Kitabı oku: «Flor de mayo», sayfa 3
Á los trece años ya no podía conformarse á seguir en la taberna. Dábalo á entender con palabras sueltas, con frases truncadas y algo incoherentes, que era lo único que podía salir de su dura mollera. Él no había nacido para servir en la taberna. Era faena demasiado cómoda; eso para su hermano, que no mostraba gran afición al trabajo. Él era fuerte, le gustaba el mar y quería ser pescador como su padre.
La siñá Tona se asustaba al oírle, y en su memoria resucitaba la horrible catástrofe del día de Cuaresma. Pero el chico era testarudo. Aquellas desgracias no pasaban todos los días, y ya que tenía vocación, debía seguir el oficio de su padre y de su abuelo, como muchas veces se lo había dicho el tío Borrasca, un viejo patrón de barcas, gran amigo del tío Pascualo.
Por fin la madre cedió cuando iba a comenzar la temporada de la pesca del bòu, y Pascualet se enganchó con el tío Borrasca como grumete ó gato de barca, teniendo como salario la comida y la propiedad de todos los cabets, ó sea el pescado menudo que saliese en las redes, camarones, caballitos de mar, etc.
El aprendizaje comenzó bien. Hasta entonces le habían vestido con la ropa vieja de su padre, pero la siñá Tona quiso que entrase con cierta dignidad en su nuevo oficio, y una tarde, cerrando la taberna, fueron al Grao á un bazar del puerto, donde vendían ropas hechas para los marineros. Pascualet recordó durante muchos años la tal tienda, que le parecía el santuario del lujo. Los ojos se le fueron tras los chaquetones azules, los impermeables de amarillo hule, las enormes botas de aguas, prendas todas que sólo usaban los patrones, y salió orgulloso con su hatillo de grumete, compuesto de dos camisas mallorquinas, tiesas, ásperas y burdas, como si fuesen de papel de lija; una faja de lana negra, un traje completo de bayeta, de un amarillo rabioso; una barretina roja para calársela hasta el cuello en el mal tiempo y gorra de seda negra para bajar a tierra. Por fin, le vestían a su medida; ya no tendría que luchar con las chaquetas de su padre, que en los días de viento se hinchaban como velas, haciéndole correr por la playa más aprisa que quería. De zapatos no había que hablar. Él no recordaba haber metido jamás en tal tormento sus ágiles pies.
No se equivocaba el muchacho al decir que había nacido para el mar. En la barca del tío Borrasca se encontraba mucho mejor que en la otra encallada en la arena, junto á la cual gruñía el cerdo y cacareaban las gallinas. Trabajaba mucho, y además de su pitanza percibía algunos puntapiés del viejo patrón, cariñoso en tierra, pero que una vez sobre su barca no respetaba ni á su mismo padre. Trepaba al mástil á poner el farol ó arreglar una cuerda con la ligereza de un gato; ayudaba á tirar de las redes cuando llegaba el momento de chorrar; baldeaba la cubierta, alineaba en la cala los grandes cestos del pescado y soplaba el fogón, cuidando de que el caldero estuviera siempre en su punto para que no se quejara la gente de á bordo. Pero como compensación á estos trabajos, ¡cuántas satisfacciones! Al terminar el patrón y los suyos la comida que él y otro gato de la barca presenciaban inmóviles y respetuosos, dejábanles las sobras a los chicos, y los dos sentábanse a proa con el negro caldero entre las piernas y un pan bajo del brazo. Ellos sacaban la mejor parte, y cuando las cucharas tropezaban ya con el fondo, entonces entraba la rebañadura mendrugo en mano, hasta que el metal quedaba limpio y brillante, como si acabasen de fregarlo.
Después venía el huroneo en busca del vino que la tripulación había dejado olvidado en el fondo del porrón de lata; y los gatos, si no había trabajo, tendíanse como unos príncipes en la proa, con la camisa fuera de los pantalones y la panza al aire, arrullados por el cabeceo de la barca y las cosquillas de la brisa.
