Kitabı oku: «Flor de mayo», sayfa 4
Iba siempre á partir con el dueño de su barca; tenía sus secretos con el tío Mariano, aquel personaje al que recurría Tona en todos sus apuros. En fin, que ganaba dinero, y la siñá Tona se daba á todos los demonios viendo que no traía un cuarto á casa y apenas si por ceremonia iba á sentarse un rato bajo el toldo de la tabernilla.
En otra parte le guardaban los ahorros; ¿y dónde había de ser? en casa de Dolores, de la gran maldecida; que sin duda les había dado á sus hijos polvos seguidores, pues corrían á ella como perros sumisos.
Allí estaba metido el Retor, como si en casa del tartanero se le perdiera algo al gran babieca. ¿No sabía que Dolores era para el otro? ¿No veía las cartas de Tonet y las contestaciones que ella hacía escribir á algún vecino? Pero el muy tonto, sin hacer caso de las burlas de su madre, allí permanecía, usurpando poco á poco el puesto de su hermano, sin que pareciera darse cuenta de sus avances. Dolores tenía con él las mismas atenciones que con Tonet. Le arreglaba la ropa y le guardaba los ahorros, cosa que no le ocurría con el otro despilfarrador.
Un día murió el tío Paella. Lo trajeron á casa destrozado por las ruedas de su tartana. La borrachera le había hecho caer de su asiento, y murió como hombre consecuente, agarrado al látigo, que no abandonaba ni para dormir, sudando aguardiente por todos los poros y con la tartana llena de parroquianas pintarrajeadas, á las que él llamaba su ganado.
Á Dolores no le quedaba otro arrimo que su tía Picores la pescadera, protectora poco envidiable, pues hacía el bien á bofetadas.
Y entonces, á los dos años de estar ausente Tonet, fué cuando circuló la gran noticia. Dolores y el Retor se casaban. ¡Gran Dios! ¡Qué ruido produjo la noticia en el Cabañal! La gente decía que era ella la que se había declarado al novio, añadiendo otros detalles más fuertes que hacían reír.
Á Tona había que oirla. Aquella siñora de la herradura se había empeñado en meterse en la familia, é iba á conseguirlo. Ya sabía lo que se hacía la muy tunanta. Un marido bobalicón que se matase trabajando era lo que le convenía. ¡Ah ladrona! ¡Cómo había sabido coger el único de la familia que ganaba dinero!
Pero la reflexión egoísta hizo callar poco después á la siñá Tona. Mejor era que se casasen. Esto simplificaba la situación y favorecía sus planes. Tonet se casaría con Rosario. Y aunque á regañadientes, se dignó asistir á la boda y llamar filla mehua al hermoso culebrón, que tan fácilmente dejaba á unos para tomar á otros.
Á todos preocupaba lo que diría Tonet al saber la noticia. ¡Bonito genio tenía el marinero! Y por esto la sorpresa fué general al saberse que había contestado dándolo todo por bien hecho. Sin duda, la ausencia y los viajes le habían cambiado, hasta el punto de parecerle muy natural que Dolores se casase, ya que le faltaba arrimo. Además – como él decía – , para que cayese en otro, mejor era que se casara con su hermano, que era un buen muchacho.
Y tan razonable como en sus cartas se mostró el marinero cuando, con la licencia en el bolsillo y el saco del equipaje á cuestas, se presentó en el Cabañal, asombrando á todos con su gallardo porte y el rumbo con que gastaba el puñado de pesetas que le habían entregado como alcances del servicio.
Saludó á Dolores como una buena hermana. ¡Qué demonio! De lo pasado no había que acordarse. Él también había hecho de las suyas en sus viajes. Y no se preocupó gran cosa de ella ni del Retor, atento á gozar el aura de popularidad que le proporcionaba su regreso.
