Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 32
–Iba como si se hubiese vestido a toda prisa, y con la melena alborotada. Debe haber vuelto a su camarote para adecentarse un poco. Tiene hambre de verle. Pero ¿qué diabólico secreto es el suyo, Ojeda, para obtener tales éxitos? Debía comunicarlo a los amigos…
La proximidad de Nélida le hizo callar. Venía ahora la joven muy distinta de como la había visto Isidro poco tiempo antes. Sus crenchas cortas aparecían rizadas; acababa de vestirse un traje nuevo; se movía con menudos pasos empinada sobre altos tacones; adivinábase en toda ella una preocupación por embellecerse y agradar. Su rostro, bajo una capa reciente de polvos, parecía alargado, con leves oquedades en las mejillas, rastros sin duda de emociones debilitantes. Un círculo de sombra orlaba sus ojos, agrandándolos.
Cuando tomó la mano de Fernando la retuvo largo rato, mientras fijaba en él una mirada interrogante… ¿Contento? Él sonrió con la gratitud de un buen recuerdo, satisfecho a la vez de esta ansiedad de la joven por conocer el estado de su ánimo.
Adivinando Isidro lo inoportuno de su presencia, alejóse sin despedirse de ellos. Nélida, al verse sola, se aproximó más a su amante con un impulso de entusiasmo.
–¡Mi rey! ¡Mi dios!… ¡Mi… hombre!
Y faltó poco para que lo besase en plena cubierta. Él se dejaba adorar con un orgullo de varón satisfecho de su persona. Acordábase de Mrs. Power, comparándola con Nélida. Ésta, al menos, conocía la gratitud…
Pasearon juntos con imperturbable tranquilidad. Ella mostraba un visible deseo de espantar a las gentes con su atrevimiento, de enterar a todos de esta nueva aventura, que parecía enorgullecerla. Pasaron ante «el banco de los pingüinos» y ante sus vecinas «las potencias hostiles», con repentino malestar de Ojeda, que deseaba retroceder, pero no se atrevía a decirlo. Afortunadamente, a aquella hora sólo había unas pocas señoras, que fingieron no verles, y luego, a sus espaldas, se miraron con el ceño fruncido y moviendo la cabeza. «¡Qué escándalo!…»
Luego pasaron ante Isidro, que hablaba con Zurita de espaldas al mar. El doctor los siguió con un gesto de cómica admiración.
–Compañero, ¡y qué valiente es su paisano! Cada día con una… ¡y a su edad! Porque él no es ningún mocito… ¡Ah, gallego tigre!…
En las inmediaciones del fumadero estaban sentados unos cuantos de la banda, y al verles venir cambiaron miradas y toses. Ojeda se irguió arrogante, cual si presintiera un peligro. Pasó mirándolos con ojos de provocación, pero todos parecieron ocupados de pronto en importantes reflexiones que les hacían bajar la frente, y no se fijaron en él. Nélida, con un ligero temblor, mezcla de miedo y de placer, se agarraba convulsivamente a su brazo.
Fernando sonrió: mejor era así. ¡Si alguien hubiese osado la menor burla!… Y ella le escuchaba con asombro y satisfacción. ¿Habría sido capaz de pelearse por ella?… ¿Lo mismo que en las novelas o en el teatro?
Y como él contestase afirmativamente, sin jactancia, con sencillez, Nélida casi le saltó al cuello.
–¡Mi rey!… ¡Mi hombre!… ¡Lástima que estemos aquí! ¡Ay, qué beso te pierdes!
Encontráronse con el señor Kasper, que los acogió con toda la bondad de su rostro patriarcal. «Papá… papá.» Su hija le besaba las barbas venerables, insistiendo en esta caricia con un runruneo de gata amorosa. El padre miró a Fernando con ojos dulces y protectores, como si un presentimiento le hiciese adivinar la realidad y lo considerase ya de la familia. El señor Kasper, que hasta entonces sólo había cambiado con Ojeda algunas palabras de cortesía, le habló con familiar confianza, haciendo elogios de su niña. «¡Esta Nélida!… Algo traviesa. No quiere obedecer a mamá… Pero es un ángel, un verdadero ángel.» Y acariciaba sus cortos cabellos con una mano temblona de emoción.
