Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 13

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Y así había reunido Manzanares sus primeros centenares de pesos, aguantando golpes y hurtando el cuerpo al facón de los parroquianos ebrios, más temibles que los indios. Al volver a Buenos Aires, por uno de esos desvíos de profesión tan comunes en las tierras nuevas, el servidor de vasos de caña y pedazos de charqui había entrado en una tienda de ropas de lujo. Su patrón lo enviaba en viaje por todo el país, y así había conocido, yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas veces por las bandas de indígenas, otras por «montoneras» de guerrilleros que robaban a las gentes en nombre de un caudillo de provincia o de un partido político. La nación hervía entonces en revueltas civiles, antes de cristalizarse definitivamente. Había dormido a la intemperie, sin más cama que el «recado» de su caballo, bajo el frío de las tierras del Sur, o rodeado de nubes de mosquitos en los campos del Norte. Había ayudado muchas veces, con los compañeros de viaje, a tirar de la diligencia atascada en un barrizal al que llamaban carretera. En otras ocasiones le había sorprendido una creciente de aguas, que ahogaba a las bestias de tiro.

–Yo creo, señores, que entonces pillé para el resto de mis días esta enfermedad del estómago, que terminará conmigo… Acabé por establecerme, y poseo mi depósito en la calle Alsina, ya saben ustedes dónde; uno de los mejores depósitos al por mayor de ropa fina para señoras; y tengo clientes en toda la República y trescientas muchachas trabajando en los talleres. Nosotros no giramos lo que usted, amigo Goycochea: seis millones por año nada más, pero la ropa blanca es artículo que deja más que otros. Yo voy a Europa con frecuencia, visito a nuestros proveedores de Hamburgo, Milán y París, me entero de las novedades, y cada cinco o seis años me asomo a España y vivo en mi pueblo por unos días. El cura me saca unas pesetas con pretexto de reparaciones en la iglesia; el alcalde me pide para la escuela, para el lavadero, para un camino; los gaiteros se están toda la noche ante la casa, toca que toca, esperando la sidra. Las sobrinas, que son no sé cuántas, siempre tienen a punto un chiquillo que soltar al mundo cuando yo llego, y quieren que el tío de América lo apadrine. Todos parecen encantados de que mi señora no haya tenido hijos. Cuando estuve allá la última vez, hablaba el alcalde de ponerle mi nombre a una calle y una lápida al casucho donde nací… Yo no tengo su posición, señor Goycochea, pero he hecho la mía y me ha costado sudarla como a usted. Puedo retirarme cuando quiera; ¡para los hijos que he de mantener!… Pero le tengo ley a mi establecimiento, que empezó siendo una miseria y hoy ocupa un cuarto de manzana. Además, cuento con el socio, que corre con todo el trabajo: un antiguo dependiente al que di participación. Ya conocen ustedes la firma: Manzanares y Mendizábal.

La falta de hijos parecía amargar su triunfo, colocándole en rencorosa inferioridad ante el prolífico vasco. Pero como una compensación, hizo el elogio de su esposa, valerosa compañera de los primeros años de pobreza y ahorro. No podía compararse con la señora de Goycochea, que él veía como una gran dama de majestad imponente—otro motivo de envidioso rencor—. Era una muchacha de la tierra, que había gobernado la casa con economía feroz, cuidando de que cada dependiente comiese lo estrictamente necesario para mantenerse en pie, sin hartazgos que perjudican a la salud. El hábito del ahorro persistía en ella al vivir en plena fortuna, con una afición a mezclar sus brazos arremangados en las más bajas tareas de la casa. Y Manzanares, que había «corrido mundo», y todos los años, en su viaje a París, conocía el Montmartre de noche, porque «el hombre debe verlo todo», empezaba a creer que esta compañera no estaba a nivel de sus triunfos comerciales, y por esto había de privarse de exhibirla—como Goycochea ostentaba la suya—, temiendo ciertos descuidos de su lenguaje. Pero un viejo sentimiento de gratitud y los propios gustos estéticos le hacían prorrumpir en elogios de su personalidad física. Además de ser muy buena, todavía se conserva hecha una real moza.

–Es algo parecida a su señora, amigo Goycochea. La mía pesa cien kilos. ¿Y la de usted?

Goycochea hizo un gesto de tristeza. Había llegado a pesar algo más, pero en París se había puesto a régimen. Ahora estaba de moda la delgadez.

–La mía pesa ciento seis—declaró Montaner, el comerciante de Montevideo.

–¡Buena!—afirmó Manzanares con autoridad—. ¡Buena debe ser!

Este hombre esquelético admiraba con un entusiasmo concentrado, casi religioso, la desbordante exuberancia femenina como signo de salud, buen honor y virtudes domésticas… Pero Montaner, que se consideraba humillado por el silencio en que le dejaban sus compañeros, interrumpió a Manzanares.

Él también «había hecho lo suyo». La República Oriental se prestaba menos que la Argentina a los vaivenes de fortuna y los rápidos triunfos. El dinero era más lento en sus avances, y tal vez por esto de paso más sólido: la gente pensaba en retener más que en adquirir. No podía hablar de millones como los compañeros, pero gozaba de un buen pasar, y a su muerte, los hijos, si no eran unos ingratos, se acordarían de que «el viejo» había trabajado…

–Aquél es un gran país, más pequeño que la Argentina, pero rico, muy rico. ¡Lástima que sea la tierra de las revoluciones!… El uruguayo es bueno, caballeresco, aficionado a las cosas de pensamiento, pero demasiado valiente, demasiado guapo, convencido de que falta a su deber cuando se mantiene unos cuantos años sin salir al campo a matarse. Todos somos allá «blancos» o «colorados»; y no sé qué demonios hay en el ambiente, que los que llegan, sean de donde sean, apenas aprenden a hablar toman partido por unos o por otros. Yo mismo, señores, soy «blanco», más blanco que el papel, más blanco… que la leche; y mis hijos lo son también. Dos de ellos se me fueron al campo en la última revolución. Y si ustedes me preguntan qué es eso de ser «blanco», les diré que luego de tantos años no estoy todavía bien enterado… Tal vez me hicieron «blanco» a la fuerza.

Y relató su llegada a Montevideo, cuarenta años antes, sin más fortuna que una carta de presentación para un catalán establecido en el interior. El país estaba en revuelta, pero la ciudad presentaba su aspecto normal. Las gentes se abordaban en la calle sonriendo: «¿Qué noticias hay de la revolución?» lo mismo que si hablasen de la lluvia o del buen tiempo. Y Montaner salió en una diligencia, como único pasajero, hacia el pueblo dónde estaba su compatriota.

–A las pocas horas, unos hombres a caballo, armados de lanzas, con pañuelos rojos al cuello, rodearon la diligencia. Era una patrulla de «colorados». El jefe habló con el mayoral. «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que no llevaba otro pasajero que un pobre muchacho español, algunos jinetes avanzaron su cabeza por las ventanillas. «¡Ah, galleguito; «blanco» de mier… coles! ¡Déjate crecer el pelo para que te cortemos mejor la cabeza cuando seas grande!…» Lo decían riendo; pero yo, que sólo tenía trece años, me acurruqué en un rincón y deseaba meterme debajo del asiento. Se fueron, y dos horas después, cerca de un rancho, encontramos otra partida de jinetes, con lanzas también, y con esos caragüelles bombachos que parecen enaguas recogidas en las botas; pero éstos llevaban al cuello pañuelos blancos. Y la misma pregunta: «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que era yo español, sonrisas en la portezuela lo mismo que si me conociesen toda la vida. «Baje, jovencito, baje y descanse, que está entre amigos. Tómese una copa de caña…» Desde entonces no tuve duda: sabía lo que me tocaba ser en aquella tierra: blanco, siempre blanco. Ahora, los años han traído cierta confusión, y gentes de todos los orígenes figuran en los dos bandos. Pero en mis tiempos, los gringos eran todos «colorados», y los gallegos y vascos «blancos», tal vez porque en las filas de éstos habían combatido muchos españoles procedentes de la primera guerra carlista… ¡La sangre que se ha derramado! ¡Los combates sin cuartel, en los que no se admitían prisioneros!… Yo he visto degollar docenas de hombres lo mismo que ovejas.

Montaner quedó silencioso, como si le obsesionasen sus recuerdos.

–Ahora han cambiado las cosas—añadió—. Los antiguos escuadrones con lanzas son ejércitos provistos de artillería; se respetan los prisioneros, se hace la guerra con más «civilización»; pero la guerra sigue, y la gente se mata creo yo que por pasar el rato… El país se ha acostumbrado a esta vida, y se desarrolla y progresa a pesar de las revoluciones. Es como algunos enfermos, que acaban por entenderse con su enfermedad y viven con ella de lo más ricamente. ¡Pero al que le tocan de cerca las consecuencias de estas luchas!…

Hablaba con resignación de los retrasos sufridos en su fortuna por culpa de las guerras. «Blancos» y «colorados», en sus correrías, se le habían comido los mejores animales de su estancia. Muchos iban a la guerra por el placer de mandar sable en mano, como si fuesen dueños, en las mismas tierras donde trabajaban de peones en tiempos de paz, por el gusto señorial de matar un novillo y comerse la lengua, abandonando el resto a los cuervos. Él llevaba largos años formando en su estancia una cabaña de caballos finos, con reproductores costosos adquiridos en Europa. Cuando descansaba, satisfecho de su obra, surgía una de tantas revoluciones, y un grupo de partidarios vivaqueaba en sus tierras, cambiando los extenuados caballejos de la partida por los mejores ejemplares de la cabaña. Y los animales de pura sangre morían en la guerra o quedaban abandonados en los caminos, lo mismo que si fuesen bestias rústicas de exiguo precio.

–Total, algunos centenares de miles de pesos perdidos en unas horas—dijo con tristeza—. Muchos se entusiasman con las hazañas de ambos bandos, y ven en ellas una continuación del valor español. «Es la herencia de España», dicen «blancos» y «colorados» para justificar esa necesidad que sienten de revoluciones y de golpes. Y yo me digo: «Señor, otras repúblicas de América descienden igualmente de españoles, y viven sin considerar necesaria una revolución cada dos años…». ¿Se han fijado ustedes que en la América de origen español todas las cosas malas son siempre «¡cosas de España!», y rara vez se les ocurre atribuir a la pobre vieja alguna de las buenas?…

–Así es—interrumpió Maltrana—. Yo he tratado en París americanos de origen español de todas alturas y latitudes, y salvo una minoría que ha hecho estudios, todos discurren de idéntico modo; como si les inculcasen esta manera de pensar en la escuela de primeras letras. España es la culpable de todos sus defectos, la responsable de todas sus faltas. Ella es la autora de sus revoluciones; de la pereza propia de los climas cálidos; de la embriaguez a que incitan los climas fríos; de la afición desmedida al juego en gentes que nunca gustaron del placer de la lectura; de la imprevisión y falta de ahorro en países acostumbrados a la abundancia. Algunos hasta la increpan porque su república tiene pocos ferrocarriles…

Los tres oyentes asintieron, reconciliados de pronto con él. ¡Estos hombres de pluma!… ¡Qué simpáticos cuando no se metían en negocios!…

–En cambio—continuó—, si alaban una buena cualidad de su raza la atribuyen a los indios, y los que tal dicen son nietos o biznietos por padre y madre de gallegos y vascos que llegaron a América a fines del siglo xviii… Y si los indios no son los autores de lo bueno, le cuelgan el milagro a la «raza latina», que no es más que una ficción histórica. La «raza española», algo positivo cuya realidad perciben todos en el idioma y las costumbres apenas ponen el pie en América, sólo existe y merece recuerdo cuando hay que anatematizar lo malo del pasado. La gloria se la lleva la «raza latina» que nadie sabe qué es y en qué consiste. Yo conozco una civilización latina; ¿pero raza latina? ¿en dónde está fuera de Italia?… En fin, señores, no hay que irritarse. Tal vez estas injusticias no pasan de ser una manifestación instintiva de viejo cariño… desorientado, de amor filial vuelto del revés.

Se interrumpió Isidro, saltando de su asiento al ver que pasaba ante las ventanas la gorra blanca del médico de a bordo. La contusión de la sien le hizo recordar de pronto con una picazón dolorosa su propósito de consultarle. Salió del café despidiéndose de sus compatriotas con rápido saludo, y alcanzó al doctor, para mostrarle el lívido chichón. Rio bondadosamente el alemán al examinarlo. ¿También él había sacado su parte de la fiesta de la noche? Llevaba curados a algunos pasajeros que se mantenían invisibles en sus camarotes. Lo de Maltrana era insignificante. Después de la hora del té le esperaba en la botica.

Al quedar solo se aproximó al jardín de invierno, mirando al interior por una de las ventanas. Todos seguían ocupando los mismos sitios: Ojeda con Mrs. Power y el matrimonio Lowe; el doctor Zurita hablando con dos compatriotas suyos «de las cosas del país». El padre de Nélida sonreía a través de sus barbas de patriarca, dando explicaciones a un grupo de amigos con insinuantes y suaves manoteos. Tal vez exponía los grandes negocios que le aguardaban en Buenos Aires, y de los cuales quería dar participación a los demás, generosamente. Algunos pasajeros se retiraban, con los ojos entornados por el exceso de luz, en busca de sus camarotes para dormir la siesta.

Maltrana sintióse atraído por el rumor de avispero que zumbaba bajo el gran toldo del combés, entre el castillo central y la proa. Veíanse por los intersticios de las lonas gentes tendidas sobre el vientre, dormitando con la cabeza entre los brazos; mujeres que recosían ropas viejas, chicuelos persiguiéndose. Sonaba a lo lejos una gaita con dulce sordina, semejante a un lamento pastoril que lagrimease la melancolía de su destierro lejos de las praderas verdes.

–Hagamos una visita a nuestros amigos «los latinos».

Salió a la explanada de proa por un corredor de la cubierta baja. Al abrir la reja tuvo que apartar a un grupo de emigrantes que se agolpaban contra los hierros. Era gente moza, muchachos que se sentían atraídos por este obstáculo, símbolo visible de la separación de clases.

Pasaban gran parte del día pegados a ella, explorando el largo corredor alfombrado de rojo, con grandes intervalos de sombra y manchas blanquecinas de eléctrica luz. Las puertas de los camarotes de primera clase se abrían a ambos lados de este pasadizo, que a ellos les parecía interminable y magnífico, como un bulevar habitado por millonarios. Espiaban desde allí las entradas y salidas de los pasajeros. Seguían con mirada de admiración la marcha rítmica de las señoras que surgían de las pequeñas viviendas para perderse en un dédalo de calles alfombradas, ascendiendo a los pisos altos del buque, que ninguno de ellos había alcanzado a ver, y de los que llegaban rumores de músicas y fiestas. El respeto a la jerarquía social les impulsaba a amontonarse contra la reja, como si por ella se columbrara un mundo superior, manteniéndose en envidioso silencio cada vez que una señora pasaba por cerca de ellos sin mirarlos. Cuando las necesidades del servicio hacían transcurrir junto a esta barrera a las camareras rubias, de limpio delantal y albo gorro, los mozos contemplativos parecían desesperarse y un rumor de palabra mascadas y de relinchos contenidos agitaba su cuerpo.

