Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 24
Hablaron después de esto de los «grandes crímenes» de los conquistadores.
–Eran gente dura, violenta—dijo Ojeda—, y hasta entre ellos mismos dirimían con sangre sus cuestiones. Pero no eran mejores ni peores que los hombres de espada que en los mismos años hacían la guerra en Europa. ¡Es curiosa la injusticia del mundo con los conquistadores de América!… Algunos los describen como monstruos excepcionales de maldad, algo de que no hay ejemplo en la Historia; y un siglo después que ellos realizasen su conquista, se desarrollaban en el corazón de Europa la guerra de los Treinta Años y otras guerras de religión, con degüellos en masa de pacíficos campesinos y quemas de pueblos enteros con todos sus habitantes…
–Igualmente son ridículas—dijo Maltrana—las lamentaciones por el trabajo de los indios en las minas. Cualquiera creerá que sólo trabajaban ellos. El indio servía para el arrastre de los minerales, como hoy mismo sirven los hombres libres en las minas que carecen de maquinaria. Pero con el indio trabajaban obreros españoles, mineros enviados de la Península, que sufrían tanto o más que ellos… Siempre tendrá la humanidad que realizar, para vivir, pesados trabajos, abrumadoras funciones. Hoy, después de tanta civilización, centenares de miles de blancos sufren igualmente en las minas, y es injusta esa sensiblería que se calla cuando la víctima es uno de su raza y sólo se enternece cuando el que pena es de otro color… Como España estuvo gravitando sobre Europa durante siglo y medio y dejó resentidos por su dominio a muchos pueblos, no ha habido mentira ni exageración que la venganza haya dejado de lanzar después contra ella.
–Gran cantidad de las patrañas que circulan sobre nuestras colonias—dijo Ojeda—son obra de un editor. Los libreros tuvieron gran influencia en la historia de América. Su mismo título (con menosprecio de Colón) se lo dio un librero de la frontera francesa, el editor de las cartas de Américo Vespucio. Y muchas de las mentiras que circulan con un carácter tradicional contra los españoles coloniales las inventó un librero flamenco.
Era Teodoro de Bry, impresor de Lieja, que de 1570 a 1602 estuvo publicando libros y estampas para alimentar en Europa la curiosidad por los sucesos de las Indias y el odio a España, dominadora del viejo mundo en aquel entonces. El buen flamenco hizo obra patriótica desacreditando por todos los medios a los españoles les que gobernaban su país. Pero esta obra apasionada fue indigna de la credulidad que le dispensó la ignorancia general. Las afirmaciones del editor Bry, que jamás estuvo en las Indias, que imprimió todo cuanto le ofrecían siempre que fuese contra España, y vivió un siglo después del descubrimiento, se aceptaron con el mismo respeto que si fuesen documentos de testigos presenciales. Inventó retratos de Colón, e inventó igualmente ridículas historias sobre la vida del Almirante y la injusticia y crueldad de los españoles.
–El librero Bry—continuó Ojeda—fue el autor de ese cuento soso e imbécil sobre «el huevo de Colón»… ¡La suerte de ciertas tonterías! Muy pocos conocen lo que fue el descubrimiento ni tienen una idea aproximada de Colón; pero todos saben la perogrullada del huevo, fábula insulsa digna de un ingenio flamenco.
–Cierto es—dijo Maltrana—que una buena parte de lo que se ha propalado contra los españoles de América se inventó en Europa por gentes que nunca estuvieron allá. Algunos autores americanos del siglo xviii protestaron de la exageración de esas invenciones, pero su voz no tuvo eco. Luego, al iniciarse la Independencia, los revolucionarios americanos adoptaron como suyas muchas de las afirmaciones europeas, aceptándolas a ojos cerrados con el apasionamiento de la lucha, y aún colean los tales embustes en la enseñanza que se da en las escuelas del Nuevo Mundo.
