Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 7
En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo, pero se encontraban como el que despierta atolondrado de un profundo sueño, y aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.
Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos, empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce timidez que aun les embargaba, cierto miedo que les causaba su audacia de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.
Eran dos niños que juegan a maridito y mujer; aún no habían llegado a convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno en la impureza.
Aun su inocencia estaba incólume; la novedad de la entrevista era en aquella noche el mejor guardián de su castidad.
El se consideraba ya satisfecho sólo con tenerla cerca, apoyada en un hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en el que el muchacho, oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adónde la dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto; las medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.
Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a cometer un sacrilegio, retiró en seguida la mano, y por algunos minutos permaneció avergonzado, pensando con terror en la posibilidad de que María tuviese aquel acto por intencionado.
En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía. Su carácter malicioso, burlón y algo dominante se había evaporado al tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su lugar.
El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve resto de firmeza; en manos de otro hombre, aquella noche lo hubiera sido de deshonor para María.
De vez en cuando estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto. Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de todas las precauciones de las monjas, sabía ella lo que el hombre significaba y presentía la natural y última tendencia del amor? Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores; algo que se susurra misteriosamente al oído, algo que se colige de palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle; pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del misterio del amor, pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el vicio lleva hasta el último límite de la degradación, guarda como un recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas que después han destruído las sucias brutalidades de la realidad.
Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación era para estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares hasta la imbecilidad, que son de ritual en toda conversación amorosa, frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas, pero que, sin embargo, suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos labios que no pueden mirarse sin besarlos.
– ¿Me quieres?
– Con toda mi alma.
Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre ellas más rápidamente el tiempo.
¡La una!.. ¡La una y media!..
Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?
Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a ser como una escena de apoteosis para su amor.
– Mira, Marujita mía; mira allá abajo… ¡Qué hermoso!
En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente, tomando reflejos rosados hasta convertirse en roja claridad de incendio.
Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un subterráneo incendio.
Primero fué como una cúpula fantástica de hierro candente, como una media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el horizonte sufriera un parto laborioso, fué saliendo toda la esfera deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como “la hostia santa” a que la compara Núñez de Arce.
Como si el azulado éter que surcaba la limpiase de las sangres e impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa que acaricia los ojos como una sonrisa de amor.
Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fué invadido por un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio de la obscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron como hojas de espada perdidas en la hierba las acequias y remansos de las dilatadas llanuras; las lejanas montañas parecieron sacudir sus vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse, y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos, marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del horizonte y cuya interminable base venía a morir en el límite de la playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.
Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del vecino río, que por la mañana eran deshonradas con los picantes espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la brisa el sucio polvo que obscurecía su fino barniz, y el vientecillo de la noche parecía hacerse más fresco y susurrador desde que por entre él flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues nubecillas que a su fulgor irisado tomaban todos los resplandores del nácar.
– ¡Qué bonito!.. ¡Pero qué bonito es esto!
Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para comunicarse mutuamente el calor y defenderse de la brisa, que era agradable pero con cierta picante frialdad.
Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por la luna que la misteriosa obscuridad de antes; ya no tenían rubores ni timideces que ocultar en la sombra, y a aquella luz vaga y misteriosa, luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión indefinible.
Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo aunque acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos nervios disipando la absorbente embriaguez.
Ahora hablaban más, aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer estrechamente agarrados por la cintura.
Su conversación se basaba sobre ilusiones, resultaba inocente, pueril; pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.
Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones, propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una carcajada digna de Mefistófeles.
Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo los dos serían muy dichosos. El llegaría dentro de pocos años a ser en Madrid un médico famoso; moriría su tío, legándole la clientela y la celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá, aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En cuanto a su tía la baronesa, también se moriría, como el doctor Zarzoso, y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.
Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de dolorosa incertidumbre.
Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien, y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, ahita de efluvios amorosos, gritase: ¡basta!
No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella noche.