Aparecía con frecuencia cerca de la verja una niñera alemana cuidando de un chiquitín peliblanco y cabezudo, que jugueteaba a gatas sobre la alfombra con un osezno de peluche. Al verla, los muchachos sonreían con repentina confianza. Era de su misma clase social, y esto bastaba para desatar las lenguas e iluminar los ojos con el fulgor del deseo.

«¡Rica!… ¡Monísima!… ¡Acércate, prenda, que tengo que decirte una cosa!…» «¡Oh carina tanto bella!»

Cada mocetón usaba de su idioma para exteriorizar el entusiasmo. Algunos árabes de bronceada y nerviosa delgadez permanecían silenciosos, pero avanzaban el cuello lo mismo que los caballos de carreras, brillando sus ojos de brasa con un fulgor homicida, mostrando sus dientes ansiosos de morder. La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose a distancia de la reja, a través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía a huir, prefiriendo a los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tembloroso y exacerbado del deseo viril. Sus ojos grises y su rostro de una blancura tierna, semejante a la de un merengue, acogían con visible complacencia estas palabras de brutal homenaje en idiomas que no podía entender.

Algunos de los muchachos, que eran españoles, trataban con respetuosa familiaridad a Maltrana, que por algo se creía «el hombre más popular del buque».

–Don Isidro, tráiganos pa aquí a esa güena moza… ¡Retrechera!… ¡Cachonda!

Otros, que habían vivido en la Argentina, se unían a este coro de entusiasmo murmurando con arrobamiento:

–¡Preciosura! ¡Lindura!

Un napolitano suplicaba a Maltrana, con humildad, como si fuese el dueño del buque:

–¡Siñor, que nos la echen!… ¡Mande que nos la echen!

Isidro volvió a cerrar la verja y fue avanzando entre los jóvenes.

–¡Orden, muchachos!… Orden y formalidad. A ver si viene un alemanote de ésos y os larga un par de mamporros por sinvergüenzas.

Las fieras enardecidas volvieron a agolparse en la verja, mientras la ingenua fraulein les volvía la espalda y se arrodillaba en la alfombra para juguetear con el pequeñuelo, mostrando la blancura de sus medias repletas de carne firme, la curva pecadora de su falda abombada por ocultas esfericidades.

El avance de Maltrana produjo entre los emigrantes un movimiento de curiosidad simpática y obsequiosos saludos: algo parecido a lo que despierta la entrada de un orador político en una reunión popular. «Don Isidro, buenas tardes… Venga por aquí, don Isidro.» Y todas las miradas, aun las de «los latinos» de Asia, que no podían entenderle, le acariciaban con la suavidad del agradecimiento. ¡Aquél era un hombre! Un rico que gustaba de mezclarse con la gente pobre; no como los otros señores, que sólo se dejaban ver en los balconajes de los puentes para echar una mirada de lástima, huyendo apenas se volvían hacia ellos algunas cabezas, cual si no quisieran concederles ni el goce de la curiosidad.

Recosían unas mujeres sus ropas; otras, patiabiertas dentro de sus batones sucios y repantingadas en pobres sillones de lona, se agarraban con las manos a lo más alto del respaldo. Algunas se quejaban de dolores en el brazo que había recibido la vacunación. Los árabes permanecían acurrucados en el caramanchel de las escotillas, mirando el mar con expresión pensativa… sin pensar en nada.

Un grupo de hombres jugaba a los naipes. Varios italianos, con fuertes manoteos y gritos, lo mismo que si mandasen un ejército militar, amaestraban a otros españoles en el juego de la morra. Fogoneros libres de servicio, rubios muchachotes vestidos de blanco, permanecían erguidos en medio de esta muchedumbre, contemplando de lejos, tímidos y sonrientes, a ciertas beldades morenas, como si esperasen hacerse entender con su inmovilidad silenciosa. En el fondo, junto al castillo de proa, continuaba sonando la gaita invisible su gangueo pastoril.

