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Kitabı oku: «La araña negra, t. 7», sayfa 8

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Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en la abundancia; y ella, que, a pesar de su visible carácter generoso e ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas, y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos ligeramente ajados y otras prendas de más valor, que, después, como conocedora de esas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad, lograba revender hábilmente.

De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y tranquila.

Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos que la mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles, como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y aquellas caderas movidas por antigua costumbre con airoso contoneo; era “una jamona que estaba muy fresca”, según decían sus propias amigas; pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia, fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.

Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarla la marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más inexperta de las pollas.

Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos los sacerdotes de Madrid.

De ella eran estas palabras:

– ¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres. Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer que se estime, no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si tomaran ejemplo de los curas, que callan por propia conveniencia, entonces yo sería más generosa.

Su esquivez inquebrantable con los pantalones, y de la cual no sabemos si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras, que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y decidor, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.

Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas familias, era la depositaria de todos sus secretos, la que daba el consejo decisivo en las situaciones apuradas, y la que mejor se captaba el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas con su graciosa charla y halagando sus pasioncillas.

De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas muestras de confianza, la trajesen muy atareada, absorbiéndola todas las horas del día sin dejarla un momento de descanso.

Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.

Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo. Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos almohadones del “simón”. Eran ejemplares de “Ferrocarriles de Ultra-Tumba”. Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los pecadores.

Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora la baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como en la suya propia.

La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no perdía ocasión de adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza, a cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su casa propia, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta la bolsa de doña Fernanda.

Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía sin que llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.

Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaria al lado de la presidenta, que estaba desconsoladísima.

Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano, el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía ser la honra de la familia, había muerto de un modo tan horrible como sublime.

¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba oprimido, y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.

Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.

Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.

¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX, siglo de descreimiento e impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían los impíos que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma del martirio?

Todos los hechos del padre Ricardo Baselga eran repetidos por cuantos periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa. Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella fama, a figurar en los altares, sólo había un paso que la Compañía ya se encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista de sus santos.

De niño, en el colegio del Noviciado, había hecho milagros; después, en un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres (aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal largueza había sido la Compañía), y, por fin, al ordenarse de sacerdote y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia prescrita en la Orden, pedía a sus superiores, con lágrimas en los ojos, que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron, y el padre Ricardo Baselga fué al Japón, a aquel país terrible, donde otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.

Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores, al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba como una res al degolladero; e igualmente callaban, tal vez por no saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e indirectos habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el prestigio de la Sociedad de Jesús.

Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos los fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel iluminado era la principal causa de su muerte.

Los que cantaban las glorias del joven mártir, indignábanse y arrojaban las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes; y lo que harían los fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el joven jesuíta que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo, para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo poder sobrenatural.

Doña Fernanda estaba, inconsolable por la pérdida trágica del hermano, que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero cariño.

Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba, cierta satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia el haber producido un mártir y futuro santo.

Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por esto la viuda de López tenía verdadera prisa de llegar a casa de su presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que todos le reconocían.

Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a la que no le era lícito entro placer que el de la gula.

II
El sobrino en la calle y el tío en la casa

Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas la cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de estudiantes de Medicina que salían de las clases y subían calle arriba, con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos que la dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de propina, correspondió al regalo, con unos cuantos juramentos que hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fué avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de la casa de la baronesa se detuvo para enlazar una mirada de curiosidad a la berlina detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal cuando llamó su atención un joven, parado en la acera de enfrente y que medio escondido tras el tronco de un árbol, cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que correspondía a las señas del estudiante.

No vió nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vió pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete, el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22 de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se apercibió de que no estaba sola en aquella habitación.

Vió moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclamó con hermosa voz de soprano:

– ¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar su turbación.

Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.

Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista, carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a la calle, homenajes, en fin, insubstanciales que desean todas las jóvenes y que son muy pocas las que dejan de conseguirlos; pero tratándose de una sobrina de doña Fernanda de Carrillo la cosa variaba de aspecto y aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse de un modo terrible al saber que María andaba en amoríos con un estudiante.