Se habían sentado en un banco, colocándose ella entre los dos. ¡Qué felicidad!… Su padre a un lado, y al otro su hombre. Así deseaba quedar para siempre, mirándose en los ojos de Fernando, oyendo la voz del señor Kasper, una voz de predicador evangélico, que, a impulsos de la costumbre, pasó de los afectos de familia a hablar de negocios.
Daba consejos a Ojeda, demostrando gran interés por su porvenir. Bastaba que fuese amigo de la niña para que él considerase sus asuntos como propios. Debía proceder con mucha cautela en el Nuevo Mundo. Los negocios buenos eran abundantes, pero también las gentes sin conciencia que estaban a la espera de los recién llegados para abusar de su ignorancia. Él sabía que Fernando llevaba capitales para emprender allá algo importante. Maltrana le había hablado de esto. Y por afecto nada más, le ofrecía la ayuda de sus conocimientos para cuando llegasen a Buenos Aires… Porque él esperaba que su amistad no se limitaría a un simple conocimiento de viaje: tenía la esperanza de que en tierra aún serían más amigos.
–¡Quién sabe, señor, si llegaremos a hacer algo juntos! Yo tengo allá…
Y comenzó la exposición de una de las muchas empresas que, según él, le habían arrancado de su tranquilo retiro de Europa, no porque necesitase trabajar, sino porque era lastimoso permitir que se perdiesen negocios tan estupendos.
Nélida, casi de espaldas a su padre, no dejaba que Fernando le oyese con atención. Fijos sus ojos en los de él, buscaba al mismo tiempo una de sus manos, y llevándola detrás de su talle, la oprimía con invisibles apretones. A ella no le interesaban los negocios; podía hablar papá con su voz reposada y musical todo lo que quisiera: no le oía; a ella sólo le interesaba lo suyo. Y movió los labios sin emitir la voz, indicando con marcadas contracciones el mudo silabeo. Ojeda la entendió.
–¡Dueño mío!… ¡Mi dios!… ¡Te amo!
La mano oculta apoyaba estas palabras con fuertes estrujamientos.
Un amigo de Kasper vino a sacarle de la infructuosa predicación, libertando a sus distraídos oyentes. Le esperaban en el fumadero para empezar la partida matinal de poker.
–Hasta luego, señor. Los amigos me reclaman. Tiempo nos queda para hablar de estas cosas.
Y sonrió por última vez a Ojeda, como si contemplase en él un socio futuro de las grandes empresas ofrecidas generosamente.
Al verse libres los dos amantes de su verbosidad serena e inagotable, huyeron del banco, continuando el paseo. Hablaban de subir a la cubierta de los botes, cuando una voz los detuvo sonando a sus espaldas. «Nélida… Nélida…» Ahora era la madre la que salía a su encuentro para hacerla varias recomendaciones sin importancia. Fernando adivinó un pretexto para aproximarse a él. «¡Buen día, señor!» Sus ojos brillantes y húmedos de llama andino acompañaron el saludo con una mirada de atracción. Y sin saber cómo, se vio Ojeda otra vez formando parte de la familia Kasper bajo las miradas protectoras de la mestiza.
Se apoyaron en una barandilla frente al mar. Nélida mostrábase inquieta y displiciente, como si para ella fuese un tormento permanecer al lado de su madre. Por detrás de la cabeza de ésta hacía señas a Fernando; le hablaba con el movimiento silencioso de sus labios. «Vámonos: déjala.» Pero él no podía obedecer, retenido por las palabras amables y las miradas de la señora, que se enfrascaba en un elogio de las cualidades de su hija.
–Es un poco loquilla y no hace caso del «qué dirán» de las gentes. Pero aparte de esto, muy hacendosa, ¿sabe, señor?… Y el día de mañana, cuando se case y siente la cabeza, será una excelente madre de familia. Crea que el marido que se la lleve no se arrepentirá.
