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Kitabı oku: «Flor de mayo», sayfa 2

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Tomaron posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban, mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato que salía de la cocina inmediata.

La tía Picores bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que constituía su mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran tan conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas rojas; en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza enfundada en corcho y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador, con sus dos urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos, y tras él la dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su cabellera de rizados papeles para espantar el enjambre de moscas.

¿Qué iban á tomar? ¡Lo de siempre!.. eso no se pregunta. Jícara de á onza por barba y vaso de refresco.

Con este eran cuatro chocolates los que había engullido la tía Picores en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba del Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había cosa mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas narices de las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando el humillo azulado que exhalaban las blancas jícaras.

Salían los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en las bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían, permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.

Pero como ya la jícara de la tía Picores estaba casi vacía, intervino su vozarrón en el penoso silencio.

¡Pero qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes. ¡Qué morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen señoritas! Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á ver: ¿no se había tirado ella del moño con todas las de su edad que estaban presentes? (Aquí un movimiento afirmativo de las seis amigas de la vieja loba.) De seguro que si se arremangasen los zagalejos, aun encontrarían tal vez más abajo de la espalda la señal de algún taconazo traidor; y sin embargo, tan amigas, tan dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en una desgracia. Y así debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un pronto, pero después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de buen corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho siempre en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la garganta.

 
Pesar, d' así no has de pasar.
Chocolate, bollet y gòt de quinset.
 

Y aunque el vaso no fuera de quinset, por no ser aún época de helados, todas las viejas, aprobando la filosofía de su compañera, se sorbieron los vasos de tisana dulce, expresando algunas su satisfacción con ruidosos eructos.

Pero la tía Picores iba indignándose ante la silenciosa reserva de las dos rivales. ¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus palabras no valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.

Y la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de su mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo con lentitud:

Yo… si esta me prometferli mala cara

Dolores saltó inmediatamente, irguiendo su soberbia cabeza.

¡Hacer mala cara! ¿Era ella acaso algún coco, algún butòni para asustar á las personas? Además, Tonet, el dichoso marido de la otra, era hermano de su hombre, y á un cuñado no se le puede cerrar la puerta ni recibirlo con cara de vinagre. Pero al fin… ella era buena; ella no tenía ganas de ruidos; ella quería vivir en santa paz y no le gustaba tampoco que la llevaran en lenguas. Todo eran líos, mentiras de la gente que no sabe cómo enguerrar á los buenos matrimonios. ¡Que ella había sido novia de Tonet antes de casarse con su hermano!.. ¿y qué? ¿Era la primera vez que ocurría esto? ¿Y qué otro motivo había para que la armasen tales calumnias?.. Lo volvía á repetir: quería paz y tranquilidad. Hacer mala cara, eso no; pero prometía que si alguna confianza se tomaba con Tonet, como á cuñado que era, no volvería á repetirla para que las malas lenguas no tuviesen donde agarrarse.

La tía Picores estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas. Buen corazón ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era bastante? Ahora un abrazo y todo se acabó.

Y de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se abrazaron sin levantarse de las sillas.

La tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una locura que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No había de sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy granujas; que riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa voluntad.

La mujer debía tener agallas, sí señor; muchas agallas. Ser como ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al orden, y hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese perdón.

Además, buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno? ¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de casa? No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus pilladas y no darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la quieren. Lo que hacía ella con el difunto cuando sospechaba algo. ¡Fuera de la cama; y donde has pasado el verano pasa el invierno! Siempre la cara de perro; nada de mimos ni cucamonas; así la respetan á una.

Dolores, seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la risa que le escarabajeaba en el paladar.

Rosario protestaba. No; ella no estaba conforme con la tía Picores. Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la imitara. No le gustaban líos ni enredos.

La vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas, hipocresías que la daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran. ¿Verdad, chicas?..

Y todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio viejo.

La tía Picores continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que cuanto más mal los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la que quisiera tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la cama con las cintas de las enaguas… Y no decía más.

El tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente y manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones contra aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza propia.

¡Aguárdat, cara de palleta!– gritó la ronca vieja – . ¿Qué no te paguem?