La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que tenía delante.

¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los hombres! ¿Qué de extraño tenía que a una joven con un palmito así la hiciesen el amor, a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas del mayor desesperado del mundo.

Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego, animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella verdaderas locuras.

Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh! Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.

¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del colegio… de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni aun interiormente.

Lo que ella aseguraba era que la tal niña se casaría, o de lo contrario, daría muchos disgustos a la baronesa.

Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.

– Es de mala sangre – se decía interiormente – . Forzosamente ha de parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar que lleva la sangre de su padre.

Ella, como depositaria de los secretos de su presidenta, estaba al tanto del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.

– ¡Vaya, polla! ¿Qué hacíamos en la ventana?

María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de doña Fernanda, la contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía usar cuando la hacían preguntas inoportunas.

– Nada. Me divertía mirando la calle.

– Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo, a la acera de enfrente.

– ¡Sí! ¿Eh? Pues me alegro mucho.

– Vamos, picaruela; no te hagas la desentendida con ese gesto de inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.

– Doña Esperanza; no la entiendo a usted.

– Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.

– ¿Sí? ¿Y qué sabe usted?

– Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te hace el amor desde la acera de enfrente.

– ¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor…!

Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.

– ¡Qué pícara eres, Maruja! No extraño que desde aquí, encerradita en casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres. Además, cada día te encuentro más guapa.

– Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.

– ¿Quién? ¿Yo?.. Lo era, hija mía; lo fuí en otros tiempos, pero ahora sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!

Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados tiempos y en la frialdad de su situación todavía se conmueve viendo los ardores de la juventud.

– Vamos, niña; cuéntame todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No tengas cuidado; habla.

– ¡Quiá! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y, por lo tanto, de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas monjas.

– Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a serlo, y en cambio tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?

– Un hombre.

– ¡Ah, picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.

María quedó por algunos instantes como perpleja, y por fin dijo con repentina resolución:

– Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta solamente el pensar que ella puede saber algún día mis secretillos.

– ¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?

Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarla que ella no revelaría el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.

María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión, y por fin se decidió a espontanearse.

– Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y se llama Juan Zarzoso.

– ¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?

– Sobrino carnal.

– ¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas relaciones?

– Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito teme al doctor tanto como yo a mi tía.

– ¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?

– Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor Zarzoso.

– ¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir? Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que olvidarle.

– ¡Olvidarle… imposible! He de ser su esposa.

– ¿Quién, tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y perteneciente a la más distinguida nobleza puede ser la esposa de un médico, por más célebre que sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma, por ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto resulta.

Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había visto.

– Sí, es verdad – dijo por fin a la viuda – ; pero todos estos inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De este modo podré casarme con él.

– ¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que para ser la esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus merecimientos y tu alcurnia.

– Pero yo quiero casarme con Juanito – dijo María con sonsonete de niño mimado.

– Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones. ¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino de don Pedro!

Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña Esperanza:

– Es el doctor, que se marcha.

E inmediatamente se dirigió a la antesala, seguida de la locuaz viuda.

El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con aquella joven que le trataba con cariño que él no sabía a qué atribuir.

En la antesala fué donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del perchero su chistera y el bastón.

La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban una característica terquedad.

María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.

– No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la familia.

Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía bastante, como mujer que se mezclaba en todo.

La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio que hasta las personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!

El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con la baronesa para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan espantoso estado la ponían.

Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde se pasaba las horas envuelta en un grueso “chal”, no valiendo más que para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.

El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.

A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la piedad, e intriganta y aduladora de un modo que al doctor le causaba náuseas.

– Dime – exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera – . Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.

– No le encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba en el gabinete.

– Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.

Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si fuese la dueña de la casa.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 haziran 2017
Hacim:
180 s. 1 illüstrasyon
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