Kitabı oku: «Pisagua, 1948. Anticomunismo y militarización política en Chile», sayfa 8

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Este rechazo era anticomunista más que antimarxista, pues había una cierta tolerancia con los socialistas, aunque también se los hostigaba, especialmente a sus milicias uniformadas, pero sin que se emitieran comentarios ni proposiciones como los reseñados respecto de los comunistas. Esta tolerancia a los socialistas se haría explícita un año más tarde, cuando surgieron conflictos entre ambas izquierdas y el Frente Popular se rompió, con la salida de los socialistas, ocasión en que la derecha los apoyó. Es posible que esa mayor disposición se relacionara, precisamente, con la existencia de un anticomunismo socialista, el que podía ser activado.

Un segundo argumento utilizado por la derecha fue la necesidad de excluir a los comunistas en función del escenario internacional europeo-latinoamericano, en el cual existían ejemplos de eliminación de derechos de sufragio y representación parlamentaria a militantes comunistas. A comienzos de 1940, El Diario Ilustrado informaba de un proyecto de ley que el gobierno francés había enviado a la Cámara para privar a esos militantes de cualquier acción pública, otorgándoseles ocho días para «renunciar a Moscú y a la Tercera Internacional», pues de lo contrario serían relevados de sus funciones. Pocos días más tarde se daba cuenta de la aprobación de tal iniciativa y el cese de funciones de sesenta diputados, destacando la urgencia de que el gobierno chileno siguiera ese ejemplo, debiendo «protegernos […] la depuración debe tener un carácter más definitivo […] exige la misma vigorosa acción que organizaríamos en el caso del frente de batalla»214. Este tipo de medidas no era privativa de Francia, sino parte de lo que denominaban una «cruzada mundial», de la que participaban los países nórdicos, Estados Unidos, España, Suiza, Italia, Gran Bretaña. En América Latina, Argentina, Brasil, México y Uruguay habrían comprendido el peligro común al que se enfrentaban: «Uruguay, país de avanzada social en este hemisferio, rompió sus relaciones con el soviet y declaró al comunismo al margen de las leyes republicanas. Brasil, Argentina y Méjico siguieron su ejemplo […] O nos organizamos para defendernos o pereceremos»215. En este sentido se instaló el problema en un marco global, dejando a su ofensiva desprovista de parcialidad, para colocar a Chile dentro de la lucha mundial y regional contra el bolcheviquismo. Aunque el «terrismo» uruguayo, que rompió con la URSS y la España republicana, había concluido en 1938, la transición a un régimen propiamente democrático tardó ocho años, existiendo importantes cuotas de continuidad con las prácticas represivas anteriores que explican las acciones contra el comunismo. En Brasil, tras el atentado comunista de 1935 se aplicó una represión draconiana contra su militancia, expulsándola del sistema político y aprobándose una ley de seguridad nacional. Asimismo, bajo la presidencia de Eurico Gaspar Dutra, en 1947, el PCB fue disuelto y se les prohibió el derecho a voto a sus militantes; para 1951, si bien podían tener presencia pública, les estaba prohibida la competencia electoral. En el caso de Argentina, la persecución contra los indeseables fue asumida, en gran medida, por el empresariado y, una vez en el poder, el peronismo también desarrolló una amplia red de vigilancia y represión contra los comunistas216. Tal era la política que los partidos de derecha exigían la Presidencia de Pedro Aguirre Cerda, pues se entendía que era una tarea ya asignada al Ejecutivo: «Nosotros cumplimos con el deber de señalar el ambiente político a que estamos abocados. Son otros los que tienen que hacer lo demás»217. Contrariamente, Aguirre Cerda trataba de no utilizar todo el aparataje represivo existente, especialmente el legal, aunque sí el policial218. La conclusión a que llegaba este análisis era que «entre nosotros, legalmente, no puede existir el Partido Comunista, ni aspirar a cargos representativos»219.