Y al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su brazo majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era cosa suya. Había que celebrar la reconciliación de las chicas.

Poniéndose en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las enaguas una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja mohosa, y por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.

Algunos minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas, saturadas de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el mármol, saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se habían encaramado en la vieja tartana.

Rosario, con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores, mirándose las dos y sin saber qué decirse.

La tía Picores la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco y la llevarían hasta casa… ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho: mucha paz y tranquilidad.

– Adiós, Rosario– dijo Dolores sonriendo graciosamente – . Ya saps que som amigues.

Y saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía, inclinándose quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos soberbias moles.

Se alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó inmóvil en la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la realidad de una reconciliación con su rival.

II

Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo ocurrido un martes de Cuaresma.

El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.

Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.

Á mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán, arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.

En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las que dejan rastro en los hogares de los pescadores.

Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte, cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de hirvientes espumarajos.

La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo momento se hacían trizas.

Á media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se remontaban como desaparecían.

Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa, cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.

La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella noche dejó memoria en el Cabañal.

Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible agonía de las últimas barcas.

Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!.. ¡qué felices eran las mujeres que estaban en el puerto abrazando á sus maridos é hijos, mientras los otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd al través de la noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de hirvientes simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas tablas y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á desplomarse!

Llovió durante toda la noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en el muelle, combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á gritos para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é interrumpiendo algunas veces su oración para tirarse de los revueltos pelos, lanzando á lo alto, en un arranque de odio y resentimiento, las terribles blasfemias de la Pescadería.

¡Hermoso amanecer! El sol asomó su hipócrita cara tras la tranquila línea del mar, matizada á trechos por las espumas de la noche anterior; extendió sobre las aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos, embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado de un bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la arena, mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos astillas, y los palos rotos tremolando todavía jirones de velas.

Su cargamento era madera del Norte; y mansamente empujados por los suaves estremecimientos del mar, iban hacia la playa las enormes vigas, los aserrados tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos negros que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la arena.

Bien trabajaban aquellas hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por los caminos de la huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas maderas del Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas barracas.

Los piratas de la playa arreaban alegremente sus caballerías como legítimos poseedores del botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado con la sangre de los infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas tendidos sobre la arena.

En la playa, los carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros más curiosos que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos entre el agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos, mostrando por entre los jirones de sus ropas la carne dura, de blancura femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al cielo con misteriosa expresión.

El naufragio del bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad. Los periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta la borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas pescadoras, acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de aquellas mujeres que no veían volver á los suyos.

La desgracia no era tan grande como en un principio se creyó. Al serenarse el mar fueron volviendo al puerto muchas barcas, á las que se tenía por perdidas.

Habíanse refugiado huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en Cullera, y cada una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de alegría, exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la subsistencia.

Una sóla no volvió: la barca del tío Pascualo, un vividor de los más tenaces que se conocían en el Cabañal, siempre rabiando por conquistar la peseta, pescador en invierno y contrabandista en verano, gran marinero y constante visitador de las playas de Argel y Orán, á las que llamaba con familiaridad la còsta d’afòra, como si se tratase de la acera de enfrente.

Su mujer, Tona, pasó más de una semana esperándole en el puerto, siempre con un arrapiezo al pecho y otro más talludo y gordinflón agarrado a sus faldas. Esperaba á su Pascual, y á cada nuevo informe que la daban, prorrumpía en lamentaciones y se mesaba los pelos, llamando á gritos á María Santísima.

Los pescadores no se expresaban con claridad, pero al hablarla ponían el gesto fosco. Habían visto la barca corriendo el temporal frente al cabo de San Antonio; le faltaban las velas; no pudo ganar tierra, y hasta alguno creía haberla visto al pie de una ola enorme, hinchada, verdosa, que la cogió de lado, no pudiendo asegurar si reapareció ó fué engullida por el agua.

Y la infeliz mujer, siempre esperando en el puerto con sus dos hijos, tan pronto desesperada como animándose con extraña esperanza, hasta que por fin, á los doce días, una escampavía que costeaba persiguiendo el contrabando, condujo á la playa la barca del tío Pascualo con la quilla al aire, negra, lustrosa con la viscosidad del mar, flotando lúgu-bremente como gigantesco ataúd y rodeada de un enjambre de extraños peces, pequeños monstruos que parecían atraídos por un cebo que husmeaban á través de las quebrantadas tablas.

