Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 30
–Novios, sí… Boca, sí… ¡Cabina, nooo!… ¡Cabina, malo!
Y tras estos balbuceos en español, que revelaban un miedo cómico a la «cabina», huyó apresuradamente, volviendo por dos veces la cabeza para mirar a Fernando antes de desaparecer.
Éste paseó algún tiempo por la cubierta. Sentíase al principio contento de su suerte. ¡Lástima que no estuviese allí Maud, para que se enterase de lo poco que le impresionaban sus desdenes!… Veía a la norteamericana muy lejos en sus recuerdos, casi sin corporalidad, como una imagen indecisa…
Pero al poco rato empezó a experimentar una sensación de inquietud. Su conducta reciente le molestaba lo mismo que un remordimiento. «Muy bien, don Fernando—se dijo con irónico reproche—. No tenía usted bastante con el desengaño ridículo de la otra, no le ha servido de escarmiento una aventura tan grotesca, y en el mismo día se lanza a perturbar la tranquilidad de una pobre mujer que acepta sus avances con una sensiblería de romanza y toma el amor como si estuviese en los quince años.» ¡Qué gusto de complicarse la vida!… ¡Qué cordura en un hombre que marchaba a la conquista de la riqueza!… ¡Y para meterse en tales aventuras había abandonado lo que tenía en Europa!… «Don Fernando, es usted un chiquillo; el bigote que lleva en la cara lo usurpa… Acabará usted consiguiendo que se rían de su persona todos los del buque…»
A pesar de estas recriminaciones mentales, no llegaba a entristecerse. La protesta removíase en su cerebro, avergonzada e iracunda; pero el resto del cuerpo parecía satisfecho, con un regodeo de recuerdos y un estremecimiento de esperanza… Peor era la nada; pasar los días comiendo o dormitando en el sillón con un libro en las rodillas.
Al entrar en su camarote, después de media noche, sus ojos tropezaron con la imagen de Teri erguida sobre el tocador en el encierro de un marco dorado. ¡Pobre Teri! Por primera vez en todo el día pensaba en ella, sólo en ella, sin poner su recuerdo en parangón con la imagen real de otras mujeres. Este pensamiento tardío iba acompañado de remordimiento y miedo. ¡Qué diría Teri si pudiese verle!… Para evitar esta posibilidad, como si temiera que los ojos del retrato fuesen a adquirir el sentido visual, intentó volverlo de cara a la pared. ¡Lo mismo que Maud con míster Power!… Pero un escrúpulo supersticioso le contuvo. Ella estaba lejos… ¡Quién sabe lo que podría ocurrirle como un choque reflejo de este acto impío!…
Hizo sus preparativos para acostarse, huyendo la mirada del retrato. Al tenderse en el lecho y quedar en la sombra, sus temores y remordimientos se fueron aligerando, hasta no ser más que tenues nubes que se llevaba el sueño por delante con la escoba del olvido. Veía en la incoherencia de su adormilado pensamiento a los parientes del obispo incitándolo a que entrase en el baile. «Monseñor: el mar… es el mar.» Veía a Maltrana apostrofando al Océano, el gran tentador: «Galeoto de mostachos de algas… Celestina de arrugas verdes». Y lo mismo que él, repetía: «Seamos miserables. Ya nos purificaremos al bajar a tierra».
Un dulce cinismo acompañó sus últimos pensamientos. La alemana… ¿por qué rehusarla?… La otra estaba lejos; nada sabría. El viaje era monótono, y había que aprovechar las ocasiones para alegrarlo. Una vez en tierra, recobraría su cordura… Había que creer en la filosofía de Maltrana. La gran cuestión era… ¡pasar el rato!… Y Fernando se durmió.
A la mañana siguiente por la mañana se encontró con Mina en la cubierta de los botes. Había dejado a su hijo en el gimnasio y fue hacia Ojeda, ruborosa y encogida, vacilando en su saludo, temiendo tal vez un cambio de carácter, un arrepentimiento, después de la noche anterior. Pero al ver que él sonreía, acariciándola con los ojos, estrechando su mano con tierna efusión, el rostro de la alemana se dilató, cual si la savia de su cuerpo se descongelase con el ardor de una nueva juventud.
Impulsada por esta alegría, quiso exteriorizar audazmente su agradecimiento. Estaban medio ocultos por el cilindro de una boca de ventilación. Mina, luego de mirar a un lado y a otro, avanzó sobre Fernando con los brazos abiertos. «Novio… novio mío.» Fue un beso rápido, pero vehemente, con acometividad, distinto de los prolongados y lánguidos de la noche anterior. Luego, como si este saludo matinal los hubiera saciado por el momento, buscaron la sombra de un toldo, y sentados en dos sillones, contemplaron el Océano en dulce quietismo, mirándose sin palabras.
Fernando la examinaba a la luz del sol, gozándose con extraña crueldad en su desencanto, cada vez mayor. La luz cruda hacia resaltar todos los detalles de una belleza marchita: el rostro con leves arrugas en plena juventud, el círculo de palidez amarillenta en torno de los ojos, el rosa anémico de los labios, el tinte verdoso de la tez, que no habían conseguido borrar los extraordinarios cuidados de tocador de esta mañana. Además, el niño que iba a presentarse de un momento a otro; el marido, que estaba en su camarote roncando la cerveza de la noche; el vestidillo pobre, que ella había intentado realzar con unos encajes baratos y un ramo de violetas artificiales fijo en el talle… Todo esto daba a su nuevo amor cierto aire ridículo. Seguramente que si pasaba Mrs. Power ante ellos, no podría mantenerse en su altivez silenciosa y sonreiría irónicamente… Pero un egoísmo optimista protestaba en su interior contra tales escrúpulos.
–Podrá ser grotesca, ¿y qué?… Me divierte, y basta. El amor siempre es amor, por ridículo que parezca, y esta pobre mujer me quiere. Soy para ella la ilusión, el recuerdo de un mundo en el que vivió y al que no puede volver… Lo que importa es llevar las cosas adelante: sacar algo positivo.
Y con tortuosa astucia iba encaminando la conversación hacia donde era su deseo. Ella hablaba con los ojos perdidos en el infinito, queriendo prolongar el encanto de la noche anterior. Evitaba el mirarlo, para no sufrir una timidez que cortaba sus palabras. Hablaba como si estuviese sola, exteriorizando su pensamiento en un monólogo. ¡Dulce noche! ¡Vida fantástica de ensueños maravillosos desarrollados en la sombra!… Ella se había visto conviviendo con él en uno de aquellos países de América hacia los cuales marchaba el buque. Eichelberger no existía; había muerto, o tal vez estaba de vuelta en Europa. Y los dos existían unidos como esposos, en la libertad de un pueblo nuevo, teniendo con ellos a su hijo.
Fernando y Karl eran los dos únicos seres de este mundo que ella podía amar. Vivir para siempre entre el hombre adorado y su hijo, ¡qué inmensa dicha!… Pero no era más que un ensueño; una ilusión del viaje oceánico. Cuando saliesen de la clausura del Goethe, cada uno se iría por su lado; y aunque por una bondad de la suerte llegasen a vivir juntos, Fernando no toleraría la presencia caprichosa y enfermiza de aquel niño que no era suyo. Y ella no podía existir sin Karl.
Aceptó Ojeda con sonrisa bondadosa estos ensueños, mientras en su interior empezaba a latir la irritación de la protesta. ¿Por qué dar un ambiente de hogar burgués a un amor que todavía estaba empezando?… Para aquella walkyria de poéticos éxtasis y ojos nostálgicos, la pasión tomaba una seriedad vulgar, moldeándose con arreglo a los santos principios de la familia y el buen orden. Si continuaba en sus ensueños, iba a proponerle el amor en pantuflas al lado del fuego, ella mal peinada y con bata, cortando meticulosamente las tostadas, vigilando el hervor de la cafetera; él con una pipa enorme, leyendo gacetas y acariciando la cabeza estoposa de un niño que no era suyo… ¡Muchas gracias!
Pero se cuidó de ocultar estas impresiones internas, encaminando el diálogo amoroso hacia sus deseos. ¡Vivir juntos! También había soñado con esta felicidad en la noche anterior… Para él, la posesión era un compromiso sagrado, que le unía por siempre a una mujer, añadiendo la ternura de la gratitud al desinterés del amor. ¡El día que ella, de buena voluntad, se decidiese a hacerle feliz con algo más que sus besos…!
Mina, adivinando el término de esta fraseología, se ruborizaba, echándose atrás con instintiva conservación. No; siempre diría no. En otros tiempos, tal vez; cuando ella era joven y hermosa; cuando tenía la certeza de que podía dar felicidad y orgullo con la limosna de su cuerpo. ¡Pero ahora!…
Se daba cuenta de su ruina. Era una sombra del pasado, y si llegaba a ceder en un momento de bondad, se arrepentiría luego, viendo en Ojeda un gesto de decepción, lo mismo que si acabase de sufrir un engaño. «No, novio mío, no.» Lo importante era amarse. Lo otro habría de ocurrir forzosamente cuando viviesen juntos, pero no era de más valor que cualquiera de las funciones viles que entristecen nuestra existencia. ¡Quién sabe si traería como resultado el desvanecimiento de la ilusión!… «Vivamos así… Tal vez cuanto más tarde eso que tú deseas, más tiempo durará nuestro amor.»
De pronto, su conversación tuvo un testigo. Era Karl, que había abandonado el gimnasio y se mantenía de pie entre los dos, mirando a uno y a otro sin entender lo que hablaban. En su atenta inmovilidad notábase una expresión de niño viejo, un fruncimiento de cejas de persona mayor que sospecha y reflexiona. Su frente saliente, de testarudo, parecía hincharse y latir. Dejábase acariciar por la mano distraída de Fernando, pero de pronto huía de él y se arrojaba de cabeza en el regazo de la madre, permaneciendo con los brazos extendidos, cual si pretendiese ser para ella un escudo protector.
Creía olfatear un peligro, con ese instinto misterioso de los seres simples que ven en el aire cosas y amenazas completamente ocultas para las personas de razón; el sentido que hace aullar al perro en la casa donde se prepara una desgracia; el impulso que guía el revoloteo de ciertas aves sobre la vivienda a cuyas puertas llama la muerte.
Mina acariciaba la nuca de su hijo, y éste acogía la amorosa protección con un runruneo sordo, lo mismo que una bestezuela doméstica que siente disiparse su pavor. Pero el pensamiento de la madre estaba cada vez más lejos de Karl. Todo él era para Ojeda, que la devolvía a su pasado. Sus ilusiones de artista, su entusiasmo por la emoción estética, su veneración por el genio, habían reaparecido de golpe. En su amor había mucho de agradecimiento para aquel hombre, gracias al cual resurgían de entre las ruinas y los pesimismos de la decadencia sus antiguos entusiasmos de cantante. Aún creía posible la continuación de su vida pasada; menos brillante que en otros tiempos, manteniéndose en segundo término, pero con iguales satisfacciones. El engaño de su matrimonio con un artista mediocre iba a ser un paréntesis de sombra nada más. Tal vez se cumpliese el soñado destino, acabando ella por ser la compañera de un grande hombre.
Aprendería el castellano para saborear las obras de Ojeda, que indudablemente era un genio. Se lo decía su amor. Cuando viviesen juntos, entraría de puntillas en su estudio, permaneciendo detrás de él en amorosa contemplación, como una esclava. Y cada vez que terminase un verso… un beso; a cada estrofa concluida, seis, doce… una lluvia; y cuando diese fin a la obra, él la leería con su voz de oro, y ella escucharía arrodillada a sus pies adorándolo como un dios: «¡Oh, mi novio, mi Tannhauser!… ¡Poeta colosal!».