Toda la fundamentación anterior tenía como eje central la negación del derecho de los comunistas a ser parte del sistema político del país, contradiciendo la supuesta flexibilidad que habrían mostrado los partidos derechistas desde 1932. Conservadores y liberales, aunque también en ciertos momentos sectores radicales y democráticos, no aceptaron la ampliación fáctica que sufrió el sistema de partidos tras la crisis del orden oligárquico, resistiendo una presencia impuesta por la fuerza del sufragio y de la organización socio-política de los trabajadores. Ella fue neutralizada, como señalamos, durante los años treinta, pero se abrió camino desde 1938, cuando, simultáneamente, se repuso el discurso excluyente. En la coyuntura en análisis, conservadores y liberales presionaron para que se usara la arquitectura legal existente, que había declarado al Partido Comunista como asociación ilícita y facultaba a su represión, tal como el artículo 2 del Código Penal o la Ley 6026 sobre Seguridad Interior del Estado de 1937.

Esta apelación legal tenía importantes implicancias represivas, pues la ley de 1937 tipificaba como delito una amplia gama de actividades ciudadanas, tales como la libertad de expresión, de reunión y asociación, castigando a quienes «propaguen o fomenten de palabra o por escrito doctrinas que tiendan a destruir por métodos violentos el orden social»; también, a aquellos que mantuvieran relaciones con personas o asociaciones extranjeras o se reunieran con la finalidad de derribar el gobierno legítimo; o realizaran huelgas ilegales, entre otras. La definición de su carácter delictual quedaba en manos de la policía, la que decidiría qué palabras, discursos o escritos/proclamas cabían dentro de los artículos de la ley. En concreto, la clausura de imprentas y prensa, así como la imposibilidad de ocupar el espacio público y realizar paralizaciones laborales. Más aún, la ley castigaba con penas de reclusión, relegación y extrañamiento220, lo que equivalía al apresamiento de dirigentes sociales y políticos, como de parlamentarios, con su eventual relegación a zonas inhóspitas o poco habitadas del territorio nacional o el destierro, como si se tratara de delincuentes, todo dentro de una supuesta normalidad constitucional. Es decir, la suspensión de derechos dentro del Derecho: un Estado de Excepción221.

Este anticomunismo legalista, por otra parte, no representaba una ausencia total de militarización, pues exponentes de esta derecha participaban de algunas orgánicas de ese tipo –como de los Legionarios de Chile, nacidos el 12 de agosto de 1939– o mantenían una relación de complicidad con grupos de ultraderecha, como el Movimiento Nacionalista de Chile, liderado por el General Ariosto Herrera y Guillermo Izquierdo Araya, que desarrollaban una acción anticomunista ideológica y paramilitar222. La relación de la derecha histórica con los grupos que han sido denominados «derecha radical», de tendencias fascistas, corporativistas y nacionalistas, ha sido poco transparente, debido a la defensa de la derecha partidaria de su autoimagen legalista y respetuosa de las instituciones. No obstante, conservadores y liberales ya en los años 20 estuvieron detrás del surgimiento y el accionar de la TEA y, en los treinta, ampararon a la Milicia Republicana, una entidad militarizada ilegal, de la cual eran miembros algunos de los hijos de los dirigentes derechistas, como de altos mandos de la Armada, y su financiamiento provenía del gran empresariado. Si bien se distanciaban públicamente de organizaciones abiertamente radicales, como el Movimiento Nacional Socialista (MNS), o el Partido Nacional Fascista, la Vanguardia Popular Socialista o el Movimiento Revolucionario Nacional Sindicalista (MRNS), hubo acercamiento con los grupos vinculados a la intentona golpista de agosto de 1939 –el «Ariostazo», en el cual participaron varios militantes conservadores y liberales junto a corporativistas como Guillermo Izquierdo Araya, Guillermo Echeñique (columnista de El Diario Ilustrado), entre otros. Durante los primeros años de la guerra y del auge del Eje, para conservadores y liberales era importante no ser vinculado a ningún grupo asociado al nazi-fascismo, pero sí con aquellos que destacaban su carácter nacionalista y se relacionaban con los militares223. En la elección complementaria de 1940, el Partido Conservador contó con el apoyo de «todos los elementos que dependen de Guillermo Izquierdo»; posteriormente se realizaron reuniones entre el presidente del Partido Liberal, Eduardo Moore, el Movimiento Nacionalista de Chile y el Frente Nacional Chileno respecto de la elección parlamentaria de 1941 y la necesidad de detener el avance de la izquierda. Hasta 1942, los conservadores establecieron relaciones con el Movimiento Nacional Anticomunista, liderado por René Valdés Von Benewitz, a partir del común anticomunismo católico. Más aún, el peso del anticomunismo en la derecha posibilitó el acercamiento con el ibañismo y la candidatura del exdictador en 1942224. En otras palabras, conservadores y liberales no se militarizaron abiertamente, pero mantuvieron relaciones estrechas con grupos derechistas que sí lo hicieron, los que estaban dispuestos al enfrentamiento directo y al uso de prácticas abiertamente ilegales. En ese sentido, la lucha anticomunista de la derecha hacía de la ley y el edificio institucional un instrumento clave, pues le permitía redefinir delitos y derechos, lo cual era una impronta oligárquica. Este dispositivo represivo iba acompañado de la labor coercitiva de Carabineros, del Servicio de Investigaciones y de su alianza táctica con grupos nacionalistas, es decir, la derecha radical. La institucionalización de comunistas y socialistas fue el elemento que fortaleció la tendencia derechista a la lucha legal, como prioritaria respecto de la militarizada; y también explica la incapacidad de los grupos nacionalistas de alcanzar protagonismo en la lucha anticomunista, ya que esta se desarrolló dentro de la institucionalidad, sin que ellos pudieran asumir el liderazgo225.

