Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 33
Al entrar Fernando en su camarote experimentó una gran sorpresa viendo el retrato de Teri… Luego se avergonzó de la inconsciencia en que vivía, semejante a la del ebrio que recuerda los propios asuntos cual si fuesen de otra persona. Los hechos anteriores a su embarque eran para él como sucesos de una existencia distinta, ocurridos en otro planeta, y de los que sólo guardaba ya una débil memoria. Vivía ahora en un mundo nuevo, reducido, aislado, que iba vagando por el infinito azul, y sólo le interesaban las inmediatas necesidades de su existencia oceánica…
Nélida iba a llegar: ¡y quién sabe con qué comentarios de juventud insolente y triunfadora saludaría la belleza de Teri, de un esplendor melancólico, fino y suave, como el de las primeras mañanas de otoño!…
Para evitar un sacrilegio llevó sus manos al retrato, ocultándolo entre las ropas del armario. Al hacer esto tembló con una inquietud supersticiosa. Temía que un poder inexorable y oculto que él no legaba a definir con claridad le castigase por su cobardía… Tal vez perdiera a Teri para siempre, después de haber osado ocultar su imagen. ¡En amor hay tantas afinidades misteriosas, tantos choques inexplicables a través del tiempo y la distancia!… Pero estas preocupaciones de hombre imaginativo, trastornado por una vida de encierro, duraron muy poco. Un ruido de pasos en el inmediato corredor le hizo volver al presente. Era un vecino que se retiraba. Nélida no tardaría en presentarse, y era ridículo que él la recibiese vistiendo aún el smoking de la comida.
Luego de desnudarse se cubrió con un pijama, tomó un libro, y esperó leyendo y fumando. El interés de la lectura se apoderó de él al poco rato. Nélida, con toda su gentileza, carecía del encanto de este libro: la novedad.
Transcurrió mucho tiempo, y cuando empezaba a dudar de que ella viniese, percibió un leve ruido en el inmediato corredor; menos que un ruido: un roce, las ondulaciones del aire por el desplazamiento de un cuerpo silencioso. Era ella que avanzaba cautelosamente.
No experimentó sorpresa al ver cómo giraba la puerta del camarote sin que apareciese alguien en el espacio recién abierto. Luego, Nélida entró de golpe, o más bien, saltó, con la alegría de un gimnasta que llega al final de una carrera de obstáculos. Sacudía en torno de la frente el manojo de sierpes de su cabellera; dejaba flotante sobre su cuerpo el sutil kimono, que había llevado recogido hasta entonces, como si quisiera replegarse, disminuirse en su marcha silenciosa.
–¡Cú… cú!—dijo al entrar, con risa triunfante—. ¡Aquí me tienes!
Se arrojó en brazos de Fernando con cierta emoción, como si éste fuese su primer abandono; luego se apartó rudamente, a impulsos de su movilidad caprichosa. Encendió todas las luces del camarote para examinarlo mejor. Tocaba los libros apilados en el diván, en la mesita y hasta en el lavabo; revolvía los papeles; mostraba una curiosidad infantil ante los objetos de tocador y las ropas de Ojeda. Su deseo de verlo todo adquirió un carácter alarmante.
–Tú debes tener retratos, cartas de amor. ¡A saber lo que traes de Europa guardado en tus maletas!… Enséñame tus conquistas, viejo mío. Muéstramelas… para que me ría.
Luego admiró el camarote. Era más grande que el suyo; el techo más alto, y sobre todo, en vez del tragaluz redondo, tenía ventana, una verdadera ventana como las de las construcciones terrestres. Saltó sobre el diván para sentarse en el alféizar de ella, sacando parte de su cuerpo fuera del buque. Un grato escalofrío hizo temblar su espalda: estremecimiento de frescura por el viento que levantaba el buque en su marcha y que corría sobre su piel, hinchando la tela del suelto kimono; estremecimiento de miedo al verse suspendida en el vacío y la noche, bastándole un leve movimiento de retroceso para caer en el mar.
Ojeda la sostuvo, agarrando sus piernas. Con esta atolondrada podía temerse todo. Y Nélida agradeció su miedo como una manifestación de amor, acariciándole la cabeza, hundiendo sus manos en sus cabellos, alborotándolos.
