Kitabı oku: «Solo se lo diría a un extraño», sayfa 4

Yazı tipi:

Agradécele a Donald Trump

A mis 29 años, yo ya era un monstruo: había sido un exitoso gestor de fondos en Banesto Madrid, había terminado mi MBA en el Instituto de Empresa, me acababan de contratar para el grupo de Corporate Finance de Bear Stearns en Nueva York y me jugaba ocho sets de squash al hilo y como si nada.

Pero durante mi ascenso al Olimpo, Zeus envió algunas plagas: Papapa perdió sus millones; tu padrino, su banco; tu tío, su empresa; y yo, mi buen juicio. Nuestro imperio había colapsado y yo debía reconstruirlo. Fue este torcido delirio el que parió al vil Oscar Trump.

A lo largo de mi secuestro, llegué a razonar, comportarme y hasta peinarme diferente (los gemelos Paul Smith le iban re-cool al traje de cojudo). Mi esencia fue a parar a un baúl, mientras en mí habitaba un ser vehemente y plástico. Para tu fortuna, esa actitud filtró algunas conquistas inmerecidas, entre ellas, tu madre, quien cayó engatusada con mis trumposos encantos.

Oscar Trump me mantuvo sometido hasta años después de haber regresado a Lima, cuando, junto con varios amigos bien capitos, aposté las pocas balas que tenía a un negocio superinteresante. El problema fue que el negocio nunca despegó. Y lo interesante es que fue súper, sí, pero ¡catastrófico!

Recuerdo una cháchara por ahí, ya en plena revolcada, con uno de esos superamigos:

—¿Sabes que cuando arrancamos el proyecto nos decían el Dream Team?

—¡Anda! ¿Sí? ¿Y ahora? —pregunté, todo estúpido.

—Ahora nos dicen el Dreaming Team.

Pocos meses después, y sin un centavo en el banco, yo andaba amargado, loser y gordo como morsa de acuario. Tu madre, muy lista y rauda, pensó: “Este no era el deal, compadre”. Me dejó como quien se deshace de su jean favorito (manchado con sillao) y rehízo su vida al lado de un exitoso abogado con cara de culebra, pero muy buen tío. El fracaso se apoderó de mi locura con la misma violencia con la que el demonio que me poseía fugó de mi alma.

Y en pleno exorcismo, en lo más doloroso de mi introspección, comprendí que la única fuerza capaz de triturar mi temple era tu ausencia en mi vida, hijo. Liberado, y con el corazón en la boca, me volqué indestructible hacia ti, con tus dos añitos, y te reencontré en mi centro. Le eché un buen vistazo a la cuesta y reemprendí el ascenso (esta vez, sin el trumposo atuendo).

¿Sabes? Eso de “Ten cuidado con lo que deseas, porque puede que lo consigas” te advierte no de lo que consigues sino de la persona en la que irreflexivamente te conviertes para hacerlo.

Así que ya sabes, flaco, ¡agradécele a Donald Trump! Si no fuese por él, no estarías en Madrid leyendo esta carta y borrando las huellas torpes de tu progenitor con tu sutil y narizona ironía.

Aletas polinesias

¿Qué pasa con las cosas que se lleva el mar? ¿Se acumulan en la isla de basura flotante de nosecuantosmil kilómetros cuadrados, esa que aparece en las pesadillas de los ecobloggers? ¿Cada vez que tomo una gaseosa, el plástico de la chapita termina encorsetando las tenazas de un cangrejo? No lo sé.

Algunas veces, las he perdido por imprudencia; otras, por culpa de una ola inesperada. Lo cierto es que el mar me ha quitado sandalias, zapatillas, palitos de helado D’Onofrio (que valían otro helado) y hasta un Discman con todo y pilas AA.