Sacaron la barca á la orilla. El mástil estaba roto á ras de la cubierta, la cala llena de agua; y cuando los pescadores pudieron bajar á ella para acabar de vaciarla á fuerza de cubos, sus pies hundidos entre las cuerdas y cestones que aun estaban allí revueltos, tropezaron con algo blando y viscoso que les hizo gritar con instintivo horror. Era un muerto. Y hundiendo sus brazos en el agua que quedaba en el fondo de la bodega, sacaron un cuerpo hinchado, verdoso, con el vientre enorme próximo á estallar, la cabeza destrozada como repugnante masa, y en todo el cuerpo mordeduras de voraces pececillos que, no soltando su presa, erizábanse sobre el cadáver, comunicándole espeluznantes estremecimientos.

Era el tío Pascualo; pero tan horrible, que la viuda prorrumpió en lamentos, sin atreverse á tocar la masa repugnante. Algún golpe de mar le había arrojado al fondo de la cala antes que la barca se perdiese, y allí se quedó con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el armazón de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta años de economías amasadas ochavo sobre ochavo.

Las comadres del Cabañal prorrumpían en lamentos al ver cómo dejaba el mar á los hombres que tenían el valor de explotarlo, y con sus alaridos de plañidera acompañaron al cementerio la caja que contenía el cadáver roído y aplastado.

Durante una semana se habló mucho del tío Pascualo; después la gente sólo se acordó de él al ver á su viuda, siempre suspirando, con un arrapiezo de la mano y otro al pecho.

Algo más que la pérdida del marido lloraba la pobre Tona. Veía acercarse la miseria; pero no una miseria tolerable, sino la que espanta á la misma pobreza acostumbrada á privaciones; la carencia de hogar, la necesidad de tender la mano en las calles para conseguir el ochavo ó el mohoso mendrugo.

Cuando aun estaba reciente su desgracia encontró protección; y las limosnas, las suscripciones entre el vecindario, pudieron sostenerla durante tres ó cuatro meses; pero la gente es olvidadiza. Tona ya no fué la viuda del náufrago, sino una pobre más que importunaba á todos con lamentaciones pedigüeñas, y al fin vió cerrarse muchas puertas y volverse con desvío caras amigas que siempre habían tenido para ella cariñosas sonrisas.

Pero no era mujer para amilanarse ante el desvío general. ¡Ea! ya había llorado bastante. Llegaba el momento de ganarse la vida como una buena madre que tiene magníficos puños y dos bocas que la piden pan.

No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de mosquitos.

Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria. La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.

Un primo hermano del difunto Pascual, el tío Mariano, solterón que iba para rico y parecía tener algún cariño á los dos sobrinos, fue, a pesar de su avaricia, el que ayudó á la viuda en los primeros gastos.

Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué sustituida por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el lóbrego tabuco; á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media docena de taburetes de esparto.

La fúnebre barca convirtióse en cafetín de la playa, cerca de la casa donde están los toros para el arrastre de las embarcaciones, en el punto en que se descarga el pescado y es mayor la afluencia de gente.

Las comadres del Cabañal estaban asombradas. Tona era el mismo demonio. ¡Miren qué bien sabía ganarse la vida! Toneles y botellas se vaciaban que era una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal, y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de truque y flor, esperando la hora de hacerse à la mar y amenizando el juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la misma Cuba, según su formal juramento.

La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.

Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento. Corrían con gracioso contoneo sobre la ardiente arena más de veinte gallinas, capitaneadas por un gallo matón y vocinglero que se las tenía tiesas con todos los perros vagabundos que correteaban la playa; al través de los cañizos oíase el gruñido de un cerdo atacado del asma de la obesidad, y frente al mostrador, bajo el sombrajo, flameaban á todas horas dos fogones, donde las paellas de arroz burbujeaban su caldo substancioso o el pescado chirriaba, dorándose entre el azulado vapor del aceite frito. Había allí prosperidad y abundancia. No era para hacerse ricos, pero se vivía bien. La Tona sonreía con satisfacción pensando que nada debía y viendo el techo empavesado de morcillas secas, sobreasadas lustrosas, tiras de negra mojama y algún jamón espolvoreado con pimiento rojo: los tonelitos llenos de líquido, las botellas, escalonadas, luciendo licores de color variado, y las sartenes de diversos tamaños colgadas de la pared, prontas á chillar sobre el fogón con su cavidad repleta de cosas substanciosas.