Sus palabras eran cada vez más lentas, más vagorosas; parecían nacidas de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no tardarían en extinguirse. Los nervios, puestos en excitante tensión durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.
María, sin notarlo, fué reclinando la cabeza sobre el hombro de su novio; su voz se fué extinguiendo lentamente y al fin su respiración, queda y regular, indicó que acababa de dormirse.
Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el perfume de la joven. Su brazo, arrollado al hermoso busto de María, percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tictac de su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.
¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!
– ¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!.. Te amo.
Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María, hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le gustaba acariciar.
Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo su cuerpo era invadido por una creciente languidez.
Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que impregnaba el suave ambiente, parecía anonadarle empujándolo al sueño.
No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del toque del alba.
Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama, discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.
Era la alondra; era la mañana.
Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía con sus helados besos: y como si fuera víctima de imantada atracción, volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó de él por completo.
XIII
Una carta
Jesús María y José
Señora baronesa: Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para escribir a usted. Bien quisiera evitarla este disgusto, pero mis ideas religiosas y mis deberes como directora de este colegio me obligan a dar un paso del que me conduelo, más que todo, considerando el dolor que causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted lo es para mí.
Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo llegase tan adelante.
Esta mañana… – ¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar escribir lo sucedido – . Hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la azotea del colegio, ¡oh, Dios! ¿me atreveré a decirlo?.. durmiendo con las ropas en desorden y estrechamente abrazada a un hombre desconocido que dormía también sobre su seno.
Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta revelación, y creo oír los mismos sollozos que arrancará a su pecho la perversa conducta de su sobrina.
Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea, en la obscuridad, tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de un hombre desconocido.
La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El seductor había huído; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un estudiantillo que vive al lado del colegio.
No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien pensado y no intentaré nada contra ese pecador que, inspirado por el demonio, ha violado el sagrado de esta casa.
Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.
Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, la más leve indiscreción puede hacer que renazca la verdad, y entonces el escándalo haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual una educanda ha cometido tales horrores.
Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus órdenes para la salida de María de esta santa casa.
Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted designe.
Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en Cristo.
Sor Luisa de LoretoDirectora del Colegio de Nuestra Señorade la Saletta.
OCTAVA PARTE
JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ
I
La viuda de López
A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa del comedor, indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza Mora, “viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas”, según rezaban sus tarjetas de visita, de las cuales raro era no encontrar un ejemplar en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al pasado y refractaria a todas las locuras de la elegancia moderna.
Era doña Esperanza una buena moza, a pesar de hallarse próxima a los cincuenta, y aunque, según confesión propia, se había dejado caer y no observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus hermosos cabellos rubios, en los que las canas se disimulaban, sus ojos lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía aún podía paladear muy dulces recuerdos.
Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía, pues, a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba advertirla que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía su marido gozaba justa fama por su curiosidad.
¡La curiosidad! Esta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras, en cuyas mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.
La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su afán de servir a todas sus numerosas amigas, y su prestigio como hábil agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba; antes bien, mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.
Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan insignificantes como precisas, y resultaba en Madrid un tipo muy conocido, pues se la veía en las calles a todas horas, con su velo de viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos, y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las Sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de domésticas para encargar una doncella de confianza con destino a alguna de sus aristocráticas amigas.
Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra “no”, y la elogiaban y querían por lo mismo que las resultaba como una sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo a sus órdenes. No había comisión, por molesta que fuese, que no aceptase ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.
De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un “réporter” inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad, podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad benévola protectora, que no eran pocas.
Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que vestían sotana.
Tal vez fué la protección oculta de algún sacerdote poderoso, o el afecto que supo captarse de los padres jesuítas, lo que le abrió el camino; o también pudieron ser sus propios méritos, reconocidos por alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba aumentando en prestigio y utilidades.
Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.
Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo, calzóse los guantes y fuése a la calle, pensando en escalonar sabiamente los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.
Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía dándole todas las misas en sufragio de almas que la encargaban sus amigas.
Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajustar cuentas.
Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que cuando alguna revistilla devota la dedicaba “un bombo”, preguntase a sus amigas, con aire escandalizado, qué les parecía “aquello” y que por la noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una persona notable.
La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo de lo último que acababa de leer, y además era notable por su facilidad de palabra y su desparpajo, lo que la hacía pasar por indiscutible oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de “crepé” por fuera y tal vez por dentro.
Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.
Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios. Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos del gremio “la ilustre autora de la ‘Receta para confitar almas’”, hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo con procedimientos de confitería.
Aquello de decir que se cogiera una calderita de “purísima conciencia”, y si estaba empañada se le echase un poco de vinagre y sal de “propio conocimiento”, y con un estropajito de “diligente examen” se limpiase con la “gracia sacramental”, resultaba para las monjas y beatas que leían la colección de “Hojas Místicas”, publicadas por doña Esperanza, sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación de los humanos; y la admiración del crédulo público aún iba en aumento cuando leía el resto de la obra, o sea todos los elementos que entraban en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban, artísticamente combinados, el azúcar de la “confianza en la bondad de Dios”; la “mansedumbre” que podía ser comprada en abundancia en la droguería de “Vita Christi”; el agua de “doloroso llanto”, las parrillas de “prudente disimulo”, el fuego del “amor de Dios”, la ceniza de “verdadera humildad” para envolver las brasas, la cucharadita de “virtuosos afectos”, la espumilla moteada de la “presunción”, el lienzo de “rectísima intención”; las cuñitas de madera de “negación del propio juicio” y de “negación de la propia voluntad”; y así, en espantoso galimatías, la autora de la “Receta” iba amontonando imbecilidades, hasta que, al final, decía textualmente, hablando del alma que quería someterse a las prescripciones de tal confitado:
“Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno “silencio”, y déjese que vaya hirviendo al fuego de las “tribulaciones” de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando, dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal que agrade al Dueño que la ha de comer.”
Y esta obra maestra de la inteligente viuda de López, habíale valido a su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más apasionados elogios de parte de la Prensa católica y de los padres jesuítas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas, eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan a cambio de cumplir escrupulosamente las exterioridades del catolicismo.
Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez inflama la inspiración. La “Receta” no era su única obra maestra. Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios padres jesuítas que no dejase dormir la brillante pluma, destinada a hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de aquellos santos padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les ordenaba que escribiesen.
Su segunda obra maestra fué, ¡quién lo pensara!, una tarifa de ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de las vías férreas de España. Su título era: “Ferrocarriles de Ultra-Tumba. Líneas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de la Muerte y del Juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas”. Y a continuación, con una seriedad sublime iba marcando los precios del pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción entre primera, segunda y tercera clase.
¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y hacía sonreír de gusto lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido, que pasó inadvertido para la inspirada autora, y que le hizo notar la inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno, en primera clase, era la “impiedad”, y en tercera, el “indiferentismo”; y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban mayores comodidades.
Pero las tales “Hojas Místicas”, a pesar de las sangrientas burlas con que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias, a causa de lo insignificante de su precio, inmensa consideración entre aquella gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al camino que la conducía al cielo, sacaba también para los garbanzos.
Únicamente por el prestigio que la daban sus obras, había conseguido ser secretaria de casi todas aquellas Sociedades piadosas y benéficas, de las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia, cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún ochavo es su bolsillo.
¡Ay, si su pobre marido, aquel señor enfatuado y pedante que la miraba a ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía para algo más que para ir a los ministerios, como en su juventud, a alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y por su cuenta, se sentía grande, ilustre y en camino de llegar a inmensa altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas la hacían pagar su protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba en su carácter entrometido y servicial aquello de hacer servicios siempre que se le pedían como favores, y además le consolaba en esta degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus libros criados de tal o cual grande, que eran sus Mecenas.