de cristal repletos de cenizas rancias.
Me contaba historias de su fallida niñez y de su adorado matrimonio que terminó en divorcio. Yo la escuchaba, mientras jugaba con los botones de mi camisa de cuadros que con tanto esmero me ponía. Elton John, Fleet-wood Mac y Eric Clapton acompañaban nuestras sesiones. Gracias a las penas de mi madre, aprendí a escuchar buena música.
A veces, pasaba días sin salir de su cueva.
Mejor así, pensaba, para no encontrarme con el monstruo etílico que se apoderaba de ella.
Diligentemente, le llevaba vasos con agua, cerraba las cortinas y me aseguraba de que estuviera bien tapada. Me refugiaba en mi cuarto de quince metros cuadrados, atiborrado de muñecos de superhéroes, y guardaba silencio para no despertarla. Mi oído se entrenó para percibir hasta el más mínimo sollozo. Dejaba todo de golpe y acudía a contenerla en mis brazos que apenas la rodeaban.
Los domingos me devolvían a mi mamá. Esperaba oír su llamado como quien espera ser finalista de un concurso, solo que en este competíamos únicamente el monstruo y yo. Corría a su lado y nos acurrucábamos para ver películas y comer pizza en su cama.
Fui un niño feliz.
Trece
—¿Vas a comer arroz con pollo el resto de tu vida? —me preguntó Kiko, calato en el sauna del club, con su chela en la mano.
Sudado hasta los dedos y a 45 grados centígrados, la pregunta me dejó helado. Me casaría en dos meses, y mi romanticismo y ganas de evolucionar no me habían dejado anticipar eso.
Igual me casé, y la pregunta quedó en el olvido de lo cotidiano y los hijos.
Pasó la pasión de los primeros años y, como un fantasma, volvió aquella escena del sauna: impertinente, desafiante, incómoda. Lo peor de todo: sin salida.
¿Iba a tocar a alguien más? Sintiéndome sano, querido, con buena chamba, exitoso y, sobre todo, con una relación de pareja sólida, ¿me quedaría en un estado conservador y de confort?, ¿o debía arriesgar, explorar?
Busqué consejo en amigos. Estaban todos igual o peor que yo: separados, divorciados. Hice terapia y le conté al diván sobre mi autosuficiencia y mis valores, y él, con esa voz que tienen los divanes, respondió:
—Háblalo con tu esposa.
Me costó años atreverme. Hasta que, una tarde helada, y luego de evaluar la opción menos dañina, le propuse a mi mujer hacer un trío con alguna flaca.
—Tú escoges —le dije.
Me dijo que sí.
No tardé ni medio segundo en imaginarme entre las dos en una cama, cumpliendo todas mis fantasías.
—OK, pero después lo hacemos con algún pata. Tú escoges —me imitó.
La payasada se me acabó de golpe. Hoy soy especialista en ponerle culantro al arroz con pollo.
Catorce
Crecí en una familia cómoda pero disfuncional. Mamá en su cuarto, papá en su mundo. Hermano mayor con distrofia muscular. Nos trataron por igual, pero era evidente que yo era más veloz, más fuerte y mucho más travieso. Sus armas eran el carácter, la palabra y una aguda inteligencia. Siempre fui competitivo. Hasta cuando no debía. Incluso contra él.
Su muerte llegó de golpe, cuando yo entraba a la pubertad y él salía de la adolescencia. La comodidad a la que estábamos acostumbrados murió con él. Ellos se quedaron con su pena y yo, con muchas preguntas sin respuesta. Ante esa soledad, no me quedó otra que tomar las riendas de mi vida. Me dediqué a mostrarme invencible. Ligero de equipaje. Competir contra los vivos era más fácil.
Con los años, empecé a disfrutar de mi vulnerabilidad. Sigo siendo competitivo, pero aprendí a perder, aunque duela. Me casé, tuve un hijo, me separé, me volví a juntar, y llegó mi hija. Aprendo más de ellos que ellos de mí, aunque les haga creer lo contrario. Hay hábitos que nunca mueren.
Me enamoré de las palabras, de las historias y de la gente que sabe contarlas. De los silencios, de la brevedad, de lo simple. De las curiosidades, de reírse de uno mismo, de perderle el miedo al ridículo. De revelarse frente a todo, de las sutilezas y de usar el humor como combustible.