–Al empezar la decadencia de nuestra patria—añadió Fernando—, de Italia, de Flandes, de Holanda, de Alemania, de Inglaterra y de Francia, países que tenían mucho que vengar, pues durante siglo y medio les había molestado enormemente la preponderancia española, llovieron volúmenes hablando de las grandes crueldades sufridas por los indios. Rousseau puso de moda el hombre primitivo, libre en plena Naturaleza, y los indígenas americanos fueron el tipo perfecto de la víctima aprisionada y desfigurada por la civilización. Abates folicularios, para halagar al público, lloraban sobre la desgracia de unos pobres indios que sólo habían visto pintados en estampas lo mismo que mascarones de Carnaval.
–El barón de Humboldt—interrumpió Maltrana—, el único extranjero de capacidad que vio de cerca la América de entonces viajando por casi toda ella, decía que los indios gobernados por la autoridad colonial, torpe y formulista, pero a la vez tolerante y floja, bien podían ser envidiados por los campesinos de Europa, que vivían con mayor miseria, y especialmente por los campesinos de Francia antes de la Revolución… Muchos de los crímenes coloniales, que fueron a la misma hora crímenes de todo el resto del mundo… ¡literatura, pura literatura!
–No lo tome usted a broma—dijo Ojeda—. La literatura entró por mucho en eso. Cuando se inició en América el movimiento de emancipación, Chateaubriand reinaba sobre el mundo y Atala era el libro sublime. «¡Triste Chactas!», cantaban con voz llorosa acompañadas de arpa o de guitarra todas las damas de ambos hemisferios. Y el indio de moda, interesante, gallardo y filosofador, era para los revolucionarios un argumento más contra la tiranía española.
–Y lo gracioso fue—dijo Maltrana—que el indio, en casi todos los países de América, en vez de irse con la revolución, que lo compadecía y ensalzaba, se mantuvo aparte de ella o defendió hasta el último momento al rey, formando en los ejércitos monárquicos, donde por cada soldado peninsular había cuarenta o cincuenta de color. Y terminada la revolución, al verse vencedores los enemigos de la tiranía, se dieron buena prisa en acabar con el «triste Chactas», pasándolo a cuchillo en muchos países de nuestra América, quemando sus tolderías, repartiéndose a sus hijos, o mezclándolo en las luchas civiles para que fuese carne de cañón.
Otra vez volvieron a hablar de los primeros conquistadores. Al iniciarse su éxodo, el pueblo español estaba en el apogeo de su vigor. Siete siglos de pelea continua con el moro habían virilizado sus costumbres. Hombres de guerra jugaban a detener una muela de molino en plena rotación. Otro, con una cortesía de gigante, arrancaba en una iglesia la pila de agua bendita para que mojase con más comodidad sus dedos una dama de baja estatura. Todo español era soldado. Las continuas algaradas, cabalgadas y rebatos en los límites de los reinos musulmanes y cristianos obligaban al labriego a arar la tierra con las armas prontas. Una operación agrícola costaba muchas veces una batalla. El árabe le enseñó a cabalgar en corceles indómitos; la tradición del país, que databa de los auxiliares de Aníbal, hacía de él un peón infatigable. La lucha de guerrillas, sorpresas y emboscadas, armado a la ligera, le preparó para buscar en las selvas de América al enemigo escurridizo, invisible y de golpe certero.
Semejantes a los legionarios romanos, que lo mismo peleaban en tierra que en el mar, los aventureros de la conquista fueron a la vez navegantes, jinetes incansables en las pampas inmensas y duros andarines de las selvas vírgenes, sufriendo los rasguños de la espinosa vegetación, el acecho de los indios, la acometida de las fieras los tormentos del hambre y de la sed. Algunos que desembarcaron en Méjico acababan por establecerse en los confines de la Patagonia. Otros, abandonando la vida regalada a orillas del Pacífico, lanzáronse a través de bosques y desiertos, siguiendo el curso de ríos como mares, para salir al Atlántico por las bocas del Amazonas. El pie incansable valía tanto en ellos como la mano férrea y el ojo de pájaro de presa.