Y miró a Fernando con ojos interrogantes, cual si le ofreciese esta dicha perpetua esperando ver en su rostro una sonrisa de agradecimiento.
Nélida, a espaldas de ella, continuaba su mímica. Estos elogios a sus facultades de dueña de casa y el deseo de verla madre de familia la hacían encogerse de hombros y contraer el rostro con gestos de repugnancia. «Vámonos—siguió diciendo mudamente—. No la oigas más.»
La madre los dejó en libertad, adivinando de pronto lo inoportuno de su presencia.
–Sigan ustedes su paseo. Las viejas estorbamos siempre a los jóvenes.
Dijo esto con un aire de madre benévola y cariñosa, como si bendijese con los ojos la unión que veía en lontananza.
Al alejarse, Nélida intentó excusarla, avergonzada de sus expansiones maternales.
–No hagas caso. Es una señora a la antigua; una india. Todo lo arregla con matrimonio: todos sus pensamientos van a parar a lo mismo. Apenas me ve con un hombre, cree que debo casarme con él… Casarse, ¡qué vulgaridad! ¡qué grosería!… ¿Quién piensa en eso?…
Y su protesta contra el matrimonio era realmente ingenua, como si le propusiesen algo que le inspiraba escándalo y horror.
El único de la familia que se mantuvo lejos de ellos en toda la mañana fue el hermano. Ojeda le era antipático: prefería a los de la banda. Su seriedad y sus años le inspiraban respeto. Además, tenía la convicción de que aquel señor jamás le convidaría a champán y cigarros, como los otros. Por esto, a pesar del ejemplo de sus padres, se mantuvo apartado del intruso que venía de repente a perturbar su vida.
Después del almuerzo, cuando Fernando tomaba café con Maltrana en el jardín de invierno, pasó Mrs. Power, saludándolo con un ligero movimiento de cabeza, sin la más leve emoción. Ojeda la miró también con indiferencia. Su figura arrogante apenas despertaba en él una remota vibración. Era como un libro olvidado que se encuentra de pronto y evoca la memoria de una lectura que produjo deleite, pero cuyo texto apenas puede recordarse.
Vio ascender luego por la escalinata a Mina llevando al pequeño Karl de la mano. El niño le miró, extrañándose de que no fuese hacia ellos lo mismo que antes. Pero la madre siguió su camino tirando de él, sin volver la cabeza, con la mirada perdida para no tropezarse con los ojos de Fernando. Un ligero rubor coloreaba su palidez verdosa: rubor de timidez, de arrepentimiento, de malos recuerdos.
La noticia de su amistad con la señorita Kasper había circulado por el buque con la rapidez que una vida ociosa y murmuradora comunicaba a todos las informaciones. Además, ella exhibía con orgullo su nueva conquista, y tal alarde tranquilizaba a Mrs. Power, que veía borrarse con él definitivamente todos los recuerdos. También alejaba a Mina, temerosa de la insolencia de Nélida. Unas cuantas horas de atrevida exhibición habían bastado para librar a Fernando de sus amoríos anteriores. La muchacha establecía el vacío en torno de ella. Todas las mujeres parecían temer la impetuosidad de este hermoso animal humano exhuberante de fuerza y juventud.
No tardó Ojeda en verla aparecer. Había hecho poco antes una rápida aparición en el jardín de invierno, pero huyó al notar que su titulado pariente el alemán y el barón belga ocupaban la misma mesa de sus padres, con un visible deseo de aproximarse a ella. Después de breve eclipse asomó el rostro a una ventana inmediata al lugar donde estaban Fernando y su amigo. El mudo movimiento de sus labios fue para aquél un lenguaje claro. «Ven…» Y al salir la encontró en la curva del paseo que él llamaba «el rincón de los besos».