Y esto me llevó hace poco a inscribirme en un taller virtual de escritura con personas a las que conocía poco y nada. Con sus palabras, historias, risas y silencios, ellas enriquecieron mi vida en cada encuentro, como una orquesta de ventanas llenas de violines, oboes y trombones, donde yo, con mi pequeño triángulo, colaboro con mi música.
Quince
Ella es un rompecabezas de infinitas piezas únicas. Casi siempre encajan, pero a menudo se pierden y dejan huecos en su composición. No es fácil armarla, pero lo difícil tiene su encanto. Las derrotas, mudanzas, traiciones, victorias, ilusiones y nacimientos son los bordes que la sostienen y permiten espacio para su continua construcción.
Ella se define por lo que no es, así descubre lo que es. Es exigente consigo misma, pero procura no serlo con los demás. Desconfiada por experiencia, pero no por voluntad propia. Ansiosa, aunque ligera para reír.
Sencilla para solucionar y compleja para analizar. Tiene humor negro, pero no discrimina. Es estadounidense de nacimiento, pero peruana para manejar y comer. Ella es curiosa para chismear, e intenta no juzgar al chismoso. Se siente joven al festejar, pero vieja para madrugar.
Profesional apasionada, pero arrastra una gran culpa por el tiempo que le consume el trabajo. Decidida a tener dos hijos, aunque se sigue cuestionando lanzarse por un tercero.
Es fiel a ellos, pero infiel a ella. Es femenina a pesar de no tener trompas de Falopio, pero masculina para negociar y decidir. Reservada por tímida y no por pudor. Impaciente con su madre, pero dócil con su padre. Cobarde para posar, aunque valiente para mirar.
Insegura ante lo desconocido, pero segura para lanzarse a ello. Nunca encajó y tampoco desencajó. Puede sonreír por la mañana, pero llorar de noche. Puede ser todo lo que dice este texto, y todo lo contrario.
Dieciséis
Crecí escuchando que era el solcito de la familia, la alegría de la casa, la rubia, la divertida. Siempre positiva. Yo no veía el vaso medio lleno, ¡lo veía rebalsado! Conmigo no había medias tintas, era la defensora del pueblo, la que siempre estaba sin importar qué hora fuera, la de la risa fácil, la confiada, la enamorada del amor.
Cuando era niña, decía que de grande quería ser mamá y tener 36 hijos. Vengo de una familia apapachadora. Mis padres están juntos desde los trece años, y de eso ya han pasado más de cincuenta.
Pero ¿qué pasa cuando ese sol se convierte en noche? ¿Cuando la risa es menos fácil que el llanto? ¿Cómo se empieza de nuevo?
Durante mucho tiempo estuve buscando esa respuesta. Fue difícil, porque me convertí en mi peor enemiga. No soportaba verme al espejo, me volví experta en ocultar mi dolor. Yo era un tren a toda máquina, no necesitaba de nada ni de nadie, sola podía con todo. Cansaba mi cuerpo al punto de que solo cayera agotado y no pudiera sentir, pensar. Nada. Eso me llevó a un paseo de tres meses en UCI.
Me tomó un tiempo entender que también era la chica insegura, triste y rota. Pero eso no significaba que hubiera dejado de ser también la mujer entusiasta, fuerte y decidida que disfrutaba la vida. Solo era cuestión de confiar en mí.
Diecisiete
John. John. John. Todo un ser y medio siglo de experiencias en un monosílabo. Cuando terceros hablan de mí, basta con decir mi nombre, quizá junto a algún calificativo, para transmitir toda la descripción de quién soy. O de quién perciben que soy.
¿Quién soy? Yo lo sé perfectamente, pero es difícil sintetizarlo, y la amplitud de mi autoestima me pide mucho más que 250 palabras. He sido siempre el pata bueno, el que hace lo correcto, el que vivió afuera, el que habla siete idiomas, el que decide bien, el exitoso, el que se casó con la chica perfecta, el que toca en discotecas de Asia, el que tiene hijos primeros de la clase y patas de la puta madre.
Pero soy géminis, y a veces intuyo que tengo un lado no tan bacán. Sí, sí, soy lindo y todo eso, pero, en lo que realmente importa, ¿soy bueno? ¿Estuve lo suficiente con el Negro antes de que partiera? ¿O lo postergué un poco mucho, anticipando que se quedaría por más tiempo? ¿Veo lo suficiente a mi mamá? ¿Hice todo lo que pude para tener una relación más cercana con mi viejo? ¿Con mi hermana? ¿Es malo que las respuestas a esas preguntas no me importen tanto?