El hambre, un hambre que sólo podía sufrir el español, habituado a las sobriedades de su raza, le acompañó en sus exploraciones por las peladas altiplanicies de los Andes y las llanuras pantanosas sin término. Aventurábase en desiertos de los que parecía haber huido toda vida animal. El cielo de triste azul relampagueaba y temblaba cargado de electricidad, sin soltar una lágrima de lluvia; el suelo de bronce no permitía que la más leve brizna de hierba adornase sus peñascales; la llama y la vicuña torcían su carrera de trote femenil para no internarse en esta desolación, glacial unas veces, tórrida otras. Ni una planta ni una bestia se encontraban en las soledades de leguas y leguas… Y por allí pasó el hombre, por allí caminó sin guía el aventurero español, a impulsos de su heroica ignorancia, que le hacía marchar en línea recta, siguiendo el revoloteo ilusorio de la Quimera, siempre en busca de las montañas de oro.
Unos eran estudiantes mal avenidos con las bayetas escolásticas o mozos de labranza que, deslumbrados por el mágico esplendor de las Indias, se improvisaban guerreros en las tierras nuevas. Los más eran combatientes de las guerras de Europa, segundones de ilustres casas, hidalgos pobres que habían hecho su aprendizaje en los tercios de Italia y de Flandes y asistido al saco de Roma: soldados orgullosos de sus hazañas y un tanto indisciplinados, que consideraban a sus jefes como iguales. Cada uno de ellos era capaz de tomar el mando, y en momentos difíciles, obrando por cuenta propia, remediaba las faltas de su caudillo y obtenía la victoria. Su orgullo estaba acostumbrado al respeto y al miedo del capitán. Cuando éste no podía ahorcarlo, lo halagaba cortesanamente. Los generales llamaban en España a sus gentes «señores soldados». El duque de Alba, acostumbrado a tratar con fiereza a reyes y papas, apellidaba a los guerreros de sus tercios «Muy altos y poderosos hijos», ponderando «el gran amor y afición que les tenía».
Y de entre estos hombres de guerra altivos, crueles y caballerescos, que paseaban su arcabuz como un cetro, su casco abollado como una corona, sus harapos como una gloria, surgían Ercilla, Cerotes, Calderón y tantos otros ingenios. En pacto eterno con el hambre y la pobreza, condenados desde mozos a ver sus hazañas mal recompensadas y sin otro porvenir que una vejez de mendicidad, podía sin embargo el más humilde de ellos, si le ayudaba la suerte en las Indias, convertirse en señor de luengas tierras y virrey de un Imperio.
–La literatura—dijo Ojeda—influyó mucho más de lo que creen en la empresa de la conquista. Los años que siguieron al descubrimiento fueron de gran difusión para las lecturas heroicas, difusión que duró un siglo, hasta que Cervantes escribió su famosa obra.
En 1492 se imprimían por primera vez los libros de caballerías; Nebrija publicaba la primera gramática castellana; se representaban en corrales y atrios de conventos las primeras farsas; caía Granada y se embarcaba Colón. Todo en un año: el descubrimiento de un mundo nuevo, la unidad nacional, el nacimiento del teatro, la formación y reglamentación definitivas del lenguaje y la popularidad, por medio de la imprenta, de los libros de caballerías, que en costosos infolios caligráficos sólo habían servido hasta entonces de recreo a opulentos magnates como don Alvaro de Luna… El hidalgo pobre, el mozo camorrista, el viandante aventurero, conocieron por sus propios ojos las sergas del caballeresco Amadís y gritaron de entusiasmo con las hazañas de Palmerín y Tirante el Blanco.
–Las almas sensibles y creyentes—continuó Fernando—paladearon las gestas del místico guerrero Perceval y los amores del caballero Tristán de Leonis con la infortunada reina Iseo, historias de amor y de muerte de los trovadores medievales, que en nuestros días ha remozado Wagner como argumentos de sus poemas… Las veladas en ventas y mesones discurrían ligeras en torno del candilón, que trazaba un círculo rojo sobre las páginas de la maravillosa historia impresa. Un estudiante de clérigo o un bachiller leía en alta voz, rodeado de un círculo de caras cetrinas, con el ceño fruncido y la boca palpitante de emoción… Uno de los venteros del Don Quijote declara como la mejor joya de su casa los viejos libros de caballerías olvidados por un caminante.
