Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 19
–Le dejo, Fernando; me reclama mi público. En los primeros días tenía más éxito. Pasaba de un grupo a otro: de los «pingüinos» a las «potencias hostiles»; pero no se puede dar gusto a todos a la vez. Ahora, con las «potencias», el saludo nada más; frías y corteses relaciones de diplomacia. La última vez que me acerqué al grupo, la chilena «cuello de cisne» me dijo con una sonrisa de cuchillo: «¿A qué viene usted aquí, patero? Déjenos en paz y vaya a hacer la pata a sus argentinas». Y aunque esto de que le llamen a uno adulador es un poco fuerte, al consejo me atengo, ya que a la Argentina voy.
Intentó tirar del brazo a Ojeda para atraerlo hacia el grupo.
–Venga usted conmigo. Las señoras tendrán mucho gusto en oírle. Usted ha sido presentado a todas ellas, y le encuentran muy simpático. ¿No quiere?… Sin duda está usted ofendido por lo que le dije, de que las niñas le encontraban «muy buen mozo, pero algo viejón»… No haga usted caso. Es una consecuencia de la mentalidad simple de estos pueblos que aún viven cerca del tronco primitivo, o sea de la Naturaleza sin artificios ni refinamientos. Para ellos, una buena moza de treinta y cinco años es una vieja, y un hombre digno de ser amado debe tener veinte años cuando más. Sólo admiran la existencia en capullo, como en tiempos de la vida de tribu… Y eso cuando en Europa cada año que pasa hace retroceder hasta los confines de la vejez el límite de la edad amorosa. Balzac haría reír hoy con su novela La mujer de treinta años. Las damas de cuarenta son ahora las conquistadoras más temibles. En el teatro, galanes cincuentones disputan sus amantes a los jovencitos y acaban por llevárselas… ¡Viejón, y sólo tiene usted treinta y seis años! No haga caso de las opiniones de estas gentes recién desbastadas, que en punto a refinamientos sólo copian lo exterior y ostensible… Decididamente, ¿no quiere usted venir?… Hasta luego.
Fernando permaneció solo algunos minutos, acodado en la borda, siguiendo con los ojos el resbalar del agua removida por los flancos del buque. Sobre el lomo verde del Océano giraban flores de espuma rematadas por una espiral que se perdía en la profundidad. Luego emprendió un paseo por la cubierta, y ante el grupo de señoras se llevó una mano a la gorra con saludo mudo, sin volver la vista. Rozó, al pasar, a Isidro, que hablaba de pie, y oyó una voz femenina que le interrumpía con interés: «¡No diga!… Eso es muy curioso. Siéntese, Maltranita, y cuente».
Continuó Ojeda por el lado de babor, saludando a las «potencias hostiles» y a un grupo de argentinos y brasileños que hablaban de las estancias rioplatenses, de las fazendas de café, del valor de los campos, mezclando cantidades de leguas y millones de pesos. El señor Oneglia, el millonario italiano, que reposaba, enorme y flácido, en un sillón especial, lejos de su familia, ansiosa de rozarse con la «gente bien», abrió un ojo al oír los pasos de Fernando y lo protegió con un saludo gruñente, volviendo a sumirse en su noche poblada de cálculos. Al lado de él, como si la afinidad de gustos les impusiese este contacto, se sentaban los tres comerciantes españoles. Más allá, el conferencista italiano levantó la cabeza y descansó un libro en las rodillas para saludar a Ojeda. Cerca del fumadero, la madre de Nélida pareció acariciarle con sus ojos de brasa y el padre le gratificó con una sonrisa protectora. La niña, hastiada ya de las expansiones familiares, se había despegado de ellos y reía en la puerta del fumadero, escoltada por su hermano y todos los admiradores, que parecían desnudarla con los ojos.
Llegó Fernando hasta la terraza del café, atraído por el Canto de la Primavera, de Mendelssohn, que tocaba la música. Apenas se hubo apoyado en la baranda para escuchar, vio que un cuerpo se aproximaba a él, velando la luz del sol, y oyó una voz enérgica que recortaba duramente las palabras.
–Buenos días, señor Ojeda… Usted perdonará la libertad que me tomo, pero yo soy amigo de don Isidro, y tal vez le habrá hablado de mi persona… Usted dispense que me acerque así como así, ¡pero entre compatriotas! ¡somos tan pocos en el buque!… Por eso me he dicho: «Aunque no sea correcto, voy a saludar a ese señor».
Era el cura español que Maltrana le había enseñado varias veces de lejos: un hombrecito moreno, enjuto, vivo en sus movimietos, al que encontraba Fernando cierto aire ágil y garboso de banderillero. Su delgadez hacía más visible la exuberancia de un abdomen puntiagudo que parecía pertenecer a otro cuerpo. Una cadena algo negruzca, con llaves de reloj y medallas, se tendía de la botonadura de la sotana a un bolsillo del pecho. Dos dedos enrojecidos por el tabaco sostenían un cigarrillo. La cabeza, de pelo duro e intensamente negro rayado de canas prematuras, ocultábase en parte bajo un casquete redondo de seda, igual al que usan los tenderos.
–José Fernández, sacerdote, para servir a Dios y a usted—dijo el cura haciendo la presentación de su persona.
Mostró la fuerte dentadura de hombre de campo, con una sonrisa humilde que delataba el deseo de intimar con este compatriota, el personaje más eminente de cuantos venían en el buque, según su opinión.
La música había cesado de tocar, y el cura aprovechó este silencio para expresarse con la exuberancia de un verboso falto de amistades que busca ocasión de esparcir su facundia. La franqueza española le hizo tratar a Fernando confianzudamente a las pocas palabras, lo mismo que si fuese un antiguo camarada, acompañando cada avance de su intimidad con humildes excusas: «Usted perdone; pero aquí no es como en tierra. Pasamos la vida juntos; estamos en la soledad del mar, confiados a la voluntad del Señor… ¿Conque usted también va a Buenos Aires, don Fernando?… ¡Vaya, vaya! Allá vamos todos, y quiera el Altísimo que los negocios le resulten bien, conforme a sus deseos».
Hablaba el buen clérigo sin interrupción, y Ojeda iba entresacando fragmentos de su historia de estos períodos de charla confidencial. Tenía a su madre en un pueblecillo de Castilla la Vieja; además, una hermana mal casada, con una turba de hijos, y todos confiaban en él, que era la gloria de la familia, «el señor cura», el ser excepcional. Último descendiente de una línea de míseros jornaleros del campo, había conseguido emanciparse de la servidumbre del terruño gracias a cierta viveza de ingenio demostrada en la escuela del lugar y a la protección de una señora vieja que le había costeado la carrera del sacerdocio.
–Carrera corta, don Fernando. Yo no soy teólogo; no soy doctor en nada. Cura de misa y olla nada más; pero ¡lo que he trabajado en esta vida! ¡y lo que me queda que penar!… Mi cuñado es infeliz, un buen hombre, que no sirve para nada, y yo tengo que mantenerlo, y a la pobre viejecita, y a mi hermana, y a todos los sobrinos, que se creen superiores a los demás del pueblo porque cuentan con un tío cura. He sido vicario, trabajando del alba a la noche por seis reales al día: peseta y media, don Fernando. He sido párroco suplente en lugares de mala muerte, y después de enviar a mi madre lo que ganaba (menos de lo que gana un guardia civil), tenía que mantenerme de los regalos de los feligreses pobres. Y todavía el barbero del pueblo y otras malas lenguas murmuraban de la vida regalona que llevamos los de la Iglesia… Cuando vivía en Madrid, cerca del diputado del distrito, solicitando un puesto mejor, he andado hecho un azacán de sacristía en sacristía pidiendo misas como el que pide limosna. He pasado mucha hambre; no tengo vergüenza en decirlo: mucha hambre por sostener a los míos; y por esto voy allá, a ver si cambio de suerte.
Calló un momento don José, como si vacilase, temeroso de exponer sus ideas, y al fin continuó en voz baja:
–Dicen que España es un país católico, el más católico de la tierra. Así será, pero no hay en él dos pesetas para los clérigos de mi clase, para los que trabajamos de veras. Hay dinero para la Iglesia, pero se lo llevan otros… otros.
En la vaguedad de su mirada, en la timidez de su voz, había cierta protesta contra los que vivían en las alturas.
Fernando quiso saber cómo se le había ocurrido la idea del viaje.
–Tengo allá compañeros de seminario. Un muchacho que estudió conmigo vive en Buenos Aires, y me ha escrito maravillas de aquella tierra, invitándome a ir con él. Antes era mucho mejor: faltaban gentes de nuestra clase; ahora, en cada buque llegan sacerdotes de todos los países. Pero no importa: en la capital se puede vivir bien a la sombra de una parroquia, y además hay el campo, donde cada semana se funda un pueblo y hace falta un cura… También tengo condiscípulos en Chile y otras naciones del Pacífico. Allá creo que aún se presenta la cosa mejor para nosotros. Me escriben que hay señora que da cien pesos de limosna por una misa. ¡Y en España que no pasa nadie de tres pesetas!…
Complacíase Ojeda con esta franqueza de don José al comparar las ganancias del sacerdocio en los dos hemisferios. Había hecho bien en embarcarse: seguramente le esperaba allá la fortuna.
–No es tan fácil, don Fernando; hay mucha concurrencia. Me dicen que los curas italianos trabajan por lo que les dan, y han abaratado los precios. Como que muchos se ayudan con un oficio, y cuando vuelven de la iglesia a casa, son sastres de viejo o remiendan zapatos… En aquellas tierras los hombres se muestran, según mis noticias, algo indiferentes con nosotros. Lo mismo que en la nuestra. Hay que buscar el apoyo de las mujeres, y para esto me ha prometido don Isidro presentarme a esas señoronas ricas que hablan con él y se sientan en la parte de proa. Parecen muy entusiasmadas con el obispo italiano: «Monseñor, aquí; Monseñor, allí», pero yo soy español, y ¡quién sabe!… Me gustaría encontrar una señora rica que me protegiese.
Fernando sonrió, algo asombrado de la naturalidad con que don José hacía esta declaración. ¡Qué cinismo tranquilo!… Y quiso acompañar su risa tocándole en el pecho con un dedo, pero se detuvo al ver su gesto de sorpresa.
–Se equivoca usted, señor Ojeda. Yo soy un indigno pecador en muchas cosas… menos en ésa. Tengo mis defectos, como todos los hombres, pero lo que usted cree… ¡nunca! Yo no pienso jamás en esas niñerías. ¡Yo soy muy hombre!
Golpeábase el pecho con arrogancia al hacer esta viril declaración, y Ojeda admiraba la incoherencia del pobre sacerdote, que repetía con orgullo su calidad de masculino como prueba de virtud.
–Soy muy hombre, don Fernando, y por eso me deja indiferente ese pecado tonto en el que usted piensa y que sólo proporciona escándalos y quebraderos de cabeza… Otros pecados, no digo que no…
Una sonrisa de malicia infantil arrugó sus mejillas morenas, en las que se marcaba la mancha azul de la recia barba. Quedaron al descubierto sus dientes apretados, deslumbradores, que denunciaban una gran fuerza triturante. Contemplando su ávido brillo, creyó Ojeda en la pureza de aquel hombre. La voluptuosidad había contraído en él todos sus tentáculos, para replegarse sórdidamente en el paladar y el estómago.
Maltrana le había hablado algunas veces del apetito insaciable de don José, de la prontitud con que acudía al comedor apenas sonaba la trompeta, de la profusión con que recolectaban sus manos emparedados y galletas en las bandejas a la hora del té, del entusiasmo con que elogiaba la abundancia nutritiva a bordo del Goethe. Su capacidad de alimentación sólo era comparable, según Isidro, a la de un náufrago que se salva o a la de un habitante de ciudad sitiada que se rinde después de varios años. Cuarenta generaciones de jornaleros hambrientos comían por su boca.
En aquel mismo instante, mirando Ojeda hacia el paseo de babor, vio a Isidro que acababa de abandonar su conversación con las señoras y venía hacia él. Pero se detuvo ante la familia de Nélida. El padre, sin moverse de su asiento, hablaba con Martorell, el poeta bancario, y Maltrana, después de escucharles unos segundos, se inmiscuyó en la conversación.
–Yo necesito, para abrirme paso, una señora que me proteja—continuó don José—. Pero eso no es fácil; en nuestro mundo hay modas, como en todos los mundos, y vanidades y categorías. Yo soy un pobre cura que sólo sabe cumplir como buen trabajador.
–Debía usted imitar—dijo Ojeda—a ese abate francés que tanto entusiasma a las señoras.
–¡Cállese, señor!—protestó el cura—. Yo no sirvo para titiritero. Los españoles no sabemos hacer comedias: tenemos más seriedad… ¡Yo soy muy hombre!
Y resumía su indignación con un fiero golpe en el pecho, afirmando varias veces que era muy hombre.
–Tal vez en tierra me sea más fácil abrirme paso. Yo no soy cura a la moda, pero soy cura español, y esto algo debe valer entre gentes que son de nuestra sangre, hablan nuestra lengua y profesan el catolicismo porque España fue la primera en descubrir sus tierras. Ahí está la buena señora doña Zobeida, ese ángel de bondad; para ella no hay más sacerdote a bordo que yo: el obispo y el abate, como si fuesen zapateros. ¡Ojalá se resolviese lo de su pleito y cambiase de fortuna! Ciertamente que no me olvidaría… Además, en aquella tierra, según dicen, el exceso de dinero y la abundancia de negocios malean a los sacerdotes. Unos se dedican a la cría de caballos o de bueyes, otros prestan dinero a los feligreses sobre las cosechas. Pero yo llego a trabajar sólo en lo mío, para cumplir como bueno, y me contento con poco. Mi felicidad sería un curato en esos campos donde la carne va tirada, según dicen, y el pan lo mismo. Mi madre no puede venir, porque le tiene miedo al mar; pero traeré a mi hermana, que es guisandera fina, y malo será que no coloque a mi cuñado y dé carrera a los sobrinos… ¡Señor, que así sea!
Quedó indeciso y silencioso, como si agitasen su cerebro nuevas e inesperadas ideas.
–Líbreme el Altísimo de un engaño—dijo—; pero yo pienso, don Fernando, que nosotros en América somos algo. Tal vez no sabemos tanto o somos menos atrevidos que ese parlanchín de las barbas, pero somos más serios, más sencillos. Nuestro catolicismo es para América más… ¿cómo me explicaré?… más…
–Más clásico—interrumpió Ojeda, para sacar al cura de su apuro.
–Eso es—dijo don José tras una vacilación, como si pesase la palabra no comprendiéndola bien—. Más clásico, más con arreglo al país, y por esto las personas buenas y sencillas que no se curan de modas deben recibirnos mejor a nosotros que a esos sacerdotes extranjeros que parecen gente de teatro.
Permanecieron los dos en silencio, y Ojeda volvió a tener la misma visión del día anterior… «¡Buenos Aires!» También este nombre mundial había titilado un instante, como parpadeo de mística lámpara, en la penumbra de la sacristía, evocando la ilusión de una mesa abundante, una mesa de hartura, y en torno de ella una familia robusta y saludable, segura del porvenir, rodeando al sacerdote rico… Y allá iban todos, siguiendo el revoloteo de la esperanza, hacia un mundo de fértiles soledades faltas de hombres, llevando como precio de su entrada fuerzas, iniciativas y apetitos: unos sus brazos, otros su inteligencia, otros el ávido capital ansioso de copular con la tierra y reproducirse hasta lo infinito… y hasta aquel pobre cura llevaba su misa, su catolicismo español, más serio, más… clásico.
La llegada de Maltrana interrumpió estas meditaciones.
–¿Qué dice don Pepe?…
Y acompañó el familiar saludo con una suave palmada en el abdomen del clérigo. Éste se inclinó sonriendo. «¡Qué don Isidro tan alegre y simpático!… Era imposible enfadarse con él…»
Al ver juntos a los dos amigos, el cura pareció contraerse en su humildad.
–Ustedes tendrán que hablar—dijo mirando a su reloj—. Va a ser mediodía. ¡La hora del almuerzo! Me hace falta un poco de paseo para despertar el apetito.
Y se alejó, seguido por la risa de Maltrana, que lamentaba irónicamente la inapetencia del cura.
Ojeda quiso saber qué había hablado su amigo con Martorell y el padre de Nélida.
–Hablábamos de negocios—dijo Isidro con repentina gravedad y una expresión de misterio—, de un gran negocio que llevamos entre manos. ¡Quién sabe si antes de un año seré rico, muy rico, más que usted, que quiere ir al desierto a roturar la tierra!… Las amistades sirven de mucho, y yo las tengo buenas.
La mirada interrogante y asombrada de Ojeda le invitó a continuar en sus confidencias. Dudó un momento, como si temiese la burla de su amigo, y al fin dijo con resolución:
–Vamos a fundar un Banco apenas lleguemos a Buenos Aires… No se ría usted, Fernando; me lo esperaba. Es cosa seria. Martorell pone la idea y su experiencia de técnico. El señor Kasper, el padre de Nélida, pondrá el capital que se necesita para empezar; poca cosa, según el catalán, que entiende mucho de esto. Yo… no sé lo que pongo en el negocio, pero seguramente pondré algo, pues entro en él, y mis consocios parecen contentos de tenerme en su compañía.
Echóse a reír Ojeda con tal fuerza, que su espalda chocó con la barandilla, doblándose hacia la parte exterior. «¡Maltrana banquero! ¡Maltrana fundador de un Banco, cuando apenas tenía unas pesetas para desembarcar!…»
–No se burle—dijo éste, algo amoscado—. La cosa no es para tanto. ¿Vamos o no vamos a una tierra de riquezas y prodigios?… Si usted oyese a ese muchacho catalán, la sencillez con que explica las cosas se convencería de que lo del Banco es asunto serio. ¿Y qué tiene de extraordinario que yo llegue a ser un gran banquero en un país donde todos, al llegar, cambian de profesión y cada uno se descubre con facultades y aptitudes que no sospechaba en Europa?… Aquí en el buque no se oye hablar más que de millones y de negocios estupendos. Todos llevamos nuestro plan gigantesco para asombrar al Nuevo Mundo y encadenar a la fortuna. Hasta los que se volvieron de América desesperados retornan con nuevos bríos. ¿Por qué no ha de tener Maltrana su negocio?… Crea usted que los que han fundado Bancos allá no valían más que yo ni tenían el talento de Martorell, que es un águila para estas cosas.
Pasado el primer acceso de hilaridad, admirábase Ojeda de la convicción con que hablaba su amigo del futuro negocio. Sentía, indudablemente, la influencia misteriosa que había observado él en anteriores viajes. Un ensanchamiento de la ilusión, hasta los confines más absurdos de lo irreal, dominaba a los viajeros. El aislamiento en medio del Océano empequeñecía o anulaba todos los obstáculos con que se tropieza viviendo en tierra firme. La inmensidad del mar parecía dilatar los cerebros y los ojos. Todos pensaban en grande y veían sus propias ideas con retinas de aumento. Y como la ilusión de los unos no oponía obstáculos a la esperanza de los otros, todos se empujaban locamente, dando por realizadas las cosas en este galope de optimismo.
Los vecinos de asiento, que durante los primeros días de navegación se habían mirado hostilmente en la cubierta de paseo, buscábanse ahora, no pudiendo vivir separados, y hablaban horas y horas de los futuros negocios ideados en comandita, sin cansarse de manosearlos para apreciar mejor su mérito, examinándolos, como una piedra preciosa, faceta por faceta. Un hálito de heroísmo despreciador de los obstáculos hacía vibrar los cerebros. La vieja Europa, meticulosa, cobarde y retardataria, quedaba atrás; las hélices la enviaban los espumarajos de las aguas rotas como un salivazo de despectivo adiós. Por la proa llegaba el viento del Nuevo Mundo, la respiración de una tierra de valerosos sin escrúpulos ni remordimientos, donde el absurdo triunfa, siempre que vaya acompañado de la tenacidad y la audacia.
Si para un negocio se necesitaban tierras, las tierras se adquirirían. Los futuros triunfadores ignoraban cómo ni por qué medio, pero se adquirirían, y… basta. Éste era un detalle de poca importancia. Si se necesitaban grandes capitales, se encontrarían igualmente. No había que preocuparse de esto. Lo importante era el negocio, el gran negocio de estupenda novedad que se les había ocurrido—novedad que consistía en trasplantar algo viejo y tradicional de Europa—, y calculaban las seguras ganancias: tanto por mes, tanto por año, tantos millones a los cinco años, creyéndose, en fuerza de ilusión, casi al final de esta rápida carrera de la suerte.
Algunos, con inagotable generosidad, sentían el deseo de hacer partícipes de su estupenda fortuna a todos los allegados, y cada mañana admitían un nuevo socio, ofrecían graciosamente una parte a un nuevo auxiliar, hasta el punto de no saber con certeza qué restaría para ellos, los geniales inventores. Otros, más ásperos de alma, empezaban a mirarse con recelo y suspicaz vigilancia, temiendo una mutua traición en el negocio que aún estaba por venir. La riqueza achica los corazones y los endurece. Y lo más extraordinario era que todos abominaban de la imaginación como de una facultad deshonrosa y ridícula. «Nada de ilusiones: hay que ver las cosas tales como son, y en el caso de exagerar colocarse en lo peor. Pongamos que sólo se gana la mitad; pongamos que sólo es la mitad de la mitad…» Y tras estos cálculos descendentes, que revelaban su odio a toda fantasía, siempre resultaban millonarios.
Los más entusiastas y de fe inconmovible eran los que habían estado en América y volvían a ella por segunda o tercera vez. Los neófitos, que escuchaban con asombro sus profecías de riqueza, parecían dudar de repente. Era la timidez europea que resucitaba. «Yo he estado allá, y sé lo que es aquello—decía el compañero viejo—. Nada de miedo; esta vez, con mi experiencia, estoy seguro del éxito…» Y Maltrana, burlón y escéptico, que iba a América sin saber ciertamente para qué, se había sentido de pronto arrebatado, lo mismo que los otros, por este huracán de optimismo.
–Sí señor; un Banco—repitió mirando a Ojeda con expresión algo agresiva—. Vamos a fundar un Banco, y no comprendo que un negocio serio le produzca a usted tanta risa. Las cosas están magníficamente ideadas. Ese chico catalán, aunque despreciable como poeta, es un gran organizador; y el señor Kasper será un pillo, si usted quiere, pero en los negocios la picardía es un mérito. El plan no tiene falla por ninguna parte.
Y lo exponía con la sequedad de un grande hombre ofendido por la ignorancia de su auditorio. Fundar un Banco era cosa corriente en aquellos países. Cada semana nacía uno, según le había dicho Martorell. No había calle principal de Buenos Aires que no tuviese unos cuantos. Lo más importante era encontrar una buena casa y amueblarla con muebles ingleses, «serios», «distinguidos», y mostradores de caoba brillante. Además, eran necesarios un enorme rótulo dorado, juegos de banderas para las fiestas patrióticas, y gran iluminación nocturna en la fachada. Capital para empezar: dos o tres millones de pesos.