–Figúrate, negro, que yo me dejase caer así… ¡Ah… ah… ah!—y al lanzar esta exclamación, se echaba atrás, obligando a Ojeda a un esfuerzo violento para retenerla—. Por pronto que se enterasen en el buque e hicieran alto, pasaría mucho tiempo. Pero tú te echarías al agua detrás de mí, ¿no es cierto, mi viejo?… Vendrías a hacerle compañía a tu nena en medio del mar, y nadaríamos juntos hasta que nos buscasen… Y si no nos buscaban, nos ahogaríamos juntos… ¡así!… ¡bien juntitos!
Con la excitación del peligro se abrazaba a él fuertemente, tirando hacia afuera, como si en realidad desease caer de la ventana arrastrando a su amante.
Éste se libró con rudeza del abrazo juguetón e imprudente. Estaban en medio del Océano, lejos de toda costa. Bastaba una leve falta de equilibrio, para que ella se desplomase en aquellas aguas negras que pasaban y pasaban junto al flanco de la nave. Sería un chapuzón en el misterio y el olvido; una caída sin esperanza. Nadie podía verla; la muerte era segura. Y aunque alguien la viese y el buque se detuviera, volviendo sobre su marcha, resultaría difícil encontrar un pequeño cuerpo flotante en esta lóbrega inmensidad que parecía de tinta.
–Nélida, ¡por Dios! baja de la ventana.
Pero ella reía de su miedo, segura al mismo tiempo de la fuerza con que la mantenían sus brazos. «¡Ah… ah… ah!» Y echaba el cuerpo atrás, en el vacío, con tal ímpetu, que Ojeda hubo de hacer grandes esfuerzos para sostenerla.
–Di que si yo cayese te echarías de cabeza para salvarme… Di que morirías por tu nena…
Aprobó Fernando todo cuanto ella quiso pedirle, y sólo así pudo conseguir que abandonase la ventana, estrechamente abrazada a él, contemplándolo con admiración.
–¿De veras que morirías por mí?… Repítelo viejito rico, que yo lo oiga… Dilo otra vez, mi negro.
La gratitud perduró en Nélida gran parte de la noche. En la obscuridad, sin más luz que el tenue fulgor sideral que entraba por la ventana, volvió a llamar a Ojeda «viejito» y «negro», dos palabras amorosas del nuevo hemisferio a las que él no había podido habituarse todavía, y que en medio de los transportes pasionales le hacían sonreír.
Cuando brilló de nuevo la electricidad estaban los dos sentados en un diván. Nélida, por un brusco cambio de su carácter tornadizo, hablaba ahora con tristeza y miedo. Contaba los días que faltaban para la llegada a Buenos Aires. ¡Cuán pocos eran!… Recordaba a su hermano mayor, el rudo estanciero, que en las últimas cartas enviadas a Berlín profería contra ella terribles amenazas, comentando las denuncias que le había dirigido el hermano pequeño.
–Y ese zonzo de seguro que apenas lleguemos le va a contar no sólo lo de Alemania, sino lo del buque; lo tuyo también. ¡Ay!, ¿qué va a ser de mí?
Ella, que en su valerosa inconsciencia no temía a nadie de los que la rodeaban, temblaba con sólo el recuerdo de este hermano, al que había podido apreciar en un breve viaje a la Argentina realizado tres años antes acompañando a su padre.
–Con él nadie bromea. Es un bárbaro… ¡Y si hablase sólo de matarme! La muerte no me da miedo; al fin, todos hemos de pasar por ella. Pero me amenaza con algo peor. Me quiere cortar la cara, me la quiere quemar con vitriolo, para que los hombres huyan de mí y yo me consuma de desesperación. ¡Qué horror!…
Temblaba sólo al pensar en este suplicio, más temible para ella que la muerte, no dudando un instante de que su hermano era capaz de cumplir tales amenazas.