Aunque no siempre era el mar el que me arrebataba las cosas. A veces era yo, como cuando mi tía me animó a escribir una carta embotellada. La aventamos desde el muelle de Chorrillos. Recuerdo haber deseado que llegara hasta China, porque eso era lo que en mi imaginación infantil quedaba al otro lado del Pacífico. Hoy, sé que frente a Lima quedan las Islas Marquesas, que se llaman así por el marqués de Cañete, virrey del Perú. No me imagino dos paisajes más distintos. ¿Algún polinesio habrá visitado la nunca tarrajeada ciudad de Cañete, cuna de Lolo Fernández? ¿Probó chupe de camarones en Lunahuaná? ¿Hizo canotaje?

Pero mis aletas Makapuu, eso no te lo perdono, Poseidón. Hay objetos tan bien diseñados que nunca requieren una revisión. No hay nada que añadirles, nada que mejorar. Como las cafeteras italianas Bialetti o las navajas suizas Victorinox. Lo mismo pasa con las aletas Churchill modelo Makapuu. Caucho azul y suave en la parte donde calzan los pies. Amarillo y rígido en la parte que desplaza el agua y convierte tus piernas humanas en las ancas de un anfibio.

Esa tarde, en Punta Negra, estabas furioso conmigo. Seguramente por lo del Discman (porque en eso sí tienen razón los ecobloggers, no hay nada más cochino que un par de pilas AA). Yo no te guardo rencor, pero tengo que confesarte que no entiendo tu comportamiento. Porque una cosa es que me quites las dos aletas, pero ¿solo una? ¿De qué podría servirle una aleta suelta a un muchacho polinesio?

Antítesis

De chica, quería ser hombre. En los recreos, los niños jugaban fútbol, se tiraban al piso y le entregaban todo a la pelota. Las mujercitas, en cambio, hacíamos cada vez menos esfuerzo físico y, conforme íbamos creciendo, los recreos se convertían en sesiones de chismes y momentos para contemplar a los jugadores. Eso me aburría.

Además de querer tirarme al piso, perseguir una pelota y sudar por mi equipo, quería tener pipilín. Hacer groserías con él cuando se volteara la miss, poder mear donde fuera, escribir mi nombre con el chorro. Ser hombre era un privilegio, y yo lo deseaba con todas mis hormonas.

Mi hermano hizo de mi cuarto un campo de batalla. Convirtió mi casa de Barbies en un arco de fútbol. Si yo quería ver tele, debía elegir entre los Súper Campeones o Las Tortuninjas. Tuve que aprender a defenderme para sobrevivir y a utilizar estrategias de guerra. Eso para mí era divertido y despiadado, pero, sobre todo, masculino.

Dejé de bailar ballet para probar mi fuerza en el remo. Me sentía ruda. Me rehusaba a que me crecieran las tetas. Los tops de deporte se encargaban de aplastarlas, pero ellas, necias, se hinchaban igual.

A diferencia de mis amigas, a mí nunca me gustaba nadie. Qué aburridas me resultaban esas charlas de evaluación y puntaje a cada chico. Dejé de juntarme con ellas. Entonces, el paradero se convirtió en el mejor point para aprender a escupir y silbar con los muchachos.

La regla estaba de mi lado y me vino muy tarde, casi al terminar el colegio. Todo esto me conflictuaba, porque, a fin de cuentas, era mujer y el conflicto, propio de mi género.

Con los años, mi cuerpo fue cambiando y las hormonas, ocupando su lugar. Ahora me gusta ser mujer, cada vez más. Poder traer vida (aunque todavía no lo hago); que mis tetas, ahora poco hinchadas, puedan alimentar algún día a un ser humano y que mis labios pintados de rojo logren hacerme sentir una dama o una puta. Dejo salir mi femineidad y me siento especial.

De todas formas, cada vez que veo a un grupo de chibolos corriendo detrás de una pelota, siento ese deseo imposible de querer ser uno de ellos.

Aquel beso

La primera vez que te vi, me temblaron las piernas. La segunda vez, nos ganaron la necesidad, la sed, las ganas de marcarnos. La tercera, ya me tenías. Tomé un avión y fui a tu encuentro.