Salió una mujer al paso de don Isidro, saludándolo con familiaridad. Era grande y obesa, con el amplio rostro sombreado por una pátina rojiza. La gran abundancia de zagalejos y faldas hacía aún más imponente su volumen. Tenía cierto aire de resolución y miraba siempre de frente, acompañando sus palabras con un movimiento de brazos autoritario, como hembra acostumbrada a mandar la primera en su casa.

–Usted es la de Astorga ¿verdad?—dijo Maltrana, que pretendía recordar los nombres y el origen de todos los del buque—. Espere… Usted es la señá Eufrasia.

–Justo—dijo la mujer, satisfecha y orgullosa de la buena memoria de aquel personaje—. Yo soy la Ufrasia, y éste es mi marido.

Y señalaba a un hombre sentado cerca de ella, grande también, con el abdomen mantenido por las complicadas vueltas de una faja negra. Su cara llena, de mejillas colgantes, asomaba majestuosa, como la de un prelado, bajo las alas del sombrerón.

La señá Eufrasia, cuarentona de incansable verbosidad, hablaba con aire protector de sus compañeros de viaje. Los compatriotas, «los de la tierra», le inspiraban lástima.

–¡Probes! Tenemos aquí gentes de mucha necesiá, don Isidro. Hay que ver cómo van esas mujeres y cómo llevan a sus críos… Nosotros, aunque me esté mal el decirlo, no vamos a las Américas por hambre. Teníamos allá en el pueblo nuestro buen pasar; pero a nadie le amarga subir, y éste (señalando al marido) me dijo un día: «Ufrasia, ¿por qué no nos vamos a ver eso del Buenos Aires de que hablan tanto?». Y como no tenemos hijos, yo dije: «¡Hala, amos en seguía!». Y éste vendió los cuatro terrones y la casa, y, gracias a Dios, llevamos algo, por si un por si acaso aquello no nos gusta y queremos volvernos. De este modo, en el barco puede una darse mejor vida que las otras y dormir aparte, y comprar en la cantina lo que se le apetece, y hasta hacer una cariá, que crea usted que viene aquí gente bien necesitá de que la ayuden. ¡Y allá vamos toos, don Isidro!… Dicen que aquello del Buenos Aires es muy hermoso, y que no hay más que agacharse en las calles pa dar con una onza de oro.

Lo decía sonriendo, pero a través de su incredulidad adivinábase cierto respeto por la ciudad lejana y misteriosa, urbe de maravillas y tesoros de la que hablaban continuamente los emigrantes.

El marido movió la cabeza con autoridad, y sus ojos parecían decirle: «Mujer, que estás cansando al señor… Vosotras no entendéis nada de nada».

–Usted que sabe tantas cosas, don Isidro—siguió la Eufrasia—: éste y yo tuvimos esta mañana una porfía. Dice que en Buenos Aires no hay monea de oro, ni de plata, ni otra cosa que unos papelicos con figuras, a modo de estampas, con lo que se compra too… Y eso no pue ser, ¿verdá que no, don Isidro? ¡Una tierra tan rica y no tener dinero!… Vamos, que no pue ser.

–Pues así es, señá Eufrasia—dijo Maltrana.

Y el marido, saliendo de su mutismo por este triunfo extraordinario sobre la esposa siempre dominadora, dijo solemnemente:

–¡Lo ves, mujer!… Las hembras no sabéis na de na y queréis meteros en too.

Pero la Eufrasia, sin prestar atención al marido, bajaba la cabeza como para seguir mejor el curso de sus pensamientos.

–¿De manera que no hay pesetas… ni duros… ni siquiera perras gordas?… Malo; eso no me gusta. Tal vez tenga razón éste, y las mujeres no sepamos na de na; pero yo digo que esto no me gusta. La monea es siempre monea, y los papelicos, papelicos.

Y tras esta afirmación indiscutible, suspiraba resignadamente.

–En fin; veremos cómo pinta aquello, y si no nos gusta, la puerta la tenemos abierta… Peor están los demás, que van tan a ciegas como nosotros y a la fuerza han de quearse allá, pues no tien pa volverse.

Hacía el elogio de las pobres gentes que ocupaban la proa. Los «moros», como ella llamaba a los sirios, eran buenos muchachos y sus compañeras unas pobres que infundían lástima. Los italianos le merecían no menos simpatía, porque acataban en ella cierta superioridad, viéndola gastar y vivir mejor que los otros, y la llamaban «señora». Sus cariños malogrados de hembra infecunda iban hacia todos los niños de diversas nacionalidades que vivían cerca de ella, tratándolos con varonil dureza de palabra al mismo tiempo que los cuidaba y acariciaba.

–¿Aónde vas tú, cabezota?—gritó deteniendo a un pequeño que correteaba perseguido por otros—. Fíjese, don Isidro, qué guapo: paece el niñico Jesús. Su madre es una italiana con ocho hijos, y anda malucha, tendida por los rincones, sin poer la probe ocuparse de ellos. ¡Si no fuese por mí!… ¡Ah, ladrón! Ya tienes otro siete en los calzones que te remendé ayer. ¿Qué has hecho de la perra gorda? ¿Te has comprado más caramelos en la cantina?… Pero mire usted, don Isidro, ¡qué sucio y qué hermoso! ¡Guarro!… ¡Cochinote!… ¡Ham!… ¡ham! Deja que te muerda esos hocicos de cerdo de leche.

Y teniéndolo en alto con sus brazos poderosos, lo besuqueaba, lo apretaba contra la pechuga ingente, mientras el niño se defendía de esta avalancha de caricias y palabras ininteligibles pata él, gritando: «Mama… mama» y golpeando con los pies el abdomen que le servía de ménsula. El marido, inmóvil en su asiento, miraba a Maltrana como implorando disculpa por estas ruidosas expansiones.

–¡Lo robaría!—clamó la señá Eufrasia—. Si éste quisiera, lo tomaríamos como nuestro… Me llevaría todos los chicos que veo.

Las voces de la mujerona hicieron volver la cabeza a otros grupos lejanos, despegándose de ellos algunos hombres al reconocer a don Isidro. Se aproximaron a él, en espera de los cigarrillos con que acompañaba sus apariciones, y poco a poco lo fueron llevando hacia el castillo de proa. Un hombretón se levantó del suelo, tendiéndole la mano con ese aire protector de ciertos jaques que hablan y accionan lo mismo que si perdonasen la vida al que los escucha.

–Salú, don Isidro—dijo con acento andaluz—. Ya nos extrañábamos un poquiyo de no verle esta tarde por aquí.

Volvió a sentarse entre un grupo de jóvenes españoles, unos con boina, otros con amplio sombrero, que le escuchaban, sonriendo, admirativamente. Era malagueño, según decía, y bastaba sostener con él un breve diálogo para enterarse a las primeras palabras de su nombre, lugar de nacimiento y apodo. Todas sus afirmaciones, aun las más insignificantes, las rubricaba con la misma declaración: «Y esto se lo ice a osté su seguro servior Antonio Díaz, natural de Málaga, por otro nombre el señó Antonio el Morenito». Y acompañaba esta firma verbal con una mirada de superioridad y conmiseración que parecía decir: «Al que sostenga lo contrario le rebano e pescuezo».

El Morenito, que ya pasaba de los cuarenta, sentía cierto respeto por don Isidro, «un señorito como Dios manda, y no como los otros fantasiosos que huían de tratarse con los pobres».