Guardaba un vivo recuerdo de su gesto fosco, de su propensión a la violencia, de su mirada lúgubre. Ojeda, escuchándola, se imaginaba el tipo. Era un homicida, al que había faltado una ocasión para el desarrollo de sus facultades. ¡Interesante la familia Kasper con sus variados productos del cruzamiento razas!…
–¡Ay! Si tú me amases de verdad…—continuó ella, implorándole con sus ojos—. Tú que eres capaz de echarte al mar por mí, podías hacerme feliz con mucho menos… Di, mi viejo, ¿quieres hacer algo que yo te pida?…
Fernando, acosado por sus ruegos, prometió obedecerla. ¿Qué deseaba?… Una cosa insignificante, que expuso ella con sencillez. No quería ir a América: marchaba hacia Buenos Aires como un animal que va al degolladero. Aún estaban a tiempo los dos para ser dichosos. Bajarían en Río Janeiro, se esconderían, dejando que partiese el vapor, y tomarían pasaje en otro buque de los que volvían a Europa… ¡Ah, el hermoso Berlín! En ninguna ciudad de la tierra se vivía con más felicidad.
Casi saltó Fernando de su asiento a impulsos de la sorpresa. ¿Volver a Europa, cuando aún no había llegado al término de su viaje? Sólo podía admitir esta proposición como una broma. ¿Y sus negocios?… ¿Qué iba a hacer él en Berlín?…
Nélida se sintió ofendida por la extrañeza que mostraba su amante.
–No me quieres, bien lo veo. Todos los hombres sois lo mismo. Muchas promesas, y luego retrocedéis ante el sacrificio más pequeño… ¡Egoístas!
Se quejaba como si acabase de descubrir una gran infidelidad, ella, a la que había visto Ojeda en trato amoroso con otros hombres y que dejaba a sus espaldas, en Europa, un pasado del que iba a pedirle cuentas «el gaucho» vengador. Sólo llevaban dos días de amores, y se extrañaba de verse desobedecida, como si los hombres no tuviesen otra obligación que seguirla en todos sus caprichos y su insolente juventud fuese el centro del mundo, en torno del cual debían girar personas y sucesos.
–Me mataré—dijo con energía—. Y si no me mato, me marcharé sola. Yo te juro que no llego a aquella tierra… ¡Qué horror!
Acordábase de los meses que había pasado en Argentina tres años antes. Era un país para mujeres como su madre. Buenos Aires aún podía tolerarse; pero ellos iban a vivir en una ciudad del interior, cerca de la estancia que dirigía su hermano.
–Por toda diversión una plaza en la que toca una música algunas noches. Las niñas se pasean por un lado, como manadas de pavos, y los hombres por otro; sin hablarse, dirigiéndose miradas, lo que allá llaman afilar, y sin atreverse a un saludo. Luego, el encierro en casa todo el día… la conversación con las amigas de mamá. No: ¡primero morir! Yo necesito ir a Berlín. ¡Si tu conocieses lo hermoso que es Berlín!…
Intentaba vencer la resistencia de Ojeda con los recuerdos de aquella capital, en la que había transcurrido lo mejor de su vida. Ella no conocía París. Su padre se había negado siempre a llevar su familia a esta ciudad. Se enfurecía el señor Kasper, como un profeta bíblico, al hablar de la moderna Babilonia, urbe corrompida, inventora de malas costumbres… ¡Ay, Berlín! Tal vez las parisienses fuesen más elegantes, más finas que las otras; pero en Berlín todo era grande. Los cafés y los teatros, más enormes que los de París. Los establecimientos nocturnos copiaban los títulos de Montmartre; pero si en una sala parisién danzaban cincuenta parejas, en la de Berlín bailaban doscientas; si en una parte se destapaban diez botellas, en la otra eran cien; y si en los bulevares había batallones de mujeres sueltas, en la metrópoli germánica podían formarse cuerpos de ejército con las hembras en disponibilidad.
Todo era abultado, inmenso, colosal, en aquella urbe disciplinada; hasta la alegría y la licencia, que habían sobrevenido como resultados del triunfo. Y la mestiza de alemán y de criolla hablaba con nostalgia de la vida nocturna de Berlín, de todo lo que había conocido y gozado en su absoluta libertad de «señorita educada a la moderna».
–Tú sólo has visto aquello como viajero; además, conoces poco el idioma. No sabes lo que es la vida allá. ¡Si la conocieras!… ¡Si accedieses a venir conmigo!