Noches enteras pasaba la gente al fresco, sentada en sillas bajas ó en el suelo, frente á la puerta de la antigua casa de Paella, donde ahora vivía el Retor, oyendo con arrobamiento al marinero la descripción de extraños países, en la cual intercalaba graciosas mentiras para mayor asombro de los papanatas que le admiraban.
Comparado con los pescadores rudos y embrutecidos por el trabajo, ó con sus antiguos compañeros en la descarga, Tonet aparecía ante las muchachas del Cabañal como un aristócrata, con su palidez morena, el bigotillo erizado, las manos limpias y cuidadas y la cabeza aceitosa y bien peinada, con la raya en medio y dos puntitas pegadas á la frente asomando bajo la gorra de seda.
La siñá Tona estaba satisfecha de su hijo. Reconocía que era tan pillo como antes, pero sabía vivir mejor, y bien se conocía que le había aprovechado la dura existencia del barco. Era el mismo; pero la ruda disciplina militar había pulido su exterior de burdas asperezas: si bebía no se emborrachaba; seguía echándola de guapo, aunque sin llegar á ser pendenciero, y ya no buscaba realizar sus caprichos de aturdido, sino satisfacer sus egoísmos de vividor.
Por esto acogió benévolamente todas las proposiciones de su madre. ¿Casarse con Rosario? Conforme; era una buena chica; además, tenía un capitalito que podía hacer mucho en manos de un hombre inteligente, y esto era lo que él deseaba.
Un hombre, después de servir en la marina real, no podía dignamente cargarse sacos en el muelle. Todo antes que eso.
Y con gran alegría de la siñá Tona, se casó con Rosario. Todo iba bien. ¡Qué hermosa pareja! Ella, pequeñita, tímida, sumisa, creyendo en él á ojos cerrados; Tonet, soberbio en su fortuna, tieso, como si bajo la camisa de franela llevase una coraza hecha con los miles de duros de su mujer; dispensando protección á todos y dándose la vida de un prohombre, en el café tarde y noche, fumando la pipa y luciendo altas botas impermeables en los días de lluvia.
Dolores le veía sin mostrar la menor emoción. Únicamente en sus ojos de soberana brillaban puntos de oro, chispas delatoras del ardor de misteriosos deseos.
Pasó un año de felicidad. El dinero, amasado ochavo sobre ochavo en la mísera tiendecita donde nació Rosario, escapábase locamente por entre los dedos de Tonet; pero llegó el momento de verle el fondo al saco, como decía la tabernera de la playa al reprender las prodigalidades de su hijo.
Comenzaron los apuros, y con ellos la discordia, el llanto y hasta las palizas en casa de Tonet. Ella se agarró á la cesta del pescado, como lo hacían todas las vecinas. De su fama de rica descendió á la vida embrutecedora y fatigosa de pescadera de las más pobres. Levantábase poco después de media noche; esperaba en la playa con los pies en los charcos y el cuerpo mal cubierto por el viejo mantón, que muchas veces ondeaba con el viento de tempestad; iba á pie á Valencia, abrumada por el peso de las banastas; volvía por la tarde á su casa desfallecida por el hambre y el cansancio, pero se tenía por feliz si podía mantener al señor en su antiguo boato y evitarle toda humillación que se tradujera en maldiciones y alborotos.
Para que Tonet pasase la noche en el café, en la tertulia de maquinistas de vapor y patrones de barca, ahogaba muchas mañanas en la Pescadería su hambre rabiosa, excitada ante los humeantes chocolates y las chuletas entrepanadas que veía sobre las mesas de sus compañeras.
Lo importante era que nada faltase al ídolo, pronto siempre á enfadarse y á maldecir la perra suerte de su casamiento, y á la pobre mujercita, cada vez más flaca y derrotada, le parecían insignificantes todas sus miserias, siempre que al señor no le faltase la peseta para el café y el dominó, la comida abundante y las camisetas de franela bien vistosas para seguir sosteniendo la antigua fama. Algo caro le costaba; ella envejecía antes de los treinta años, pero podía lucir como propiedad exclusiva el mejor mozo del Cabañal.
El infortunio les aproximaba al Retor, al otro matrimonio que subía y subía por el camino de la prosperidad, mientras ellos rodaban cabeza abajo.
Los hermanos deben ayudarse en los malos trances; nada más natural, y por esto Rosario, aunque á regañadientes, iba á casa de Dolores y consentía que Tonet reanudase una amistad íntima con su cuñada. Esto la atormentaba, pero no había que reñir: se disgustaba el Retor, y él era el que muchas semanas mantenía al matrimonio cuando no había pescado para vender ó el vago de gentil aspecto no lograba ganarse algún duro interviniendo en los pequeños negocios propios de los puertos de mar.
Pero llegó el momento en que las dos mujeres, que se odiaban, cansáronse de fingir.
Después de cuatro años de matrimonio, Dolores resultó encinta. El Retor sonreía como un bendito al dar á todo el mundo la fausta noticia, y las vecinas alegrábanse también, pero de un modo maligno. Era pura sospecha, pero se comentaba la coincidencia de aquel embarazo tardío con la época en que Tonet mostró mayor apego á la casa de su hermano, pasando en ella más tiempo que en el café.
Las dos cuñadas riñeron con toda la franqueza salvaje de sus caracteres; entre ellas marcóse eterna división, y en adelante sólo visitó Tonet la casa del Retor, lo que indignaba á Rosario, haciendo que las riñas conyugales terminasen siempre con bárbaras palizas.
Y de este modo transcurrió el tiempo. Rosario, afirmando que el chiquillo de Dolores tenía la misma cara de Tonet; éste siempre á remolque de su hermano mayor, que sentía por él la debilidad de otros tiempos, y á pesar de su espíritu económico se dejaba saquear por aquel vago; y la hermosa hija del tío Paella burlábase de su cuñada la tísica, la pava, gozándose en insultar su pobreza, su vida trabajosa, y haciendo alarde del poderío que tenía sobre Tonet, el cual, como en otros tiempos, iba tras ella, dominado y sumiso como un perro.
Un hálito de perpetua guerra, de burlona insolencia, parecía ir desde la antigua casa del tío Paella, restaurada y embellecida, á la barraca miserable de techo desvencijado donde Rosario se había refugiado empujada por la miseria. Las buenas vecinas, con la más santa de las intenciones, se encargaban de circular las insolencias é insultos, llevando y trayendo recados.
Cuando Rosario, roja de indignación y con los ojos llorosos, necesitaba desahogo y consuelo, iba á la playa, á la barcaza-taberna, que adquiría un color sombrío y parecía envejecer como su dueña. Allí la oían silenciosamente, moviendo su cabeza, con expresión de desconsuelo, la siñá Tona y Roseta, las cuales, á pesar de su íntimo parentesco, vivian con huraña hostilidad, no coincidiendo más que en su despreciativo odio á los hombres. La barca que les servía de madriguera era como un observatorio, desde el que contemplaban lo que ocurría entre las dos familias.
¡Los hombres! ¡Vaya una gentuza! La siñá Tona lo afirmaba, mirando de soslayo el retrato del carabinero, que parecía presidir la taberna. Todos eran unos granujas, que no valían ni el cordel para ahorcarlos. Y Roseta, con sus ojazos verde mar, límpidos y serenos de virgen que todo lo sabe y está curada de espanto, murmuraba con expresión soñadora:
– Y el que no es granuja, es com el Retor: un bestia.
IV
Aunque el día era de invierno, picaba tanto el sol, que el Retor y Tonet estaban en la playa, agazapados á la sombra de un laúd viejo encallado en la arena. Tiempo les quedaba de tostarse cuando saliesen al mar.
Los dos hablaban lentamente, como adormecidos por el brillo y el calor de la playa. ¡Vaya un día hermoso! Parecíales imposible que estuviesen en vísperas de Semana Santa, época de los aguaceros y de los repentinos temporales.