Tabaco no faltaba, y el tío Borrasca dábase á todos los demonios viendo con qué rapidez desaparecía de los bolsillos de su chaquetón unas veces la alguilla de Argel y otras la picadura de la Habana, según la calidad del último alijo hecho en el Cabañal.
Aquella vida era inmejorable para Pascualet, y cada vez que bajaba á tierra, su madre le veía más robusto, más recocido por el sol y tan bondadosote como siempre, á pesar de su continuo roce con los gatos de barca, pilletes precoces capaces de las mayores malicias y que al hablar echaban á las narices ajenas el humo de una pipa casi tan grande como ellos.
Las rápidas apariciones en la taberna eran lo único que hacía á la siñá Tona acordarse de su hijo mayor.
La tabernera mostrábase preocupada. Pasaba los días enteros en su barcaza, sola, como si no tuviese hijos. El Retor estaba en el mar ganándose su parte de cabets, para después, en los días de fiesta, llegar muy ufano á entregar á su madre tres ó cuatro pesetas, que eran el jornal de la semana, y el otro, el pequeño, aquel Tonet de piel de diablo, había salido un bohemio incorregible, que sólo volvía a casa acosado por el hambre.
Juntábase con la pillería de la playa, un tropel de chicuelos que no sabían más de sus padres que los perros vagabundos que les acompañaban en sus correteos por la arena; nadaba como un pez, y en verano zambullíase en el puerto, mostrando con impudor tranquilo su cuerpo enjuto y rojizo para coger con la boca piezas de dos cuartos que le arrojaban los paseantes. Presentábase por la noche en la taberna con el pantalón roto y la cara arañada; su madre le había sorprendido varias veces amorrado con delicia al tonelillo del aguardiente, y una tarde tuvo que ponerse el mantón é ir á la capitanía del puerto para pedir con lágrimas y lamentos que le soltasen, prometiendo que ella le quitaría el feo vicio de arañar en el interior de las cajas de azúcar depositadas en el muelle.
Era una alhaja el tal Tonet. ¡Dios mío! ¿Á quién se parecía? Era una vergüenza que de padres tan honrados saliese un muchacho así; un pillete que, teniendo en su casa comida abundante, pasaba el tiempo huroneando por cerca de los vapores que venían de Escocia, aguardando un descuido de los descargadores para echar á correr con un bacalao bajo del brazo. Un hijo así iba á ser su castigo. Doce años á la espalda y sin afición al trabajo ni el menor respeto á su madre, á pesar de los rabos de escoba que le había roto en las costillas.
Y la siñá Tona hacía confidente de sus desdichas á Martínez, un carabinero joven que estaba de servicio en aquella parte de la playa, y pasaba las horas del calor sentado bajo el sombrajo de la taberna, con el fusil entre las rodillas, mirando vagamente el límite del mar, con el oído atento á las eternas lamentaciones de la tabernera.
El tal Martínez era andaluz, de Huelva; un muchacho guapo y esbelto, que llevaba con mucha marcialidad el uniforme viejo de servicio y se atusaba al hablar el rubio bigote con expresión distinguida.
La siñá Tona le admiraba. Las personas que son finas no lo pueden ocultar; á la legua se las conoce.
Y además, ¡qué gracia en el lenguaje! ¡qué términos tan escogidos gastaba! Bien se conocía que era hombre leído. Como que había estudiado muchos años en el Seminario de su provincia; y si ahora se veía así era porque, no queriendo ser cura y deseando ver mundo, había reñido con su familia, sentando plaza, para venir al fin á meterse en carabineros.
La tabernera oíale embobada contar su historia con aquel pesado ceceo de andaluz sin gracia; y cuando tenía que hablarle, empleaba en justa reciprocidad un castellano grotesco é ininteligible, que hubiese hecho reír en el mismo Cabañal.