Supongo que prefiero evitar ese yin y quedarme en el yang del patita bacán y feliz, para evitar perturbarme. Igual, ya gané el primer tiempo y este segundo lo puedo... lo debo jugar más relajado. Al menos eso es lo que creo. Ya veremos.
Dieciocho
Confieso tener una relación adictiva con el hentai, una debilidad ante ese milenario género erótico. Me matan esas hermosas japonesas sublimadas de brillosa mirada, ojos amplios y redondos, tetas inflamadas, gelatinosas, que se alzan juguetonas sobre unos virginales vientres planos.
Admito tener un fetiche con esas fabulosas criaturas asiáticas de pelos multicolores y cinturas contraídas, de amplias y arqueadas caderas bajo las cuales reposan unos culos esféricos de tamaño perfecto. Me son afrodisiacas sus faldas distraídas, sus medias altas, las telas traslúcidas que parecen una segunda piel. Encuentro irresistibles aquellos pezones sediciosos, las hendiduras ninfomaníacas, sus lenguas voraces.
Reconozco que me perturban sus miradas cándidas y a la vez incitantes, su conducta torpe, inexperta, como si estuviesen confundidas, para de pronto transformarse en insaciables máquinas de producir orgasmos explosivos y extrahumectados, siempre de derecha a izquierda, de abajo hacia arriba, de atrás hacia adelante, salpicando en su camino páginas y empuñaduras.
Me tortura su dislexia sexual, me consumen con sus gemidos acentuados, con sus gritos silenciosos “irete hoshii”, “gaman dekinai!”, me pervierten, me envician. Si fuesen fértiles, ya sería padre de medio Yokohama.
Hace unos años, una diosa oriental de carne y hueso apareció en mi vida. Poseía una gracia singular, tenía la piel afelpada, pelvis compacta, una cintura extraflexible, un cuello estilizado precioso, una sexualidad magnética. Tomaba clases de danza y era estudiante de intercambio en la facultad de Psicología. Swan era un precioso cisne nipón, y yo andaba absolutamente intoxicado con ella. Nuestras aventuras sexuales merecen ser inmortalizadas por el propio Osamu Tezuka en un manga hentai – edición especial. Terminando el ciclo, tuvo que regresar a Japón, y así terminó aquella mágica historia.
Es a ella a quien busco dentro de los animes, es su cuerpo el que pretendo rearmar entre esas ilustraciones, dedicándole mil puñetas y fantasías, reviviendo una fábula tan real como esta confesión.
Diecinueve
Soñaba con pintar con spray las paredes de mi colegio-burbuja. Romper, al menos, una regla. Pero yo siempre fui un chiquillo respetuoso. Y aunque nunca dejó de revolotearme la tentación de la transgresión, el autoritarismo de mi madre y el “qué dirán” se encargaron de mantenerme siempre en el camino del bien.
Un diagnóstico de fiebre reumática tardío me dejó postrado seis meses en cama. Sumado a eso, las intempestivas muertes de seres queridos impregnaron en mí, desde los trece años, el temor a quedarme solo.
En mis veintes fui dichoso (o, al menos, eso creía). Festejé como un niño en cumpleaños, disfruté cada día como si fuera nuevo en eso de vivir, acumulé trabajos y experiencias. La verdad es que me escondía. Huía de esa desabrida felicidad que te hace pensar que tener privilegios lo es todo. Disfrutaba sin cuestionarme, saciándome de apariencias. Elegí un camino sin salida, sin encanto.
Hasta que, un día, esa abundancia de apariencias estalló como un huevo al tirarlo contra un muro. Me fui a ser uno más. Uno que no pudiera llegar a ser Presidente con tres llamadas telefónicas. Me fui a buscar ser yo mismo. Fue entonces que comencé a cuestionarme. Me tracé objetivos y enfrenté la soledad en muchedumbre. Me perdí conociéndome, queriéndome y sintiéndome querido en aquella soledad.
El sufrimiento se mantiene y la ansiedad decae, pero, igual, de vez en cuando me visita por las noches. Descubrirme amado solo por el hecho de estar aquí me ha dado paz y seguridad. Hoy, bordeo los cincuenta y siento que alcanzaré nuevos objetivos, abrazo nuevos amores y amistades sinceras, y quiero desafiar mi equilibrio actual, porque si algo aprendí en la soledad es que no nací para quedarme quieto.