Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 14
–¿Lo oís, panolis?—exclamó el valentón—. Mirá cómo un cabayero que lo sabe too encuentra que mi idea es güena… Pero si es que os fartan riñones pa sacarle el dinero a un rico, poemos hacer la partía pa perseguir a los indios. Allá hay muchos, ¡muchos! En América atacan los ferrocarriles y las diligencias y hasta los tranvías en las afueras de las poblasiones; yo lo he visto muchas veces en los sinematógrafos. Y Buenos Aires está en América, y allí hasen farta hombres de resolusión que les digan a esos gachós de color de chocolate con plumas en la cabesa: «Ea, se acabó; ya no molestáis ustedes más a la reunión, porque no nos da la gana». Y los cazamos como conejos, y el gobierno, agradesío, nos paga a tanto la cabesa, y en unos cuantos años nos jasemos ca uno con una fortunita pa golver a la tierra. No será uno rico tan aprisa como con el secuestro, pero argo es argo, y siempre es mejor que destripar terrones o servirles er chocolate en la cama a los señores. ¿No le paese, don Isidro?
Y don Isidro aprobó otra vez. Una idea tan buena como la anterior; también habría que pedir privilegio, para que el gobierno no permitiese matar indios más que a la partida del señor Antonio el Morenito.
Admiraba los heroicos expedientes discurridos por este hombre hacerse rico sin apelar a la vulgaridad del trabajo ordinario, reservado a los otros mortales. Y así permaneció Isidro algún tiempo, escuchando los planes del aventurero desorientado que iba a América con cuatro siglos de retraso. La honradez en alarma de sus oyentes formulaba tímidas observaciones.
–Pero allá hay presidios—dijo uno—. Allá hay policías.
–No serán más bravos que los seviles y los carabineros de nuestra tierra—contestó el Morenito con arrogancia—. Yo sé lo que es eso… ¡Bah! ¡Me los como!
–Pero los indios no se dejarán zurrar así como así—arguyó otro. Deben ser gente brava… gente salvaje.
–A ésos—dijo el matón despectivamente—, a ésos también me los como.
Se aproximó al grupo un nuevo oyente, saludando a Maltrana, con fina sonrisa, en la que había algo de burla para el valentón.
–Aquí tenemos a don Juan—dijo Isidro—. Éste no entra en nuestra partida: no es hombre que sirva para el caso.
–No señó, no entra—contestó el Morenito—. A don Juan, en sacale de sus librotes no sirve pa mardita la cosa… Mu güena persona, mu cabayero, pero no va a ganá en su vida dos pesetas.
Era alto y enjuto de carnes, con luengas barbas que a pesar de su juventud le daban un aspecto venerable. Hablaba con voz dulce y ademanes reposados, interpolando en sus palabras una risa discreta, que era el eterno acompañamiento de su conversación. Según Maltrana, este amigo respiraba optimismo y confianza en la vida, esparciendo en torno de su persona un ambiente de contento. Y sin embargo, vivía en el entrepuente, mezclado con el rebaño inmigrante, sin otras consideraciones que las que le concedían sus compañeros de viaje, cautivados por la dulzura de su carácter y la superioridad de educación. Sus trajes, viejos y raídos, eran de buen corte; se notaban en su persona los vestigios de una situación más próspera. En sus manos finas quedaba como recuerdo familiar una antigua sortija, salvada de los apremios de la pobreza.
El curioso Maltrana conocía algo de su vida. Juan Castillo era un agrónomo que había intentado en las tierras de panllevar heredadas de sus padres la realización de todos los adelantos aprendidos en una gran escuela de Bélgica; ensueños de poeta agrícola realizados con el ímpetu de una voluntad entusiástica y crédula. La usura le había proporcionado un pequeño capital para su empresa, y luego de batallar algunos años con la rutina de los campesinos, de habituarlos a vivir en paz con las máquinas y de extraer de las profundidades del subsuelo las venas líquidas para esparcirlas en redes de irrigación, cuando la tierra empezaba a responder a estos esfuerzos con sus primeros productos, los acreedores habían caído sobre él, ejecutándolo con glacial ferocidad.