A impulsos de esta simpatía había llegado a considerar a Maltrana hombre de grandes arrestos, tan corajudo casi como él, y cada vez que pensaba en la posibilidad de hacer un disparate para vengarse de la gente del barco o de los pasajeros orgullosos, exponía de idéntico modo su discurso: «Entre don Isidro y yo…». Y don Isidro escuchaba y aprobaba con su sonrisa estos planes destructivos, halagado en el fondo de su ánimo de que aquella fiera le considerase digno de su colaboración. Tenía aterrados a muchos de los emigrantes con sus amenazas y explosiones de mal humor. Otros admirábanle por la insolencia con que protestaba a gritos de la calidad del rancho y de todos los servicios del buque, atreviéndose a insultar a los oficiales, que no podían entenderle. No obstante tanta bravura, Maltrana notaba en él cierto encogimiento al llevarse la mano a la gorra para saludar cierta timidez felina en los ojos cuando algún superior le dirigía la palabra.

–Este tío saluda de mal modo—pensaba Isidro—. Es el mismo encogimiento medroso y vengativo con que los presidiarios saludan a sus jefes.

El trato con los árabes del buque hacía acordarse al Morenito de los moros de Marruecos, contando algunas de sus correrías por las costas de África. Por las mañanas, cuando se lavaba al aire libre, desnudo de cintura arriba, producían admiración los costurones y profundas cicatrices que constelaban su cuerpo, recuerdos, según él, de heroicos combates por mar y tierra contra la tiranía de las aduanas. Otro motivo de respeto era el saberle poseedor de una gran navaja a pesar de los registros que hacían los tripulantes del buque en la gente peligrosa; navaja que nadie había visto, pero que mencionaba con frecuencia en sus bravatas. Maltrana, conocedor de las costumbres del presidio, imaginábase en qué lugar indeclarable podría guardar el valentón esta arma, que era como el cetro de su amenazadora majestad.

–Siéntese un poquiyo, don Isidro, y descanse… Tú, dale un asiento ar cabayero… Les estaba proponiendo a estos chicos un negosio; un modo seguro de haserse ricos.

Maltrana, desde su sillón de lona, vio acurrucados a la redonda, con la mandíbula entre las manos, a todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.

–Estos mozos son unos palominos, don Isidro, que van a América a rabiar y haser ricos a los demás… lo mismo que en su tierra. Pero vení acá, arrastraos, ¡peleles! ¿Pa eso os habéis embarcao ustedes?… Fíjese, don Isidro: unos piensan dir ar campo a sudar camisas trabajando; otros quieen meterse a criaos de casa grande… Y yo les propongo a estas güenas personas que hagamos una partía: una partía como las que había endenantes. Allá no habrán visto eso nunca; cosa nueva. ¿Qué le paese?…

Y exponía su plan con entusiasmo.

–Una partía, y agarramos a un richachón de allá y lo secuestramos; le peímos a la familia unos cuantos millones, con la amenasa de que le vamos a cortá las orejas; nos dan los millones, nos los repartimos como güenos hermanos, y antes de seis meses estamos de güerta y ricos. Una partía que tendría mucho que ver. Usté, don Isidro, sería er capitán. (Aquí Maltrana saludó agradeciendo, excusándose con un gesto de modestia.) No; no se nos jaga er chiquito. Yo sé que tié usté lo suyo mu bien puesto… y crea que yo entiendo de esas cosas. Además, tié talento pa too, y yo soy hombre que respeta la sabiduría… El Morenito, Antonio Díaz, un servior, sería er teniente, toos estos mozos ya se despabilarían con tan güenos directores. ¿Eh? ¿qué le paese? ¿No es un verdaero negosio?

Isidro asintió con imperturbable gravedad. Sí; un buen negocio que valía la pena de ser estudiado detenidamente; la explotación de una nueva industria. Casi habría que pedir patente de invención, para evitar las imitaciones. Y los crédulos muchachos, que oían al Morenito en silencio porque estaban en el mar, lejos de toda posibilidad de acción, pero abominaban interiormente de estos planes que pugnaban con las preocupaciones de su honradez, mirábanse indecisos al ver que un señor como don Isidro no se escandalizaba.

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Litres'teki yayın tarihi:
30 mart 2019
Hacim:
760 s. 1 illüstrasyon
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