Nuestra argumentación ayuda a entender que el proyecto presentado el 26 de junio de 1940 por la derecha para reprimir al Partido Comunista no fue un acto aislado, sino parte de una estrategia de exclusión con raíces anteriores y tirones ulteriores226. La propuesta fue patrocinada por los conservadores Julio Pereira Larraín, Sergio Fernández Larraín, Arturo Gardeweg y Juan Antonio Coloma; y por los liberales Ladislao Errázuriz Lazcano, Pedro Opaso Cousiño y Pedro Poklepovic. Su propósito se plasmó en el artículo 1 del proyecto: «Quedan prohibidas, dentro del territorio de la República, todas las actividades de carácter comunista, las que serán reprimidas y castigadas de acuerdo con las disposiciones de la presente ley»227. A ella se agregaron otros artículos referidos a la propagación o enseñanza de la doctrina comunista, de los planteamientos de la III Internacional; la promoción de la lucha de clases y la dictadura del proletariado, o la difusión o fomento de doctrinas que apuntaran a la destrucción violenta del orden social.

Este proyecto hizo evidente que la exclusión estaba dirigida a los comunistas, toda vez que la Ley de Seguridad Interior del Estado de 1937 –y todos los decretos leyes anteriores entre 1924 y 1932– sancionaba estos mismos delitos, sin identificación de doctrinas, por lo cual su radio de acción podía, eventualmente, afectar a otros transgresores, como ocurrió durante el atentado al Seguro Obrero en 1938. En esa oportunidad, los nacistas y sus cómplices militares violaron todos los artículos contemplados en la ley 6026, pero el gobierno no la aplicó y los parlamentarios de derecha tampoco aludieron a dicha norma durante el debate entablado a raíz de la matanza de los amotinados, ordenada por el Ejecutivo y consumada por los carabineros. Ante el motín, el Ejecutivo optó por la represión física, asesinando a los jóvenes nacistas, sin utilizar su propia legislación, en circunstancias que sí lo hizo en numerosas ocasiones anteriores contra parlamentarios y dirigentes sociales y comunistas por actos que calificó de delitos228. Considerando que la ley de 1937 no señalaba expresamente que sus destinatarios eran los comunistas, podía ser evadida sin que su aplicación fuera obligatoria. Esto permitió a Pedro Aguirre Cerda soslayar las presiones derechistas para la ilegalización del PC. El proyecto de 1940 buscaba impedir esta evasión e imponer su aplicación, logrando su expulsión del sistema político.