El cielo, inundado de luz, tenía un tinte blanquecino; como copos de espuma caídos al azar, bogaban por él algunos jirones de vapor plateado, y de la arena caldeada salía un vaho húmedo que envolvía los objetos lejanos, haciendo temblar sus contornos.
La playa estaba en reposo. La casa dels bòus, donde rumiaban en sus establos los enormes bueyes para el arrastre de las barcas, alzaba su cuadrada mole con rojizo tejado y azules cuadrantes en sus paredes sobre las largas filas de barcas puestas en seco, que formaban en la orilla una ciudad nómada con calles y encrucijadas; algo semejante á un campamento griego de la edad heroica, donde las birremes puestas en seco servían de trincheras.
Los mástiles latinos, inclinados graciosamente hacia la proa con sus puntas gruesas y romas, formaban un bosque de lanzas; entrecruzábanse las embreadas cuerdas, como lianas y trepadoras de aquella selva de palos; bajo las gruesas velas caídas en las cubiertas, rebullía toda una población anfibia, al aire las rojizas piernas, con la gorra calada hasta las orejas, repasando las redes ó atizando el fogón, en el que burbujeaba el suculento caldo de pescado, y sobre la ardiente arena descansaban las ventrudas quillas pintadas de blanco ó azul, como panzas de monstruos marinos tendidos voluptuosamente bajo las caricias del sol.
Reinaba en esta población improvisada, tal vez deshecha á la noche para esparcirse por la inmensidad de la faja azul que cerraba el horizonte, el orden y la simetría de una ciudad moderna tirada á cordel.
En primera fila, junto á las olas que se adelgazaban como láminas de cristal sobre los arabescos de arena, estaban las barcas pequeñas, las que pescan al volantí, pequeños y airosos esquifes, que parecían la vistosa pollada de las grandes barcas alineadas detrás, parejas del bòu con idéntica altura é iguales colores.
En la última fila estaban los veteranos de la playa, los barcos viejos, con el vientre abierto, mostrando por los negros rasguños las carcomidas costillas, con el mismo aire de tristeza de los caballos de plaza de toros, como si pensasen en la ingratitud humana, que abandona á la vejez.
Ondeaban izadas en los mástiles las redes rojizas puestas á secar, las camisetas de franela, los calzones de bayeta amarilla, y por encima de este vistoso empavesado pasaban las gaviotas trazando círculos, como si estuvieran borrachas de sol, hasta que se dejaban caer por un instante en el mar azul y tranquilo, agitado por leves estremecimientos é hirviente con burbujas luminosas bajo el calor del mediodía.
El Retor hablaba del tiempo, paseando sus ojos amarillentos de buey manso sobre el mar y la costa.
Seguía con la vista las puntiagudas velas que corrían por la línea verdosa del horizonte como alas de palomas que bebían allá lejos, y después miraba la costa, que se encorvaba formando golfo, con su orla de masas verdes y blancos caseríos: las colinas del Puig, enormes tumefacciones de la playa baja que invadía el mar en sus ratos de cólera; el castillo de Sagunto, enroscando sus ondeados baluartes sobre la larga montaña de un suave color de caramelo, y desde allí, tierra adentro y cerrando el horizonte, la dentellada cordillera, oleaje de rojo granito que, con sus crestas inmóviles, parecía lamer el cielo.
Ya estaban en el buen tiempo. El Retor era quien lo afirmaba, y sabido era en el Cabañal que en estas cuestiones había heredado el acierto de su patrón, el tío Borrasca. Aun quedaban para la próxima semana algunas tormentas, pero serían poca cosa: había que dar gracias á Dios porque el mal tiempo acababa pronto, y los hombres honrados podrían ganarse el pan sin miedo.