No me frenaron mis veintitrés años de castidad ni los diez más que me llevabas de ventaja. No me frenó el hecho de haberte visto solo dos veces en mi vida. No hubo razón, ni lógica, ni miedo, ni duda que me detuviera.

Recuerdo verte ahí, plantado, esperándome entre el tumulto ansioso. Tan tú, seguro, relajado, con esa mirada profunda que me atravesaba y esa media sonrisa cerrada.

Pasamos veinte días refugiados en tu guarida, en la parte alta de un pueblo rodeado de árboles. El lugar perfecto para perderte del mundo.

Sin tecnología, sin planes, viviendo el instante. Abocados por completo a nuestros caprichos, a nuestras incontrolables y nuevas necesidades.

Tus orgasmos y los míos cabalgaban al mismo paso, sin picos ni caídas. Éramos un ondulante sinfín de energía, desarmándonos y volviéndonos a armar. No éramos dos extraños conociéndose sino dos almas reencontrándose. Nos debíamos tanto, no sé de cuándo, pero así se sentía.

Recibimos juntos la llegada de un nuevo año, aún recuerdo ese beso. Decidido, me sacaste del bullicio segundos antes de las doce y me aislaste entre tus piernas contra un árbol, respiraste, me miraste y, sin palabras, me robaste el aire.

Autorreflejos

Llevo un rato despierto. Tengo hambre y ya me cansé de ver tele. El cuarto de mi mami está cerrado con pestillo. Ayer vinieron invitados y la bulla me despertó varias veces. Prefiero eso a los pleitos y gritos cuando ellos están solos. Ahí no puedo dormir, y, si duermo, solo tengo pesadillas.

Bajo las escaleras. Encuentro la sala como si los objetos hubieran seguido la fiesta a solas. Respiro el olor del tabaco atrapado entre las paredes. La delgada capa de humo que envuelve los muebles me transporta a la hacienda de mis abuelos, cuando observaba la fina niebla que usan de falda las montañas.

La escena no cuadra. Mamá es muy ordenada, así que algo malo debe haber pasado. Siento un calor que me invade el pecho. Entre los cojines, encuentro un empaque de cigarrillos arrugado: caja blanca, letras azules y el camello dibujado. Mamá ha estado fumando y eso solo puede significar que está triste.

El calor ahora también está en mi estómago. Olfateo los vasos con resto de alcohol y mi cabeza gira hacia atrás de forma automática. Es una reacción parecida a la que tienen mis manos al cubrirme la cara cuando mi padrastro levanta el puño. En el cole nos enseñaron que se llaman autorreflejos. Juego a ser un inspector unos minutos, pero la angustia no me deja tener diez años. Me asomo por la ventana y compruebo mi sospecha: falta el Mercedes de mi padrastro.

Busco más pistas en el baño. Solo encuentro restos de azúcar impalpable en la repisa y en la alfombra. Pienso en la divertida imagen de Manuel en mi cumpleaños corriendo al baño con los bolsillos llenos de guargüeros y alfajores para encerrarse a devorarlos. Veo las botellas del pisco que siempre traen mi madrina y su esposo. Me cae bien el tío Gotardo; mi padrastro no lo soporta. Mamá me dijo que es porque le tiene celos.

Intento reconstruir una historia coherente, pero solo logro que mi angustia y el calor aumenten. Escucho pasos en las escaleras, volteo y veo a mamá. Está radiante, lleva el pelo amarrado y está vestida con su bata guinda de seda. Me mira con ternura, con esos maravillosos ojos caramelo, y su rostro me transmite una tranquilidad que apaga el calor. Voy a su encuentro, sujeto su mano y juntos caminamos hacia la cocina.

Blue jumper

Tenía pocos días en Londres. El estudio me había enviado unos meses por un caso que involucraba a una multinacional importante. Dormía en un departamento coquetón en Pennington Street, con vista a St Katharine Docks. La ubicación era perfecta: lo suficientemente cerca de mi oficina como para no tener que tomar el Tube, pero a una distancia que me obligaba a caminar veinte minutos y cruzar el Tower Bridge todas las mañanas.