El conservador Sergio Fernández Larraín sintetizó los argumentos del proyecto presentado: el PC chileno correspondía a la sección chilena de la III Internacional, a la que se sometía «de forma absoluta e incondicional», siendo un «traidor», pues el «comunismo internacional atenta contra los principios de la patria y busca eliminar las fronteras, formando una comunidad internacional bajo los designios de Moscú», persiguiendo la dictadura del proletariado, el derrumbe violento del orden y la penetración de las fuerzas armadas, de los obreros urbanos y agrícolas, los estudiantes, profesores y los diversos sectores. Esta obra de demolición interna utilizaría al «Parlamento burgués […] para minarlo desde dentro y con fines de agitación revolucionaria»229, unificando el trabajo legal e ilegal, dominando los sindicatos, concebidos como escuelas de formación, y penetrando a las fuerzas armadas para destruir su jerarquía y disciplina. El comunismo «envenena la educación de la juventud, insurrecciona a las masas y destruye los conceptos de propiedad, de familia y de patria»230.

La presentación de Fernández Larraín combinaba anticomunismos doctrinarios y político-contextuales. El comunismo era la encarnación del mal, destructor de los valores occidentales y la familia, razón por la cual no podía ser parte del orden político del país, interpretación del anticomunismo conservador católico. Ya en este informe estaba presente la idea de infiltración: el PC se deslizaba al interior de las organizaciones naturales y sociales, desde donde difundía su mensaje, ganando adeptos y erosionando los del adversario231. Era una «gangrena», aunque no se usara ese término. Esta perspectiva doctrinaria se ligaba al problema político del momento, el programa reformista del Frente Popular232, el crecimiento comunista entre el profesorado, los estudiantes y los sindicatos, impulsando huelgas tanto en áreas económicas estratégicas (la minería cuprífera, la zona del carbón, las salitreras) como entre gremios no contemplados en el Código del Trabajo y la disposición no represiva hacia las huelgas. El comunismo, por ende, era un enemigo ideológico y político. El proyecto de 1940 apuntaba a la segunda dimensión, para impedir la expansión de la primera.

Las limitaciones del aparato institucional para prohibir la penetración del comunismo fueron reafirmadas por algunos liberales, al rechazar la acusación de inconstitucionalidad del proyecto, aducida por los socialistas, señalando que la Carta reconocía a todos los ciudadanos el derecho de asociarse libremente, pero, sostenía El Mercurio, tal «derecho no es absoluto, pues está subordinado a limitaciones contempladas en la misma disposición constitucional que se invoca»233, es decir que no se opusiera a la moral, las buenas costumbres y el orden público. De allí se deducía la prohibición del comunismo, porque la dictadura del proletariado atentaba contra el orden público, tal como sancionaba el artículo 292 del Código Penal, a toda asociación que se creara con ese fin, constituyendo «un delito que existe solo por el hecho de organizarse»234. Ello había sido ratificado por la Ley 6026 de 1937, que establecía el carácter delictuoso de asociaciones que perseguían la «implementación en la República de un régimen opuesto a la democracia» y que usaban «banderas, signos o emblemas disolventes, internacional revolucionaria y que promueva, estimulan o mantienen huelgas ilegales»235. Todas las normas que enumeraba el diputado liberal, en la práctica, habían resultado insuficientes para su objetivo central, por eso en el proyecto de 1940 se dejaba explícito que las insignias prohibidas de enarbolarse eran «las insignias internacionales del comunismo»236.

Se insistía en que el comunismo era un peligro y en la falsedad de su supuesto nacionalismo e independencia de la URSS, argumentando que «la lucha de clases, incorporada en mala hora en los programas de determinados partidos políticos, es la que está soliviantando los ánimos que debieron aplicarse con tesón a la tarea de robustecer la producción», y era también «la lucha de clases la responsable de una exacerbación de las contiendas políticas que de no detenerse a tiempo no puede conducir a otra cosa que a batallas sangrientas en las cuales la nación perdería lo mejor que tiene como capital humano»237. Ambos argumentos eran políticos, en tanto se culpaba al Partido Comunista del incremento de huelgas que sobrevinieron a la asunción de Aguirre Cerda238, afectando la producción, y también del clima de antagonismo abierto entre los polos y dentro del Frente Popular. Sin duda, había en el fondo un anticomunismo doctrinario, que defendía la libertad económica, pero era la permisividad que el PC encontraba en un marco institucional diseñado para neutralizarlo, lo que se intentaba modificar.

La derecha aclaraba la diferencia entre socialismo y comunismo y cómo el proyecto apuntaba al segundo. Ricardo Boizard explicaba que el comunismo como idea era respetable y no debía ser perseguido con leyes ni represión, pero sí las organizaciones que «se desvían del ideal primario, claudican contra él y se convierten en verdaderas sectas al servicio de un gobierno exterior»239. Esa sería una diferencia fundamental entre el socialismo como idea y el PC de la III Internacional. Por su parte, el liberal Smitsman comentaba que: «se le olvidó al socialista [Latcham] distinguir entre socialista reformista y comunismo. Este último tiene por objetivo propiciar violentamente la lucha de clases, con la finalidad de instaurar la dictadura del proletariado […] por métodos violentos»240. Este propósito destructor se agravaba con la existencia de la URSS. Respondiendo a la afirmación del diputado Ricardo Latcham, socialista, que todas las ideologías partidarias en Chile tenían su origen en el extranjero, no solo la comunista, el conservador Fernando Varas aludió a sus conexiones internacionales, a la vez que el liberal Smitsman sostuvo que «el comunismo tiene una directiva máxima internacional, política, social y sindical. Sus programas y métodos y sus objetivos también lo son. Es por esto último y no por lo primero –la raíz internacional de todas las ideas– que le negamos personería para actuar en Chile»241. En este caso, se privilegió lo político.

Los socialistas no apoyaron esta iniciativa, porque a juicio de Ricardo Latcham ella estaba dirigida no solo a la proscripción del Partido Comunista, sino de todos «los partidos que no acepten la inmortalidad del régimen capitalista»242. Tampoco la respaldaron los radicales.

Como se sabe, el proyecto fue aprobado en enero de 1941, pero el Presidente Pedro Aguirre Cerda lo vetó, reafirmando su naturaleza inconstitucional y contraria al espíritu del orden existente: «El art. 10 de la Constitución asegura a todos los habitantes de la República la manifestación de todas las creencias, la libertad de conciencia y los derechos de asociación y reunión. En consecuencia, estimo contrario a la letra y al espíritu constitucional legislar contra la existencia de un partido político por el hecho de profesar determinadas doctrinas contrarias a un orden social determinado, siempre que actúe democráticamente, persiguiendo la realización de esos principios por el ejercicio del sufragio y demás derechos cívicos»243. Según un militante radical, la estrategia del Presidente fue neutralizar al comunismo sin afectar los principios democráticos, aunque permitiendo otras expresiones de anticomunismo244.

La reacción de los conservadores frente al fracaso de su intento corrobora la importancia de la naturaleza ad hominem del proyecto, acusando al Presidente por su «responsabilidad histórica» de no erradicar a la «secta», siguiendo el ejemplo de Vargas en Brasil, Roosevelt y Petain. En ese contexto, comenzaron a utilizar argumentos para excluir los acuerdos del sistema interamericano respecto de las amenazas extracontinentales y el repudio al comunismo que se decidió en la Conferencia de La Habana en 1940245.

Esta derrota no significó el abandono de su campaña anticomunista, la que momentáneamente se redireccionó a la denuncia del trabajo de ese partido entre el campesinado, la zona carbonífera, los tranviarios y se criticó al Partido Radical por su alianza con ellos. Su propuesta fue la creación de un movimiento anticomunista transversal en términos políticos y sociales246. A poco andar, sin embargo, volvieron a la lucha legal presentando un proyecto al Congreso para inhabilitar a los parlamentarios comunistas elegidos en las elecciones parlamentarias de marzo de 1941, cuando el PC obtuvo una importante votación247. Esta tentativa, sin embargo, ya contó con el respaldo del PS. La inhabilidad fue presentada por el abogado liberal Aníbal Vergara Barrios y en la Cámara de Diputados por Arturo Recabarren León, abogado liberal, y Lisandro Cruz Ponce, Jefe de la brigada de abogados del Partido Socialista. La propuesta se basaba en la negativa del director del Registro Electoral, en 1937, de aceptar la inscripción del PC, por sostener –según explicaba– una doctrina incompatible con el régimen constitucional del país, sus instituciones democráticas, jurídicas y económicas. El PC era, según estas consideraciones, una «asociación ilícita», que caía dentro de lo contemplado en la Ley de Seguridad Interior del Estado de 1937. A pesar de esta sentencia, el partido pudo participar en las elecciones parlamentarias de ese año, en el marco del ascenso del Frente Popular, eligiendo senadores y diputados. Considerando que la prescripción subsistía, para las parlamentarias de 1941 el PC se inscribió con el nombre de Partido Progresista Nacional, incorporado a la lista de las izquierdas, acto interpretado por la derecha como una burla a la ley electoral y a las atribuciones del director del Registro Electoral, aunque esto ya había ocurrido cuatro años antes. La argumentación conservadora apelaba al Estado de Derecho: «El dilema es claro: o se reconoce eficacia y finalidad a la ley electoral y a las atribuciones del Conservador, y en ese caso debe anularse la presentación de los candidatos del Partido Progresista Nacional, o se acepta calladamente esta presentación y entonces habremos de reconocer que hay una disposición legal que no sirve para nada»248. Se preguntaba este sector político si bastaba un cambio de nombre para permitir lo que estaba prohibido y elegir parlamentarios comunistas. La moción fue enviada a la Comisión de Legislación y Justicia y rechazada por 71 votos contra 66. Votaron en contra radicales, comunistas y democráticos; a favor, conservadores, liberales, algunos socialistas, agrarios, falangistas y vanguardistas. El diputado liberal, Smitsman, reiteró el pensamiento de su sector: la pertenencia del Partido Comunista a la III Internacional con sede en Moscú era incompatible con el cargo parlamentario en Chile249.

El argumento derechista en este evento daba por hecho que los artículos respectivos del Código Penal y la ley de 1937 eran aplicables, y lo habían sido al Partido Comunista, a pesar de que no explicitaba aquello. Considerando el veto del Presidente de la República a la propuesta de 1940, la tentativa de 1941, si bien buscó la anuencia parlamentaria, recurrió a otros organismos estatales que pudieran impedir la llegada de los parlamentarios comunistas recién electos. El director del Registro Electoral, Ramón Zañartu, en el cargo desde la dictadura de Ibáñez, se convertiría en un actor clave en las siguientes intentonas. En la práctica, la presencia del comunismo en el sistema de partidos fue impugnada por la derecha, la que intentó permanente y sostenidamente desconocer su legitimidad. Estas apuestas fracasaron, debido al contexto de gobiernos de centroizquierda, en el cual los factores políticos ejercieron mayor influencia que las tendencias autoritarias excluyentes, sin que los patrocinadores de la propuesta lograran consenso interno.

Fracasadas ambas tentativas, el Partido Comunista siguió actuando en la vida pública, fundando seccionales en distintas zonas del país –como en el extremo sur, Chiloé, Aysén– y profundizando en la organización de la juventud, una actividad iniciada en 1931, a partir de la Federación Juvenil Comunista, FJC, y posteriormente la JJCC250. Además, publicaba numerosa prensa a lo largo del país, creando una editorial, a la vez que acrecentaba su influencia entre los trabajadores, especialmente en las zonas mineras, estando involucrado en las paralizaciones ocurridas en esas faenas por cuestiones laborales251, en un momento en que el gobierno pretendía incrementar la producción nacional. El anticomunismo se alimentó del conflicto laboral.

No obstante, su lucha se vio entorpecida con la invasión nazi a la URSS, la ampliación del bando aliado y el traslado del teatro de la guerra al frente soviético. Aun así, los conservadores no cejaron en su denuncia de una ideología y un régimen político que percibían como la encarnación del mal y que no desaparecía con su participación en el conflicto europeo, porque el problema real era la existencia de un Partido Comunista en expansión y enquistado en el sistema político chileno: «Está incrustado como fuerza política de resistencia en las arterias mismas de la vida nacional […] como animador de conflictos del orden social y económico»252. De allí su crítica a la tolerancia del Presidente Juan Antonio Ríos (1942-1946) con el comunismo y la insistencia en la aplicación de las leyes existentes que permitían la expulsión, por no ser el comunismo una «idea digna de alternar en las luchas democráticas […] La Ley de Seguridad Interior del Estado, los códigos Penal y del Trabajo, así como la Ley Electoral misma sancionan al comunismo y lo excluyen de la participación en la vida política de la nación»253.

La lucha por el cerramiento del sistema de partidos se volvió un tema medular del conservadurismo católico, mostrando que su estilo político, en este aspecto, distaba de la negociación y el acuerdo. Es cierto que quienes sostienen esta perspectiva le dan un papel de eje al radicalismo como vaso comunicante de los polos254, pero en el marco de un espacio supuestamente reconocido por todos y donde la representación de cada cual no estaba cuestionada, sino que la confrontación se daba en el terreno de las ideas y su materialización en programas y leyes de distinto tipo. Lo planteado aquí pone en evidencia que el objetivo era erradicar la presencia comunista del sistema político y no reconocer un espacio común de debate y de actores legítimos. En la práctica, el apoyo conservador a la candidatura presidencial de Carlos Ibáñez en 1942 se sostuvo, fundamentalmente, en su adscripción anticomunista, toda vez que en la campaña de Juan Antonio Ríos «el torrente comunista ha supeditado a las fuerzas que se dicen democráticas: las domina y las dirige […] La consigna de la patria es votar, hoy más que nunca, contra el predominio comunista»255. Así, frente a la derrota de Ibáñez, la declaración conservadora insistía en el sentido de su apoyo a esa candidatura: «Quisimos que la influencia del comunismo internacional desapareciera para siempre del territorio de la República»256.

Esta inflexibilidad respecto de la participación comunista se expresó a cabalidad en el otoño de 1944, cuando frente a una nueva crisis ministerial, en la convención de los radicales en Concepción se planteó la estructuración de «un gobierno exclusivo de izquierdas», es decir, un gabinete en que estuvieran representados solo los partidos que conformaban la Alianza Democrática: radicales, socialistas auténticos y socialistas, comunistas y democráticos, sin los liberales. Se ofrecería a los comunistas el Ministerio del Trabajo. Los conservadores señalaron que ello revestía un gravísimo peligro para la paz social y el funcionamiento de las industrias, teniendo en cuenta que se trataba de un partido que promovía conflictos laborales, dañinos para la economía nacional. La opinión liberal era concordante: «La agitación comunista ha desencadenado un rosario de perturbaciones en todos los campos de la producción y del trabajo, dificultando el ejercicio de los tribunales arbitrales y enfrentando –hasta hacerlas inoperantes– las disposiciones jurídicas del Código del Trabajo […] la entrega de la cartera del Trabajo al Partido Comunista involucra dos hechos gravísimos: un desconcierto de imprevisibles consecuencias en todos los sectores de la producción y una reacción pública que en último término se proyectaría sobre el propio Jefe de Estado»257.

A pesar de la gravedad que los conservadores asignaban al impacto económico, su rechazo a la sola posibilidad de un Ministro comunista era de orden doctrinario: «El solo hecho de que se haya enunciado como posible la designación de un Ministro de estado comunista nos obliga a declarar nuestro franco repudio a tal intento, inconciliable desde todo punto con las bases sobre las cuales debe descansar todo régimen democrático que lo sea de verdad […]no es posible desentenderse de la índole antidemocrática de su ideología, que propicia la implantación de la dictadura del proletariado como sistema de gobierno […]Menos aún merece tal epíteto [democrático] el Partido Comunista de Chile, que no ha modificado su programa de tinte marcadamente revolucionario, ya que no aspira al cambio de la actual organización y economía política del estado por las pacíficas vías de la evolución, sino por las del trastorno institucional. No podría el gobierno de Chile seguir llamándose republicano […] si llegara a formar parte de su Poder Ejecutivo un miembro de un partido como el comunista que desconoce en su programa las bases y principios sobre los cuales descansa la República, que repudia derechos y garantías tan fundamentales como el derecho de propiedad»258.

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