Y hablaba con lentitud, mascando la negra tagarnina de contrabando y sumiéndose en el majestuoso silencio de la playa. Algunas veces, sobre el lento susurro del agua tranquila, destacábase la voz lejana de una muchacha, como si saliera de bajo de la tierra, entonando una canción de monótona cadencia; sonaba lentamente el ¡oh… oh, isa! de unos cuantos muchachos que tiraban de un pesado mástil al compás de la soñolienta exclamación; gritaban como pájaros desde las cubiertas de las barcas las mujeres desgreñadas, llamando á comer á los gatos, que estaban en los establos contemplando los bueyes; sonaban los pesados mazos de los calafates con incesante regularidad, y todos los ruídos absorbíanse en la calma majestuosa del ambiente impregnado de luz, que envolvía sonidos y objetos en una vaguedad fantástica.
Tonet miraba á su hermano con expresión interrogante, esperando que su calma cachazuda acabase de formular todo el plan.
Por fin habló el Retor. En una palabra: que estaba ya cansado de ganar el dinero lentamente, y quería dar un golpe como lo habían hecho otros. En el mar está el pan para todos; sólo que unos lo cogen negro y á costa de muchos sudores, mientras que otros lo pillan del más sabroso si tienen pecho para exponerse. ¿Le entendía Tonet?
Y sin esperar contestación púsose en pie y fué hasta la proa de la vieja barca para ver si alguien escuchaba al otro lado.
Nadie. La playa estaba desierta. No se veía una sola persona en la extensión de arena donde en verano se plantan las barraquetes para los bañistas de Valencia. Á lo último veíase el puerto erizado de mástiles con banderas, vergas entrecruzadas, chimeneas encarnadas y negras y grúas que parecían horcas. Avanzaba mar adentro la escollera de Levante como un muro ciclópeo de rojos bloques aglomerados al azar por una trepidación del terreno; amontonábanse en el fondo los edificios del Grao, las grandes casas donde están los almacenes, los consignatarios, los agentes de embarque, la gente de dinero, la aristocracia del puerto, y después, como una larga cola de tejados, la vista encontraba tendidos en línea recta el Cabañal, el Cañamelar, el Cap de Fransa, una masa prolongada de construcciones de mil colores, que decrecían conforme se alejaban del puerto; al principio fincas con muchos pisos y esbeltas torrecillas, y en el lejano extremo, lindante con la vega, blancas barracas con la caperuza de paja torcida por los vendavales.
No temiendo espionajes, el Retor volvió á sentarse al lado de su hermano.
Su mujer le había metido el proyecto en la cabeza, y él, después de pensarlo mucho, había acabado por creerlo aceptable. Se trataba de un viaje á la còsta d’afòra, á Argel; como quien dice á la pared de enfrente de aquella casa azul y mudable que tantas veces recorrían como pescadores. Nada de pescado, que no se deja coger siempre que el hombre quiere; buenos fardos de contrabando; la barca llena hasta los topes de alguilla y Flor de Mayo… ¡Rediel! ese era el negocio; mil veces lo había hecho su pobre padre. ¿Qué le parecía?
Y el honradote Retor, incapaz de faltar á lo que le previniese el alguacil del pueblo ó el cabo de mar, reíase como un bendito al pensar en aquel alijo de tabaco que hacía tiempo le danzaba en la cabeza, y le parecía ver ya sobre la arena los fardos de lona embreada. Como buen hijo de la costa, recordando las hazañas de sus mayores, consideraba el contrabando como la profesión más natural y honrada para un hombre aburrido de la pesca.
Á Tonet le parecía bien. Ya había hecho él dos viajes de tal clase, enganchándose como simple marinero, y ahora que faltaba trabajo en el muelle y el tío Mariano no acababa de sacarle aquel empleo tan codiciado en las obras del puerto, no tenía inconveniente en seguir á su hermano.
Este redondeaba el plan. Tenía lo más importante: barca propia, la Garbosa. Y como Tonet lanzase una exclamación de asombro, el Retor entró en detalles. Ya sabía él que la tal barca estaba casi despanzurrada, con los costillares poco unidos y la cubierta combada hacia abajo; una ruina que al saltar sobre las olas, sonaba como una guitarra vieja; pero no le habían engañado: treinta duros dió por ella; compró la leña y nada más; pero aun sobraba para hombres que conocían el mar y eran capaces de atravesarlo en un zapato.