–Usted creerá haberme aplastado preguntando: «¿Dónde está el capital?…». Se hacen figurar todos esos millones y más si se desea en los Estatutos, y sobre todo en las vidrieras y el rótulo, con letras de a dos palmos. Pero en realidad se empieza con treinta o cuarenta mil pesos… Y también me dirá usted: «¿Dónde están?…». El señor Kasper, que tiene en gran aprecio a Martorell y cree en el negocio, promete traerlos. Además, contamos con los buenos señores que entrarán en el Directorio… Siempre se encuentran media docena de tenderos deseosos de figurar al frente de un Banco. Gusta mucho poder decir a los amigos: «Esta tarde tengo sesión de Directorio». Da importancia escribir a los parientes de Europa, a los papanatas de la tierra, en el papel del Banco con un membrete que impone respeto, en el que se consignan los millones del capital y las operaciones del establecimiento. El catalán, que «conoce el corazón humano» y es gran aprovechador de vanidades, tiene echado el ojo desde su viaje anterior a unos cuantos compatriotas. Éstos aportarán fondos, tomarán acciones para ser del Directorio, y luego que funcione el Banco… ¡a vivir! Daremos dinero al 30 por 100 (lo que es fácil allá, según dice Martorell), prestaremos con hipoteca, para quedarnos con los bienes hipotecados; un sinnúmero de bellas maldades, que explica mi consocio con su hermosa sonrisa de hiena poética.
Quedó en silencio Maltrana, como si se examinase interiormente.
–¡País de asombros!—continuó—. ¡Yo banquero, yo que he hecho sufrir tanto a los prestamistas de Madrid!… ¡Tierra de transformismos, donde los albañiles se hacen agricultores, los curas fugitivos se convierten en padres de familia y los señoritos arruinados entran de cajeros de confianza en las casas de comercio!…
–¿Ya tienen ustedes título para el Banco?—preguntó Ojeda.
–Ése es el obstáculo, el único escollo con que tropieza hasta ahora nuestro negocio. Lo del título es importante. Casi va el éxito en encontrar algo que suene bien, que se pegue al oído, inspire confianza y tenga un carácter internacional, lo más internacional que sea posible. Los consocios no se ponen de acuerdo en lo del título; lo único indiscutible es que, sea cual sea su dimensión, deberá añadírsele «y del Río de la Plata». Porque allá, según Martorell, todos los Bancos, aunque se titulen rusos, chinos o noruegos, llevan como final de rótulo «y del Río de la Plata». Sin esto, no hay respetabilidad posible.
Volvió a quedar en silencio Isidro, pero su rostro se animó durante esta pausa con su acostumbrada expresión de malicia.
–Yo tengo mi título, un título de lo más universal. Abarca las diversas nacionalidades de las gentes que vendrán a nosotros y halaga al mismo tiempo el sentimiento regionalista. Hasta he tenido en cuenta el lugar de nacimiento de mis dos compañeros. «Banco de Westfalia, de Tarragona y del Río de la Plata.» Pero los socios no lo aceptan.
Fernando miró fijamente a su amigo. ¡Famoso Maltrana! En él la gravedad era siempre de corta duración. Nunca se sabía ciertamente dónde cesaban sus emociones, dando paso a la fría burla.
En lo alto del buque vibró la señal de mediodía, un rugido que hizo temblar los pasillos y tabiques del trasatlántico y se dejó absorber sin eco alguno por el sordo infinito del Océano.
–Las doce: vamos a almorzar.
Cerca de la proa vieron algunos pasajeros que señalaban la línea del horizonte, discutiendo con frases breves. Contraían los ojos para dar mayor potencia a su visualidad; pasábanse de mano a mano los gemelos prismáticos, explorando el límite del Océano, sobre cuyo lomo se abullonaban tenues vapores. «Ya se ve Cabo Verde…» Otros dudaban. No eran las islas: eran simples nubes. Y todos, como si despertasen de la calma letárgica del mar, mostraban un deseo famélico de ver tierra, de distinguir aquellas islas en las que no había de detenerse el buque.