Ese viernes, dos amigos peruanos cayeron de visita. Uno era felizmente divorciado, según sus propias palabras, y el otro no quería desaprovechar la ocasión de estar lejos de su mujer. Nada de lo que yo pude decir los alejó de la idea de celebrar nuestro encuentro con una pequeña reunión en mi departamento temporal, que el estudio pagaba.

A la mañana siguiente, desperté en el piso del baño. Mi estado era deplorable. Lo único que llevaba puesto era un condón vacío. No fui capaz de reconocer nada a mi alrededor. El reflejo de las losetas blancas no ayudaba.

No tenía la más puta idea de lo que había pasado la noche anterior, pero la escena me confirmaba que definitivamente la había cagado, no sabía bien cómo ni con quién. Fue una sensación que me acompañó todo el día, como una hemorroide cerebral. ¿Qué sería mejor? ¿Saber lo que pasó o nunca enterarme de nada?

Con esa duda en la cabeza, me enrollé una toalla y fui hasta el refrigerador muerto de sed, a punto de tragarme la lengua. Al abrirlo, encontré una chela a medias, un saché con vinagre, y sobras de curry del día anterior. Ni un vaso limpio. Tomé agua del caño como los perros. Los vasos, las copas y las botellas estaban por todos lados. Eran una plaga. Decenas habían sido improvisados como ceniceros. No necesitaba ser un calculista de la NASA para darme cuenta de que tendrían que haber habido al menos cien personas esa noche.

El sillón tenía manchas secas y blancuzcas, que yo no tenía la menor intención de limpiar. Cuando levanté uno de esos ridículos cojines forrados con la bandera del Reino Unido, vi una chompa azul. Como un reflejo involuntario, recordé a esa irlandesa guapa que reía sin parar de lo que le decía. Sin duda, yo habría empezado diciendo que venía de Perú y, sin duda, ella habría entendido Beirut. Creo que me contó que también era abogada, ¿o fue la francesa que mascaba chicle con la boca abierta? ¿Nos habremos fumado un porro juntos? Fueron tantos. ¿Y la de lentes rojos? ¿Sería de ella?

Llamé a mis amigos para ver si podían darme luces sobre lo ocurrido, pero estuvieron más interesados en reconstruir sus propias historias que en ayudarme con la mía.

La resaca me duró todo el fin de semana. El lunes tocaba reunirnos por primera vez con el cliente para la presentación de la estrategia. La reunión era en el Gherkin, ese edificio icónico del skyline londinense que parece un pepino. Yo estaba totalmente metido en mi rol, con los gemelos brillosos, sintiendo que el único abogado capaz de ganar ese caso era yo.

Mientras revisaba por enésima vez los documentos con dos cafés encima, mi jefe, un inglés con pinta de inglés, contemplaba por la ventana disfrutando de los rayos del sol, tan escasos en esta ciudad. De pronto, nos anunciaron que los clientes estaban por entrar. Eran dos hombres y una mujer. Ella me estrechó la mano con firmeza, para luego susurrarme al oído, con un marcado acento irlandés:

—Do you happen to have my blue jumper?

Bruto

Después de tres años metiéndonos en contra con el Peugeot de mi papá por el puente Tenderini, se presentó la oportunidad de llevar a cabo el plan que tenía en mente hacía meses. Aún no sabía que al Cabezón le iba a ir pésimo en la vida y no me di cuenta de que esa noche, al compartir mi plan con él, descubriría algo trascendental.

—Hagamos que la calle del puente se vuelva de doble sentido —le dije, con voz de buscar problemas.

—¿Cómo? —preguntó el Cabezón con su cara de bruto.

—Solo pintamos las flechas, pes huevón. —Y entré a buscar pintura blanca.

Eran las cuatro de la mañana y regresábamos de La Noche de Barranco con varias chelas encima. Dejamos el carro en mi casa y caminamos hasta el puente con la pintura, brochas y la adrenalina a tope. Personal Jesus de Depeche Mode todavía retumbaba en nuestras cabezas.