–Conozco el procedimiento—había dicho Maltrana al oírle por vez primera—. Es el mismo de las tribus antropófagas. Le dieron a usted alimento, le dejaron tranquilo para que echase caries, y cuando estuvo a punto, ¡zas! el degüello y banquete canibalesco.
Huía de la ruina, perdida la herencia de sus padres, perdido el crédito, deshonrado por deudas a las que daban sus acreedores un carácter delictuoso; todo ello por querer innovar con arreglo a sus estudios una agricultura estacionaria casi igual a la de los primeros tiempos de la humanidad. Y en su fuga había mirado al Sur, como todos los que navegaban en aquella cáscara de acero, presintiendo más allá del círculo oceánico renovado diariamente una tierra remozadora de existencias, donde las vidas destrozadas se contraían virginalmente lo mismo que capullos para empezar el curso de una nueva evolución. La esperanza le había rozado también con su aleteo ilusorio. Casi celebraba esta ruina que le había desarraigado de la tierra paterna. ¿Quién podía saber lo que le esperaba al otro lado del Océano?…
Abandonando el grupo del Morenito, avanzaron hacia la proa Maltrana y Castillo. Una voz quejumbrosa les hizo detenerse.
–¡Don Isidro!… ¡Buenas tardes, don Isidro y la compaña!
Un hombre sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la borda, avanzaba su rostro pálido entre los pliegues de una manta.
–¿Eres tú, enfermo?—dijo Maltrana—. ¿Cómo va ese ánimo?
Con voz doliente murmuró una queja interminable contra el mar. Desde su entrada en el buque, la salud parecía haber huido de su cuerpo. Otros cantaban a todas horas, como si el aire salino y la inmensidad azul les diesen nuevas fuerzas, excitando su apetito. Él se había embarcado sintiéndose fuerte, y de pronto todas sus energías le abandonaban.
–Estoy muy enfermo, don Isidro. Ayer aún pude subir solo a la cubierta; hoy han tenido que empujarme escalera arriba unos amigos. Debo estar blanco como un papel, ¿verdad, señor?… No tengo fuerzas para andar, ni deseos de comer. Esto no marcha… Los demás se quejan de calor; dicen que cada vez pica más el sol, y yo tiemblo si me quito la manta… Y lo que me da más rabia es que el médico, don Carmelo el oficial y otros me miran como si les hubiese engañado, y dicen que si llegan a saber esto no me dejan embarcar, porque allá en Buenos Aires no quieren enfermos… Pero señor, ¡si yo me embarqué sano y bueno!, ¡si es este maldito mar que no me prueba!…
Creyendo ver en Maltrana el mismo gesto de duda de los empleados del buque, se apresuró a añadir:
–Yo he sido un roble, don Isidro. Reumatismos nada más, según decía el médico de mi pueblo, por haber dormido al raso en el campo muchas noches. Pero fuera de esto… nada. Lo juro por mi nombre: Pachín Muiños. Y ahora, de pronto, me veo hecho un trapo, y me ahogo, señor, las piernas no pueden tenerme y me faltan fuerzas para ir de un rincón a otro. ¡Qué ganas tengo de salir de aquí!… Estoy seguro de que apenas salte a tierra seré otro, volveré a sentirme fuerte como en mi pueblo… Diga, señor: ¿cuándo llegamos a Buenos Aires?
Hacía la pregunta ávidamente; se incorporaba para mirar más allá de la borda. Al esparcir su vista por la inmensidad, esperaba encontrar en el horizonte el negro perfil de la tierra ansiada.
–¿Tardaremos dos días?—siguió preguntando.
–Más, un poquito más—dijo Maltrana suavemente para engañar su impaciencia.
–¿Como cuántos más?—continuó con tenacidad el enfermo.
Y al adivinar en las palabras evasivas de Maltrana que aún quedaban muchos días de viaje, el pobre Muiños volvió a sumirse en la desesperación… ¡Buenos Aires! Deseaba llegar cuanto antes al término del viaje, y repetía el nombre de la ciudad, como si encontrara en él un poder milagroso igual al de las antiguas palabras cabalísticas.
Isidro, luego de consolarle con engañosas afirmaciones, asegurando que antes de una semana verían la tierra ansiada, retrocedió con Castillo hacia la reja de salida.
–¡La esperanza!—dijo con tristeza—. Ese pobre está muy enfermo, le faltan fuerzas para tenerse en pie, y se traslada, sin embargo, de un hemisferio a otro en busca de salud y dinero. ¡Qué de ensueños van en este cascarón con todos nosotros!…
–¡Y si fuese solo!—contestó Castillo—. Pero le acompañan su mujer y tres hijos.
La ilusión de la salud le había hecho desarraigarse de su pueblo. Allá en Galicia no podía trabajar una semana entera sin que el esfuerzo atrajese la enfermedad. La imagen de América había pasado por su miseria como un resplandor de esperanza. En aquella tierra de fortuna, donde todos se transformaban, él sería otro hombre. Y repuesto por unos meses de descanso y holgura, a causa de haber vendido su casucho y unas vacas, Muiños entró en el buque con un aspecto engañador de hombre sano. El ambiente del mar y la vida de a bordo habían sido fatales para él: cada día transcurrido marcaba un descenso de su salud.
–Lo que él cree reumatismo—añadió Castillo—es, según el médico del buque, una insuficiencia cardíaca, que empieza a complicarse con una bronquitis alarmante. ¡A saber en lo que parará! La mujer y los chicos, acostumbrados a sus enfermedades, no se fijan en él. Ella comadrea con las otras mujeres, y los muchachos juegan o aguardan con impaciencia la hora del rancho. Y el pobre Muiños, cuando se ahoga en el entrepuente, sube a la cubierta envuelto en su abrigo para tenderse al sol, y pregunta cuántos días faltan para llegar, cuando aún estamos al principio del viaje… Inútil decirle la verdad. Su ilusión, que se ha concentrado en Buenos Aires, le hace olvidar el tiempo y la distancia. Cree que le engañan cuando le dicen que aún faltan muchos días. Al avistar Tenerife preguntó con emoción si ya estábamos en Buenos Aires. Mañana, al ver de lejos las islas de Cabo Verde, volverá a creer que hemos llegado… ¡Infeliz! De todos los que vamos en el buque es el que más piensa en Buenos Aires, y bien podría ocurrir que fuese el único que no llegase a verlo.
Maltrana se despidió de Castillo junto a la verja divisoria de clases, frontera inviolable que partía en dos Estados diversos el microcosmos flotante.
Arriba, en la cubierta de paseo, encontró a Fernando junto a una de las ventanas del salón que daban luz a la plataforma interior, ocupada por el piano.
Quiso hablarle Isidro, pero su amigo se llevó un dedo a los labios imponiendo silencio. Miró entonces por la ventana y vio a una mujer sentada al piano. Llegó a sus oídos al mismo tiempo una música en sordina y el susurro de un canto a media voz.
–Es de Tristán—murmuró quedamente Ojeda en su oído—. El lamento desesperado de Iseo.
Los dos permanecieron en silencio a ambos lados de la ventana, escuchando el canto que venía del interior con lejanías de ensueño. Maltrana, menos sensible a la emoción musical, examinaba de espaldas a esta mujer, fijándose en su nuca blanca, ligeramente sombrecida como el marfil antiguo. El casco de su cabellera tenía junto a las raíces un dorado tierno, que iba coloreándose hasta tomar en la superficie el tono rojizo del cobre fregoteado. Su cuello se inclinaba hacia delante con una esbeltez anémica, una fragilidad que marcaba bajo la piel los tendones y arterias, dilatados por la tenue emisión de la voz.
De pronto, la cara invisible se volvió hacia ellos, como si acabase de notar su presencia. Vieron unos ojos cuyas pupilas de color de ceniza estaban dilatadas por la sorpresa; un rostro de palidez verdosa, algo descarnado, que se coloreó instantáneamente con un acceso de rubor. Parecía asustada de que alguien pudiese oírla. Con un gesto de timidez y contrariedad cerró el instrumento, púsose de pie y marchó hacia la puerta del salón para huir de los dos importunos.
Ojeda la siguió con la vista. Era alta, y su enfermiza delgadez estaba disimulada en parte por lo recio del esqueleto. Las caderas marcaban su ósea firmeza bajo una falta de dril claro. La cabellera amontonada con gracioso descuido, los zapatos blancos algo usados, la blusa modesta de confección casera, la falta total de alhajas, daban a su figura un aspecto de pobreza sufrida animosamente, de incertidumbre bohemia sobrellevada con resignación.
–Usted que conoce aquí a todo el mundo—preguntó Ojeda—: ¿quién es?
–Hace rato que lo sabría usted si me hubiese dejado hablar… Es la mujer del director de orquesta de la compañía de opereta: un rubio de cara granujienta, que se pasa día y noche en el café tomando bocks con los de su tropa. Buen colador; hay veces que los redondeles de fieltro se amontonan en su mesa como una columna… Y cuando no toma cerveza, admite whisky o lo que caiga. No tiene otra ocupación en el buque que empinar el codo.
–Es una mujer interesante—murmuró Ojeda—. ¡Y tan tímida!…
Aguardaba todas las tardes a que el salón quedase desierto. Descendían las familias a sus camarotes para dormir la siesta; otros pasajeros se acostaban en las sillas largas del paseo; sólo permanecían algunos en el jardín de invierno. Entonces, casi de puntillas, iba hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado, parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo exterior, con los ojos vagos y sin luz, como si su mirada se concentrase interiormente y su canto fuese un débil escape, un lejano eco de otra música de recuerdos que sonaba dentro de ella.
Al verla Fernando en el piano, había sentido curiosidad por conocer su música. ¡Tal vez una romanza dulzona y sensiblera de opereta!… Y aún le duraba la sorpresa que había experimentado al escuchar las grandiosas frases del dolor de Iseo.
–Debe tener una voz magnífica, ¿no lo cree usted, Isidro?… Quisiera ser su amigo… Usted debe conocerla.
Maltrana se excusaba, algo contrariado de que por esta vez no le fuese posible alardear de una amistad. Apenas se había fijado en ella: ¡pchs! ¡la mujer de aquel borrachín director de orquesta!… Era algo arisca; huía de la gente; apenas se trataba con las otras damas de la compañía. Vivía para su hijo, un pequeñín de cabeza enorme, siempre agarrado de su mano. A los saludos de Maltrana respondía siempre con una inclinación de cabeza y un manifiesto deseo de huir. Además, como mujer no valía gran cosa: parecía enferma. La primera vez que se fijó en ella fue por las burlas de unas niñas elegantes que comentaban su palidez verdosa: «Ahí va esa de la opereta. Se le ha reventado la hiel y la tiene revuelta por todo el cuerpo».
–Pero esto no importa, Ojeda; ya que la señora le interesa por lo del canto wagneriano, yo se la presentaré. Conozco algo al marido; hemos bebido juntos. Él se llama Hans… Hans Eichelberger, eso es; el maestro Hans. Y ella… aguarde usted, ella se llama Mina. Ahora recuerdo que el marido la llama así, y según me dijo, es un diminutivo de Guillermina. El maestro habla algo el español: ha andado por la Argentina y Chile en otras correrías musicales. Ella creo que muy poco.
Avanzaron los dos amigos hacia la popa, deteniéndose en la baranda cercana al café, sobre la cubierta de los de tercera clase. Habían levantado los marineros una parte del toldo y se veía abajo el rebullir de la emigración septentrional, gentes melenudas que a pesar del calor conservaban sus abrigos de pieles. Sonaba el gangueo de un acordeón con el apresurado ritmo de la danza rusa. Una muchacha de falda corta, botas polonesas y pañuelo verde, por cuya punta asomaba una trenza de pelos rojos, daba vueltas al compás de la música. En torno de ella, un mocetón de camisa purpúrea danzaba de rodillas o se sostenía en portentoso equilibrio con las piernas casi horizontales y las posaderas junto al suelo. Los gritos y palmadas de los otros rusos acompañaban estas agilidades de loca danza gimnástica. Los judíos polacos y galitzianos, envueltos en sus hopalandas de carácter sacerdotal, contemplaban el espectáculo rascándose las barbas luengas, contrayendo los matorrales de sus cejas casi unidas.
–¡Las gentes que venimos aquí!—dijo Fernando—¡Y pensar que es el nombre de una ciudad desconocida, el vago prestigio de una tierra lejana, lo que nos ha juntado a personas de tan diverso nacimiento!…
–Veintiocho pueblos, según afirma don Carmelo el de la comisaría, venimos en el buque; y lo mismo ocurre en otros trasatlánticos. ¿No es verdad, Ojeda, que esto se parece al avance en masa de los pueblos de Europa cuando las Cruzadas?… Hace poco, me acordaba yo, abajo, de las muchedumbres que siguieron a Pedro el Ermitaño. Marchaban enfermas, desfallecidas de hambre, y cada vez que avistaban una pequeña ciudad prorrumpían en alaridos de gozo: «¡Jerusalén! ¡Es Jerusalén!». Y estaban aún en el centro de Europa: en Alemania o en Hungría. Abajo, en la proa, tiene usted a un heredero de aquellos héroes de la esperanza. Va enfermo de cuidado, es posible que no llegue al término del viaje, y cada vez que vemos una isla, una costa, se galvaniza y pregunta si es Buenos Aires.
–La humanidad vive de ilusión, Maltrana. Necesitamos poner nuestro deseo lejos, en tierras desconocidas, pues la distancia borra la duda y da certeza a lo más inverisímil. Para los europeos, el lugar de maravillas fue Bagdad, la de Las mil noches y una noches; en cambio, en mis viajes por Oriente, he visto a judíos y mahometanos suponer tesoros y magias en la antigua Toledo. Cuando los poetas del Sur imaginan algo prodigioso, sitúan el escenario en las fortalezas del Rhin o los fiordos escandinavos. Al soñar Wagner el castillo de Monsalvat, coloca la mansión del Santo Grial en los Pirineos españoles y da un palacio árabe a Klingsor el encantador. El ambiente que nos rodea es demasiado real para que podamos cultivar en el nuestras ilusiones.
–Así es, Fernando. Pero la esperanza humana, que en otras épocas fue puramente mística y por eso tal vez miraba a Oriente, es ahora positiva, cifra sus anhelos en el bienestar material y se dirige hacia Occidente. Todos queremos ser ricos, necesitamos serlo, y esta esperanza comunica a las tierras lejanas el prestigio de la ilusión. Hace siglos, la gente de empuje iba al Perú; ayer soñaba la humanidad con los tesoros de California, y allá corrían en masa los hombres de aventura; hoy empieza a mezclarse con el esplendor de los Estados Unidos la irradiación que surge de una nueva ciudad-esperanza: Buenos Aires.
Mañana—interrumpió Ojeda—, los peregrinos de la riqueza, torciendo su camino, se derramarán por las islas de la Oceanía, y tal vez la Jerusalén del porvenir estará dentro de millares de años en algún lugar del Pacífico donde en este momento colean los tiburones y se hinchan y deshinchan las olas solitarias.
El deseo humano colocaría la ciudad de la esperanza sobre alguna tierra sacada del fondo de las aguas por una convulsión del planeta; tal vez sobre atolones que los infusorios madrepóricos estaban petrificando en aquel momento con lenta y paciente labor multimilenaria… Nunca faltaría en el globo un lugar que atrajese a los hombres inquietos y enérgicos, descontentos con su destino, ansiosos de cambiar de postura.
–Cada vez será más grande esta peregrinación—dijo Maltrana—. Sentimos la imperiosa necesidad del dinero como no la sintieron nuestros abuelos; y los que vengan detrás la experimentarán con mayor ímpetu que nosotros. Yo deseo ser rico: no tengo rubor en confesarlo; es lo único que me preocupa. Necesito saber qué es eso de la riqueza, y a conseguirlo voy… sea como sea. ¿Y usted, Fernando?…
Sonrió éste levemente. También quería ser rico, y su deseo imperioso le había desarraigado del viejo mundo, lanzándolo en plena aventura, como los miserables que se aglomeraban en los sollados de la emigración. Necesitaba una gran fortuna para creerse feliz. Y sin embargo… ¡quién sabe!, la riqueza no es la dicha, no lo ha sido nunca; cuando más, puede aceptarse como un medio para afirmarla… Tal vez ni aun esto era cierto. Recordaba la wagneriana leyenda del anillo del Nibelungo, el milagroso oro del Rhin, símbolo del poder mundial. Quien lo poseía era señor del universo, dueño absoluto de todas las riquezas; pero para conquistarlo había que maldecir el amor, renunciar a él eternamente.
–Y el amor, Maltrana, y otros sentimientos, valen más que un tesoro. Yo soy pobre y marcho en busca del dinero porque veo en él una garantía de seguridad y de reposo para ocuparme tranquilamente en otras empresas de mi gusto. Pero si alguien me hiciese ver que la riqueza debía pagarla con la renuncia del amor, le juro que saltaba a tierra en el primer puerto para volverme a Europa.
Isidro levantó los hombros desdeñosamente. ¡Fantasías de artista! ¡Cavilaciones de poeta! ¿Qué tenían que ver el amor y la riqueza para que los colocasen juntos, como antitéticos e inconfundibles?… Él quería ser rico por serlo, por conocer las dulzuras del más irresistible de los poderes, las satisfacciones orgullosas y egoístas que proporciona la llamada «potencia de dominación». Y si para ello había de renunciar a las gratas tonterías del amor y a otros sentimientos que el mundo considera con un respeto tradicional, pronto estaba al sacrificio. Le irritaba el menosprecio con que durante siglos y siglos religiones y pueblos habían tratado a la riqueza, como si ésta fuese algo diabólico y vil, incompatible con la elevación de alma y la nobleza de la vida.
–Usted dice que es pobre, Fernando, y otros como usted lo dicen igualmente. Todo el que no es millonario se cree en la pobreza, y habla de ella como de algo agradable y hermoso que debe proporcionarle una aureola de simpatía. No; usted no ha sido pobre jamás, ni sabe lo que es eso. Usted necesita ser rico, conforme; pero no tiene una idea de lo que es la miseria. Le habrán hecho falta miles de duros, pero jamás al llevarse una mano al bolsillo ha dejado de sentir el contacto de las rodajas de plata… Pobre lo he sido yo, lo soy aún, lo he sido toda mi vida. Y como he visto de cerca la verdadera pobreza, fea y calva como la muerte, la detesto, y deseo que no me siga tenazmente, como hasta ahora, fuera del alcance de mi odio. Quiero que algún día se me aproxime, se coloque a mi lado, para acogotarla, para romperle a puñetazos los costillares, para convertir en polvo el andamiaje de su esqueleto.
Comenzó a reír Fernando con estas palabras, pero se contuvo al notar la sincera vehemencia con que hablaba Isidro y el vaho de lágrimas que empañaba sus ojos repentinamente.
–Yo sé mejor que nadie lo que es la pobreza, y por eso me irrito cuando en España y otros países que llaman, no sé por qué, «caballerescos» e «idealistas», oigo decir a las gentes con orgullo: «Yo que soy pobre, pero muy honrado». Y tal prestigio debe tener la frase, que muchos que no son pobres se jactan de serlo, como si esto fuese un testimonio de honradez… ¡Mentira! Ningún pobre puede considerarse honrado, ya que la pobreza es una deshonra, un certificado de incapacidad. Cierto que habrá siempre pobres, como hay en el mundo feos, contrahechos o imbéciles. Pero el que tiene un defecto físico o intelectual no hace gala de él, antes procura remediarlo; y el pobre que se resigna con su suerte y no busca hacerse rico, sea como sea, a las buenas o las malas, es un cobarde o un inútil, y no puede convertir su vileza en un mérito.
Ojeda acogió con aspavientos de cómico terror estas palabras.
–Repita usted, Isidro, tales cosas a los de tercera clase, y seguramente que no llegamos a Buenos Aires. Se van a sublevar, a hacerse dueños del buque.
Pero Maltrana, dominado por su emoción, no le escuchaba y siguió hablando:
–¡La miseria!… Sé lo que es, y quiero evitar que la conozcan aquellos que yo amo. Usted, Fernando, ignora mi vida.[1] Tal vez le hayan dicho que una parte de ella anda por ahí en relatos novelescos… Pero la verdad es siempre más cruda, más intragable que los pequeños trozos realistas de los libros, aderezados con salsas de fantasía… La mujer que me trajo al mundo pereció como un animal, cansada de trabajar. Un pobre hombre que me servía de padre murió asesinado, por la imprevisión de unos contratistas, en una catástrofe del trabajo, y su cadáver fue bandera revolucionaria para otros tan desdichados como él. Yo he comido las bazofias que comen los perros. Mis nobles ascendientes eran traperos y se mantenían con las sobras de las cocinas de Madrid. He crecido sabiendo con qué punzadas y retortijones avisa el estómago el dolor de su vacío… He sufrido privaciones y vergüenzas, hasta que un día…
[Nota [1] Véase La horda]
Calló un momento. Temblaba su voz, súbitamente enronquecida. Se llevó una mano a los ojos como si le molestase la luz.
–Un día, cuando fui hombre, una infeliz me escuchó: una compañera de miseria, ansiosa de ideal a su modo. La pobre creía encontrarlo en mí, señorito hambriento que hablaba de cosas que ella no podía entender. Mi vida floreció por vez primera; conocí la alegría, la verdadera alegría, durante unos meses; luego, el idilio acabó en el hospital. Y aquel cuerpo gracioso, cuerpo de pobre, en el que luchaba la juventud con un raquitismo hereditario, bajó a la tierra despedazado: lo hicieron cuartos, como una res de matadero, sobre el mármol de la sala de disección… Usted, Ojeda, debe amar a alguien como amé yo. Todos encontramos una posada de amor en el camino de la vida: hasta los más infelices. Imagínese el cuerpo que usted adora, con el orgullo de la posesión, desnudo sobre una mesa; las blancas intimidades, sólo por usted conocidas, expuestas ante la insolencia juvenil; la epidermis arrancada de los músculos como el forro de un libro; las manos pasando de mesa en mesa; los pechos como unas piltrafas, nadando en un cubo; la cabeza a un lado, las piernas a otro… ¡No puedo, no puedo pensarlo! Es un recuerdo que me amarga muchas noches… Pero ¿por qué hablo de esto?
Frunció Ojeda el ceño, emocionado por las palabras de Maltrana. Hacía mal en acordarse del pasado; era mejor ir adelante sin volver la cabeza.
–Así terminó nuestro amor—dijo Isidro después de larga pausa, levantando la frente de entre las manos—. Así terminó, porque éramos pobres… Me quedó un hijo, y la primera vez que lo tuve entre mis brazos, en una casucha de las afueras de Madrid, creí nacer de nuevo, pero más fuerte, con una voluntad que nunca había sospechado… El pobre rollo de manteca, con sus ojitos como dos punzadas, me hizo sentir la impresión de una fuerza misteriosa que me insensibilizaba interiormente. Desde entonces estoy fabricado con algo muy duro: soy de acero, soy de bronce. «Sólo puedes contar conmigo, pobrecito—le dije al pequeño—. No tienes a nadie más en el mundo, pero yo trabajaré por ti». Fui tímido y flojo para defender a la madre; pero el chiquitín me dio una fiereza de tigre… Esta segunda parte de mi vida la conoce usted mejor que la otra. No es ningún secreto. «Isidro Maltrana: un canallita simpático, un sinvergüenza que conoce la manera de vivir…»
Ojeda intentó protestar.