Estas historias disparatadas y heroicas agrandaban los ánimos, quitando toda significación a la palabra «imposible». Los más de los lectores y auditores llevaban espada al cinto, y al enterarse de las desaforadas batallas con gigantes partidos por mitad, dragones despanzurrados, fugas de inmensos ejércitos de malandrines, endriagos y salvajes, vencimiento de terribles encantadores y liberación de princesas cautivas, pensaban con emulación y envidia: «Lo mismo haría yo si se presentase la ocasión. Pero… ¿adónde ir?… ¿Cómo empezar?».
Los caballeros aventureros con existencia real conocidos de las gentes, el valiente Juan de Merlo, rompedor de lanzas en la corte de Borgoña, o los peleadores del «paso honroso» con Suero de Quiñones, habían vagado de corte en corte sin mayores hazañas que los torneos. ¿A qué parte del mundo caían las ínsulas y tierras de encantamiento para los hombres ansiosos de maravillosas aventuras?…
Y mientras toda una generación soñaba con los ojos puestos en el libro y una mano en la cruz de la tizona, íbase agrandando el radio de los argonautas al otro lado del Océano. Detrás de las islas de recientes desengaños extendía la inmensa tierra firme un mundo de misterios. Los que volvían de allá, adornado el casco con raros plumajes, hablaban de ejércitos de hombres cobrizos y fieros que sacaban el corazón a los enemigos para ofrecerlo a sus dioses; de esbeltas y ligeras amazonas con sólo un pecho, para tirar mejor del arco; de tritones mostachudos en los ríos, sirenas en las desembocaduras, perlas en los golfos y grandes bloques de oro nativo, del que enseñaban fragmentos… ¡Las ricas ínsulas no eran ficciones de los libros! ¡Había tierras en las que un paladín podía crearse un reino a golpes de espada!… Y la juventud corrió a llenar con sus armas y sus ilusiones las naos de Sevilla y Cádiz; y una vez en el otro mundo, empezaban la epopeya de los «navegantes de tierra firme», más dolorosa y más heroica que la de los navegantes del mar.
En las selvas de América, nunca exploradas, vieron hipógrifos, licornios y grifos iguales a los de los amados libros; las mordeduras de serpiente no eran mortales si se les aplicaba una amatista; la piedra bezoar sanaba todas las dolencias, y el mismo Carlos V pedía para las suyas este remedio encantado de los conquistadores. Árboles misteriosos daban la muerte a todo el que descansaba a su sombra, y otros sugerían dulces sueños de embriaguez. Grupos de hombres armados, sin más guía que el indio mentiroso y fantaseador o el eco de una tradición confusa, iban de la Florida a la Patagonia, del Callao a la desembocadura del Orinoco, en busca del valle de Jauja, lugar paradisíaco de delicias y harturas, del Imperio de las Amazonas, de la «Ciudad de los Césares», áurea metrópoli que nadie vio jamás, o de la Fontana de Juventud, suprema esperanza de los conquistadores de barba canosa que sentían decaído su vigor. Pedro de Alvarado tenía que luchar contra los conjuros de una india gorda, temible hechicera igual a las encantadoras de los poemas antiguos. En un combate mataba de una lanzada a un águila verde que pretendía sacarle los ojos, y al caer, el ave de presa tomaba la forma de un indio muerto. Era un cacique que, merced a los encantamientos de la bruja, se había convertido en águila para cegar al conquistador.
Hombres razonables y equilibrados no hubieran seguido adelante. Una visión ordinaria de la realidad les habría impulsado a retroceder o a tenderse en el suelo, desalentados. Pero la ilusión, sirena encantadora, coleaba en el aire junto a estos locos heroicos en sus horas de desfallecimiento.
Cuando en las altiplanicies estériles marchaban casi arrastrándose, las entrañas roídas por el hambre y las piernas petrificadas por el frío, la esperanza, como un relámpago, reanimaba su vigor. Tal vez al trasponer la próxima altura verían entre las nieves un valle frondoso con palacios chapados de oro. ¿Por qué no?… Visiones más portentosas habían salido al encuentro de los paladines en tierras de misterio. Y tirando del cinturón para correr la hebilla unos cuantos puntos, acallaban de este modo el estómago hambriento y seguían adelante con el mosquete al hombro, el talle gentil y la ilusión aleteando ante sus ojos.
El oro, que huía de ellos en las cumbres, los aguardaba sin duda en los profundos valles de asfixiadora torridez, como rayos de sol petrificados por el suelo ardiente. Y en busca del gran rey que todas las mañanas, luego de bañarse en el lago sagrado, se revolvía en montones de polvo de oro, cubriéndose de pies a cabeza con esta costra deslumbrante, avanzaban los aventureros por pantanos infinitos, hundiéndose en el légamo con la pesadez de sus armaduras, chapoteando como hipopótamos de acero en un fango de siglos.
Marchaban días, semanas, meses, por la llanura casi líquida. Dormían sobre troncos caídos, teniendo que espantar en mitad del sueño la vecindad de los caimanes. Guisaban su alimento sobre un trípode de ramas, devorando con fango hasta el pecho el ave acuática o el lagarto mal chamuscados. Un paso en falso les bastaba para desaparecer. La mala alimentación y las calenturas hacían de ellos feroces espectros enfundados en mortajas de hierro.
La desgracia y el ansia de vivir los convertían en seres crueles, sin misericordia. La muerte iba con ellos y para ellos. No sólo habían de defenderse de la hondonada invisible, de la mandíbula del saurio y el colmillo del reptil: el guía, el indio que marchaba a su lado, era un enigma inquietante. Imposible adivinar la verdad en la mueca servil de su mascarón cobrizo. Muchas veces, cuando más descuidado caminaba el hombre invencible, el hombre de acero con el trueno al hombro, los indígenas caían sobre él, lo enlazaban entre las lianas de sus brazos, y juntos chapuzábanse en la laguna como racimo de miembros palpitantes, contentos de perecer a cambio de ahogar al blanco.
Los que por benevolencia de la muerte desafiaban impávidos el clima, el hambre, los hombres y las fieras continuaban su avance, viendo en tanta miseria una preparación necesaria para obtener la gloria y la riqueza. Les aguardaba al otro lado del pantano o de la selva la ciudad de encantamiento, con sus techos deslumbrantes y un monarca poseedor de montañas de esmeraldas, que acabaría por darles su hija más hermosa y con ella todos sus tesoros. Tal vez en el último momento les cortase el paso algún dragón de siete cabezas vomitando llamas; pero ellos se encargaban de rajarlo con la buena espada de Toledo y la ayuda de su patrón el señor Santiago.
–Tal era la influencia del libro de caballerías—continuó Ojeda—, que el emperador Carlos V dio un decreto prohibiendo la importación y lectura de tales obras en las Indias. Los aventureros de espíritu caballeresco, afligidos por los abusos de los gobernadores, ejercían la justicia por su mano, lo mismo que el hidalgo manchego. Tomando ejemplos en los libros, formábanse en las nacientes ciudades de las Indias corporaciones caballerescas, cuyos individuos, con el título de «conjurados», se comprometían a defender con la espada los derechos de la viuda y el huérfano y a combatir las injusticias del poderoso.
El conquistador se adaptó a la nueva tierra y a las costumbres del indígena con asombrosa prontitud. El individualismo español encontraba un encanto irresistible en la vida errabunda del indio, con pocas leyes, ninguna autoridad, escaso trabajo, continuo viaje y un solo afecto: la familia.
–Así fue—dijo Maltrana—. En todas las historias de la conquista se habla de expediciones de españoles que descubrieron compatriotas procedentes de una expedición anterior, los cuales llevaban varios años viviendo entre los indios. Un naufragio, un retraso en la marcha, un combate desgraciado, les hacía caer prisioneros, y si libraban la piel en el primer momento, acababan por hacerse de la tribu y constituir familia. Los españoles encontraban con asombro al mozo de Sanlúcar, de Triana o de un pueblecillo de Extremadura con el pecho pintarrajeado, corona de plumas y un anillo en la nariz, apoyado fieramente en su arco y barboteando trabajosamente un castellano que casi había olvidado. Lloraba al recordar la Virgen de su tierra, pero cuando los compatriotas le incitaban a seguirles, sus lágrimas eran de desesperación. «¡Ay, no! ¿Y la familia?…» Y presentaba a la respetable compañera cobriza, con ojos de diablo y mejillas cubiertas de chafarrinones, y tras ella, la nidada de mesticillos, ágiles como gamos, con panzas ávidas de sepultar todo lo viviente.
Con igual facilidad se adaptó el soldado español a la guerra indígena. Los pasos de los ríos, las lagunas infinitas, las lluvias torrenciales, la dificultad de conservar la pólvora, hicieron cada vez más escasas las armas de fuego. La lanza, la espada y la rodela acompañaron al conquistador en sus expediciones de tierra adentro. El combate, para los viejos soldados que habían conocido las batallas más famosas de Europa, fue en adelante la «guazabara». La táctica, contenida en la Milicia Indiana, de Vargas Machuca, consistió en dar la «trasnochada» y dar el «albazo», o sea sorprender al enemigo astuto y escurridizo en plena noche o al romper el día. El aventurero sustituyó las botas guerreras por la alpargata o la abarca de piel de potro; la coraza por el peto acolchado de algodón, que le servía de almohada durante la noche; el casco por el morrión de cuero; la capa por el poncho indiano.
–El indio vino al fin a él—interrumpió Zurita sonriendo—, pero él hizo la mitad del camino yendo hacia la hembra india. Y el resultado de este encuentro fue una raza nueva, todo un mundo: la América que hoy conocemos.
Ojeda había quedado absorto desde mucho antes, sin oír lo que decían Isidro y el doctor. Resucitaba en su memoria la conversación que había tenido con Mina aquella misma tarde, y el recuerdo de la artista evocaba el de Wagner y sus héroes. ¿Por qué pensaba en esto?… «Tal vez—se dijo mentalmente—porque esos conquistadores fueron héroes de epopeya, héroes en plena Naturaleza, como los del poema nibelúngico…»
Su vaguedad imaginativa fue contrayéndose, hasta dar forma a figuras precisas. Vio a Wotan, el dios majestuoso y débil, forzado a castigar con momentánea cólera a la hija desobediente. «Padre—implora sollozando la walkyria—, ya que me has excluido de la raza de los dioses y como débil mujer he de dormir sobre esa roca hasta que el primero que pase se apodere de mi virginidad, ¡que no sea yo la esposa de un débil mortal, de un cobarde!… Evítame esa afrenta… Si en los brazos de un hombre he de caer esclava, haz que la llama surja en torno de mí al eco de tu palabra; rodéame de un baluarte de fuego, para que sólo un héroe de corazón firme y fuerte, valiente como un dios, pueda despertarme y hacerme suya.»
Igual a Brunilda, la virgen morena había dormido, no años, sino siglos, guardada en su letargo por la azul extensión de los océanos, más insalvable que las barreras de llamas. Sólo un héroe de corazón fuerte podía despertarla… Y al oír los pasos férreos del conquistador, los ojos de la india virgen parpadearon, extendió los brazos, y sus pechos vinieron a aplastarse sobre el peto de una armadura.
Era el héroe prometido; el amor que despierta bajo la caricia del guantelete metálico; el abrazo fecundador acompañado en sus temblores por un tintineo de armas.
Y para llegar hasta ella, el héroe no había tenido que combatir el obstáculo del fuego, que se salva con sólo un impulso de coraje… Su firmeza y su paciencia habían sido tan grandes como su valor ante los océanos que desalientan por su inmensidad; las montañas que crecen y se repiten así como se va avanzando por sus rugosidades; los bosques obscuros y laberínticos, en los que se pierden la luz del sol y las huellas de los pasos; las llanuras desoladas que no terminan nunca.