—Pinta hacia acá, pues, huevas —le dije, al darme cuenta de que estaba pintando las flechas al revés.

—¡No! Es para allá. ¿Qué crees? ¿Que estamos en Inglaterra? —contestó el Cabezón con cara de culto.

A veces, los brutos tienen la habilidad de confundirte.

Discutimos entre risas, garúa y nervios, aturdidos por el trago y el riesgo de ser descubiertos por un patuto y terminar presos con solo diecisiete años.

—¡No, borracho huevón! Estás pintando la flecha en la misma dirección. ¿Cuál sería la pendejada si no cambias nada? —le dije, a punto de perder la paciencia.

—¡Qué terco eres, carajo! —me gritó y, sin querer, se pintó la taba de un brochazo.

Cuando se dio cuenta de que su zapato de gamuza estaba pintado de blanco, casi se me viene encima.

—Oe, ¿qué has hecho con mis Bass? Me las acaba de traer mi vieja de Miami —se quejó mientras soplaba el zapato, como si eso pudiera remediar el cagadón que se acababa de mandar.

Y fue entre esas enormes flechas blancas que apuntaban hacia el lado incorrecto, y los reclamos por sus tabas de gamuza de cien cocos recién bautizadas, que empecé a ver una pequeña luz de brutez en sus palabras, en su terquedad y en su manera de pararse.

Aunque nunca se lo dije, ese preciso momento me hizo caer en cuenta de que el Cabezón era bruto, pero, sobre todo, un pata para toda la vida.

Cabeza de jabalí

No sé si es la luz que entra por la cortina o las ganas que tengo de ir al baño o aquel malestar insoportable que solo deja la resaca. No sé, pero me despierto hecho mierda. Ella está a mi lado. Me da la espalda y no le veo la cara. Por lo poco que se ve, confirmo que está buena. ¿Será un trofeo más para colgar en la sala, como una cabeza de jabalí?

Mi vehemencia por el orden me expulsa de la cama. Me arrastra a la sala, a enfrentar el desastre. El olor a humo, ceniceros sucios, asquerosos, el vaho que todavía queda. El piso mojado con esa mezcla de hielo derretido y trago chorreado. Una casaca de personalidad indefinida. Un sostén.

Cada vaso tiene una historia. Cada pucho, un cuento. Yo no fumo, pero algo me dice que una aventura con cigarro es más interesante. Los objetos me hablan, y yo los escucho. Un vaso de plástico rojo, que huele a cubalibre con ceniza y floro, me dice:

—Yo estoy buscando a alguien con valores, ¿manyas?

—¡Anda, mentiroso! Te la quieres brincar y ya —pienso, mientras sigo recogiendo desperdicios malolientes.

Y ahora es el cenicero el que me dice que su dedicación a las artes (sí, dice “artes”, en plural) es cada vez más fuerte. Obvio, si no estudiaste nada y no consigues chamba, “las artes” son una excelente forma de no ser un loser, le recrimino.

Pero esas historias no son mías. La mía es la del chardonnay que, sin pretensión, en esa copa dejada a medias en la mesa, llegó con la amiga de una amiga. Es una uva de esas que uno no mira al principio, pero que cautivan poco a poco y son imposibles de olvidar. Siento el roble, firme, decidido, que le da personalidad. La tierra donde sentó sus raíces. Una combinación impecable. Fina, fuerte, interesante.

Sigo conversando con los despojos de una noche memorable cuando aparece ella, la chica chardonnay, la que estaba en mi cama dormida y que ahora está sin nada más que la camisa de chamba que tuve puesta ayer.

—¿Te ayudo? —se ofrece.

Ya hiciste más que suficiente, pienso mientras sonrío.

Ese jabalí se está pareciendo más a una gacela. ¿Será que se queda en la pared o la incluyo en las bolsas con los restos de la fiesta? Veremos si sigue igual de grácil al final del día.