– Mire osté, siñor Martines: mi chico me tiene loca con todas esas burrás que hase. Lo que yo li digo: ¿Te hase falta algo, condenat? ¿Pues entonses por qué te ajuntas con esa pillería pollosa? Osté, siñor Martines, que tiene tanta labia, hágali miedo. Dígali que se lo llevará á Valensia para meterlo en la cársel si no es buen chico.
Y el siñor Martines prometía hacerle miedo al travieso pillete, y hasta le sermoneaba con la cara muy fosca, logrando que Tonet, al menos por un rato, permaneciese encogido y como aterrado por el uniforme de aquel hombre y el terrible fusil, que no se separaba nunca de sus manos.
Estos pequeños servicios introducían á Martínez en la vida de familia, haciéndole intimar cada vez más con la siñá Tona. Allí le guisaban la comida; allí pasaba casi todo el día, y más de una vez la tabernera se prestó gustosa á zurcirle la ropa blanca y á pegarle botones en prendas interiores.
¡Pobre siñor Martines! ¿Qué sería de un joven tan fino sin una persona como ella? Iría roto y abandonado como un perdido, y esto, francamente, no podía consentirlo una persona de buen corazón.
En las tardes del verano, cuando el sol caía de lleno sobre la desierta playa sacando reflejos de incendio de la tostada arena, bajo del sombrajo de cañas ocurría siempre la misma escena. Martínez, sentado en un taburete de esparto, cerca del mostrador, leía á su autor favorito, Pérez Escrich, en tomos abultados y mugrientos, con las puntas roídas, que habían corrido toda la costa, pasando de unos carabineros á otros.
La siñá Tona no se equivocaba. De aquellos librotes, que la inspiraban el supersticioso respeto del que no sabe leer, era de donde sacaba Martínez las palabritas sonoras y rebuscadas, aquella filosofía moral que la conmovía.
Y desde el otro lado del mostrador, cosiendo á tientas, sin saber lo que hacía, contemplaba fijamente á Martínez, dedicando media hora á su fino y rubio bigote y no menos tiempo á apreciar cómo tenía la nariz ó con qué exquisito gusto se abría la raya, aplanando en ambos lados el dorado cabello.
Algunas veces, al volver la página, levantaba Martínez la cabeza, y sorprendiendo los negros ojazos de Tona fijos en él, ruborizábase y seguía leyendo.
La tabernera reprendíase después por tales contemplaciones. ¿Pero qué era aquello?.. En la vida se le había ocurrido, viviendo su Pascual, mirarle detenidamente para apreciar cómo tenía la cara. Y ahora se estaba ella como una boba horas y más horas comprometiéndose con una contemplación de la que no podía librarse. ¿Qué diría la gente al saberlo?.. Indudablemente le tenia ley a aquel hombre… ¡Claro!.. ¡Era tan fino y tan guapo!.. ¡Hablaba tan bien!..
Pero era un disparate todo aquello. Ella ya iba para los cuarenta; no se acordaba con exactitud, pero debía estar en los treinta y siete o cosa así; y él no pasaba de los veinticuatro… Pero ¡qué demonio! aunque le llevase algunos años, ella no estaba mal; encontrábase bien conservada, y si no, que lo dijera la gentuza de las barcas que tanto la importunaba. Además, aquel pensamiento no sería ningún disparate, ya que la gente se adelantaba suponiéndolo; y lo mismo los carabineros amigos de Martínez que las pescaderas que iban á la playa, daban á entender sus maliciosas suposiciones con indirectas demasiado directas.
Al fin ocurrió lo que todos esperaban. La siñá Tona, para aturdirse, argüía a sus escrúpulos que sus hijos necesitaban un padre, y nadie mejor que Martínez; y la valerosa amazona, que aporreaba á los rudos pescadores á la menor audacia, se entregó voluntariamente, teniendo que vencer la cortedad de aquel muchachote tímido. De ella partió la iniciativa, y Martínez se dejó arrastrar con su sumisión de hombre superior que, pensando en cosas más altas, permite que en los asuntos terrenales le manejen como un autómata.
El suceso se hizo público. La misma siñá Tona no se enojaba de ello; antes bien, deseaba que fuera bien sabido que la casa tenía amo. Cuando la llamaba al Cabañal alguna ocupación, dejaba la taberna al cuidado de Martínez, que, como en tiempos pasados, seguía sentado bajo el sombrajo mirando al mar con el fusil entre las rodillas.
Hasta los dos chicos parecían enterados de la novedad, El Retor, al bajar á tierra, miraba á hurtadillas á su madre con cierto asombro y mostrábase tímido y vergonzoso en presencia del mocetón rubio y uniformado, al que encontraba siempre en la taberna; pero el otro muchacho, Tonet, delataba en su sonrisa maliciosa que todo aquel suceso había sido objeto de maliciosos comentarios en las reuniones de los pillos de la playa, y en vez de asustarse como antes con los sermones del carabinero, contestábale con muecas y se alejaba dando saltos y haciendo cabriolas sobre la arena, como en señal de desprecio.
Aquella temporada fué para Tona una luna de miel en plena madurez de su vida. Parecíale ahora su matrimonio con Pascual una monótona servidumbre. Amaba con vehemencia al carabinero, con la explosión de cariño propia de una mujer que va hacia el ocaso; y cegada por esta pasión, hacia alarde de ella, sin importarle lo que murmurase la gente. ¿Y qué?.. Que dijesen lo que quisieran. Otras hacían peor que ella, y la que hablase sería por envidia, al ver que se llevaba un buen mozo.
Martínez, siempre con su aire de soñador, dejábase mimar y acariciar como un hombre que todo lo merece; gozaba de gran prestigio entre sus compañeros y superiores, pues podía disponer del cajón de la taberna y hasta de aquella media repleta de duros que tantas veces se le clavaba en el costado al tenderse en el colchón del camarote.
Por evitarse tal vez esta molestia, se dió prisa á vaciarla, sin que la siñá Tona protestase. ¿No había de ser su marido? Pues suyo era aquel dinero. Mientras la taberna marchase bien, ella no debía quejarse.
Pero cuatro ó cinco meses después llegó un día en que la Tona se puso seria.
Martínez, siñor Martines, baje usted de esa nebulosa altura en que vive su pensamiento. Dígnese escuchar á la Tona. ¿No la oye usted? Que es preciso arreglar la situación. Que las cosas no pueden quedar así. Que hay que justificar lo que venga, y una mujer honrada, madre de dos hijos, no puede serlo de tres sin un hombre que saque la cara diciendo: «Esta es mi obra.»
Y Martínez contestó ¡bueno! á todo, aunque torciendo el gesto dolorosamente, como si acabase de sufrir un tremendo batacazo, cayendo de las alturas ideales en que se refugiaba como hombre no comprendido, para soñar en la probabilidad de ser general, jefe de Estado y otras muchas cosas, como los personajes de sus novelas favoritas.
Pediría los papeles para el casamiento, pero tendrían que esperar, porque Huelva está lejos.
Y Tona esperó, siempre con el pensamiento puesto en Huelva, tierra remota, que por su cuenta debía estar en los alrededores de Cuba ó Filipinas.
Pero el tiempo pasaba y la cosa iba haciéndose urgente.
Martínez, siñor Martines, que sólo faltan dos meses; que á la Tona le es imposible ocultar por más tiempo lo que viene, y la gente se va enterando. ¡Qué dirán los chicos al verse con un nuevo hermano!.. Pero Martínez protestaba. No era suya la culpa. Bien veía ella las muchas cartas que escribía para activar el envío de los papeles.
Por fin, un día el carabinero declaró que iba á emprender el viaje á su tierra y traerse los malditos documentos, para lo cual tenía ya el permiso de sus jefes.
Muy bien: aquella resolución le gustaba á la siñá Tona. Y para ayuda del viaje le entregó toda la plata que tenía en el cajón del mostrador, lo peinó por última vez, lloró un poco y ¡hasta la vista! ¡Buen viaje!
La pobre Tona ya no vió más al siñor Martines. Entre los carabineros que pasaban la playa no faltó una buena alma que tuvo el gusto de decirla la verdad.
No había tal viaje á Huelva. Las cartas que escribía Martínez iban á Madrid, pidiendo que lo trasladasen á un punto lejano, pues los aires de Valencia no le probaban. Y efectivamente, lo habían trasladado á la comandancia de la Coruña.
La siñá Tona creyó volverse loca. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Miren el mosquita muerta!.. Fíese usted de esas personas de mucha labia. ¡Pagarle así á ella… á ella, que le hubiese dado hasta el último céntimo, y que le peinaba bajo el tinglado en las horas de siesta tan amorosamente como si fuese su madre!
Pero toda la desesperación de la pobre mujer no impidió que saliese á luz lo que tan urgente hacía el matrimonio; y á los pocos meses la siñá Tona despachaba copas tras el mostrador, enseñando su pecho voluminoso de vaca rolliza, y agarrada al obscuro pezón una niña blanca, enteca, de ojos azules y cabeza rubia y voluminosa, que parecía una bola de oro.
III
Pasaron los años sin que sufriese la menor alteración en su monótona vida la familia que se albergaba en la barca convertida en taberna.
El Retor era todo un marinero, fornido, cachazudo, bravo en el peligro. De gato había ascendido á ser el tripulante de más confianza en la barca del tío Borrasca, y cada mes solía entregar á su madre cuatro ó cinco duros de ahorros para que los guardase.
Tonet no hacía carrera. Entre él y su madre habíase entablado una lucha: Tona buscándole oficios, y él abandonándolos á los pocos días. Fué una semana aprendiz de zapatero; navegó poco más de dos meses con el tío Borrasca en calidad de gato, pero el patrón se cansó de pegarle, sin conseguir que le obedeciese; después intentó hacerse tonelero, que era el más seguro de los oficios, pero el maestro le echó á la calle, y por fin á los diez y siete años se metió en una còlla del puerto, cuadrilla de descargadores de buques, en la que trabajaba hasta dos veces por semana, y esto de mala voluntad.
Pero su vagancia y sus malas costumbres encontraban excusa á los ojos de la siñá Tona, cuando ésta le contemplaba en los días de fiesta (que eran los más para aquel bigardo) con la gorra de seda de hinchado plato sobre el rostro moreno, en el que comenzaba á apuntar el bigote; la chaqueta de lienzo azul ajustada al esbelto tronco y la faja de seda obscura ceñida sobre la camiseta de franela á cuadros negros y verdes.
Daba gloria ser madre de un mozo así. Iba á ser otro pillo como aquel Martínez de infausta memoria; pero más salao, más audaz y travieso, y de ello daban fe las chicas del Cabañal, que se lo disputaban por novio.
Tona regocijábase al saber el aprecio en que tenían á su hijo, y estaba enterada de todas sus aventuras. ¡Lástima que le tirase tanto el maldito aguardiente! Era todo un hombre; no como el cachazudo de su hermano, que no se alteraba aunque le pasase un carro por encima.
Una tarde de domingo, en la taberna de Las buenas costumbres, título terriblemente irónico, se tiró los vasos á la cabeza con los de una còlla de cargadores que trabajaban más barato, y cuando entraron los carabineros á poner paz, pilláronle faca en mano persiguiendo por entre las mesas á los contrarios.
Más de una semana lo tuvieron encerrado en el calabozo de la casa capitular; las lágrimas de la siñá Tona y las influencias del tío Mariano, que era muñidor en las elecciones, consiguieron sacarle á flote; pero tanto le corrigió el arresto, que en la misma noche de su libertad sacó otra vez la dichosa faca contra dos marineros ingleses que, después de beber con él, intentaron boxearle.
Era el gallito del Cabañal. Faena poca; pero una verdadera fiera para resistir las noches de borrasca, de taberna en taberna, no presentándose en la de su madre en semanas enteras.
Tenía su poquito de amores serios con cierta intimidad, que para muchos olía á matrimonio anticipado. Su madre no estaba conforme con tales relaciones. No quería una princesa para su Tonet, pero la hija de Paella el tartanero le parecía poca cosa. La tal Dolores era descarada como una mona; muy guapa, sí señor, pero capaz de comerse á la pobre suegra que tuviese que aguantarla.
Era natural que fuese así. Se había criado sin madre, al lado del tío Paella, un borrachón que daba traspiés al amanecer cuando enganchaba la tartana y á quien el vino tenía consumido, engordándole únicamente la nariz, siempre en creciente por las rojas hinchazones.
Era un mal hombre que gozaba la peor fama. Toda su parroquia la tenía en Valencia en el barrio de Pescadores. Cuando llegaba barco inglés se ofrecía como un sinvergüenza á los marineros para llevarles á sitios de confianza, y en las noches de verano cargaba su tartana de chicuelas con blancos matinées, mejillas embadurnadas y flores en la cabeza, conduciéndolas con sus amigos á los merenderos de la playa, donde se corrían juergas hasta el amanecer, mientras que él, alejado, sin abandonar el látigo ni el porrón de vino, se emborrachaba, mirando paternalmente á las que llamaba su ganado.
Y lo peor era que no se recataba ante su hija. Hablábala con los mismos términos que si fuera una de sus parroquianas; su vino locuaz sentía la necesidad de contarlo todo, y la pequeña Dolores, encogida, lejos de los agresivos pies de su padre, con los ojos desmesuradamente abiertos y en ellos una expresión de curiosidad malsana, oía el brutal soliloquio del tío Paella, que se relataba á sí mismo todas las porquerías é infamias presenciadas durante el día.
Y así fué criándose Dolores. ¡Vaya, que lo que aquella chica ignorase!.. Por eso Tona no la podía admitir como nuera. Si no se había perdido ahora que comenzaba á ser una mujer guapa, era porque algunas vecinas le aconsejaban bien; pero aun así, la muchacha también daba sus escándalos con Tonet, que entraba en casa de su novia como si fuese el amo. Comía con ella, aprovechándose de que el tartanero no volvía hasta muy entrada la noche, y Dolores le repasaba la ropa y hasta hurgaba en los bolsillos del tío Paella para dar dinero al novio, lo que hacía lanzar al borracho un vómito interminable de injurias contra la falsa amistad, creyendo que en los momentos de alcohólica turbación le robaban las pesetas sus compinches de taberna.
Era un secuestro en regla el que hacía aquella chica, y Tonet, lentamente, una pieza hoy y otra mañana, fué trasladando toda su ropa desde la taberna de la playa á la casa del tartanero.
La siñá Tona se quedaba sola. El Retor estaba siempre en el mar persiguiendo la peseta, como él decía, unas veces pescando y otras enganchándose como marinero en algún laúd de los que iban por sal á Torrevieja; Tonet, corriendo tabernas ó metido en casa del tío Paella, y ella aviejándose tras el mostrador de su tiendecilla, sin otra compañía que aquella chicuela rubia, á la que quería de un modo raro, con intermitencias, pues era el viviente recuerdo del pillo de Martínez. ¡Ojalá se lo haya llevado el demonio!..
Decididamente Dios sólo protegía á temporadas á las personas buenas. Los tiempos presentes no eran ya los de la primera época de su viudez.
Otras barcas viejas varadas en la playa habían sido convertidas en tabernas; los pescadores tenían donde escoger, y además ella envejecía y la gente de mar no mostraba tantos deseos de beber, requebrándola.
Resultado: que aunque la tabernilla conservaba sus antiguos parroquianos, sólo se sacaba de ella lo preciso para vivir, y Tona más de una vez contempló de lejos su blanca barcaza, considerando melancólicamente el fogón apagado, la cerca casi derribada, tras la cual no gruñía el blanco cerdo esperando la matanza anual, y la media docena de gallinas que picoteaban tristemente en la desierta arena.
Pasó el tiempo para ella con lenta monotonía, sumida en una estúpida somnolencia, de la que la sacaban únicamente las diabluras de Tonet ó la contemplación de un retrato del siñor Martines, puesto de uniforme, que ella conservaba colgado en su camarote con cierto refinamiento cruel, como para recordarse la debilidad pasada.
La pequeña Roseta, la chicuela caída en la barca por obra y gracia del pillo carabinero, apenas si merecía la atención de su madre. Criábase como una bestiezuela bravía. Por la noche Tona había de ir en su busca para encerrarla en la barca, después de darla una terrible zurra, y durante el día presentábase cuando la aguijoneaba el hambre.
¡Todo sea por Dios! La tal chiquilla era una nueva cruz que había de arrastrar la pobre Tona.
Huraña y amiga de la soledad, tendíase en la arena mojada, cogiendo conchas y caracoles ó amontonando algas. Á veces pasaba horas enteras con los ojos azules fijos en el infinito, en una inmóvil vaguedad de hipnótica, mientras la brisa salobre arremolinaba sus pelillos rubios, enroscados y tiesos como culebras, ó hacía ondear el viejo refajo, que dejaba al descubierto las piernecitas entecas, de una blancura deslumbrante, en cuyas extremidades el ardor del sol había suplido la falta de medias tostando la piel con un color rojo.
Allí se estaba horas y más horas con el vientre hundido en la arena mojada, que cedía bajo su peso, acariciado el rostro por la delgadísima capa de agua que avanzaba y retrocedía sobre el reluciente suelo con las ondulaciones caprichosas del moaré.
Era una bohemia incorregible. Lo que decía Tona: De tal palo, tal astilla. También el granuja de su padre se pasaba las horas muertas embobado ante el horizonte, como si soñara despierto y sin servir para otra cosa.
Si ella tuviera que vivir de lo que trabajase su hija, estaba arreglada. ¡Criatura más desmañada y perezosa!.. En la taberna rompía vasos y platos al intentar limpiarlos; quemábase el pescado en la sartén si ella cuidaba del fogón, y al fin su madre tenía que dejarla corretear por la playa ó que fuese á la costura del Cabañal. Á temporadas dominábala un deseo loco de aprender, y se escapaba, exponiéndose á una paliza, para ir en busca de la maestra; pero poco después huía de la escuela, cuando su madre mostrábase conforme en que asistiera á ella.
En verano únicamente ayudaba a la pobre Tona. El lucro uníase á su afán de correteo sin objeto, y cargada con un cántaro tan grande como ella, iba vaso en mano por la playa de los baños ó pasaba audazmente por entre los lujosos carruajes que rodaban por el muelle, mirando á todas partes con sus ojazos soñadores, agitando la maraña de rubios pelos y gritando con su voz débil: ¡Al aigua fresqueta! sacada de la fuente del Gas.
Unas veces con esto y otras con el cesto de caña lleno de galletas, que pregonaba con tono melancólico: ¡Salaes y dolses! Roseta conseguía entregar á su madre por las noches unos dos reales, lo que aclaraba un poco el gesto fosco de Tona, á la que los malos negocios iban haciendo egoísta.
Y así creció Roseta; siempre en huraño aislamiento, acogiendo con serenidad amenazante las palizas de su madre; odiando á Tonet, que nunca se había fijado en ella; sonriendo algunas veces al Retor, que cuando bajaba á tierra solía tirarle amistosamente de los retorcidos pelos, y despreciando á la pillería de la playa, de la cual alejábase con un airecillo de reina orgullosa.
Tona acabó por no ocuparse de la chiquilla, á pesar de ser la única compañera en aquella vivienda, que en las tardes del invierno parecía estar en pleno desierto. Tonet y la hija del tartanero eran su continua preocupación.
Aquella perdida habíase propuesto robarle toda su familia. Ya no se contentaba con Tonet, y éste llevaba á casa de Dolores á su hermano el Retor, el cual, al saltar á tierra, pasaba como rápida exhalación por la tabernilla de la playa, yendo á descansar en casa del tartanero, donde resultaba para los novios un testigo poco molesto.
Pero en realidad lo que incomodaba á Tona más que la influencia que Dolores ejercía sobre sus hijos, era que veía desvanecerse un plan que acariciaba hacía mucho tiempo.
Tenía pensado el matrimonio de Tonet con la hija de una antigua amiga.
Como guapa, no podía compararse con la endemoniada hija del tartanero; pero la siñá Tona se hacía lenguas de su bondad (la condición de los seres insignificantes) y se callaba lo más importante, ó sea que Rosario, la muchacha en quien había puesto los ojos, era huérfana; sus padres habían tenido en el Cabañal una tiendecita, de la que se surtía la tabernera, y ahora, después de su muerte, le quedaba á la hija casi una fortuna; lo menos tres ó cuatro mil duros.
¡Y cómo quería á Tonet la pobrecita! Al encontrarle en las calles del Cabañal, le saludaba siempre con una de sus sonrisas de cordera mansa, y pasaba las tardes en la playa gozándose en hablar con la siñá Tona, tan sólo porque era la madre del gallito bravo que traía revuelta toda la población.
Pero del muchacho no podía esperarse cosa buena. Ni la misma Dolores, con tener sobre él tan absoluto poderío, lograba domarlo cuando le soplaba la racha de las locuras, y á lo mejor desaparecía semanas enteras, sabiéndose después, por referencias, que había estado en Valencia durmiendo de día en alguna casa del barrio de Pescadores, emborrachándose de noche, aporreando á sus embrutecidas compañeras de hospedaje y gastándose en orgías de pirata hambriento lo que ganaba en alguna timba de calderilla.
En una de esas escapatorias fué cuando come tió el gran disparate, que costó á su madre un mes de llantos é innumerables alaridos. Tonet, con otros amigotes, sentó plaza en la marina de guerra. Estaban hastiados de la vida del Cabañal; les resultaba desabrido el vino de las tabernas.
Y llegó el día en que el endiablado muchacho, vestido de azul, con la blanca gorrilla ladeada y el saco de ropa al hombro, se despidió de Dolores y de su madre para ir á Cartagena, donde estaba el buque á que iba destinado.
¡Anda con Dios! Mucho le quería la siñá Tona, pero al fin podía descansar. Por quien más lo sentía era por la pobre Rosario, que, siempre calladita y humilde, iba á coser en la playa en compañía de Roseta y preguntaba con emocionada timidez á la siñá Tona si había recibido carta del marinero.
Así pasó el tiempo, siguiendo ellas desde la barcaza de la playa todos los viajes y estaciones que hacía la Villa de Madrid, fragata en la que iba Tonet como marinero de primera.
¡Qué emoción cuando caía sobre el mostrador de húmedos tablones el estrecho sobre, pegado unas veces con roja oblea y otras con miga de pan, con su complicada dirección en letras gruesas: «Para la siñora Tona la del cafetín, junto á la casa dels bòus!»
Un perfume raro, exótico, que hablaba á los sentidos de vegetaciones desconocidas, mares tempestuosos, costas envueltas en celajes de rosa y cielos de fuego, parecía salir de las groseras envol turas de papel; y las tres mujeres, leyendo y releyendo las cuatro carillas, soñaban con países desconocidos, viendo con la imaginación los negros de la Habana, los chinos de Filipinas y las modernas ciudades del Sur de América.
¡Qué chico aquel! ¡Cuánto tendría que contar cuando volviese! Tal vez había sido un bien que cometiera la calaverada de marcharse; así sentaría la cabeza. Y la siñá Tona, poseída de nuevo por aquella preferencia que la hacía idolatrar á su hijo menor, pensaba con cierto despecho en que su Tonet, el gallito bravo, estaba sometido á la rígida disciplina de á bordo, mientras que el otro, el Retor, el que ella tenía por un infeliz, marchaba viento en popa y era casi un prohombre en el gremio de la pesca.