Así pasaron la mañana, fantaseando sobre el porvenir, sin poder cambiar otras caricias que algunos apretones de manos por encima de Karl, hundido entre las rodillas de su madre.
El niño sólo abandonó su enfurruñamiento al hablarle Mina en alemán de la fiesta de la tarde. Comenzaban los Olympishe Spiele con que chicos y grandes iban a celebrar durante cuatro días el paso de la línea. Y estos juegos olímpicos consistían en tragar pasteles con rapidez, llenar un tanque de patatas, enhebrar agujas, batirse a golpes de almohada, correr metidos en sacos, saltar obstáculos, y otras suertes que se repetían en todos los viajes al pasar la línea equinoccial con la exactitud de ritos religiosos.
Por la tarde iban a ser los juegos de los niños. Ojeda hizo un gesto de cansancio: prefería quedarse en su camarote. Pero Mina le miró suplicante. «Novio mío… ven». Ella había de asistir para cuidar de Karl. ¡Si Fernando estuviese cerca!… No se hablarían, no se mirarían; pero ¡sentirlo junto a ella! ¡saber que podía verle con solo volver la cabeza!…
Y Fernando fue por la tarde a la terraza del fumadero, adornada con banderas y guirnaldas. El capitán, asistido por los «señores de la comisión», dirigía los juegos. Maltrana, agregado a ella como representante de su amigo, había acabado por usurpar el primer puesto, gritando y moviéndose más que todos los otros juntos. Él alineaba a los niños, y seguido de un marinero con una cesta, iba repartiendo entre ellos manzanas cocidas. ¡Atención! El que se la comiese antes, ganaba el premio. ¡Una… dos… tres! Y la gente reía de las grotescas contorsiones de los pequeños, abriendo las mandíbulas todo lo posible para tragar mayor cantidad de pulpa azucarada, moviendo las orejas apresuradamente con la velocidad de su masticación. Un estallido de aplausos saludaba al triunfador, mientras algunas madres corrían hacia sus hijos, inclinados en arco, para palmearles la nuca, ayudando de este modo el deglutido de la materia atragantada.
Luego, niños y niñas, cuchara en mano, corrían de un extremo a otro de la terraza para recoger sin rotura unos huevos depositados en el suelo. El ganador era el que regresaba más pronto al punto de partida. Después corrieron para recoger patatas esparcidas en la cubierta, y el que llenaba su tanque con mayor rapidez vencía a los otros.
Retiráronse los pequeños para dejar sitio a los grandes. Una fila de damas ocupó un banco, esperando cada una con una caja de fósforos en la mano. Venía corriendo hacia ellas otra fila de hombres con cigarrillos en la boca y las manos atrás. Crujían los fósforos al inflamarse, y una salva de aplausos acompañaba al primero que conseguía volver a su asiento con el cigarrillo encendido. Luego, las señoras sostenían en la mano una aguja, y los jugadores corrían para arrodillarse a sus pies, procurando con angustiosos titubeos enhebrar el hilo que llevaban en su diestra.
Comenzó a murmurar el público contra la monotonía de estos juegos.
–¡El chancho!—gritaron muchos—. ¡Que pinten el ojo al chancho!
Maltrana, como si resumiese en su persona a toda la comisión, se inclinó con el aire bondadoso de un buen príncipe. ¡Ya que el honorable Senado lo reclamaba con tanta insistencia!…
Pidió una tiza el primer oficial, y con la rapidez de una larga costumbre, dibujó en el suelo el contorno de un cerdo panzudo. Las señoras debían avanzar con los ojos vendados, trazando a tientas el ojo que faltaba en la cabeza del animal.
El «digno representante de la comisión», título que se daba a sí mismo Maltrana, se apresuró a encargarse de vendar los ojos de las jugadoras y dirigir sus pasos, disputando este honor a ciertos intrusos que intentaban despojarle del cargo, adivinando sus ventajas. Con una servilleta enrollada cubría los ojos de las señoras, indicábalas el número de pasos que las separaba del dibujo, y cogiéndolas luego de un brazo les hacía dar vueltas para desorientarlas. Avanzaban titubeantes las jugadoras, y al agacharse, trazando una cruz en el suelo, que equivalía al ojo, un estrépito de carcajadas y aplausos irónicos acogía su obra. El tal ojo quedaba a larga distancia de su sitio natural, o, cuando más, caía grotescamente en el vientre o el rabo.
Isidro seguía imperturbable, manoseando hermosos brazos con aire paternal, guiando los bustos perfumados con protectora suavidad. Al sorprender la mirada de Fernando fija en él maliciosamente, le contestó con un leve guiño. «Sí; el cargo no era malo… Puramente platónico, pero algo es algo.»
Permaneció Ojeda toda la tarde cerca de Mina, contemplando estos juegos que parecían volverlos a todos a las alegrías de los primeros años. Ella le miraba con el rabillo de un ojo, agradeciendo su permanencia como una prueba de amor.
Mrs. Power, al aparecer por breve rato en esta parte del buque, no tardó en adivinar la oculta relación entre los dos, a pesar de su afectada indiferencia. Este descubrimiento pareció devolverle la tranquilidad. Ya no la molestaría su antiguo amigo. Y hasta se atrevió a sonreírle irónicamente, cual si le felicitase por su nueva conquista. Luego desapareció, siguiendo a los Lowe y a Munster, que la invitaban a continuar el bridge.
A la caída de la tarde se encontraron Ojeda y Mina en la última toldilla, sobre la cubierta de los botes. Ella quería ver a su lado la puesta del sol. Desde la línea equinoccial a las costas del Brasil, eran los atardeceres más hermosos de todo el viaje.
El cielo límpido tenía el color violeta del crepúsculo. A ras del agua aparecían esparcidas algunas nubes blancas de caprichosos perfiles. El sol se había hundido tras de ellas, coloreando el horizonte de un rojo cegador que poco a poco iba palideciendo. Sobre este fondo de oro se recortaban las nubes tomando el contorno de formas humanas.
Mina se extasiaba en su contemplación. Eran ángeles grandes, ángeles blancos que marchaban sobre un camino azul por un paisaje de oro. Uno llevaba en sus manos una arquilla, otro una copa, otro un lienzo. Los reflejos del sol en sus cimas tenían el brillo de luengas cabelleras rubias; los sueltos jirones de vapor eran ondulaciones de albas túnicas removidas por el solemne paso. Y Ojeda, sugestionado por esta interpretación y por las raras formas que engendraba el crepúsculo, veía igualmente una teoría angélica sobre un fondo de oro, semejante a los desfiles de santos en los mosaicos bizantinos.
Iba extinguiéndose la luz, y con la sombra naciente y la disolución de los vapores desleídos en el crepúsculo se borraron poco a poco las celestes figuras. Mina, dominada por la emoción del atardecer, sentía el pecho oprimido. En sus ojos había lágrimas. «¡Ángeles, adiós!» Sólo se habían mostrado por unos instantes, como las visiones de felicidad que rasgan el lienzo gris de nuestra vida. Ellos se marchaban, se perdían en el infinito, lo mismo que ella desaparecería, tal vez muy pronto, tragada por la sombra.
Apoyaba su pecho en el de Fernando, ponía la cabeza en su hombro, indiferente a que alguien pudiese sorprenderlos, creyéndose sola con él en medio del Océano. Suspiraba lacrimosamente, como si la noche que venía pudiese traerle la desgracia… Ojeda se impacientó. Muy hermosa la puesta del sol, pero él no podía comprender tanta sensibilidad.
Ella siguió suspirando. «Oh, novio! ¡Siempre!… ¡Vivir siempre juntos; más allá de la vida; más allá de la muerte!…» Recordaba el último abrazo del caballero Tristán y la hermosa reina Iseo; una caricia eterna, infinita, que el gran mago no había envuelto en el misterio de su música estremecedora. Luego de beber el filtro de amor, el encantamiento de ellos no duraba años, no duraba una existencia entera: su poder iba más allá de la muerte… Y cuando después del trágico fin quedaban acostados para siempre, cada uno en su tumba de piedra, a la sombra de un monasterio, un zarzal nacido de los restos de Tristán crecía en una sola noche, cubriéndose de flores y de pájaros, y abarcaba las dos sepulturas con abrazo tenaz. Se engrosaba y retorcía como una serpiente negra y nudosa, haciendo estallar el mármol, y al fin su empuje aproximaba y juntaba a los dos amantes, haciendo que sus cadáveres, separados por los crepúsculos de los hombres, se consumiesen unidos en un abrazo eterno que proclamaba la majestad del amor, más fuerte que la vida… más fuerte que la muerte…
Un grito infantil interrumpió a Mina. Era Karl que la buscaba por la cubierta de los botes. Hacía mucho tiempo que el clarín había lanzado la llamada al comedor, sin que ellos lo oyesen. El maestro Eichelberger, cansado de esperar, se había sentado a la mesa, enviando al niño en busca de su madre por todas las cubiertas. Mina huyó. «Hasta la noche… novio.»
Pero la entrevista de la noche fue menos cordial. Se mostró Ojeda malhumorado por la resistencia de Mina. En vano, aprovechando la escasez de paseantes después de terminado el concierto, iban los dos hacia «el rincón de los besos». Inútilmente permanecía ella con la cabeza en su hombro, prendida de su boca en una caricia prolongada, interminable, entornando los ojos. Él deseaba algo más. Creía ridícula esta situación. No encontraba sabor a unos transportes amorosos faltos ya de novedad.
Se separaron fríamente: ella cabizbaja, triste, cerrando los ojos, haciendo esfuerzos para no llorar; él enfurruñado, sardónico, como un hombre que se indigna al verse defraudado en sus esperanzas.
Antes de dormir, Ojeda exhaló toda su cólera.
–¡Si cree esa ilusa que voy a perder el tiempo cerca de ella como un enamorado romántico!… «Boca, sí; cabina, no…» ¡Que vaya al diablo si no quiere pasar de eso!… De mí no se burla ya nadie a bordo… Bastante he dado que reír.
A la mañana siguiente se encontraron otra vez en la cubierta de los botes, pero su entrevista no fue de mejores resultados. Mina lloró. Lo que deseaba Fernando era imposible. ¿Por qué empeñarse en romper el encanto de sus relaciones con algo brutal que traería forzosamente una separación? En otros tiempos, ¡tal vez!… cuando era hermosa. Pero ahora se daba cuenta de lo lamentable que podía ser la impresión del hombre que la poseyese. Desengaño; sorda cólera al ver que la realidad era muy distinta de la ilusión; seguramente olvido. «No, novio mío… no.»
Después del almuerzo, Fernando no quiso buscarla. En vano pasó Mina repetidas veces ante una ventana del jardín de invierno junto a la cual tomaban café Ojeda y su amigo. Mostraba él un visible deseo de no reparar en los paseantes.
Luego, al reanudarse los juegos en la terraza del fumadero, la alemana lo encontró a corta distancia; pero fingía no verla, apartando los ojos cada vez que los suyos iban hacia él. «¡Dios mío! ¡y era posible que sus amores terminasen así!…» Hubo de hacer esfuerzos para no llorar… ¡Y todo por las negativas de ella, por la terquedad infantil de él, que ansiaba su posesión como si pidiese un juguete!…
Sopló una brisa helada del lado de popa que hizo estremecer a las damas, vestidas ligeramente. Mina tosió, llevándose las manos a los brazos y al pecho, casi desnudos, sin otro abrigo que el calado sutil de una blusa blanca. La súbita frescura le hizo imitar a algunas señoras que iban a sus camarotes en busca de un abrigo.
Cuando estuvo abajo, en el corredor, iluminado en plena tarde como un pasillo subterráneo, experimentó la inquietud del que cree percibir a sus espaldas unos pasos invisibles.
No había nadie en esta calle profunda del buque, envuelta a todas horas en densa penumbra. Adivinábase que todos los camarotes estaban desiertos. Hasta los criados debían andar por arriba viendo los juegos. ¡Si Fernando apareciese de pronto!… Esta idea la hizo temblar con estremecimientos de miedo y de dulce inquietud, segura de que si él se presentaba su caída era inevitable, convencida de antemano de la flojedad de su resistencia.
Y él apareció, sin que ella, avisada por su presentimiento, mostrase gran sorpresa. Giraba la llave bajo su mano, abríase la puerta de su camarote, cuando le vio avanzar con pasos quedos, que el tapiz del corredor hacía aún menos ruidosos.
Mina se detuvo, llevándose una mano al pecho, conmovida de pavor y de sorpresa. Pero esta impresión duró poco. Se acordaba de que minutos antes había dado por perdido el amor de Fernando. ¡No hablarle más!… ¡Ver sus ojos fijos en otra!…
–¡Mi novio!… ¡mi poeta!
Había caído en sus brazos, se colgaba de sus labios en un beso largo de ruidosa aspiración.
Luego se apartó bruscamente, como si la poseyese otra vez el miedo.
–Márchate… Podrían vernos.
Había entrado en su camarote, estaba al otro lado de la puerta, pero la mantenía a medio cerrar para verle un momento más, acariciándolo con su sonrisa y sus ojos.
Cuando quiso cerrar, no pudo. Una rodilla de Fernando, un codo, se apoyaban en la madera empujándola contra Mina, que oponía el obstáculo de todo su cuerpo. Y en esta situación, pugnando él por abrir y ella por cerrar, hablaron los dos en voz queda, temblona, cortada por estremecimientos de fiebre, como si estuviesen concertando algo penable en el obscuro misterio de este pasadizo a flor de agua.
Él suplicaba… «Déjame entrar… déjame entrar.» Con la cobarde mentira del deseo llevábase una mano al corazón jurando la nobleza de sus intenciones. Podía estar tranquila; no pensaba hacer nada contra su voluntad: lo que ella quisiera y nada más… Deseaba penetrar en su camarote solamente para estrecharla en sus brazos sin miedo a verse sorprendidos por inoportunos transeúntes, para besarla hasta la hartura sin la zozobra que despiertan unos pasos que se aproximan. Debía tener fe en su palabra.
–No… no—gemía ella pugnando por cerrar, sin que la puerta obedeciese a la presión de sus manos y rodillas.
Ojeda insistió. «Déjame que entre…» Nada intentaría contra su voluntad. Daba su palabra de honor… Y en la confusión de su excitado deseo, sin saber ciertamente lo que decía, sin darse cuenta de lo grotesco de sus juramentos, buscó nuevos testigos, nuevos fiadores… Prometía respetarla por lo que amara ella más en el mundo, por todo lo que venerase él con mayor admiración.
–Te lo juro… ¡por Wagner! Te lo juro… ¡por Víctor Hugo!
Fue cediendo la puerta lentamente, como si estas palabras fuesen de un poder mágico. La presión exterior, cada vez más enérgica, la ayudó a girar sobre sus goznes, arrollando las últimas resistencias de Mina.
Y luego de quedar abierta se cerró de golpe, dejando en absoluta soledad la penumbra del corredor.
¡Pobre Wagner!… ¡Pobre Víctor Hugo!…