Nélida le hablaba con una expresión autoritaria. Él era su dueño… su dios; pero debía obedecerla en todo. Aproximábase la hora de la siesta. En el jardín de invierno se abrían muchas bocas con bostezos de pereza. Las gentes deslizábanse discretamente hacia sus camarotes. Sonaban ronquidos en las sillas largas del paseo. Los duros varones, insensibles al voluptuoso aniquilamiento tropical, dirigíanse hacia la popa en busca de las tertulias del fumadero para reanimar su actividad. Sentíanse repelidos por el silencio y la calma que lentamente se iban esparciendo por la cubierta del buque, como si ésta fuese un claustro de convento a la hora de la siesta.
–Baja, dueño mío, ¿me oyes?… No tienes más que arañar la puerta. Yo abriré inmediatamente.
Le miraba con sus ojos enormes y ávidos, que parecían querer devorarle. La punta de su lengua asomaba como un pétalo de rosa entre los labios súbitamente abrasados. Arremolinadas por la brisa, aleteaban en torno de su frente las cortas melenas, dando a su cara un aspecto diablesco.
Ojeda experimentó cierto asombro. ¡Bajar al camarote!… ¡Tan pronto! Empezaba a inspirarle miedo esta lozanía esplendorosa y audaz de insaciables deseos. Pero tuvo buen cuidado de disimular su inquietud por orgullo sexual. «Dentro de media hora—repitió ella—. Mi dios… ya lo sabes.» Muy bien; no faltaría. Y ella se fue con la satisfacción de que dejaba a sus espaldas un hombre feliz.
Bajó Fernando con las mismas precauciones de la noche anterior, pero esta vez no pudo notar detrás de sus pasos el atisbo del espionaje. Y cuando llevaba mucho tiempo en el camarote de Nélida sobrevino la más penosa de sus aventuras de a bordo: una escena ridícula, de la que se acordaba luego con cierto malestar, temiendo que el burlón Maltrana llegase a enterarse de ella alguna vez.
Golpes repetidos en la puerta, y la voz gangosa del hermano de Nélida, una voz que balbuceaba más que de costumbre por el temblor de la cólera: «¡Abre… abre!». Empujaba la puerta como si quisiera echarla abajo. Por un resto de prudencia habló a través del ojo de la cerradura: «Abre: tienes un hombre en la "cabina"… Se lo voy a decir a papá».
Nélida no se inmutó, como si estuviese habituada a tales escenas. Su cólera fue más grande que su miedo. Mascullaba palabras de furia contra el hermano imbécil. ¿Y no habría una buena alma que lo matase, para quedar ella tranquila?… Adivinó que eran sus antiguos amigos los que por despecho enviaban al hermano delator, luego de revelarle la presencia de Ojeda en el camarote.
–Métete ahí—ordenó imperiosamente, mientras reparaba el desorden de sus ropas ligeras.
Vacilaba él, no pudiendo adivinar el lugar señalado. ¿Dónde quería que se escondiese en aquella pieza tan pequeña?… Pero la muchacha le empujó rudamente, mientras seguían los repiqueteos en la puerta y las voces temblonas y amenazantes.
El doctor Ojeda, como lo llamaban para mayor honor mullos pasajeros, tuvo que agacharse y doblarse a impulsos de Nélida, y acabó por introducir su respetable personalidad debajo de un diván de exigua altura. Luego la joven colocó ante él, formando barricada, una maleta, un saco de ropa sucia y una gran caja de sombreros.
Fernando creyó morir entre la alfombra y los muelles del diván incrustados en su espalda. El calor era sofocante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en tal in pace, sintió que le dolían todas las articulaciones y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como si fuese a romperse. Una cólera homicida se apoderó de él. ¡Ah, no! ¡No seguiría allí! Esto sólo podían resistirlo aquellos muchachos de la banda, a los que indudablemente habría escondido ella otras veces de igual modo. Iba a salir, aunque tuviese que matar al imbécil.
Pero no fue necesario. ¡Bueno estaba poniendo Nélida al hermanito!… Al abrir la puerta, lo agarró de un brazo, haciéndolo entrar a empellones. ¡Hasta cuándo se proponía molestarla con sus necedades!… Estaba en lo mejor de su sueño y venía a interrumpírselo con sus historias disparatadas. «Mira bien, zonzo… Abre los ojos, animal… ¿Dónde está el hombre, idiota?…» Y lo zarandeaba, iracunda, mientras el muchacho abría desmesuradamente sus ojos mirando a todos lados, y especialmente al vacío debajo de la cama, como si sólo allí pudiera ocultarse un intruso.
La convicción de su derrota le hizo bajar la cabeza tristemente. Los amigos se habían burlado de él: era una broma de las suyas. Y cuando, confesándose vencido, quiso ganar la puerta, su buena hermana no le dejó partir con tanta facilidad. Primeramente, al abandonar su brazo, le soltó dos buenos pellizcos retorcidos, y luego, junto a la salida, una bofetada sonora: «Para que me molestes otra vez». Quiso el muchacho devolver en igual forma este saludo de despedida, pero al bajar la mano sólo encontró la puerta que se cerraba de golpe y casi le aplastó los dedos.
Nélida deshizo con presteza la barricada de objetos, y otra vez salió a luz el doctor Ojeda, pero despeinado, sudoroso, con la faz congestionada, parpadeando cual si no pudiese resistir la luz.
Ella rio al verle en esta facha, al mismo tiempo que arreglaba amorosamente el desorden de su traje y le sacudía el polvo del encierro.
–¡Mi hombre!… ¡Mi dios! ¡Tan desgraciadito que me lo han de ver!… Él, tan buen mozo, metido en ese escondrijo… ¡Y todo por mí!
Fernando tuvo una mala sonrisa.
–Los otros eran más pequeños, ¿verdad?… Podían ocultarse mejor.
Se arrojó Nélida con ímpetu sobre él con los brazos abiertos.
–No digas eso, viejo mío… no lo repitas. ¡Por Dios te lo pido! Me hace mucho daño.
Y lo besaba con furia, lo aturdía con sus caricias, para disipar el mal recuerdo y recompensar al mismo tiempo la molestia reciente.
Hizo responsable a su hermano de esta cólera de Ojeda, evocadora de malos recuerdos. Aquel imbécil sólo había nacido para hacerle daño. Y esto la llevó a hablar del otro hermano, «el gaucho», como ella le llamaba, que vivía en la Argentina, y era el único hombre capaz de inspirarla miedo. La amenazaba el hermano menor frecuentemente con revelar al otro todas las aventuras de Berlín y las travesuras del viaje apenas hubiesen llegado a Buenos Aires. ¡Y «el gaucho» era temible! Ella sabía desde mucho tiempo antes cuál era la venganza con que intentaba castigarla.
–Pero no hablemos de esto, mi hombre. Di que no me guardas rencor por lo de mi hermano… Repite que me quieres como siempre.
Rencor no podía sentirlo Ojeda; era incompatible con el agradecimiento que le inspiraba esta mujer después del regalo de su belleza hecho liberalmente. Pero en la hora que todavía pasó allí, le fue imposible desechar el mal recuerdo del escondrijo y la torturante posición que había sufrido en él… No volvería al camarote de Nélida. Sentíase sin fuerzas para arrostrar una nueva sorpresa, desafiando el ridículo, considerado por él como el más temible de los peligros.
Ella asintió. Se verían en el camarote de Fernando; lo había pensado aquella misma tarde, pero esperaba la proposición. Tenía deseos de visitarlo. Era indudablemente mejor que el suyo: un camarote en la cubierta de lujo y con ventana grande en vez de tragaluz redondo de los de abajo.
–Convenido: esta noche iré, después de las doce. Deja abierta la puerta.
Esta vez Ojeda dio a entender claramente su contrariedad. Aquella muchacha no aguardaba invitaciones: se convidaba a sí misma, sin consultar el humor y los recursos del dueño de la casa. Nélida le miró con ojos suplicantes. «¿No quieres que vaya?…» Si era por miedo a que la sorprendiesen, no debía tener cuidado. Sabría deslizarse sin que nadie la viese. Podía caminar de noche por todo el buque lo mismo que un fantasma, sin huella ni ruido.
Fernando no se atrevió a sacarla de su error. Sentía además cierto orgullo en arrostrar de nuevo el sacrificio tantas veces repetido. «Ven; te esperaré.» Y después de esto procedieron a la minuciosa empresa de abandonar el camarote sin que los enemigos pudiesen sorprender su salida.
Ella fue la primera en avanzar por el pasadizo, explorando sus ángulos y recovecos. Luego silbó suavemente, como un ojeador que indica el sendero, y Fernando abandonó el camarote apresuradamente, seguido en su fuga por los besos que le enviaba Nélida con las puntas de los dedos.
Más que el miedo a ser sorprendido, le había molestado lo ridículo de esta situación. ¡Qué cosas llegaba a hacer un hombre serio influenciado por aquella vida de a bordo, que retrogradaba las gentes a la niñez!… El miedo al ridículo despertó su conciencia por una acción refleja, haciéndole ver la imagen de Teri que le contemplaba con ojos crueles y un rictus desesperado…
Pero no había que pensar en esto. Ya purificaría su alma cuando estuviese en tierra. Por el momento, su abyección resultaba irremediable, y cada vez iría en aumento mientras no abandonase este ambiente. Era esclavo del «gran tentador» de que hablaba Isidro. Sólo le faltaba arrastrarse como los impuros de las leyendas convertidos en bestias.
Durante la comida, el astuto Maltrana, que parecía adivinar sus pensamientos más recónditos, le abrumó con muestras de interés formuladas inocentemente.
–Tiene usted mala cara, Fernando. ¡Ni que hubiese visto ánimas durante la siesta!… ¡Qué color! ¡qué ojeras!… Coma mucho; la navegación es larga, y usted necesita tomar fuerzas.
Pero al ver que Ojeda se molestaba por estas amabilidades, adivinando su malicia, abandonó todo disimulo, añadiendo con admiración:
–Compañero: le envidio y le tengo lástima. Es usted un valiente, ¡pero lo que se ha echado encima!… Antes del término del viaje deseará llegar a tierra, lo mismo que un náufrago que se ahoga.
La comida de esta noche era con banderas y guirnaldas. En el fondo del comedor brillaban unos transparentes iluminados con dos inscripciones en francés y alemán: Au revoir! Auf Wiedersehen! Era el banquete de adiós a los viajeros: una comida igual a todas, pero con un discurso del comandante y otro del «doktor», que en nombre de los alemanes y extranjeros agradeció, con lenta fraseología semejante a un crujido de maderas, las grandes bondades que aquél había tenido con el pasaje. Cuando la doctoresca lucubración llegó a su término, la gente, puesta de pie con la copa en la mano, lanzó los tres ¡hoch! de costumbre, mientras la música atacaba la marcha de Lohengrin.
–No llegamos a Río Janeiro hasta pasado mañana—dijo Isidro, siempre bien enterado de la marcha del viaje—. Pero la despedida ha sido hoy, para que la gente que se queda en el Brasil pueda dedicar el día de mañana al arreglo y cierre de equipajes. Esta noche es la última de gran ceremonia, y las señoras van a guardar sus vestidos y joyas. La etiqueta del Océano sólo existe entre Lisboa y Río Janeiro. En los dos extremos del viaje se puede bajar al comedor con la indumentaria que uno quiera. El protocolo neptunesco no se ofende por ello.
Luego de la comida iba a efectuarse en el salón el reparto de premios a los triunfadores en los juegos olímpicos y a las señoritas que se habían presentado con mejores disfraces en la fiesta del paso de la línea. Después de esta ceremonia empezaría el concierto, para el cual venían haciéndose tantos preparativos desde una semana antes.
Maltrana hablaba de esta fiesta con orgullo, presentándose como su principal organizador. Había vigilado los ensayos durante varios días, yendo del piano del salón, junto al cual probaba su voz Mrs. Lowe con toda la autoridad que le confería su estatura de dos metros, al piano del comedor de los niños, donde la señora viuda de Moruzaga hacía memoria de sus habilidades de soltera acompañando con un trémolo dramático los versos franceses recitados por una de sus hijas. Además, unas niñas brasileñas se preparaban para tocar a cuatro manos una sinfonía; las artistas de opereta contribuirían con varias romanzas; uno de los norteamericanos pensaba disfrazarse de negro para rugir su música con acompañamiento de ruidosos zapateados; y hasta fraulein Conchita, cediendo a los ruegos de varias señoras entusiastas de las cosas de España, había accedido a ponerse de mantilla blanca, cantando con su hilillo de voz algunas canciones de la tierra. El maestro Eichelberger, gran pianista, improvisaría para ella un acompañamiento. Y si lo reclamaba el público, la muchacha se atrevería a bailar cierto «garrotín» de exportación aprendido en una academia de Madrid de las que preparan «estrellas danzantes» para el extranjero.
–Pero con recato y decencia, niña—había aconsejado Maltrana—. Comprímete aquí: échale agua a tu baile. Cuando llegues a tierra podrás lucirlo por entero.
Satisfecho de sus gestiones como organizador, hablaba de otros artistas, talentos ignorados que había sabido descubrir entre la masa de los pasajeros. Y terminaba por declarar modestamente que él también «aportaría su concurso» inaugurando el concierto con un discursito en honor de las señoras, hermosa pieza de oratoria meliflua que llevaba aprendida de memoria y seguramente iba a afirmar su prestigio ante las nobles matronas.
–De ésta—declaró—desbanca Maltranita al abate de las conferencias. Usted lo verá, Ojeda.
No; Fernando no pensaba verlo. Sentíase sin energía para arrostrar el tormento de tanto y tanto canto de aficionado en el estrecho salón, entre un público abaniqueante y sudoroso. Prefería dar un paseo por la parte alta del buque, contemplando el espectáculo de la noche.
Así lo hizo. Pero al circular por las dos últimas cubiertas volvía siempre a las inmediaciones del salón, confundiéndose con el público menudo de criadas y niños que miraba por las ventanas. Antes de principiar la velada, Nélida se había aproximado a él, con su vestido escotado color de sangre. Tenía que asistir a la fiesta con toda su familia: ¡un verdadero tormento! pero esperaba que Fernando ocuparía una silla cerca de ella. Y al saber que no entraba en el salón, casi lloró de contrariedad. «Al menos no te vayas lejos; asómate de vez en cuando. Que yo te vea; que yo sepa que estás cerca de mí…» Durante el concierto, los ojos de ella fueron de ventana a ventana, y al reconocer entre las cabezas del público exterior la cara de Fernando, enviábale por encima de su abanico sonrisas acariciadoras, besos apenas marcados con un leve avance de los labios, guiños malignos que comentaban la marcha del concierto y los errores de los ejecutantes.
De este modo vio Ojeda cómo se movía su amigo en el salón con aire de autoridad, cual si fuese el héroe de aquella fiesta, abriéndose paso entre las sillas para ir en busca de las artistas, inclinándose ante ellas con su «saludo de tacones rojos», dándolas el brazo para conducirlas al estrado y quedándose junto a la pianista o la cantante, al cuidado de sus papeles, e iniciando las salvas de aplausos.
Era su noche. El discursito cuidadosamente preparado había obtenido un éxito enorme. Las miradas de todas las señoras que podían comprenderle iban hacia él con admiración y gratitud. «¡Qué monada el tal Maltranita!… ¡Qué hombre tan dije!… ¡Qué habilidoso!…» Y él aceptaba con modestia estos elogios formulados por las damas según los términos admirativos de cada país. En su declamación dulzona las había abarcado a todas, jóvenes y viejas, alcanzando sus elogios hasta a las sotanas que figuraban entre ellas, lo que le dio motivo para ensalzar la religión, representada allí por sacerdotes de todo el latinismo. El obispo italiano dilataba su cara con un gesto de contento infantil; el abate francés sonreía inquieto, como si viese nacer un temible rival; don José agradecía la alusión, admirándolo con patriótico orgullo. «¡Qué don Isidro tan vivo!… ¡Si yo tuviese su labia para las señoras!»
Al terminar el concierto, la gente se esparció por la cubierta, ansiosa de respirar aire libre. Era cerca de media noche. Las niñas se quejaban del calor, intentando con este pretexto desobedecer a las madres, que proponían un descenso inmediato al camarote. Los pasajeros más corteses iban saludando a las señoras que habían intervenido en el concierto, sonando en su coro de alabanzas los más estupendos embustes. Todas ellas aceptaban sin pestañear la afirmación de que en caso de pobreza podían ganarse la vida con su talento musical. Mrs. Lowe, escoltada por su marido, que llevaba bajo el brazo un rimero de partituras, acogía estos elogios con foscas contracciones de su rostro caballuno. Sentíase ofendida por la falta de gusto de los oyentes: sólo la habían hecho repetir su canto dos veces, cuando ella traía ensayadas una docena de romanzas. El público se lo perdía.
Un grupo de señores viejos acosaba a Conchita con sus felicitaciones. Algunos, prudentes y calmosos hasta entonces, parecían agitados por un cosquilleo eléctrico. Muy bonitas las canciones, aunque ellos no habían entendido gran cosa… ¡pero el baile! ¡aquella danza serpenteante, con unos brazos que parecían hablar!… Doña Zobeida sonreía, contenta del triunfo de «esta buena señorita», haciendo confidente de sus entusiasmos a don José el clérigo, que la escoltaba igualmente con toda la autoridad de su sotana.
–Pero ¿ha visto qué lindura, padrecito?… Nuestra niña es la que ha gustado más a los señores… Ya lo decía mi finado el doctor, que sabía de esto como de todo. Para bailar con gracia, las españolas.
Y perdiendo su timidez, ella misma presentaba a Conchita de grupo en grupo, aceptando como algo propio los requiebros interesados que los hombres dirigían a la bailarina.
Maltrana no se mostraba menos ufano por su triunfo oratorio. Al encontrarse con Fernando tuvo el gesto petulante de un cómico que sale de la escena… ¿Le había visto? ¿Qué opinión era la suya?…
–Yo creo que me los he metido en el bolsillo… Los amigos me miran como si fuese otro hombre. Parecen arrepentidos de haberme tratado hasta hace poco como un insignificante… Van a darme una fiesta en el fumadero: una fiesta íntima… en mi honor.
Era una despedida de los pasajeros alegres a los amigos que se quedaban en Río Janeiro; pero por el éxito reciente de Maltrana, la dedicaban también a su persona.
–Va a ser famosa—continuó Isidro con entusiasmo—. Asistirán señoras, muchas señoras; todas las coristas de la opereta, que me han oído desde puertas y ventanas sin entenderme seguramente, pero ahora me contemplan con respeto y cuando paso junto a ellas murmuran algo que debe ser de admiración… Venga usted con nosotros.
Fernando se excusó: pensaba retirarse inmediatamente a su camarote. Maltrana frunció el entrecejo, como si recordase algo molesto, y aprobó su resolución. Hacía bien. Aquella fiesta era igualmente para despedir al barón belga y a otros amigos suyos que se quedaban en el Brasil. En el aturdimiento de su gloria había olvidado que los de la banda estaban furiosos contra Ojeda, y a última hora, con la insolencia que da el vino, eran capaces de provocar una escena violenta.
–Hasta mañana; le contaré lo que ocurra… No tema que esta noche vaya, como las otras, a golpear el camarote misterioso. Eso se acabó… Por cierto que el hombre lúgubre no se ha dejado ver en todo el día. Debe estar temblando con la idea de que pasado mañana llegamos a Río. Verá usted cómo lo primero que se presenta en el buque es la policía para echarle esposas en las manos… Yo no me equivoco.