Y en la inconsciencia de su entusiasmo, sin darse cuenta de la penosa impresión que causaba en Ojeda, empezó a hablarle de sus aventuras. Tema una amiga, hija de alemán y de norteamericana, cuyos padres vivían en Berlín después de haber hecho fortuna en los Estados Unidos. Las dos se escapaban de sus casas por la noche para ir a los cafés más célebres en compañía de unos novios con los que nunca habían de casarse. Este acompañamiento no las impedía cenar con ricos señores de la industria y de la Banca que celebraban un buen negocio. Los dueños de los establecimientos las atraían y las halagaban a ellas y a otras de su clase. Eran señoritas, con un encanto superior al de las otras mujeres. Sabían mantener sus aventuras en un término prudente, con más bullicio y atrevimiento que las profesionales, pero sin permitir nunca el atentado irreparable. Mostrábanse expertas en la tentación que enardece al parroquiano y le hace volver. Y para asegurarse el auxilio de estas colaboradoras, los gerentes les daban primas sobre lo que hacían gastar a los señores, algunos centenares de marcos al mes, que eran una entrada supletoria para vestidos y sombreros, compensando de este modo el regateo económico de sus familias.
–Un gran país—continuó Nélida—. Allí únicamente se vive. ¿Y tú no quieres llevarme? ¡Tan dichosos que seríamos los dos!… Di, ¿por qué no quieres?
Fernando quedó indeciso. No sabía qué contestar a esta loca, de una amoralidad desconcertante. Era inútil exponer razones de honor, hablar de su dignidad, que no podía adaptarse a este género de existencia. Jamás llegaría a entenderle.
Para salir del paso aludió a las dificultades materiales que se oponían a su plan. ¿Qué iba a hacer él en Berlín? ¿De qué podían vivir? Para estas aventuras se necesita dinero, y él no lo tenía.
Nélida abrió los ojos con asombro. No podía comprender un hombre sin dinero. Todos los que ella había conocido hasta entonces lo tenían en abundancia, o al menos jamás se preocupaban visiblemente de su carestía. ¡Un hombre sin dinero!… Le parecía inaudita esta revelación, y miró a Ojeda como si acabase de descubrir en él nuevos encantos y perfecciones.
Ella tenía dinero para los dos. Ignoraba cuánto: tal vez mil quinientos marcos. Y repitió varias veces la cifra, dándola gran importancia por ser dinero suyo: ahorros de la vida en Berlín… Además de esto, tenía sus pequeñas alhajas, regalos de amistad, que llevaría con ella. No necesitaban de grandes cantidades para llegar a Berlín, y una vez allá, todo les sería fácil. Contaba con amigos, muchos amigos; una mujer sale fácilmente de apuros. Ojeda sólo tendría que ocuparse de los gastos de su persona, y si era necesario, ella ayudaría también a su viejito… a su negro.
–¡Nélida!—protestó Fernando.
Pero no quiso decir más. ¿Para qué?… Ni él aceptaba aquel viaje, ni ella, con la movilidad de sus fugaces impresiones, se acordaría tal vez de esto a la mañana siguiente.
Sonó un gran estrépito en las cubiertas superiores: ruido de voces, correteos. Luego las fuertes pisadas se alejaron hacia la popa, acompañando una violenta discusión. Debían ser los de la banda, que se peleaban entre ellos.
–Márchate—dijo Ojeda—. Son las tres. Esas gentes pasean por todo el buque antes de acostarse, y te pueden sorprender.
Aceptó el mandato Nélida, más por despecho que por obediencia amorosa. Sus besos de despedida fueron glaciales. Fruncía las cejas; brillaba en sus ojos un resplandor hostil.
–No me quieres, bien lo veo… Otro se consideraría feliz si yo le permitiese acompañarme en mi fuga, y tú parece que estás arrepentido de conocerme… Cualquiera diría que te he propuesto un crimen.
Fernando murmuró algunas excusas… Era un asunto que merecía ser pensado. Tal vez se decidiese al día siguiente. Pero ella, adivinando la falsedad de sus palabras, no quiso oírle. «¡Adiós!» Le empujó para ganar la puerta, cerrándola tras ella ruidosamente, como si ya no le importase guardar recato alguno.
«¡Adiós!», contestó Ojeda al quedar solo. Levantaba los hombros, sonreía con una expresión de cansancio, le pareció más agradable su camarote sin otra presencia que la suya… ¡Muchacha loca, adorable por una hora e insufrible por toda una noche!… Reía francamente al recordar las extrañas proposiciones de Nélida. ¡A Berlín él!… ¿Qué se le había perdido allá?… Y todo porque la niña le tenía miedo al hermano medio salvaje. Era una solución digna de su cabeza destornillada.
Con estos comentarios fue desnudándose, y al apagar la luz experimentó entre las sábanas la voluptuosidad del que se ve solo después de haber sufrido una compañía enojosa. ¡Ah, las mujeres! ¡Lástima grande no poder vivir sin ellas! Ojeda, que empezaba a dormirse, dio algunas vueltas en su nebuloso pensamiento a la vulgarizada frase del dramaturgo escandinavo. Siempre que una contrariedad amorosa le impulsaba a separarse de una mujer, se decía lo mismo: «El hombre aislado es el más fuerte…». ¡Ay! Fácil era aislarse cuando el organismo parece crujir de fatiga y la hartura quita todo encanto a las tentaciones. Pero transcurría el tiempo; la mujer despreciada adquiere mayor valorización a cada vuelta de sol; y el deseo, al renacer en las entrañas, las araña como un demonio implacable, diciendo burlonamente a cada zarpazo: «Toma, hombre aislado; toma y aguanta, ya que eres el más fuerte…».
Despertó Ojeda al día siguiente con los sonidos de la música, que daba su concierto matinal. Cuando subió a la cubierta era muy tarde. Muchos esperaban el toque de mediodía para entrar en el comedor. Adivinó Fernando en las miradas de algunos y en el secreto de ciertas conversaciones que un suceso extraordinario había ocurrido en el buque.
Vio venir hacia él a Maltrana con la majestad sombría de un hombre cargado de secretos. Las miradas de algunos pasajeros tendidos en sus sillones le seguían con cierta admiración. Parecía haber crecido en una noche. Era otro, con la mirada grave, la frente pesada, los brazos cruzados sobre el pecho y un índice apoyado en la boca, lo mismo que si adoptase un gesto de pensador viéndose rodeado de máquinas fotográficas.
–Tengo que hablarle.
Dijo esto con tono de misterio, y se llevó a su amigo hacia el extremo de proa.
–¿Por casualidad trae usted una caja de pistolas de desafío?…
A pesar de que Ojeda, en vista del aspecto de su compañero, estaba preparado para las peticiones más absurdas, no pudo reprimir su sorpresa… ¿Pistolas de desafío?… ¿Es que «por casualidad» viajaban las gentes con una caja de ellas en el equipaje?… Maltrana se excusó. Recordaba que su compañero había tenido varios lances, y esto le hacía suponer que bien podría llevar con él esta clase de armas.
–Siento que usted no las tenga, Fernando, y no sé cómo salir del paso. Hay un duelo pendiente a bordo, y los adversarios, así como los otros testigos, me han hecho el honor de confiarse a mi pericia, encargándome la preparación del combate. Una misión difícil.
El desafío iba a realizarse a la mañana siguiente en tierra, con el mayor secreto, durante las pocas horas que el buque permanecería anclado, y él tenía que establecer las condiciones, para lo cual le era necesario, ante todo, encontrar las armas.
No faltaban éstas en el buque. Todos los pasajeros tenían la suya, y hasta algunas señoras ocultaban en sus camarotes el arma de fuego niquelada, brillante y graciosa como un juguete. Había revólveres de todos los calibres, pistoletes automáticos de diversos mecanismos. Un argentino hasta le había ofrecido para el caso dos carabinas de repetición, con balas blindadas, que llevaba para su estancia. Pero todas eran armas vulgares, prosaicas, de última hora; armas sin tradición, que no podían servir por falta de títulos para que dos caballeros se matasen. Él necesitaba espadas o pistolas antiguas que se cargasen por la boca, como ordena el ceremonial del honor, armas poéticas consagradas por el teatro y la novela; y toda aquella gente sólo podía ofrecerle ferretería moderna, falta de nobleza, que funcionaba como un reloj y distribuía la muerte con mecánica exactitud. No había podido encontrar a bordo ni siquiera dos sables, arma híbrida, arma mestiza, que era como una transición entre las unas y las otras.
Ojeda interrumpió estas lamentaciones. Quería saber el motivo del duelo y quiénes eran los combatientes.
Se expresó Maltrana con triste dignidad. Había sido al final de la fiesta en su honor, cuando más contentos y fraternales se mostraban los amigos. Muchos se habían retirado a sus camarotes. Eran las tres de la madrugada. Al cerrarse el fumadero habían subido a la cubierta de los botes para terminar el jolgorio en el camarote del belga, que iba a separarse al día siguiente de la honorable sociedad. Llevaban a prevención algunas botellas, y al quedar vacías éstas, probaron a beber cierto alcohol de tocador, agua de Colonia o algo semejante, riendo de las muecas y náuseas que el líquido perfumado provocaba en algunos.