Además – y guiñaba un ojo con su malicia de muchacho grande – , con una barca así se tenía la ventaja de perder poco si el guardacostas les echaba la zarpa.
Y con este argumento, de una sencillez sublime, convencíase el Retor de la conveniencia de tal temeridad, sin ocurrírsele ni remotamente que exponía su vida.
Con su hermano y dos hombres de confianza quedaba formada la tripulación. Ahora sólo necesitaba hablarle al tío Mariano, que tenía buenos conocimientos en Argel, de la época en que hacía el negocio.
Y como hombre decidido que teme arrepentirse si espera mucho, quiso ir inmediatamente en busca de aquel personaje poderoso, que les honraba siendo su tío.
Á tales horas debía estar fumando su pipa en el café de Carabina, y allá fueron los dos hermanos.
Al pasar por cerca de la casa dels bòus miraron la barcaza-taberna, cada vez más negra y abandonada, y saludaron con un ¡adiós, mare! el rostro lustroso y de colgantes carrillos que, encuadrado por un pañuelo blanco semejante á toca monjil, asomaba por la boca de cueva abierta sobre el mostrador.
Algunas ovejas sucias y flacas rumiaban la hierbecilla de las marismas inmediatas á la población; cantaban las ranas en los charcos confundiendo su monótono rac-rac con la susurrante calma de la playa, y sobre las redes de color de vino, festoneadas de corcho y tendidas sobre la arena, picoteaban los gallos, que irisaban sus luminosas plumas despidiendo reflejos metálicos.
Á la orilla de la acequia del Gas, las mujeres, en cuclillas, moviendo sus inquietas posaderas, lavaban la ropa ó fregaban los platos en un agua infecta que discurría sobre fango negruzco cargado de mortales emanaciones. Los calafates agitábanse mazo en mano en torno de un esqueleto de madera nueva, que parecía de lejos la osamenta de un monstruo prehistórico, y los cordeleros, arrolladas al busto las madejas de cáñamo, andaban de espaldas por la ribera de la acequia, formando entre sus ágiles dedos el hilo que se prolongaba sujeto al incansable torno.
Llegaron al Cabañal, al barrio llamado de las Barracas, donde se albergaba la gente pobre sometida por la miseria á la servidumbre del mar.
Las calles aparecían tan rectas y regulares como desiguales eran los edificios; las aceras de ladrillos rojos se escalonaban á capricho, según la altura de las puertas; y en el arroyo fangoso, negruzco, con profundas carrileras y charcos de la lluvia de semanas antes, dos hileras de olivos enanos golpeaban con las empolvadas ramas á los transeuntes, y veían unidos sus nudosos troncos por cuerdas en que se secaban las ropas, ondeando como banderas con la fresca brisa del mar.
Las barracas blancas aparecían entre casas modernas de pisos altos, pintadas al barniz cual barcos nuevos con la fachada de dos colores, como si sus dueños no pudieran sustraerse en tierra al recuerdo de la línea de flotación. Sobre algunas puertas había adornos de talla semejantes á los mascarones de proa, y en toda la edificación se notaba el recuerdo de la antigua vida del mar, una amalgama de colores y de perfiles que daba á las casas el aspecto de buques en seco.
Ante algunas puertas y subiendo hasta la altura del tejado, estaban plantados fuertes mástiles con garrucha, como signo de que allí vivían los dueños de las parejas del bòu. En lo alto del mástil se secaban los artefactos de pesca más delicados, ondeando con la majestad de un pabellón consular. El Retor miraba estos palitroques con cierta envidia. ¿Cuándo querría el Santo Cristo del Grao que él le pudiese plantar á su Dolores un palo así frente á la puerta?