Abajo en el comedor almorzaban muchos con cierta precipitación, como gentes que han de ir al teatro y aceleran la comida por miedo de llegar tarde. «Tierra: ya se ve tierra», decían de mesa en mesa con una alegría infantil. Más impacientes, algunos se levantaban de sus asientos con la servilleta en la mano, y alargaban el pescuezo queriendo distinguir por las ventanas del comedor aquellas islas ante las cuales iban a pasar de largo y de las que hablaban todos como de una tierra de promisión.
Después del almuerzo, la gente tomó el café a toda prisa y los salones quedaron abandonados, sonando en el vacío el abejorreo de los ventiladores y los trinos de los canarios. Todos se amontonaban hacia la proa, en las bordas de la cubierta, ansiosos de ver las islas. Empezaron a marcarse en el horizonte las gibas obscuras y borrosas de unas montañas emergiendo del mar. Cansados al poco rato de esta contemplación monótona, muchos retrocedían. ¿No era más que aquello? Iba a transcurrir una hora larga antes de que estuviesen frente a ellas. Además, el buque pasaba muy lejos… Volvían al fumadero a continuar sus partidas de poker, o formaban en la cubierta los corrillos habituales, hablando tendidos en el sillón, hasta que el cabeceo de la somnolencia les hacía levantarse titubeantes, camino del camarote, para continuar la siesta.
Ojeda y su compañero, acodados en la baranda, miraban con interés las siluetas de las islas destacándose como nubes puntiagudas sobre el azul sereno del horizonte.
–Hasta aquí llegó Colón—dijo Fernando—. El Almirante, que había navegado siempre hacia Poniente, puso en el tercer viaje la proa al Sur, buscando descubrir tierras nuevas por la parte del Austro. Pero más allá de estas islas tuvo miedo, y torció el rumbo para seguir la ruta de siempre. Le espantaron los calores del Ecuador; creyó que de seguir hacia el Sur acabarían por arder sus naves. Tal vez influyeron en su credulidad de visionario las leyendas de que rodeaba la pobre geografía de entonces a la línea equinoccial.
Recordó después los incidentes de su tercer descubrimiento. Los rayos del sol eran tan intensos, que el Almirante, según consignaba en sus cartas, temió que incendiasen navíos y personas. Caían sobre la escuadrilla frecuentes turbonadas, pero estas lluvias de pegajosa tibieza sólo servían para hacer tolerable el calor durante unas horas. Colón las acogió como un socorro providencial, creyendo que sin ellas todos hubiesen perecido. Iba enfermo; le inquietaba la desaparición en la línea del horizonte de los astros que guiaban a los navegantes en los mares del hemisferio boreal, así como la aparición de otras estrellas ignoradas que a cada singladura iban remontándose en el cielo.
Renacían en su memoria las opiniones de la época sobre la línea equinoccial y lo que existía detrás de ella, doctrinas aprendidas en su vagabundaje por los conventos y los puertos, conversando con hombres de ciencia y navegantes.
Para muchos, en el hemisferio del Austro estaba el Paraíso terrenal. El Ecuador, con sus calores irresistibles, era «el gladio o cuchillo ígneo versátil» que había puesto Dios entre los hombres y el Paraíso para que ninguno de los hijos de Adán pudiese volver a él. Los poetas de la antigüedad y los Padres de la Iglesia acordábanse maravillosamente al fantasear sobre esta parte del mundo absolutamente ignorada. Más allá del Ecuador estaba la tierra llamada «Mesa del Sol», por la dulzura de su clima y la generosa abundancia de sus productos. En ella vivían seres felices que, al no tener que preocuparse de las necesidades de la vida—pues la Naturaleza, pródiga, les ofrecía todo con exceso—, dedicábanse al estudio de las causas naturales, y especialmente de la astrología. Arim, la «ciudad de los filósofos», era el centro de la «Mesa del Sol».