¡Y pensar que había pasado hambre en los primeros meses de su viudez! Por eso, harta y satisfecha, repetía ahora tantas veces la misma afirmación. Por más que digan, Dios no desampara á las buenas personas.

La abundancia y la falta de cuidados la rejuvenecieron. Engordaba dentro de su barca con cierto lustre de carnicera ahita; siempre á cubierto del sol y la humedad, no tenía el color seco y tostado de las que esperaban en la orilla de la playa, y se presentaba tras el mostrador luciendo sobre la voluminosa pechuga una colección interminable de pañuelos de tomate y huevo, complicados arabescos rojos y amarillos tejidos en la sólida seda.

Permitíase lujos de decorado. En el fondo de su tienda, sobre las maderas blanqueadas, alternaban con los toneles una colección de cromos baratos con rabiosos colorines que apagaban los de sus vistosos pañuelos; y los pescadores, mientras bebían bajo el sombrajo, miraban por encima del mostrador la Cacería del león, La muerte del justo y la del pecador, La escala de la vida, media docena de santos, entre los cuales no faltaban San Antonio y el comerciante flaco y el gordo representando al que fía y al que vende al contado, con la consabida leyenda: «Hoy no se fía aquí, mañana sí

Había para estar satisfecho viendo cómo se criaba la familia sin grandes privaciones. La tienda siempre adelante, y poco á poco se llenaba de duros ahorrados una media vieja que ella guardaba en su camarote, entre el piso de tablas y el grueso colchón.

Algunas veces no podía contenerse, y deseosa de apreciar en conjunto su fortuna, salía hasta la orilla de la playa. Desde allí contemplaba con ojos enternecidos el cercado de las gallinas, la cocina al aire libre, la anchurosa pocilga donde roncaba el sonrosado cerdo, y la barca, que asomaba entre la aglomeración de cercas y cañares sus dos puntas de deslumbrante blancura, como embarcación fantástica que, arrastrada por un huracán, hubiese ido á caer en el corral de una granja.

No por esto se hallaba libre de incomodidades. Dormía poco, levantábase al amanecer, y muchas veces, á media noche, aporreaban la puerta de la barca y había que levantarse para servir á los pescadores recién llegados á la playa, que descargaban su pescado y tenían que hacerse á la mar antes del alba.

Estas francachelas nocturnas eran las más productivas y las que mayor cuidado inspiraban á la tabernera. Conocía bien á aquella gente, que después de pasar una semana sobre las olas, quería en las pocas horas de holganza gozar de un golpe todos los placeres de la tierra.

Abalanzábanse al vino como mosquitos; los viejos quedábanse dormitando sobre la mesa con la pipa apagada entre los secos labios; pero los jóvenes mozetones fornidos, excitados por la vida trabajosa y casta del mar, miraban á la siñá Tona de modo tal, que ella torcía el gesto con enfado y se preparaba á rechazar los brutales cariños de aquellos tritones de camiseta rayada.

Nunca había valido gran cosa; pero su naciente obesidad, los ojazos negros, que parecían aclarar su rostro moreno y lustroso, y más que todo la ligereza de ropas con que en verano servía á los nocturnos parroquianos, hacíanla hermosa para los muchachos rudos que, al poner la proa hacia Valencia, pensaban con regocijo en que iban á ver á la siñá Tona.

Pero ella era una hembra brava que sabía tratarlos. Jamás se rendía; las proposiciones audaces las contestaba con gestos de desprecio; los pellizcos con bofetones, y los abrazos por sorpresa con soberbias patadas, que más de una vez hicieron rodar por la arena á un mocetón tieso y fuerte como el mástil de su barca.