–No mueva la cabeza, Fernando; no diga que no, por amabilidad: déjeme la gloria de mi mala fama, que es muy justa y me enorgullece. Pensé en ser ladrón, pues contaba con buenas relaciones para emprender la carrera; pero soy cobarde; tampoco podía alquilar mis brazos como matachín, porque son débiles. Pero alquilé mi pluma y mi bilis, y tal fue mi desvergüenza, que hasta tengo admiradores. He fabricado libros para que los firmasen graves personajes y estudios laudatorios de esos mismos autores, sobre cuyas nobles cabezas escupiría de buena gana. He insultado a hombres que respeto y admiro, amontonando contra ellos infamias y mentiras, cuando, de seguir mis deseos, me hubiese arrodillado para implorar su perdón. He recibido golpes y me los he guardado tranquilamente cuando el ofendido era más fuerte que yo. Otras veces, acorralado como un gato que no encuentra salida, he hecho el papel de tigre, batiéndome como un caballero de la Tabla Redonda en defensa de cosas que no me interesaban. He vivido en la cárcel por artículos de periódicos que no tuve la curiosidad de leer. Cuando había que atajar alguna opinión justa con una nota insolente y discordante, Maltranita se encargaba de ello, siempre «por cuanto vos contribuísteis». ¿Qué no he hecho yo para ganar dinero?… Hasta me he prestado a ser intermediario en los amores secretos de ciertos personajes y he servido de honorable acompañante a sus queridas… No se asombre, Ojeda; convénzase de que lleva por compañero a uno de los canallas más notables que ha tenido Madrid.
A pesar del tono de esta afirmación, que hizo sonreír otra vez a Fernando, el bohemio continuó, con gesto fosco y ojos enternecidos:
–Y no crea que me arrepiento de mi pasado. Desconozco el rubor y la vergüenza: son lujos que sólo pueden permitirse los felices… Cada vez que cometí una mala acción, me bastó para olvidarla hacer una visita al colegio de ricos donde se educa mi Feliciano gracias a los esfuerzos de su padre, tan nobles y tan heroicos como los de cualquier duque antiguo que salía lanza en mano a robar en las encrucijadas. Mi hijo me cree un gran personaje porque ve que mi nombre figura en los periódicos; sus maestros no me admiran menos y permiten que algunas veces me retrase en el pago de mis obligaciones. Soy para ellos un señor de cierto poder, que trata familiarmente a los ministros y pasea todas las tardes por los pasillos del Congreso. Y esta devoción de mi hijo y sus allegados me compensa de todas mis vilezas: hasta de las numerosas bofetadas que llevo recibidas por mis atrevimientos… Yo quiero que mi Feliciano, el hijo del bohemio y de la gorrera despedazada en el hospital, sea rico, muy rico; y por esto, sólo por esto, me he alistado en la cruzada al Nuevo Mundo. En mí se han contraído y achicado todos los afectos, para dejar espacio únicamente al de la paternidad, que me ocupa por entero… Usted, Fernando, no sabe lo que es el sentimiento paternal y hasta dónde llega su santa ferocidad. «Perezca el mundo y sálvese la carne de mi carne.»
–No tanto—dijo Ojeda—; no exagere usted.
–Sí: «Robemos a los hijos de los demás para que nuestro hijo sea rico…». Y yo soy un padre. Sé bien que esta paternidad no es más que un sentimiento egoísta, como el amor, como el patriotismo, como tantas ideas respetables e indiscutibles que traen revuelto al mundo… Pero la vida no es más que una urdimbre de egoísmos, y yo carezco de fuerzas para reformarla. Voy a trabajar por el pequeño, y en nombre de mis sacrosantas ternuras de padre de familia, reventaré si me es posible a otros padres de familia que se me pongan por delante, dispuestos como yo a toda clase de porquerías para asegurar el bienestar de su prole. Quiero hacer rico a mi hijo… ¡y caiga el que caiga!