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Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 5

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IX
Se oye un violín

Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barba apoyada en las manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a través de la bóveda de enredaderas.

Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.

María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del paisaje. Tenía sus asuntos serios en qué pensar y que por cierto le preocupaban bastante.

En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y aunque ella, por ser, con el consentimiento general, una de las más desaplicadas estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía, que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo, estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el premio anhelado.

Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.

Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora, sorprendiendo su conversación con otra religiosa.

La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid pon unos días, lo que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.

La joven, a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría en Madrid.

Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza, que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez, presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus paredes.

Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el embaldosado de la azotea, que le comunicaba grata frescura.

De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.

Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río, destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a la niña.

¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando para volver a reanudarse con mayor fuerza.

María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el ruido de las calles no sofocara tales armonías.

Era el sonido de un violín; pero lo notable consistía en que las armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la pared que María tenía a su derecha.

Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y humilde, pegada como una modesta verruga al grandioso edificio que ocupaba el resto de la manzana.

María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la pared, quedó extática, y meditabunda escuchando las melodías del instrumento.

Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a cada compás.

El tema de El Carnaval de Venecia, esa cancioncilla insufrible por lo vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los clowns en el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del gato.

Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los nervios del más pacienzudo; pero a Miaría, influenciada por el ambiente poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto tras aquella pared, daba en su honor.

Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.

Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera, y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su despeinada cabeza al borde del muro.

Ansiosa de satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vió como a unos tres metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno de sus extremos una garita casi derruída, por donde desembocaba la escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que daba a la calle, levantábase una casuchita de yeso y madera, agrietada por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en otros tiempos.

De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construída con maderas de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el violín… pero ¡detalle horrible! sobre aquella tabla que servía de biblioteca, vió un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.

Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa que daba frío.

María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al artista.

Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas interminables variaciones sobre el tema de El Carnaval de Venecia, que parecían constituir todo el repertorio del artista.

Por fin cesó la musiquilla y entonces María vió asomarse a alguien a aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos tropezasen con la burlona calavera.

Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape, orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba; después fué apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa del rápido crecimiento de su dueño.

Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol como si fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente simpático sobre toda la cara.

Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a continuar su cencerrada de aprendiz.

Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban, así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y levantando su cabeza, vió a la bella curiosa.

Fijóse en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una expresión mezcla de insolencia y afecto.

El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor, una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el fondo de su madriguera.

La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.

– ¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!

A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales vecinos.

Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que conocía a su simpático compañero de habitación.

Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el brillo de unos ojos fijos en ella; sin duda el tímido muchacho la espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el violín.

María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.

A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de El Carnaval, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo había concluído; y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su observatorio.

X
Amor en torno de un violín

Al día siguiente, apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.

El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vió en sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan chusco a la traviesa María.

Cuando ésta se asomó a su atalaya vió la puerta del casucho abierta y el horripilante cráneo sobre su pedestal-libro. El muchacho debía haber subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su interior, adivinaba la presencia del violinista.

Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en el mismo instante que el muchacho asomaba su cabeza por la puerta del tugurio.

Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin retirarse al fondo de la casucha.

María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fué irguiéndose hasta apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de un palco.

El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín, adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.

Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y dijo con entusiasmo:

– ¡Bravo, muy bien! Toca usted de un modo admirable.

Y así lo creía ella con toda su alma.

El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los laureles.

– ¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.

Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír estúpidamente.

Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio. María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy contento por la amistad que comenzaba a contraer y haciendo esfuerzos por manifestarse tranquilo y no ser huraño como el día anterior.

Como María era la que conservaba su serenidad, ella fué la que reanudó la conversación.

– ¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable: hágame oír otra canción. Yo toco el piano, aunque poquito, y tengo gran afición a la música.

Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa de encontrar un ser con tal imperio sobre él, que era muy capaz, si quería, de hacerle cometer las mayores locuras.

El joven obedeció y henchido de satisfacción por tales deferencias, al mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su repertorio; cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de aficionado tan detestable como la de El Carnaval. María le escuchó encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del colegio parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.

Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al músico, y desapareció.

La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.

Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras que, en tiempos anteriores, habían constituído la banda alborotadora del colegio.

Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida, reprochándole su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su nombre.

Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente sus incorrectas armonías y las palabras que la había dirigido, y a la mañana siguiente levantóse febril e impaciente, deseando que las horas transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del recreo para dirigirse a la azotea.

Cuando María, tras larga crisis de impaciencia, y después de mostrarse en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vió llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de su casucha con estudiada postura.

María, al dirigirle la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería, delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el desiderátum de la sencillez y la elegancia.

Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar, enorgullecieron a la maliciosa coquetuela, que ahora comprendía su importancia.

El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos de ruborizarse.

– ¡Buenas tardes! – dijo María con su hermosa voz de contralto – . ¿Es que hoy no está usted por hacer música?

– No, señorita – contestó el muchacho con acento algo temblón – . El violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.

Se detuvo algunos instantes y después, haciendo un esfuerzo como para tragar algo que le obstruía la garganta, añadió con voz que apenas si el temblor dejaba oír:

– Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.

María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:

– ¡Oh, sí! Tiene usted razón; hablemos. Esto es más divertido.

Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase la lengua una pensada pregunta que deseaba arrojar lejos de sí:

– Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y, según dicen las buenas madres, soy condesa. ¿Cuál es el nombre de usted?

El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita erizada de desordenados bucles era de una condesa. Por eso manifestó cierto reparo en contestar, y fué preciso que María le volviera a repetir con impaciencia:

– ¿Cuál es el nombre de usted?

– Me llamo Juan.

– Me gusta el nombre: Juanito.

Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle.

– ¿Juanito a secas? – añadió con curiosidad creciente.

– Juanito Zarzoso.

– ¿Es usted de Valencia?

– Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.

– ¡Ah! ¡Tiene usted madre! – dijo María con la dolorosa extrañeza del que carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.

– Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.

Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo, a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi la hacía llorar.

Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había comenzado a decir quién era.

María, cada vez más animada por la, curiosidad, esforzábase en excitar la charla del muchacho para de este modo conocer por completo su historia.

Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy pobre de espíritu, había encanecido en la judicatura: había sido durante muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los ingresos.

Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta, hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se consideró feliz cuando, ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fué muy breve, pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.

La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su madre.

La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos, sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.

Y aquí entraba la parte risueña: el capítulo de esperanzas e ilusiones en aquella historia vulgar y triste.

La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero, ¡qué diablo!, tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el porvenir era rosado como una alborada de abril.

Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que hacen aún más horribles el no tener salida; él entraba en la vida por una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino, estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo consistía en ser bueno y aplicado.

El se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato, tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compapañeros de clase iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar; había de contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a los paseos que daba en las tardes de los domingos por los alrededores más solitarios de la ciudad, llevando a su madre del brazo; la miseria digna y altiva del probrecillo de levita había anublado la fresca alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener en el porvenir una confianza sin límites.

Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda, en sus apremiantes necesidades de dinero.

¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que vivía allá lejos y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al mundo con el esplendor de su grandeza.

Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo, mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel hombre que honraba el apellido de la familia.

María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito, tomando los contornos de un gigante, ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración?

Por esto su desilusión fué grande cuando, en el curso del relato, el misterioso y colosal personaje quedó reducido a un médico famoso, a una celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que hablaban con justa admiración tedas las publicaciones facultativas.

Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista, no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías científicas y religiosas, que levantaba tempestades cada vez que las exponía en la cátedra y en la prensa.

Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel hermanillo, fino y delicado cual una señorita; le admiraba sin darse cuenta de ello, tal vez porque encontraba en él facultades que desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que no fuese raciocinio y experimentalismo seco. El fué quien, con los primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano, el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él también el que, violentando su carácter, con penosas ductilidades, intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño querido pudiese entrar en la judicatura a ganarse el pan.

Aquel hermano fué la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor Zarzoso. Nadie, al ver aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso como una montaña, que acompañaba a puñetazos las explicaciones científicas, y apenas entraba en los hospitales, con un bufido de malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado que aquel ogro de la Medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que, desconocido y mísero, administraba justicia allá en un rincón de España, en un apartado distrito de la provincia de Valencia.

Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama, cometiese una mala acción contra su hermano. ¡El, tan célebre, mimado por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan humillado.

Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.

Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la celebridad. Bastaba que él lo adorase, considerándolo superior, para que toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si le hubiesen preguntado al sabio cuales eran los méritos de su hermano para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él el pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer, debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte exasperaba muchas veces a aquel genio de todos los diablos que usaba el doctor.

La muerte del magistrado fué como un violento mazazo descargado sobre su brava cerviz. El, que con sus genialidades hacía temblar a cuantos le rodeaban, lloró y pateó como un niño al saber la fúnebre noticia, maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba para dejar paso franco a la muerte.

Fué a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él el cariño que había profesado a su difunto padre.

Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse al niño a Madrid y gozar de las delicias de una paternidad fingida, dedicándose a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas disputas entre los dos cuñados.

Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa y al huérfano que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades, y aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a raudales por la puerta de su clínica, tanto que, a pesar de repartir a manos llenas entre los necesitados, aun le quedaba lo suficiente para considerarse rico.

La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un gran apuro veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de pesetas.

El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.

Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él. Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para darle la mano y guiar sus primeros pasos, que son los más difíciles, por un camino llano y comodo que a él le había costado muchos esfuerzos el abrir.

Lo que más entusiasmaba al buen doctor era el entusiasmo que su sobrino manifestaba por la Medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese afición a esta ciencia, lo cierto es que Juanito mostraba gran entusiasmo por la carrera que iba a emprender.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 haziran 2017
Hacim:
180 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain