Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 23
La sed era el tormento de los largos viajes interrumpidos por las calmas. Corrompíase el agua, y los alimentos, salados en demasía, excitaban en todos el ansia de beber. Las familias emigradoras se sustentaban con las provisiones que habían hecho antes de embarcar. El fogón de la nave era llamado «la isla de las ollas» por su gran número, pues cada grupo cuidaba de la suya. Y cuando llegaba la hora de la comida, los mismos pajes que acababan de tender para los marineros un mantel en el suelo, con platos de madera, daban a gritos la señal.
–Tabla, tabla, señor capitán, piloto, maestre y buena compaña. Tabla puesta, vianda presta. Agua usada para el señor capitán y maestre y buena compaña. ¡Viva, viva el rey de Castilla por mar y por tierra! Y quien le diere guerra, que le corten la cabeza. Y quien no dijera amén, que no le den de beber. Tabla en buena hora, quien no viniere que no coma.
Y comían los tripulantes al principio de la navegación carne salada de vaca; luego, huesos sin tuétano vestidos sólo de algunos nervios; los viernes y vigilias, habas guisadas con agua y sal; y en las fiestas recias, abadejo, que era plato de gran lujo. Quedaban los más con hambre pero dábanse por contentos siempre que el paje encargado de la gaveta del vino pasase con frecuencia ante ellos taza en mano.
Olvidaban los pasajeros todos los martirios y miserias de la navegación a la vista de las Indias. Abrían las cajas para sacar camisas blancas y vestidos nuevos; limpiábanse de los menudos compañeros de viaje repugnantes y molestos, que volvían a refugiarse en las rendijas de las naos; se ceñían la espada. En cuanto a las pobres damas, macilentas por el mareo y las privaciones, transfigurábanse al llegar a las nuevas tierras. Deshacían los cadejos de sus greñas abandonadas, animábanse el rostro con blanco solimán y roja cochinilla, «saliendo de bajo de cubierta—según un viajero de entonces—tan bien tocadas, rizadas, engrifadas y repulgadas, que parecían nietas de las que eran en alta mar».
La gloria, la riqueza y hasta el gobierno de pueblos estaban al alcance de todos al otro lado de los mares. Siguiendo los pífanos y atambores de los tercios y el flamear de las banderas con águilas de doble cabeza, el pobre hidalgo iba al encuentro de la gloria, pero también de la miseria. Después de largas campañas en Flandes o en Italia, tenía asegurada una espera no menos luenga en las antesalas de los palacios, con el memorial en las rodillas, solicitando una recompensa de criado por los pelotazos de hierro y los acuchillamientos recibidos en las batallas contra el turco y el herético. Los altos puestos los acaparaban los cortesanos de nobleza tradicional, los descendientes de los que habían peleado en la Península contra el sarraceno.
Embarcándose para las Indias todo era posible. Bastaba fundar un pueblo para ennoblecerse por este hecho, colocando ante su nombre el honorífico Don. Mozos de vida airada, acostumbrados a peleas nocturnas con las rondas de alguaciles y a largas estancias en la cárcel por deudas, convertíanse al otro lado del Océano en magníficos señores que destronaban emperadores, colocaban otros en su lugar, o concluían por sentarse en el trono. Algunos, a la hora en que sus madres, vistiendo zagalejos de roja bayeta, daban de comer a las gallinas en sus corrales de Extremadura y Andalucía, se casaban, lo mismo que los caballeros andantes, con grandes princesas de tez pálida y ojos oblicuos, criaturas de enigma y ensueño que llevaban sobre la frente la borla multicolor de la autoridad y en el pecho áureas placas con sagrados jeroglíficos.
Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al amanecer las puertas del caserío vasco, del tapial pardo de Castilla, del casuchín morisco enjalbegado y oprimido en la calleja andaluza, de la corralada extremeña envuelta en olor de estiércol cerduno, y los mozos emprendían la marcha, ligeros de ropa y ágiles de piernas, cantando como los mancebos que encontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombro a guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa con toda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o a marqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar. Y de todos los extremos de la Península, siguiendo rutas convergentes como las varillas de un abanico, estos alegres romeros de la aventura y la ilusión venían a unirse con una firme amistad, tal vez por toda la existencia, al pie de las carabelas y galeones que se balanceaban pesadamente en la desembocadura del Guadalquivir esperando el lombardazo de partida.
Eran «la segunda hornada» de exploradores, los que habían de contornear el mundo recién descubierto, a través del naufragio y la muerte. Embarcábanse años después los de «la tercera hornada», los conquistadores de reinos y fundadores de ciudades, que, mal avenidos con la paz del triunfo, acababan por pelearse entre ellos sañudamente en una guerra de banderías estúpida y feroz.
Los reyes vivían vueltos de espaldas a estas tierras de misterio, cuyas riquezas tan decantadas sólo fueron una realidad algunos años más tarde. Preocupados con sus guerras y negocios de Europa, miraban indiferentes este éxodo y abrían la mano liberalmente a toda demanda de nuevas conquistas y permisos de navegación.
–Un autor de aquella época—dijo Maltrana—escribió un libro titulado Los seis aventureros de España, y cómo el uno va a las Indias, y el otro a Italia, y el otro a Flandes, y el otro está preso, y el otro anda entre pleitos, y el otro entra en religión. Y cómo en España no hay más gente destas seis personas sobredichas… Así era: no había más. Éste era el estado a que podían aspirar los que tenían voluntad y coraje. Las Indias representaban, según Cervantes, «el refugio y el amparo de todos los desesperados de España»; y como la desesperación era el estado natural de los españoles de entonces, de aquí que el libro debió tener una segunda parte, verídica y lógica, relatando cómo el aventurero de Indias se quedaba allá para siempre; y los aventureros de Italia y Flandes, aburridos de un heroísmo pobre y sin gloria, acababan por irse al Nuevo Mundo; y el preso hacía lo mismo al salir de la cárcel; y el pleiteante seguía idéntico camino, viéndose sin otra subsistencia que la sopa boba; y hasta el fraile acababa sus días en un monasterio colonial adoctrinando vírgenes cobrizas y cuidando los naranjos recién traídos de la Península…
–En esta fuga hacia las tierras nuevas—dijo Ojeda—, ¿quién podrá conocer jamás la cifra exacta de los que salieron y no llegaron? ¡Cuántas catástrofes ignoradas!… Algunos autores extranjeros afirman que en tres siglos le costó a España treinta millones de hombres la colonización del Nuevo Mundo. Seguramente exageran; pero hay que pensar que esa magna colonización desde la mitad de los actuales Estados Unidos al paso de Magallanes la acometió ella sola con sus propios recursos. Hoy, el americano ha cambiado mucho de su tipo original. ¡La mezcla que esto supone! ¡El enorme envío de virilidad que fue necesario para aclarar la sangre india de su cobre nativo!…
Durante el primer siglo de la conquista, embarcábanse los aventureros en los primeros buques que encontraban disponibles, vasos antiguos apenas recompuestos y guiados por cualquier piloto costero que se prestaba a dirigir la expedición. Las administraciones de entonces no conocían la estadística. Además, eran frecuentes los viajes clandestinos, sin papeles. Nadie se preocupaba de la seguridad de los viajes ajenos: cada uno que velase por sí mismo. Se confiaba en Dios y no se tenía miedo a nada.
Una expedición al mando de un viejo capitán de Indias salía de Cádiz para la isla de las Perlas, en las costas de Venezuela. El día era bonancible, el mar liso y tranquilo; pero el galeón estaba tan desencuadernado y podrido, que apenas navegó una hora se fue a pique instantáneamente a la vista de la ciudad, ahogándose todos sus tripulantes.
–Esta catástrofe—dilo Maltrana—metió algún ruido, porque entre los aventureros iba el hijo único de Lope de Vega, mozo poeta deseoso de seguir una de las seis carreras de los hidalgos de entonces. Pero ocurrían con mucha frecuencia estos naufragios por imprevisión o por audacia, sin que de ellos quedase noticia alguna… ¡Si este mar pudiese contarnos todos los dramas ignorados del descubrimiento!
El doctor Zurita asintió gravemente. Mucho le había costado a España su gran empresa de Ultramar. Tal vez su decadencia provenía de esto.
–Así es—contestó Ojeda—. Unos atribuyen esa decadencia a las guerras europeas; pero las naciones que peleaban con nosotros experimentaron iguales pérdidas, y no por esto decayeron… Otros echan la culpa al exceso de religiosidad, que nos metió en empresas absurdas. Tal vez sea esto cierto, pero en parte nada más. Naciones hubo entonces tan fanáticas como la nuestra, y sin embargo no se vieron en peligro de muerte… La causa principal de nuestra decadencia, o más bien dicho, de nuestra anemia, debe buscarse en la colonización de las Indias. Un organismo sana de las heridas que recibe, por tremendas que sean. Lo peligroso, lo mortal, es un desangre que dura años, que dura siglos: un flujo inatajable con el que se escapa la vida…
Fernando describió a la vieja España como una de esas madres prolíficas en exceso que marchan sobre sus piernas un tanto vacilantes, entre sus hijos, grandotes, robustos, sonrientes con la confianza de la salud. Sufren todas las enfermedades y no tienen ninguna: su única dolencia cierta es la debilidad, la anemia, la escasez de una vida que han ido repartiendo y malgastando generosamente. Cada hijo se ha llevado un jirón de su existencia.
–Y figúrense ustedes—continuó Ojeda—lo que representa para España haber dado a luz cerca de una veintena de cachorros que están al otro lado del mar viviendo por cuenta propia, unos adelantados y cultos, otros impulsivos y montaraces, pero todos de su sangre y su apellido y con las ilusiones de la juventud.
Maltrana asintió a estas palabras, pero añadiendo una opinión suya. El mal de España había sido no descansar hasta la vejez.
–Nuestro país es por su historia algo semejante a una olla que hierve siglos y siglos sin que nadie la aparte del fuego para que se enfríe su contenido. Los grandes pueblos de Europa, después del hervor fundente durante el cual se mezclaron sus razas y se borraron sus antagonismos, pudieron descansar en la paz. Este reposo les ha servido para solidificarse, engrandecerse y adquirir nuevas fuerzas. España no; España no conoció el descanso. Durante siete siglos hierve con el burbujeo de las luchas de raza y los antagonismos religiosos. Al fin se verifica de cualquier modo la fusión de los diversos ingredientes. Ya está hecha la mixtura nacional, tal vez de mala manera, pero ya está hecha. Hay que retirar la vasija del fuego para que se cristalice el contenido y sea algo más que líquido y vapores.
Pero en este momento crítico, España descubría las Indias y por alianzas monárquicas se encontraba dueña de media Europa. Y en vez de descansar, volvía a hervir con un fuego mayor, se hinchaba con un burbujeo loco, absurdo, el más extraordinario, atrevido e insolente que consigna la Historia. Una nación relativamente pequeña, mal situada en un extremo del mundo viejo, y que además pretendía unificarse expulsando a los españoles hebreos y musulmanes por ser de distinta religión, emprendía al mismo tiempo la empresa de colonizar medio globo y de mantener bajo su autoridad lejanas naciones europeas que no eran de su idioma ni de su raza.
Y el líquido, hinchado por el fuego, adquiría fantásticas proporciones, pareciendo mucho más grande de lo que realmente fue; esparcíase en oleadas fuera de la vasija, para perderse sin utilidad alguna, hasta que acabó por apagar la lumbre. Y cuando la olla descansaba al fin, enfriándose, sólo tenía en su interior leves residuos. Lo mejor se había escapado en vapores gloriosos o quedaba esparcido por el mundo en manchas, en pequeños terrones, sin formar una masa homogénea.
–¡Ay, si hubiésemos descansado a tiempo como otros pueblos!—dijo Maltrana—. ¡Si hubiese transcurrido un siglo o dos entre la constitución nacional y nuestras grandes empresas!… Pero estiramos la pierna más allá de la sábana, que era corta. Nunca se ha visto un despilfarro de vida y de energías más glorioso e inútil.
El doctor Zurita protestó de esto último.
–Inútil no. En lo que se refiere a las empresas de Europa, indudablemente… Pero queda la América, todas las repúblicas que hablan español, y que más allá de sus diferencias de constitución nacional son iguales por su alma y sus costumbres.
Ojeda asintió. El loco despilfarro de la energía española únicamente había sido reproductivo en las Indias. Viajando por diversas repúblicas del Nuevo Mundo en sus tiempos de diplomático, había apreciado la grandeza histórica de España mejor que con la lectura de los libros apologéticos.
En un país americano de clima frío, donde crecían lo mismo que en Europa el pino y el abeto y las montañas estaban coronadas de nieve, salía al encuentro del viajero el idioma castellano, y con él las viejas casas de escudos coloniales en el portón y los entonados señores de solemnes maneras semejantes a los hidalgos antiguos. Hasta el presidente de la República llevaba un apellido rancio y sonoro, igual al de los galanes de capa y espada de las comedias de Calderón. Luego, al saltar a otro país de cocoteros y bosques enmarañados, con ríos como mares, llanuras de infernal ardor, volcanes de cima humeante y lagos suspendidos entre cordilleras vecinas a las nubes, volvía a encontrar vestido de blanco, con el sombrero de paja en la mano, el mismo hidalgo cortés y ceremonioso; la dama de breve pie y ojos andaluces, discreta, juguetona y devota como una tapada de Lope; el antiguo convento colonial con sus torres encaperuzadas de azulejos que desgranan el campaneo de las horas en las tardes ardorosas o las noches lunares sobre calles de rejas ventrudas impregnadas de perfume de naranjo y de jazmín. Y otro presidente le recibía en audiencia, ostentando un apellido de vieja cepa, y era idéntico a los demás en su porte caballeresco y sus hazañas de caudillo voluntarioso y corajudo.
Desde las fronteras de Texas a los hielos de Magallanes, vivía España y viviría luengos siglos en el doctor sentencioso, trasatlántico, descendiente de Salamanca y Alcalá; en la dama graciosa y devota que imita las últimas novedades de la elegancia exterior, pero guarda el alma de sus abuelas; en el caudillo aventurero que renueva al otro lado del Océano los romances medievales de la Península; en la irresistible admiración por el valor y la audacia que sienten hasta los más ilustrados, colocando el coraje por encima de todas las virtudes humanas.
Podía un cataclismo continental hundir la Península ibérica bajo las aguas; y si con esto desaparecía la España nación, no por ello iba a morir la España pueblo, la España verbo, el alma española. Al otro lado del mar, en las costas del Atlántico y el Pacífico, o acopladas en las laderas de los Andes como los nidos de los cóndores, existían miles de ciudades unificadas por el idioma, las costumbres y un concepto peculiar del honor. Ochenta millones de seres hablaban el castellano y pensaban en él. El catolicismo, firme y dominador en unas naciones de América, débil y transigente en otras, era también una fuerza tradicional que mantenía viviente el pasado, común a todas ellas.
Los europeos aprendían el español para entenderse con los pueblos jóvenes de América. El castellano era el tercer idioma mundial gracias a su difusión en el Nuevo Mundo. España renacía en el verdor y belleza de sus hijas.
–Y esto es algo—dijo Ojeda—. Nuestro loco despilfarro de otros tiempos no se ha perdido del todo gracias a América.
Sus amigos asintieron. No, no se había perdido.
–Sólo un país como la Península—continuó Ojeda—, de clima africano y al mismo tiempo con mesetas de frío glacial, podía dar una raza preparada para la colonización de un mundo tan grande y diverso. Así únicamente se comprende que unos mismos hombres llegasen a fundar ciudades que están a más de dos mil metros de altura, en las que se respira con dificultad, y ciudades al nivel del mar, bajo el Ecuador, en un ambiente de infierno. Sólo un pueblo sobrio y de vida dura como el español podía acometer la empresa de poblar un mundo con el que la gente aún era más sobria y había poco de comer o no había nada absolutamente. El peligro para el conquistador no fue la flecha del indio; fueron la soledad y las inmensas distancias, y sobre todo, fue el hambre.
Zurita intervino, con la precipitación del que oye hablar de algo que conoce mejor que sus interlocutores.
–De eso puedo decir mucho. Yo he colonizado, ¿sabe, amigo?… Yo he vivido en el desierto, y allí conocí lo que habían sido los antiguos españoles y lo mucho que les debemos… Nosotros hemos sido injustos con ellos. Nos educan mal por patriotismo: nos inculcan mentiras desde la niñez. Cuando yo iba a la escuela estaban más vivos que ahora los odios de la lucha por la Independencia, y eso que había pasado más de medio siglo. España era una madrastra cruel y los españoles unos «gallegos» brutos, que sólo habían sabido esclavizarnos y explotarnos… Y esto nos lo enseñaban en idioma español, y además, el maestro y los discípulos llevábamos todos apellidos españoles. Hablábamos de los «gallegos» como de un pueblo bárbaro que hubiese conquistado nuestro país cuando ya estaba constituido y en plena civilización, retrasando su progreso, por lo cual lo habíamos expulsado gloriosamente después de tres siglos de tiranía… De hombre continué en la misma ignorancia. Los que nacemos en una ciudad ya hecha no nos preguntamos cómo se formó y quiénes pusieron sus cimientos. Cuando deseamos salir de ella, es para irnos a Europa y rabiar de emulación viendo que hay cosas mejores que las nuestras. Nunca miramos atrás ni nos preocupan nuestros orígenes.
Hizo una pausa el doctor, como si le molestase un mal recuerdo.
–Yo mismo—añadió—siento cierto remordimiento al pensar en mi abuelo. ¡Pobre señor! Cuando de niño me enfadaba con él, le llamaba «gallego» y recordaba los grandes hechos de la Independencia, que habían servido, según mis ideas, para echar a patadas del país a una banda de extranjeros explotadores… Al viajar por el interior de mi tierra, vi claro; me di cuenta de los sufrimientos y trabajos de aquellos hombres que fueron extendiendo por el desierto la civilización de su época. Sólo los que viven en las ciudades y no salen al campo (al campo inculto que aún no conoce la mano del hombre) pueden hablar con desprecio de nuestros remotos ascendientes.
El doctor recordaba su vida de joven, cuando había colonizado tierras vírgenes recientemente abandonadas por el indio.
–Tuve que sufrir toda clase de privaciones: hasta pasé hambre muchas veces. Y eso que tenía cerca el ferrocarril, y los ríos podía remontarlos en buques de vapor en vez de ir a remo, y el trasatlántico me traía en menos de un mes los encargos de Europa… Entonces me di cuenta de lo que hicieron los primeros españoles, sin otros medios de comunicación que la recua o la carreta, teniendo que echar seis u ocho meses para recorrer distancias que hoy salva el ferrocarril en dos o tres días. Cuando querían remontar el Paraná, yendo de Buenos Aires a la Asunción a remo y a vela por las revueltas del río, les costaba este viaje tres veces más tiempo que para ir a España. Naves de la Península llegaban muy de tarde en tarde, si es que no naufragaban. Y a pesar de tantos obstáculos, nuestros ascendientes fundaron los núcleos de las ciudades que ahora tenemos, crearon las primeras ganaderías, adaptaron a nuestro suelo los productos del viejo mundo, lo prepararon todo para que los europeos que llegasen después no se murieran de hambre… El español colocó la mesa en América, fabricó los asientos y puso el pan. Ésta es una imagen que se me ocurre. Después, otros pueblos más adelantados han traído las salsas refinadas de civilización, los hermosos adornos de mesa; pero sin el primero, que preparó lo más necesario, no habría banquete.
–Así es—dijo Maltrana—. Pero el que produce en la vida lo preciso y vulgar no alcanza nunca la fama del que fabrica lo superfino y agradable. Nadie sabe quién inventó el pan y quién tejió la primera tela. Ningún pueblo les ha levantado estatuas. Y crean ustedes que los inventores del pan, del paño y de la cocción de los alimentos fueron más grandes y dignos de gloria que los autores de todas las maquinarias de nuestra época.
–En la formación de los países americanos—insistió Zurita—ocurre lo que en los grandes edificios que ahora se construyen. Muy pocos ven el andamiaje interior de acero; ninguno desea conocer el nombre de los que trabajaron en los profundos cimientos. La admiración es toda para los adornos y «firuletes» de la fachada… Y quien asentó nuestros cimientos y levantó la parte sólida de nuestro palacio, fue España. Los otros pueblos han llegado mucho después, a la hora de los adornos y balconajes, para dar lo cómodo y lo lindo. Lo más duro, el trabajo ingrato y peligroso de albañilería, lo hizo «la vieja».
–Y cuanto más quieran ustedes elevar su edificio—dijo Ojeda—, cuanto más grandioso y solemne lo deseen, más tendrán que bajar en busca de los cimientos para reforzarlos, so pena de venirse abajo.
–Hay que haber vivido en el desierto—continuó el doctor—para darse cuenta de lo que trajeron con ellos los conquistadores y los servicios que prestaron a la civilización. Yo sufrí mucho al crear mis estancias, y sin embargo, pensaba: «Este caballo que me lleva de un lado a otro lo trajeron los españoles. Antes de venir ellos, no existía. Estas vacas y estas ovejas que puedo matar y comer las trajeron ellos también. La galleta que me llevo a la boca procede del trigo que ellos sembraron los primeros». Y no podía moverme en mi pobreza sin encontrar que las pocas comodidades que me rodeaban las debía a los atrevidos españoles que avanzaron y murieron en el desierto para que un día pudiese yo avanzar a mi vez. Y me preguntaba: «Pero ¿qué había aquí antes de que ellos llegasen? ¿Qué comía la gente?…». La gente era escasa, y para comer solo había maíz, mandioca y carne del huanaco. Esto a juzgar por lo que yo he visto en mi tierra. Dicen que en el Perú y en Méjico había mayores medios, porque era más numerosa la gente. Así debió ser, pero me temo que en los relatos haya mucha exageración de los hombres de pluma, cuentos maravillosos… lo que ustedes llaman «literatura».
Ojeda, que escuchaba pensativo, habló a su vez.
–Y hay que pensar, doctor, en los esfuerzos que costaría llevar al Nuevo Mundo cada uno de esos productos destinados a la aclimatación, en pequeños buques, con la gente hacinada.
Tripulantes y soldados dormían sobre las tablas. Los capitanes y personajes tenían por toda comodidad una colchoneta arrollada en el castillo de popa. Las provisiones eran saladas o avinagradas, para resistir los cambios de temperatura. Las grandes calmas del Océano hacían escasear con su larga inmovilidad la provisión de agua. Muchos vendían una a una sus prendas de ropa a cambio de algunos vasos de líquido terroso y recalentado, y llegaban desnudos al término del viaje. Y en medio de esta sed rabiosa, había que economizar líquido para dar de beber al caballo, al toro procreador, a la vaca de vientre, al naranjo en maceta, al olivo de plantel, a todas las novedades animales y vegetales que llevaban allá como tesoros, estimados en más que la vida de los hombres… Y como si no bastasen tantas tribulaciones, habían de abrirse paso a cañonazos entre los buques enemigos, ingleses, holandeses o franceses, que, según las variaciones de la política española, les salían al encuentro para impedir sus viajes.
–España—terminó Ojeda—dio a América todo lo que tenía, lo bueno y lo malo.
–Y no dio más porque no tenía más—dijo Zurita—. Los otros países no creo yo que tuviesen más que dar en aquellos tiempos… Pero nosotros, legítimos descendientes de los españoles, hemos heredado de ellos la mala lengua, la tendencia a hablar contra España y hacerla responsable de todo.
–Ahí tenemos al amigo Pérez—dijo riendo Maltrana, ese buen mozo subido de color que admira a Inglaterra hasta en sueños. Ése hace responsable a la madre patria de todo lo de América: de la sequedad o del exceso de lluvias, de la pereza de los indios, hasta de la escasez de ferrocarriles.
–La mala lengua heredada, es cierto—dijo Ojeda—. El individualismo orgulloso del español, que se cree defraudado por ser de su país y habla contra él a todas horas, convencido de que al nacer en otra tierra hubiese sido mucho más grande.
–Una injusticia—dijo Zurita—es también hablar tanto de la crueldad de los españoles con el indio. ¿Cómo civilizar una tierra sin barrer antes la gente que la ocupa si es que se opone a esa civilización?… En la antigua América española, los pueblos más adelantados son ahora aquellos que tienen menos indios. En los Estados Unidos quedan tan pocos, que los enseñan en los circos como una curiosidad. En mi país sólo se encuentran en las fronteras del Norte, y cada vez son menos. Chile ya no guarda más que una muestra de los antiguos araucanos.
–Es curioso—dijo Maltrana volviendo a sonreír—. Casi todas las repúblicas americanas, en su odio a España, han cantado al indio primitivo, que hizo frente a los conquistadores, pintándolo como un héroe poseedor de todas las virtudes. Pero muchas de esas repúblicas, después de su independencia, se han dedicado a matar al indio, a suprimirlo con una crueldad más fría y razonada que la de los virreyes y gobernadores, a organizar el exterminio metódico y el reparto de los niños, para que no quedase ni simiente… Nietos de gallegos y vascongados han cantado los intentos de rebelión de los indios contra la metrópoli, viendo en ellos los primeros vagidos de la Independencia, cuando no fueron más que revueltas de razas, sublevaciones de color. En el caso de triunfar los indios, lo primero que hubieran hecho es dar muerte a los criollos blancos, abuelos o padres de los caudillos de la emancipación americana.
–Yo no soy de ésos—protestó el doctor—. Yo creo que el principal defecto de la colonización española fue su empeño en transformar al indio, en hacerlo cristiano: empresa difícil y de escasos resultados. Vean el ejemplo de las grandes naciones modernas: cuando les estorba su paso un pueblo refractario, lo suprimen… Inglaterra, con su virtud protestante y su lagrimeo bíblico, ha borrado del planeta razas enteras. España no pudo hacerlo. Tenía que poblar un hemisferio, le faltaba gente para tanta extensión, y hubo de transigir con los naturales. Además, hay que tener en cuenta el espíritu devoto y la perniciosa facilidad del español para engancharse con la primera india que le salía al paso y constituir con ella santa familia cargada de hijos. Los pueblos modernos, cuando conquistan un país, envían remesas de mujeres blancas para que los colonizadores no malgasten la semilla nacional en mestizamientos. Y si a pesar de esto surge el mestizo, no lo reconocen.
–El conquistador—dijo Maltrana—, aconsejado por el sacerdote, creyó vivir en pecado mortal si no se casaba con la madre de sus hijos, y a veces la manceba india, por obra de las hazañas de su marido, llegaba a ser doña Inés, doña Luz o doña Violante con escudo nobiliario y gobernación de tierras.
–En los Estados Unidos—dijo Ojeda—, la gente europea se mantuvo en su pureza blanca, y por eso llegó adonde ha llegado. Cada uno, al emigrar, se llevaba su mujer, y los casamientos se hacían siempre dentro de la raza. Pero aquella tierra está, como quien dice, a las puertas de su antigua metrópoli, los viajes eran más rápidos, más frecuentes, y mayor el trasplante de personas. Además, vivieron mucho tiempo concentrados en las costas, dejando el resto del país a los salvajes, avanzando lentamente, con paso seguro, hasta que, casi en nuestra época, de un solo golpe se desbordaron por la enorme extensión, decididos a acabar con el indio, refractario a la cultura; y el indio acabó… España, desde el primer momento quiso verlo todo, explorarlo todo. Sus primeros descubridores estuvieron en sitios a los que luego no ha vuelto ninguna persona civilizada. Y este esparcimiento loco de fuerzas disgregadas y curiosas tuvo como consecuencia, en muchos lugares, que en vez de hacerse el indio español, fue el español el que se hizo indio, sumándose por el amor y las relaciones de familia a la raza que intentaba dominar.
–Así les va a los pueblos de tal origen—dijo sonriendo el doctor—. Yo, mis amigos, tengo opiniones muy personales en lo que se refiere a los países de América. Soy americano, pero no indio. Cuando veo una nación donde la gente es blanca en su mayoría, me digo: «Éstos trabajarán en paz, y seguramente irán lejos.» Cuando veo por todas partes caras cobrizas y pelos de cerda, tuerzo el gesto: «Mal; éstos sólo pueden dar de sí enredos, politiqueos, una vanidad ridícula, revoluciones para ocupar el Poder, bailes, músicas y versos… muchos versos…».
Los dos amigos rieron al oír las últimas palabras del doctor.
–Yo he trabajado en el campo—continuó éste—, y sé por experiencia que sólo puede emprenderse un negocio con trabajadores de raza blanca o con emigrantes de Europa, que conocen el valor del dinero, ahorran y tienen un concepto exacto de los deberes de la vida. ¡Lo que me han hecho sufrir indios y mestizos!… Trabajan de un modo loco cuando les acosa el hambre, pero apenas cobran una semana, desaparecen para ir a emborracharse y le dejan a usted plantado. ¡Cómo llevar adelante una empresa con tales auxiliares!… Más de una vez he envidiado a los conquistadores, que, con arreglo a las costumbres de su época, podían dirigir palo en mano a unas gentes incapaces de un trabajo serio y continuo. Sólo el que ha colonizado puede comprender la conducta de aquellos españoles. Tuvieron que implantar la civilización de su época sin otra ayuda que la de unos niños grandes que únicamente se mueven a impulsos del temor. Los doctores, que viven en las ciudades y todo lo han encontrado hecho (sin saber ciertamente cómo se hizo), pueden permitirse sensiblerías y declamaciones.