Carta documento

Lo del documento era una excusa para verlo. Era cierto que necesitábamos su firma, pero no había necesidad de que fuera yo quien se lo llevara. Él accedió sin vacilar. Quizás no era la única con ganas de un encuentro, pensé. Traté de no arreglarme demasiado, pero igual me puse linda: el vestidito morado, las botitas tejanas y el pelo en una cola de caballo. Después de tanto tiempo sin vernos, no quería que me viera “normal”. Agoté entre mi cuello y las muñecas lo último de aquel perfume que tanto le gustaba. No me puse maquillaje en señal de protesta.

Llegué al lobby de aquel edificio ostentoso, y el portero lo llamó por el intercomunicador.

—Me pide el señor que me entregue el documento, que él se lo hará llegar lo antes posible —dijo, y estiró la mano.

Saqué el sobre de manila y se lo lancé al pobre tipo que nada tenía que ver con el canalla con el que alguna vez me había casado.

Cartas y caprichos

En tu última carta, me pediste que escriba sobre algo políticamente incorrecto, algo sobre lo que no estoy dispuesto a negociar.

Fácil, pensé. Soy ateo militante y tengo mil argumentos para enfrascarme en ese rollo, pero prefiero tocar temas más chicos.

Por ejemplo, yo no voy al Jockey Plaza.

Es un antro maligno que, encima, requiere de mí un sacrificio extraordinario para llegar al puto lugar, al enfrentar la tortura macabra que significa manejar en Lima. Esa muestra de terquedad, además de ser completa y estrictamente cierta, tiene su lado pintoresco y podría arrancarte una sonrisa. Va en línea con la imagen que me gusta proyectar. Pero hay un problema: esta no es una actitud transgresora ni políticamente incorrecta; por lo tanto, no cumple con lo que me has pedido.

También pensé en esta: las mañanas de los sábados son para montar bicicleta.

Si los planes familiares requieren de mi presencia, estos se deberán planificar a partir de las dos de la tarde; esa es una regla inamovible en mi casa. Es más, las veces que termino de montar bicicleta antes del mediodía, es ley parar en alguna cevichería a tomar unas cervezas con los amigos, no vaya a ser que por llegar más temprano a la casa pierda el terreno ya ganado. Con este tema, hablo sobre mi pasión por la bici y, de pasadita, te dejo bien claro que en mi casa mando yo. Pero el lado políticamente incorrecto nuevamente no está, y la verdad es que en mi casa el último que manda soy yo. A otra cosa, mariposa.

Yo no lavo cosas de plástico.

Últimamente, he lavado más platos que en toda mi vida. Pero una categoría no he tocado: los tuppers, tomatodos y demás cachivaches de plástico. Me dan asco. Pienso que los restos de yogur con cereal se quedan impregnados en ese material innoble y que, por más que rasquetee, no van a salir. Otra vez, nada políticamente incorrecto aquí.

Lo último que se me ocurre es lo de la misa.

A veces, no me queda otra que ir a la iglesia por algún bautizo o matrimonio ineludible. Si el cura manda arrodillarse, me quedo parado, y cuando toca rezar o hacerle el corillo al papanatas ese, callo. Me gusta hacerlo en las primeras filas para retar al sacerdote y ver si se atreve a increparme. En este caso, se podría decir que cumplo con todos los checks de la tarea, pero me parece soso, aburridón, y el tufillo de rebeldía me parece trillado.

Como puedes ver, no he podido cumplir con los requisitos de tu consigna, pero, como no quiero cortar este flujo epistolar que tan tímidamente hemos construido, te pido que me exoneres esta vez de limitarme a tus antojos. No quisiera pasar la vergüenza de que leas un mamarracho, sobre todo tú, que en el oficio de escribir eres mucho mejor que yo.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺292,28

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
247 s. 29 illüstrasyon
ISBN:
9786124838323
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 4,7, 365 oylamaya göre
Ses
Ortalama puan 4,2, 753 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,8, 131 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 4,7, 29 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 5, 79 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre