Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 29
Cerraban la marcha varias señoritas de gran sombrero y rubia cabellera suelta, que sonreían impúdicamente a los hombres enviándoles besos. Eran la escolta de honor de tres matronas de hermosos brazos y majestuoso andar, con túnicas blancas y el purpúreo gorro frigio sobre las negras y ondulosas crenchas. Se las reconocía por el color y los adornos heráldicos de sus mantos: la República del Brasil, la República de Uruguay y la República Argentina.
Esta aparición hizo circular entre los pasajeros un movimiento de sorpresa, de ansiedad, como si todos sintiesen a la vez el latigazo del deseo. ¿Dónde habían estado ocultas hasta entonces aquellas buenas mozas?…
Munster requirió sus lentes para apreciar mejor la novedad. Isidro, que afirmaba conocer a todos los del buque, se incorporó asombrado… ¿De dónde salían estas muchachas?… Eran superiores en su esbeltez fresca y dura a todas las camareras flácidas y de talle cuadrado que servían en el buque.
Pero la ojeada atrevida de una de aquellas beldades que danzaban ante las tres repúblicas y el beso que le envió con la punta de los dedos hicieron que Maltrana reconociese de pronto su rostro oculto tras los rizos ondulosos y la capa de colorete y polvos de arroz.
–¡Cristo! ¡Si es el steward de mi camarote!…
Admiró a la luz algo difusa de los faroles las formas y contoneos de estos efebos rubios de carnes blancas y depiladas, así como su facilidad para transformarse.
–Cualquiera reconoce a los mismos que por la mañana limpian los camarotes, sacuden las camas y manejan los cacharros de aguas sucias… Fíjese, Ojeda: ¿quién no se equivoca?… Ahora lo comprendo todo.
La afeminada comparsa avanzó entre las mesas, seguida del asombro de las señoras y los atrevimientos burlescos de los hombres. Algunos de éstos saltaban del requiebro a la acción, pellizcando al paso a las revoltosas señoritas, que contestaban con chillidos de miedo y pudorosos respingos.
Se inflamaron de pronto las luces del techo, huyeron máscaras y animales, como un aquelarre sorprendido por la salida del sol, y únicamente quedaron en el comedor los camareros con sus bandejas de helados, comenzando el reparto.
Ojeda había mirado varias veces a la mesa cercana, donde comía sola Mrs. Power. Estaba vestida con gran elegancia y sobre la carne pálida de su escote centelleaban varios brillantes.
–Parece preocupada—había dicho Isidro al principio de la comida—. Está sin duda de mal humor. No le mira a usted, Ojeda, como otras veces. ¿Es que ya no son amigos?…
Transcurrió la comida sin que Fernando consiguiese encontrar sus ojos con los de la norteamericana. Miraba ella a todos lados con aire distraído, y evitando poner sus ojos en la mesa cercana. Al terminar el desfile, cuando la alegría general hacía conversar a unos grupos con otros, las obsequiosidades de Munster le hicieron volver el rostro hacia los vecinos. El joyero, con una cortesía melosa, elevaba su copa de champán en honor de la señora. Maud le contestó con una inclinación de cabeza, elevando también su copa; y para no parecer desatenta, repitió el movimiento mirando a Isidro y luego a Ojeda. Ni la menor emoción en sus ojos claros y fríos. Un gesto de cortesía y nada más.
Munster, orgulloso de la amistad que le unía a aquella señora con motivo del bridge, la invitó a reanudar el juego. Antes del baile podían hacer una nueva partida en el salón de música: los esposos Lowe estaban dispuestos… Y ella movió la cabeza con expresión de cansancio. No sabía qué decir… Tal vez más tarde se decidiese a aceptar… Estaba fatigada.
Fernando miró con odio a su compañero de mesa. Pero ¿este viejo teñido por qué se interponía entre él y Maud con su maldito bridge?… Creyó ver en él cierta expresión de petulancia, el orgullo de su amistad naciente con aquella señora que hasta entonces sólo se había fijado en Ojeda… No habría bridge: lo juraba Fernando en su interior. Maud se había vestido elegantemente para asistir al baile, y no terminaría la noche sin que los dos tuviesen una explicación. Necesitaba conocer el motivo de su conducta inexplicable.
Después de la comida la vio en el jardín de invierno tomando el café con los Lowe. El señor Munster fue a su mesa para repetir la invitación, y Maud le contestó con movimientos negativos.
Experimentó Ojeda con esto la primera satisfacción de toda la noche. ¡Muy bien! Así aprendería el viejo importuno a no creerse en plena intimidad. Además se imaginó, con un optimismo inexplicable, que esta negativa era a causa de él. Tal vez Maud deseaba igualmente una entrevista, al desvanecerse su enfado inexplicable. ¡Quién sabe!…
Transcurrió una hora sin que ocurriese en el buque nada extraordinario. Abajo en el comedor retiraban los sirvientes las mesas, preparando el salón para el baile. Las máscaras paseaban por la cubierta. Sus dos calles parecían las de una ciudad en Carnaval. El señor disfrazado con el salvavidas tomaba su café tranquilamente, sin abandonar el caparazón de corcho. Maltrana predicaba sobriedad y buenas costumbres en un grupo de jóvenes. Después de las locuras de la noche anterior, había que acostarse temprano: así que terminase la fiesta. No debían abusar del pobre cuerpo.
Sonaron varios trompetazos anunciando el baile, y poco después la orquesta rompió a tocar un vals en el comedor, todavía desierto.
Corrieron las niñas, impacientes; levantáronse las madres con lentitud, como si les costase abandonar su incrustación en los almohadones; sonó un fru-fru general de faldas con lentejuelas y adornos metálicos de los disfraces.
Mrs. Power se despidió de los Lowe, pasando ante Ojeda sin dirigirle una mirada. Esta indiferencia la aceptó él como un signo favorable: era disimulo. Abandonaba a sus amigos para facilitarle la ocasión de una entrevista a solas. Sin duda iba a esperarle abajo, en el salón de baile.
Tardó algunos minutos en seguirla, queriendo imitar esta prudencia, y al fin, después de mirar a un lado y a otro, abandonó la mesa, deslizándose por la escalera cautelosamente, cual si quisiera pasar inadvertido.
En el salón daban vueltas las primeras parejas y se instalaban las familias con gran ruido de sillas desordenadas. Fernando miró a todos lados, sin alcanzar a ver la cabellera rubia de Maud. Luego examinó los grupos estacionados en el antecomedor. Nada…
Comenzaba a sentir la tristeza del desaliento, cuando de pronto hizo un gesto de satisfacción. ¡No habérsele ocurrido antes!… Ella le esperaba en su camarote; no había duda posible. Luego de mirar otra vez en torno de él para convencerse de que nadie podía espiarle, avanzó por el corredor con fingida indiferencia.
A los pocos pasos temblaba interiormente con las vacilaciones del miedo. ¡Si iría a repetirse la escena de la mañana!… Pero no; el recuerdo de la noche anterior le daba confianza. Aún no habían transcurrido veinticuatro horas, y noches como aquélla no se olvidan fácilmente. Su orgullo varonil le infundió valor. Seguramente ella se había retirado para esperarle.
La puerta del camarote estaba cerrada, y otra vez la rozó con tímido llamamiento. Veíase luz por el ojo de la cerradura y la pequeña claraboya abierta sobre el marco. A la voz interrogante que sonó al otro lado de la madera, Fernando repuso, para hacerse conocer, con una leve tos y un murmullo discreto. Era él… Hubo en el interior cierto rebullicio que indicaba cólera y sorpresa; muebles removidos, palabras masculladas en sordina, y hasta creyó percibir Ojeda un principio de juramento. ¿Cuándo iba a cesar de molestarla con sus incorrecciones?… Esta conducta no era propia de un gentleman… No lo era…
Y elevando su tono la irritada voz, dijo junto a la puerta, con acento imperativo:
–Váyase… Voy a llamar.
Sonó a lo lejos un timbre eléctrico, y él tuvo que huir, temeroso de que le sorprendiesen en su ridícula inmovilidad ante la puerta cerrada. En el pasillo se cruzó con una de las doncellas, que acudía al llamamiento disfrazada de florista tirolesa.
Marchando con la cabeza baja, sin saber adónde iba, se vio de pronto en la cubierta de paseo. Apretaba los puños, murmurando palabras iracundas. ¡Cómo se había burlado de él aquella mujer! ¡Qué vergüenza!…
Cansado de pasear por la cubierta solitaria, sentóse en un banco lejos de la luz, contemplando el Océano por encima de la borda. La negra calma de la noche serenó y puso en orden sus atropellados pensamientos.
Vio de pronto con toda claridad la conducta de Mrs. Power, que le había parecido hasta entonces inexplicable… No mentía al alabar la frialdad de su carácter, que ella llamaba «práctico», dando a tal palabra la misma solemnidad que si fuese un título de nobleza. Decía la verdad al repetir con sonrisa de orgullo que nada tenía de poetical. Era un hombre, un verdadero hombre de negocios, de los que sólo conceden a los impulsos del afecto unos minutos de su existencia; de los que tratan las necesidades de la carne como vulgares y rápidas operaciones de higiene y únicamente se acuerdan del amor cuando la abstención los martiriza, dedicándole media hora entre dos asuntos financieros, sin recuerdos y sin nostalgias. ¿Por qué había venido hasta él aquella mujer, turbando su calma?… Era indudable que Maud amaba a su manera a míster Power, como se ama a un ser inferior y hermoso, con el doble orgullo de ser admirada y ejercer el dominio de la superioridad.
La monótona existencia de a bordo, favorecedora de la tentación, las abstenciones de un largo viaje dedicado por entero a los negocios, la influencia del ambiente cálido, el hálito afrodisíaco del Océano, habían quebrantado y reblandecido la glacial serenidad de aquella mujer. Llevaba la cuenta angustiosamente de los días que aún le quedaban de navegación, como se cuentan en una plaza sitiada y sin víveres las horas que faltan para que llegue el ansiado socorro. Y al flaquear su voluntad por las influencias de un ambiente más poderoso que su energía, había puesto los ojos en Fernando, porque era el más inmediato, el más «distinguido», el hombre que entre todos los del buque tenía cierta semejanza con la lejana y seductora imagen de míster Power.
Esta dama varonil lo había tomado a él lo mismo que toman los hombres en momento de premura a una mujer de la calle. Y pasada la embriaguez, lo repelía furiosa por sus asiduidades, extrañada de su insistencia, igual que un señor que se viese perseguido por una compañera de media hora, como si el encuentro fortuito y mercenario pudiese conferir derechos. ¡Ah, miserable! ¡Con qué risa cruel y dolorosa reiría Teri si pudiese conocer esta aventura grotesca! ¡El hombre en el que creían ver sus ojos de amorosa todas las perfecciones, tratado lo mismo que un objeto que se alquila!… Y le dolió más la posibilidad de esta burla desesperada que el imaginarse a Teri entre lamentos y lágrimas.
Con una reacción enérgica de su orgullo, salió Fernando de este desaliento. Había que ser hombre y aceptar los sucesos, sin exagerar su importancia. Una simple aventura de viaje, que iba a quedar ignorada; Maud procuraría que lo ocurrido no saliese del misterio. La había prestado un buen servicio—Ojeda reía amargamente al pensar en esto—, habían sido felices unas horas, y luego se separaban como extraños, sin recuerdos y sin melancolías: lo mismo que si se hubiesen conocido a la caída de la tarde en un bulevar de París para pasar media hora juntos en un hotel y no volver a encontrarse nunca.
El despego de ella era sin duda a causa de un tardo remordimiento que había sobrevenido con la saciedad… Remordimiento, no: simple prudencia; deseo de conservarse aislada en los días que faltaban para llegar al próximo puerto. Su marido subiría al buque, y ella quería salir a su encuentro sin miedo a las maliciosas sonrisas de los pasajeros. Él había sido el escogido para el remedio en momentos de turbación y de prisa… ¿y qué derechos le daba esto? Lo mismo podía haber sido el agraciado míster Lowe o Isidro Maltrana. Ojeda, por su parte, tenía igualmente un gran amor, y le convenía olvidar lo mismo que Maud… Algo le dolía en su orgullo de hombre verse tratado así, pero era el dolor de la operación quirúrgica que extirpa el mal… ¡A vivir!
Se levantó del banco, aproximándose a las ventanas de los salones. En las barandas de una galería que comunicaba el salón de música con el comedor se habían agrupado algunas mujeres, contemplando las parejas que danzaban abajo. Eran señoras que no habían querido vestirse para la fiesta; doncellas de servicio de las pasajeras ricas, simples criadas de a bordo que aprovechaban la ausencia del mayordomo para echar un vistazo.
Ojeda vio despegarse de este grupo y atravesar el jardín de invierno, saliendo a la cubierta, una mujer vestida de obscuro, sencillamente. «¡Ah, señora Eichelberger!…»
Fernando celebraba su encuentro con Mina, como si ésta le trajese la felicidad. Estrechó entre sus dos manos la diestra que le tendía la alemana, y ella, con cierta emoción por las efusivas palabras, volvía sus ojos a todos lados, extrañándose de verle solo, creyendo que iba a aparecer repentinamente la esbelta silueta y el cigarrillo encendido de la norteamericana.
Balbuceó, como si al darse cuenta de su turbación sintiese cierta vergüenza. Daba excusas por su aspecto sencillo, cuando todas las mujeres del buque habían sacado aquella noche sus mejores trajes. Ella no había de bailar, y tampoco gustaba de permanecer sola en el salón mientras su marido jugaba en el fumadero. Por curiosidad y por aburrimiento, luego de acostar a Karl, se había asomado a aquella galería para ver el baile. ¡Vivía tan aislada!… Y con una contracción de su mano, oculta entre las de Fernando, agradeció la bondad de éste al ocuparse de ella.
Luego, su rostro fue animándose con una sonrisa pálida que pretendía ser maliciosa. Se asombraba otra vez de verle solo. Casi se había decidido a renunciar a su amistad. Pero Fernando la interrumpió:
–Todo ha terminado: se lo juro… ¡Terminado para siempre! Yo no tengo en el buque otra amiga que usted.
Y lo decía de todo corazón, contento de estar al lado de Mina, satisfecho de la ternura con que ella le contemplaba.
¡Excelente compañera!… Fernando, que creía necesario el trato con una mujer, lamentábase de no haber permanecido al lado de Mina desde el primer momento de su amistad. Ésta no le molestaba haciendo la apología de su marido; era dulce y parecía admirarle. Muy al contrario de la otra, que hasta en los momentos de mayor efusión guardaba el empaque de una dama altiva que desciende a hablar con su criado.
Además, pensaba en Teri, en su firme propósito de no envilecer la nobleza de los recuerdos con otro «crimen», pues de tal calificaba con vehemente apreciación su aventura reciente. Con Mina no arrostraba peligro alguno: la pobre estaba desengañada. El fracaso de su existencia la hacía huir de toda complicación pasional, prefiriendo una vida vegetativa y humilde. Además, parecía enferma… Era la compañera deseada para las monotonías del mar: una amistad femenil de todo reposo; y al separarse se dirían ¡adiós! llevándose cada uno el recuerdo melancólico de algo desinteresado y puro.
Habían ido a apoyarse en la borda de babor, contemplando la luna.
–Cada noche sale más pronto y es más grande—dijo Mina—. ¡Qué enorme y qué blanca!… En Europa nunca la vemos así.
Asomando a ras del Océano, era el astro una cúpula inverosímil por su amplitud. Hacía recordar el huevo fabuloso del pájaro Roc de los cuentos orientales, grandioso como un palacio. Su luz galoneaba de plata el contorno de las nubes y tendía sobre el mar un camino anchísimo e inquieto, un camino en triángulo desde el horizonte hasta los costados del buque, haciendo hervir las aguas con una ebullición pálida que repelía toda idea de calor.
Mina contemplaba la inquietud de este camino irreal cortando la obscuridad atlántica, cada vez más ancho, más luminoso, así como ascendía el astro en el horizonte.
–Se sienten deseos de marchar por él—dijo en voz baja, emocionada por la majestad de la noche—. Quisiera saltar fuera del buque y correr… correr por esa calle de plata hasta no sé dónde.
–¿Sola?—preguntó Fernando con tono de reproche.
–No; usted vendría conmigo… Con usted mejor.
Le miró un momento, y luego sus ojos volvieron hacia el mar. Estaban húmedos, como si esta contemplación agolpase las lágrimas en sus córneas. Brillaban con una luz nacarada semejante a la de la luna. De pronto, sus labios empezaron a murmurar algo como un rezo. Eran versos, versos alemanes de extremado sentimentalismo, que Ojeda entendió vagamente, adivinando el misterio de unas estrofas por el sentido de otras mejor comprendidas. La poesía ingenua del lieder pasaba por la boca de Mina con la dulzura del arroyo humilde, que parece temblar, medroso de que sus murmullos sean demasiado altos y sus estremecimientos despierten la inmóvil vegetación que lo encubre.
Se habían unido los dos, hombro con hombro, como intimidados por el ambiente religioso de la noche y el aleteo de la poesía que se agitaba en torno de ellos… Experimentaba Ojeda una sensación de descanso al lado de esta mujer infeliz; una impresión de paz y dulce anonadamiento igual a la que buscaban los antiguos libertinos, huyendo de los desengaños de la vida para reposarse como eremitas entre las gentes humildes.
–Y usted… usted que es poeta…—dijo ella interrumpiendo su recitado—. Dígame algo suyo… Debe ser muy hermoso.
Fernando se excusó. Sus versos eran en español, y ella no podía entenderlos… Pero como si experimentase la necesidad de esparcir en la noche algo que latía en su cerebro, fundiendo el misterio interior con el misterio del ambiente, comenzó a recitar versos franceses con una lentitud sacerdotal, seguido por la mirada ávida de Mina, que hacía esfuerzos para no perder la significación de una sola palabra. A veces deteníase el recitante, adivinando las incomprensiones de ella, y repetía los versos, explicándolos.
La antigua artista suspiraba con arrobamientos de admiración. La hacía estremecer esta música, en la que entraban por igual el encanto de los versos y la voz que los recitaba con rítmica melopea.
–Víctor Hugo es mi dios…—dijo de pronto Ojeda interrumpiendo su murmullo poético, como si no pudiese contener más tiempo esta declaración—. Y Beethoven también lo es.
Ella le miró con ojos suplicantes, implorando una palabra que podía unirlos con un nuevo afecto. ¿Y Wagner?… Fernando vaciló. No tenía la serenidad olímpica, la majestad simple de los divinos. Más bien parecía un taumaturgo de alma atormentada, un mágico prodigioso; pero en él se confundían la poesía del uno y la música del otro. Era el arcángel rebelde, hermoso como el fuego, que viniendo de abajo reconquistaba su divinidad.
–Sí; también es mi dios—dijo tras breve pausa.
Y reanudó el poético murmullo, mirando la inquieta llanura de plata, sintiendo en un hombro la suave pesadez de Mina, que parecía ansiosa de un apoyo.
La cubierta estaba solitaria. Todos los pasajeros permanecían en el salón de fiestas o en el fumadero. De tarde en tarde, risas, gritos y correteos en las puertas y escaleras. Eran parejas que abandonaban el baile por un momento para respirar en la cubierta. Los jóvenes se abanicaban con un papel la faz congestionada, despegándose de la carne el cuello de la camisa, reblandecido por el sudor. Ellas respiraban con ansiedad, llevándose las manos al escote, pero inmediatamente huían de esta frescura para correr al horno del salón, atraídas por un nuevo vals.
Vueltos de espaldas a la luz, Mina y Fernando se sumían en la contemplación de la noche, sin que sus miradas se buscasen, satisfechos del contacto de sus hombros, que parecían unificar en una sola vibración sus pensamientos y deseos.
Llegaba hasta sus oídos la música del baile; una música divina: vulgares danzas de moda, two-steps, o tangos, que, por la influencia del ambiente, sonaban en aquella hora de ilusiones como sinfonías de infinito idealismo. Sentían la dulce turbación de la embriaguez: una embriaguez de luz de luna, de noche serena, de poesía sentimental.
Ojeda, más frío que su compañera, percibió en su interior un cosquilleo irónico, un deseo de reírse de sí mismo, de este enternecimiento sin causa definida que se apoderaba de él. ¡Mirar la luna y decir versos como un estudiante al lado de una pobre mujer que era madre y oyendo una musiquilla vulgar a cuyos sones danzaban los seres más frívolos de aquella Arca de Noé!… ¡Cómo reiría él si con prodigioso desdoble pudiera contemplarse a sí mismo desde lejos!… Pero la emoción inexplicable era más fuerte que su rebeldía burlona, y le obligaba a permanecer inmóvil, en silencio, sin huir de aquel cuerpo que vibraba con su contacto. ¿Por qué reírse de este instante, si era de felicidad y le proporcionaba un dulce olvido?…
Al volver sus ojos hacia Mina, creyó encontrar una mujer nueva. Tal vez la poesía la había embellecido al tocarla con el ala de sus rimas; tal vez era la noche la que la transformaba, agrandando sus ojos con un brillo lunar, rellenando de nácar las angulosidades de su rostro descarnado, sustituyendo su color verdoso y enfermizo con una palidez luminosa. ¡Los ojos de animal humilde, agradecido a la caricia, que fijó ella en sus ojos al sentirse contemplada!… ¡La ruborosa confusión con que volvía la cabeza, temiendo insistir en una mirada que podía traicionarla!… Se convenció de que él no había visto hasta entonces a esta mujer, no la había comprendido, limitándose en sus conversaciones a sentir lástima de sus infortunios, como si su vida estuviera agotada y fuese igual a un árbol caído, incapaz de florecimiento…
De pronto, se vieron paseando cogidos del brazo, sin hablar, sin mirarse, pero sabiendo por mutua adivinación que la persona del uno ocupaba por entero el pensamiento del otro… Nadie en la cubierta. Sus pasos lentos resonaban lo mismo que en un claustro abandonado. Al dar la vuelta de proa, entre el salón y el balconaje de avante, donde era menos viva la luz y nadie podía verles de lejos Fernando la atrajo a él, abandonó su brazo para envolverle el talle con rudo tirón, y la besó impulsivamente, al azar, en una mejilla, en la nariz, allí donde pudieron posarse sus labios. La alemana gimió de sorpresa, de asombro, casi de miedo, como el que ve realizarse de pronto algo inverosímil con lo que ha soñado muchas veces sin esperanza alguna. Se mantuvo rígida en el brazo de él, no intentó la menor resistencia, y con un suspiro de niña que se desmaya, dejó caer la cabeza en su hombro.
Lloraba. Fernando vio los estertores de su pecho y sintió en su cuello el contacto de una lágrima. Comenzaba a arrepentirse de su brutalidad. ¡Pobre Mina!… Pero ella, protestando de esta conmiseración, giró la cabeza sobre su hombro hasta apoyar la nuca, y en tal postura, con los ojos llenos de lágrimas y sonriendo al mismo tiempo, se elevó en busca de su boca, devolviéndole las caricias con un beso largo, interminable.
No era el beso frente a frente que él había saboreado en otras mujeres, y que llamaba «beso latino». No era tampoco la caricia arrogante de arriba a abajo que había conocido en el camarote de Maud, beso de domadora, egoísta y avasallador, oprimiéndole la cabeza entre las manos crispadas para mantenerle en amorosa sumisión. Era el beso-suspiro de la germánica sentimental paseando entre los tilos, a la caída de la tarde, apoyada en el brazo de un estudiante y con un ramo de florecillas azules sobre el pecho; un beso de abajo a arriba, caricia suplicante de hembra dulzona en la que el amor se presenta acompañado de la humildad y que antes de besar desploma su cabeza como signo de servidumbre en el hombro de su dueño.
Sintió Ojeda cierto remordimiento ante este llanto. ¿Por qué lloraba?… Y ella, como si se avergonzase de su emoción, profería balbucientes excusas. No sabía por qué lloraba… Pero era tan feliz, ¡tan feliz!…
Un ruido de pasos despegó sus bocas instantáneamente, y cogiéndose del brazo, continuaron su paseo con afectada indiferencia. Alarma inútil: era un grumete que descendía por una escalera cercana.
–Volvamos al rincón de los besos—dijo él con impaciencia.
El «rincón de los besos» era la parte de proa que unía con su curva las dos calles de la cubierta. Y al volver de nuevo a este refugio, fue ella la que sin esperar los avances de Fernando descansó la cabeza en su hombro, elevando la cara en busca de su boca.
Intercalaba trémulas palabras entre beso y beso. ¡Verse en sus brazos!… Una noche había soñado lo que ahora le estaba ocurriendo. Fue a continuación de la primera tarde en que se hablaron junto al piano. Y había salido de su ensueño conmovida para siempre, con la convicción de que no se realizaría nunca, pero viéndolo a él como un hombre distinto a todos los otros del buque, sintiendo una turbación en su pecho y en sus ojos, un temblor en las piernas, una música lejana en los oídos cada vez que Fernando se aproximaba para hablarla… Luego ¡qué de penas viéndole con aquella señora tan elegante, tan altiva, que parecía burlarse de ella con los ojos!… El ensueño no se realizaría nunca; una ilusión imposible, como tantas otras de su pobre existencia… Y cuando había perdido toda esperanza, era él, ¡él! quien avanzaba en la noche con palabras de poesía, igual a un príncipe magnífico y clemente, y la estrechaba entre sus brazos y buscaba su boca, haciéndola estremecerse como una sierva de amor. ¿Qué había en su persona para merecer esta dicha, pobre, fea, mal vestida, entre tantas mujeres bellas y felices, y arrastrando además cual una cadena su pasado de miseria?…
–¡Te amo!…—dijo Fernando, enardecido por tal humildad.
Y acompañó sus besos con un avance de las atrevidas manos en aquel cuerpo sumiso que parecía entregarse. Pero con gran asombro, la alemana se revolvió ante las caricias audaces, se despegó de sus brazos con una fuerza nerviosa que nada hacía sospechar en su cuerpo enfermizo. Parecieron surgir de pronto músculos ocultos, tendones de irresistible expansión en todos sus miembros.
–No quiero—gimió tristemente, como en presencia de algo que destruía sus ilusiones—. No quiero eso… No querré nunca.
Ojeda, ante la violencia de estos movimientos de protesta, comprendió que decía verdad. Su cuerpo se revolvía contra toda caricia que saliese de los límites del rostro, y esta repulsión vigorosa era tan brusca, que él se sintió empujado, vacilante sobre sus pies, teniendo que esforzarse para no caer.
Luego, como arrepentida de su defensa, le echaba los brazos al cuello y volvió a su gesto de sumisión, descansando la cabeza en su hombro, gimiendo con un abandono de niña enferma.
–Me haría daño… ¡Jamás! Amarnos como ahora, eso es lo que yo quiero. Estar así… siempre juntos… ¡siempre!… Seremos… ¿cómo se dice en español? Yo lo he oído muchas veces… Seremos…
Y después de largos titubeos y de fruncir las cejas con pensativo esfuerzo, encontraba la palabra.
–Seremos… novios. Eso es: novios los dos. La boca… la boca nada más… Y el alma también… novio mío.
Y al repetir con fruición la encontrada palabra, sonreía como un jardín abandonado bajo el primer sol de la primavera que llega.
Fernando, ensombrecido por esta negativa, hablaba y hablaba, sosteniendo las manos de la antigua artista entre las suyas, deseoso de inmovilizarla, de domar su resistencia, fijos los ojos en sus pupilas, cual si pretendiese vencerla con un poder de sugestión.
Su aventura con Maud había desvanecido todos los propósitos de cordura que le acompañaron al subir al buque. Sus nervios guardaban aún el recuerdo de recientes vibraciones; su carne, mal dormida, estremecíase al sentir el contacto de otra mujer. Aquella calma monacal que había reinado en el trasatlántico durante la primera semana de viaje ya no existía para él. Sabía lo que era el amor entre los blancos tabiques de un camarote, y quería continuar, fuese con quien fuese, los encuentros de pasión en una de estas cajas de madera, sonando a sus pies el abejorreo de la máquina, oyendo junto al tragaluz el chapoteo de la ola perezosa. Esta mujer venía a él, hermoseada por la noche, humilde y sumisa como una esclava de guerra… ¡tanto mejor!…
Y como si fuese su dueño, la apremiaba con mandatos, unas veces suplicantes, otras imperativos: «Ven… ven». Hablaba de la hermosura de su «cabina» en el mismo piso de los camarotes de lujo, de su techo alto, de la amplitud de su espacio, con profunda cama y anchuroso diván. Pretendía deslumbrar con estas comodidades del tugurio flotante a la pobre amiga, que iba instalada en las cámaras más profundas y obscuras, cerca de la línea de flotación. «Ven… ven.» Podrían hablarse allí sin temor de ser sorprendidos; cruzar sus besos tranquilamente. Él la enseñaría libros interesantes; hablarían de sus poetas, de los grandes artistas.
Mina le escuchaba con ojos de adoración y una pálida sonrisa de miedosa incredulidad. «No… cabina, no.» Por no seguir el curso de sus peticiones trémulas de deseo, le interrumpía solicitando que le indicase en español la equivalencia de ciertas palabras. Ansiaba hablar la lengua de él.
–No, querido—suspiraba respondiendo a sus súplicas—. No, mi novio… Cabina, no… Boca… boca nada más.
Y al sentir en su cuerpo el avance atrevido de unas manos huroneantes, bastábale un empujón para librarse del encierro en que la tenían los brazos de Ojeda.
Se extendió por la cubierta un ruido de pasos y de voces. Acababa de terminar el baile y la gente subía al paseo, ansiosa de frescura. ¿Cuánto tiempo llevaban allí los dos?… Mina quiso marcharse. Ocupaba con su hijo un pequeño camarote en la cubierta más honda del castillo central. En otro inmediato vivía el maestro Eichelberger, que no se retiraba hasta cerca del amanecer.
Ella iba a dormir con sus recuerdos, a soñar con Fernando. Se llevaba a su profundo refugio la felicidad de la mejor noche de su vida. Lo juraba… «Y ahora, adiós.»
Todavía, aprovechando la ausencia del gentío, que al esparcirse por la cubierta no había llegado hasta ellos, se besaron por última vez con un beso largo, que la alemana prolongó cerrando los ojos, abandonándose cual si fuese a morir.
Luego se salvó de un salto, para detenerse a corta distancia. Sonreía con expresión maliciosa; levantaba una mano con el índice erguido, como una maestra que lanza su última recomendación.