Ella no quería líos como muchas otras, ni permitía que le faltasen en tanto así. Además, era madre, los dos chicos dormían á poca distancia, separados de ella por un tabique de tablas, al través del cual oía sus poderosos ronquidos, y sólo estaba para pensar en mantener á la familia.

El porvenir de sus chicos comenzaba á preocuparla. Se habían criado en la playa como dos gaviotas, anidando en las horas del sol bajo la panza de las barcas en seco ó correteando por la orilla en busca de conchas y caracoles, hundiendo sus piernecitas de color de chocolate en las gruesas capas de algas.

El mayor, Pascualet, era un retrato vivo de su padre. Grueso, panzudo, carilleno; tenía cierto aire de seminarista bien alimentado, y los pescadores le llamaron el Retor, apodo que había de conservar toda su vida.

Tenía ocho años más que su hermano Antonio, un muchacho enjuto, nervioso y dominante, cuyos ojos eran iguales á los de Tona.

Pascualet fue una verdadera madre para su hermano. Mientras la siñá Tona atendía á la taberna en los primeros tiempos, que fueron los más penosos, el bondadoso muchacho cargaba con el hermanito como niñera cuidadosa, y jugaba con los pilletes de la playa, sin abandonar nunca al arrapiezo rabioso y pataleante que le martirizaba la espalda y le pelaba el cogote con sus pellizcos.

Por la noche, en el camarote estrecho de la barca-taberna, para Tonet era el mejor sitio, y su cachazudo hermano se apelotonaba en un rincón para dejar espacio á aquel diablejo que, á pesar de su debilidad, le trataba como un déspota.

Los dos muchachos, arrullados por el sordo oleaje, que en los días de marea llegaba hasta la misma taberna, y oyendo como el viento del invierno silbaba al querer introducirse por entre los tablones, dormíanse estrechamente abrazados bajo la misma colcha. Algunas noches despertábanse con el ruido de los pescadores, que celebraban su fiesta de tierra; oían las palabrotas que su madre profería en momentos de indignación, el sonoro choque de alguna bofetada, y más de una vez el tabique de su camarote conmovíase con el sordo golpe de un cuerpo falto de equilibrio; pero volvían á dormirse, poseídos por una ignorancia inocente, libre de sospechas y alarmas.

La siñá Tona tenía injustas debilidades tratándose de sus hijos. Al principio de su viudez, cuando por las coches les veía dormir en el angosto camarote, con las cabecitas juntas, rozando tal vez la misma madera en que se había aplastado el cráneo de su padre, sentía profunda emoción y lloraba como si fuera á perderlos dentro del fúnebre armazón de tablas, como ya había perdido á su Pascual. Pero cuando llegó la abundancia y el tiempo fué borrando el recuerdo de la catástrofe, la siñá Tona comenzó á mostrar predilección por su Tonet, criatura de gracia felina, que trataba á todos con sequedad é imperio, pero que tenía para su madre cariños de gatito travieso.

La viuda entusiasmábase por su Tonet, vagabundo de la playa, que á los siete años pasaba casi todo el día fuera de la barcaza, correteando con la granujería y volviendo al anochecer con las ropas rotas y agua y arena en los bolsillos. Mientras tanto, el mayor, relevado ya de cuidar á su hermano, pasaba el día en la taberna limpiando vasos, sirviendo á los parroquianos, dando de comer á las gallinas y al cerdo y vigilando con grave atención las sartenes que chirriaban en los fogones de la cocina.

Cuando su madre, soñolienta tras el mostrador en las horas de sol, se fijaba en Pascualet, experimentaba siempre una violenta sorpresa. Creía ver a su marido tal como ella le conoció en la infancia cuando era grumete de barca pescadora. Era su mismo rostro, carrilludo y sonriente, su cuerpo cuadrado y fornido, sus piernas robustas y cortas y aquel aire de sencillez honrada, de laboriosidad cachazuda que lo acreditaba ante todos como hombre de bien.

En lo moral era lo mismo. Muy bondadosote y tímido, pero una verdadera fiera cuando se trataba de ganar una peseta, y con un cariño loco por la mar, madre fecunda de los hombres valientes que saben pedirla el sustento.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 haziran 2017
Hacim:
260 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain