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Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 6
En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato, y de todas las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción mágica.
Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo había colocado en el lugar preferente de su casuchita, a la que él llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio. Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no caía bicho de aquellos tejados en sus manos sin que al momento le abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir iniciándose en los misterios de la vivisección.
Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible cual como aficionado al violín.
Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el deseo de sucederle un día sin visible decadencia en el servicio de su distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su dirección.
María oía como encantada lo dicho por el muchacho.
Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le inspiraba su nuevo amigo Juanito.
Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas para saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba a las buenas madres.
Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.
– ¡Y cuándo estudia usted?
¡Oh! El estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo, en su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas agarrado a los libros del actual curso y repasando el texto de las asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio disgusto. Todo antes que eso… El gozaba estudiando, pero el caso era… Al llegar aquí el muchacho se ruborizaba; pero ¡adelante, qué diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre los libros, y así que ella, al oír la campana del colegio desaparecía, él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.
María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero, a pesar de su ingenuidad salvaje, se guardaba decir que la gracia para ella consistía en que también experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.
Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.
A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas, como si toda la vida se hubiesen conocido.
Por esto mismo su tristeza fué grande cuando sonó la campana del colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aun les quedaban muchas cosas por decir.
– Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma hora nos veremos y hablaremos más.
Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó hízole levantar prontamente los ojos para ruborizarse nuevamente como un imbécil. María, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con las puntas de los dedos.
Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela y desapareció, saludándole.
– ¡Ay, qué majadero!..
XI
Dúo de amor en el tejado
Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes.
A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas, María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde del robusto torreón, y Juanito al pie, con su actitud de trovador enamorado, lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las vestiduras brillantes y caprichosas para que aquello fuese igual a uno de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.
En los dos, aquellas diarias entrevistas eran ya una necesidad, y sufrían un disgusto sin límites, un desaliento mortal, cuando en las tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar las sospechas de las buenas madres.
Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la confianza y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus propósitos.
María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto malestar cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que repentinamente había surgido en su cerebro.
¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María, tanto más cuanto que ésta adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole palideces de miedo y nerviosos temblores.
Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar a Juanito; y, sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y sin atreverse nunca a soltar la lengua.
Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera, enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la cabecita de María, balanceábanse en brazos del libertino airecillo con amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado, conmoviéndoles con el susurro de un diálogo monótono, eterno y excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en su interior sentía el fuego de la pasión.
Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su amigo dijese lo que ella esperaba, y que se exponía a que las conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea, muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse a tiempo de su atalaya.
Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.
Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva fuerza con una benévola sonrisa, y tenía especial cuidado en guiar la conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas mayores… a ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma, como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado… Se encontraba muy mal en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y de monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la quisiera, pero… ¡ira de Dios! aquel muchacho era un poste; la escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.
Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíale cierta complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las aleluyas de El Mundo al Revés, uno de los clásicos ilustrados que con entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.
Por fin, un día se lanzó el muchacho, y su resolución resultó tan ridícula como todas las que toman los caracteres tímidos después de innumerables vacilaciones.
Fué a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo tema de que en verano hace más calor que en invierno, conversación que María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito, comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:
– Yo tengo que decir a usted una cosa.
María sonrió picarescamente. ¡Oh, por fin!
– Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.
Y este Juanito fué pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo. Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada favorablemente.
– Es que… francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra.
María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita timidez que aguaba todas sus alegrías.
– Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?
– Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se marche.
Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta que un absoluto silencio.
– A ver; venga ese memorial – dijo la traviesa niña riéndose de aquel modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos, teniendo expeditos los más fáciles.
Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos importantes.
Tuvo un verdadero disgusto a ver agarrada horriblemente una de las puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.
¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho, después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.
Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.
– Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.
– ¡Cómo!.. ¡Qué! – exclamó con terror el pobrecillo, como si oyera su sentencia de muerte – . ¿No quiere usted mi carta?
– No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella se dice. ¿Por qué no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?
El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto miedo? ¡Adelante!
– Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?
El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura lanzóle una mirada de indefinible seducción.
– ¿Yo?.. Pues que sí.
– ¿Que sí?.. ¿Qué es a lo que usted dice que sí?
María se indignó ante tal torpeza.
– ¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en adelante mi maridito, y yo su mujercita.
En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía formado del amor.
Juanito vió el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa propia, tanto, que cuando sonó la campana del colegio y la niña hubo de retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo al alcance de las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente artefacto de cascado bronce.
Desde la famosa tarde de la declaración comenzó a desarrollarse entre los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela amorosa.
María, puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo extremo iba atada una diminuta cesta. María, al retirarse, escondía tras los tiestos de flores esta prueba de delito con la que hacía subir las flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su apasionado adorador.
¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los pequeños amantes!
Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que la hacía reír, pero a pesar de esto tenían gran encanto aquellas pláticas cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.
– ¡Oh! Sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte, como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en este tejado.
– ¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de verdad.
Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañados con otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de sus conversaciones.
Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados por aquel muro y además les parecía que era muy breve el tiempo de la entrevista.
Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro era un deseo que les roía la imaginación a los dos.
A María fué a quien primero se le ocurrió aquella idea, y aunque arriesgada le pareció muy natural.
Cuando después se le ocurrió a Juanito desechóla inmediatamente, juzgándola como un deseo extravagante.
Pero como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajesen por su misma identidad, el asunto no tardó en surgir en la conversación.
Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al Sol; pero su mujercita seguía encontrando muy natural el proyecto y esto fué suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y audaz.
Con el misterio y la alarma, de los conspiradores que fraguan su plan, los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista arriesgada.
Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado en el primer sueño, abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible inconveniente que ofrecía los chirridos de los cerrojos de la puerta de la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y más aún con su maña.
En cuanto a Juanito se comprometió a tener para la noche siguiente una cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se acostaba invariablemente a las nueve todas las noches; tenía el sueño pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la cafetera al lado se pasaba las horas estudiando, muchas veces hasta la madrugada. La cuerda necesaria se la proporcionaría un trapecio que tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas, cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de dolor.
Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.
A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad al par que de alegría. ¡Si aquello llegaba a descubrirse!
Además sentían ambos un remordimiento comprendiendo que la nueva clase de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el cumplimiento de su deber.
Ella consideraba ya como de imposible realización sus propósitos de disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.
Pero aquello sólo fué un débil relámpago del deber, un fugaz remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo, con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser sorprendidos.
Hacía ya más de un mes que eran novios, y, ¡qué diablos!, ya era hora de verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición, con la cabeza inclinada y siempre de pie.
Se buscaban, querían aproximarse arrastrados, por el ciego impulso del amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran impulsados por el egoísmo de la comodidad.
XII
Mecidos por la brisa
La grave campana de la Catedral dió las once de la noche con tan calmosa prosopopeya que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz comenzaba a predicar su sermón.
María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y obscuro espacio, y cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se deslizó sin hacer ruido.
Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa curva de la mujer hermosa.
Cogió sus botas, que estaban al pie de la cama, y agachada en actitud expectante permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba a apercibirse de su salida.
Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la pieza. La velada luz que la alumbraba en sus continuas palpitaciones hacía bailotear un sin fin de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos y en aquella pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que vistas en la movediza penumbra parecían mortajas de virgen, colgadas como ex votos.
Del interior de aquellos lechos, circuídos de blancas cortinas rosadas por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida, y en la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la pieza.
Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.
Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido que recorría toda la escala del fagot. En aquel dormitorio de lindas y espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.
Dormía…; pues ¡adelante! Y María, con los pies descalzos y las botas en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa sombra del vecino corredor.
Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que, aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran seguridad.
Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso de sus pies desnudos y el lejano rumor que producía la respiración de tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño, asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho tiempo.
Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus diabluras, y la novedad de la correría, la obscuridad absoluta y el misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.
Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar, y la pícara imaginación se divertía con ella, agrandando las más horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.
La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había causado.
Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía iba marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno del cráneo horrible, y hasta creía distinguir la mirada indefinible de sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas mandíbulas.
Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal situación y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio, apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.
Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del horroroso cráneo.
El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una escoba que había dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo socorro; pero, por fortuna para ella, pudo dominarse y llegó a la puerta del tejado, poniendo sus manos en el gran cerrojo.
Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió, felizmente.
Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su oprimido pecho.
Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa; ya no sólo experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos antes.
La noche era obscura; el cielo, aunque despejado, tenía un triste azul negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo, encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.
Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el fresco de la noche abrían sus boquitas de fino raso enviándola su aliento de perfumes.
La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la obscuridad los contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la costumbre, lanzó una hojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba el perfil de los edificios y las arboledas.
Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le servía para subir los regalos de Juanito, y una vez que los encontró, con el corazón palpitante de emoción, subióse a su observatorio.
Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la consabida escala de seda.
Apenas se asomó al borde del muro vió rebullirse a una sombra en la obscuridad de abajo.
– ¿Estás ahí, Juanito?
– Sí, vida mía. Echame el cestillo y subirás la cuerda.
María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.
Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.
Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabeza.
– ¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?
– Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy poniendo las botinas.
Poco después, el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: “Ya está”, y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil rapidez.
Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada brusquedad.
– ¡Chits!.. ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está abajo y nos pueden oír.
Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.
María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarle la mano, o cuando no, algo parecido que ella no sabía explicarse, y aquel gran pazguato, en vez de hacer esto entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se apercibieran de que alguien andaba pon el tejado.
Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea, de la cual sólo veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a su alrededor y cuyo significado comprendió María.
– Eh, ¿qué te parece? Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas tan hermosas, que campanillas tan perfumadas.
Y la colegialita, con el aire de una persona mayor que hace los honores de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fué enseñándole todas las preciosidades de la azotea: las guirnaldas de verduras, que como serpientes de hojas subían enroscándose a las columnas de hierro, y los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados tiestos.
Juanito encontraba aquello muy hermoso, pero pronto dejó de mirar las flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por primera vez.
Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y contemplar su cabecita vivaracha, que tanto le impresionaba los otros días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella haciendo esfuerzos por atravesar la semiobscuridad que los rodeaba y se entregaba a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.
No supieron ellos cómo fué aquello, pero de pronto se encontraron sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que aplastaban, y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían sumidos en lánguido sopor.
Un lúgubre campaneo fué lo que les sacó de aquella contemplación tan estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora, ¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!
Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas, incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un ebrio.
En verdad que para aquello no valía la pena de haberse desollado las manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de niños grandes gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el tiempo inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos parece percibir en torno de la persona amada.
Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahitos de felicidad, con sólo hablarse de cerca, al oído, sintiendo el contacto de sus ropas y confundiendo sus alientos.
María recordaba, con la vaguedad de un sueño, un atrevimiento único de su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios el contacto de los de Juanito que la daban un beso; pero aquel beso era de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido ruidoso de la caricia voluptuosa ni el fuego de la voracidad apasionada, y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido muchacho como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la carne, ciego instrumento de pasión; no pretendía despertar a la sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.
Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones, esos irresistibles impulsos que obscurecen el cerebro, anulan toda percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa como las cuerdas de un arpa eólica.