Pasaron la acequia del Gas, entrando en el Cabañal, donde veranea la gente de Valencia. Las alquerías bajas, de panzudas rejas verdes, estaban cerradas y silenciosas; las anchas aceras repercutían los pasos con la sonoridad de una población abandonada; los copudos plátanos languidecían en la soledad, como si echasen de menos las alegres noches del estío con sus risas, sus correteos y su incesante sonar de alegres pianos. Sólo se veía de vez en cuando algún vecino del pueblo, que con la gorra puntiaguda, las manos en los bolsillos y la pipa en la boca, marchaba perezosamente hacia los cafés, únicos lugares que conservaban animación y vida.
El de Carabina estaba lleno. Bajo el toldo de la puerta veíase una aglomeración de chaquetas azules, rostros bronceados y gorras de seda negra; chocaban con sordo tableteo las fichas del dominó, y á pesar del aire libre, percibíase un fuerte olor de ginebra y tabaco picante.
Bien conocía Tonet aquel sitio, donde había triunfado como hombre generoso en la primera época de su matrimonio. Allí estaba el tío Mariano solo en su mesa, aguardando, sin duda, la llegada del alcalde y otros de su clase, mientras fumaba la enorme pipa, oyendo con desdeñosa superioridad al tío Gòri, un viejo carpintero de ribera que durante veinte años iba al café todas las tardes á deletrear el periódico desde el título á la plana de anuncios ante unos cuantos pescadores que en los días de holganza le oían hasta el anochecer.
– «Se abre… la sisión. El siñor Segasta pide la palabra.»
Y se interrumpía para decir al que estaba más cerca:
–¿Veus? ¡Este Segasta es un pillo!
Y sin más aclaraciones afirmábase las gafas y volvía á deletrear por debajo del blanco y chamuscado bigote:
– «Siñores: contestando á lo que ayer dijo…»
Pero antes de llegar á quién era el que dijo, dejaba el periódico para mirar con superioridad á su embobado auditorio, afirmando con energía:
–¡Este es un embustero!
El Retor, que había pasado tardes enteras admirando la sabiduría de aquel hombre, no se fijó en él, atento y sumiso para su tío, que se dignó quitarse la pipa de los labios para saludarles con un ¡hola, chiquets! permitiéndoles sentarse en las sillas que reservaba á sus ilustres amigos.
Tonet volvió la espalda para mirar á los jugadores de la mesa inmediata, que manejaban con entusiasmo los pedazos de hueso con puntos negros, y algunas veces sondeó con sus ojos el interior del café, lleno de humo, buscando tras el mostrador, bajo los cromos marítimos, á la hija de Carabina, aliciente principal del establecimiento.
El señor Mariano (a) el Callao (aunque todos se guardaban de darle en su presencia tal apodo) estaba ya cerca de los sesenta, á pesar de lo cual se mantenía fuerte y bien plantado, cobrizo, con las córneas de color de tabaco, el mostacho gris erizado como el de un gato cano y en toda su persona el aire de petulancia del necio que ha hecho cuatro cuartos.
Llamábanle el Callao porque cada día hablaba una docena de veces de aquella jornada gloriosa, á la que había asistido de joven como marinero de primera á bordo de la Numancia. Mentaba á cada paso á Méndez Núñez, á quien llamaba siempre don Casto, como si hubiera sido gran amigote del héroe, y los oyentes se entusiasmaban cuando se dignaba relatar lo ocurrido en el Pacífico, imitando el estrépito de las andanadas del glorioso navío: ¡Bum! ¡brurrrum!
Fuera de esto, era un pájaro de cuenta. Había hecho el contrabando en la feliz época en que todos eran ciegos, desde la comandancia al último carabinero; todavía, si se presentaba ocasión, entraba á la parte en algún alijo; su principal industria era hacer obras de caridad, prestando á los pescadores y sus mujeres al cincuenta por ciento mensual, lo que le valía la adhesión forzosa de un rebaño miserable que, después de despojado, hacía cuanto él le mandaba en las luchas políticas del pueblo.
Sus sobrinos le veían con amiración tratarse de tú por tú con todos los alcaldes, y hasta algunas veces, vestido con la mejor ropa, ir á Valencia en comisión de prohombres para hablar con el gobernador.
Avaro y cruel, sabía dar á tiempo una peseta; se familiarizaba con los pescadores, y sus sobrinos, que no le debían más que la esperanza de heredar algo el día en que muriese, teníanle por el hombre más respetable y bondadoso de toda la población, á pesar de que muy contadas veces habían entrado en su hermosa casa de la calle de la Reina, donde vivía sin otra sociedad que la de una criada madura, de buenas carnes, que le tuteaba y se permitía, al decir de la gente, una intimidad tan peligrosa como era saber dónde guardaba encerrado su gato el señor Mariano.
Oía éste á su sobrino con los ojos entornados y el entrecejo unido, ¡Hombre… hombre! No era malo el propósito. Así le gustaba á él la gente, trabajadora y atrevida.
Y aprovechando la ocasión para halagar su propia vanidad de ignorante enriquecido, comenzó á hablar de su juventud, cuando acababa de llegar del servicio del rey sin un cuarto, y para librarse de ser pescador como sus abuelos, habíase lanzado camino de Gibraltar y de Argel para favorecer al comercio y que las gentes no fumasen la porquería del estanco.
Gracias á sus agallas y á Dios, que no le había abandonado, tenía con qué pasar bien la vejez. Pero aquellos tiempos eran otros, la gente iba recta á su negocio; mientras que ahora los guardacostas estaban mandados por oficialetes recién salidos de la escuadra de instrucción, con muchos humos y un palmo de orejas para escuchar las delaciones de los moscas, y no había quien parase la mano para recibir una docena de onzas á cambio de ser ciego por una hora.
El mes pasado habían cogido cerca del cabo de Oropesa tres barcas que venían de Marsella con cargamento de telas; había que ir con cuidado; la gente estaba pervertida… abundaban los músicos de oreja… ¿Pero estaba él decidido? pues adelante; no sería su tío quien le quitase la idea, tanto más cuanto que le gustaba ver que los de la familia se cansaban de ser unos piojosos y deseaban hacer carrera. Mejor le hubiera ido á su padre, el pobre Pascual, siguiendo en el negocio y no volviendo á pescar.
¿Qué necesitaba de él? Podía hablar sin cuidado. Allí tenía un padre para ayudarle. Si fuese para la pesca ni un céntimo; le repugnaba aquel excomulgado oficio, en el que los hombres se mataban para mal comer; pero siendo para lo otro, todo lo que quisiera. No podía remediarlo; le tiraba la afición al fardo prohibido.
Y como el Retor expusiera tímidamente sus pretensiones, balbuceando, como si creyera pedir demasiado, el tío le atajó con resolución.
Ya que tenía barca, lo demás corría de su cuenta. Escribiría á sus amigos del entrepôt de Argel, le darían un buen cargamento poniéndolo á su cuenta, y si era listo y llegaba á echarlo en tierra, le ayudaría á venderlo.
– Grasies, tío– murmuraba el Retor saltándosele las lágrimas – . ¡Qué bò es vosté!…
Bueno; menos palabras. Para eso estaba él en la familia. Además, se acordaba mucho del pobre tío Pascual. ¡Lástima de hombre! ¡Un marinero de tantas agallas!.. ¡Ah! y á propósito. De las ganancias del alijo le daría el treinta por ciento, y lo demás para él. Porque ya era sabido. La familia era… la familia, y los negocios… los negocios. Y el Retor, todavía conmovido, aprobaba esta elocuencia convincente con sendas cabezadas.
Quedaron en silencio. Tonet seguía de espaldas mirando á los jugadores, indiferente para aquella conversación que los dos hombres sostenían con la vista fija y sin menear apenas los labios.