–Cuando más contentos estábamos, surgió la pelea entre el belga y ese alemán pariente de Nélida, los dos amigos más íntimos, siempre juntos desde que entraron en el buque. Yo creo que en el fondo se odiaban sin saberlo. Inútil decir a usted quién es el verdadero culpable… ¿Quién ha de ser?… Nélida. Y lo más gracioso del caso es que ninguno de los dos la nombró, pero ambos la tenían en el pensamiento. Estaban furiosos desde hace días, desde que la muchacha se fijó en usted. Fue una suerte que no anduviese usted anoche por el buque. Hubiésemos tenido un disgusto.
Los dos rivales se hacían responsables del apartamiento de la joven. Cada uno de ellos se imaginaba que de haber quedado solo al lado de ella habría podido retenerla. Pero se habían estorbado con su mutua presencia, acabando por cansar a Nélida en fuerza de rivalidades y celos. Y este odio silencioso que los dos llevaban en su pensamiento había estallado en la madrugada con la rapidez y la incoherencia de las querellas de borrachos. Unas cuantas palabras ofensivas, a las que no prestó atención el resto de la banda, y de pronto, botellas por el aire, bofetadas, lucha cuerpo a cuerpo.
–Algo muy triste, amigo Ojeda. Por voluntad del alemán, allí mismo hubiese terminado el incidente. Él tiene un ojo hinchado y el otro lleva en un carrillo algo que parece un tumor. Los dos iguales. No se necesitaba más para volver a ser amigos… Pero el belga entiende las cosas de otro modo. Saca a colación su baronía, y además creo que ha sido subteniente de no sé qué guardia nacional o reserva de su país. En fin, que ha arrastrado sable y tiene empeño en batirse con su amigote, para después estrecharle la mano con toda tranquilidad. Y los dos se han confiado a mí en esto del duelo.
Maltrana se excusó modestamente.
–No extrañe usted esta predilección. Se han enterado de que yo tuve en nuestra tierra algunos desafíos (porque con ellos me iba el pan), y me miran con tanto respeto como si fuese de la Tabla Redonda… Además, ha influido igualmente mi triunfo oratorio de anoche, el nuevo prestigio que me rodea. Uno que habla bien es sabido que sirve para todo… hasta para gobernar pueblos.
Y como Fernando no podía darle lo que necesitaba, se alejó en busca de las armas. Iba a hacer la misma pregunta a otros pasajeros de distinción, y si éstos no tenían «por casualidad» una caja de pistolas, arreglaría el encuentro a revólver, escogiendo dos completamente iguales entre los muchos que le habían ofrecido.
Al pasear Ojeda por la cubierta vio a los adversarios, uno en la terraza del fumadero y otro en el balconaje de proa, ostentando ambos en la cara, sin recato alguno, las huellas del choque nocturno. La banda se había dividido según sus opiniones y afectos, quedando un grupo en torno del alemán y otro junto al barón. Los dos se mantenían en actitud arrogante, como actores que vigilan sus movimientos sabiendo que todas las miradas están fijas en ellos.
De Nélida no se acordaba nadie. Este choque, que podía tener consecuencias trágicas, había quitado todo interés a la inquieta muchacha y sus insolentes veleidades. Ojeda la vio venir hacia él pasando ante el grupo que formaban el barón y sus amigos en la terraza del fumadero. Todos la consideraron con indiferencia, y ni siquiera volvieron los ojos para seguirla mientras se alejaba. La atención era para el héroe, que, con el carrillo hinchado, relataba por cuarta vez cierto desafío terrible en el que casi había matado a su rival.
Al reunirse Nélida con Fernando le habló con apresuramiento. Iba buscándole desde una hora antes por todo el buque… ¡Lo que le ocurría a ella por culpa del hermano!…
–Cuando veas a papá, dile que estuviste acompañándome hasta las tres de la mañana en el comedor y que me encontraste a la una. Él te preguntará; pero aunque no te pregunte, dile eso de todos modos.
Había cometido una imprudencia la noche anterior al ir en busca de él, dejando olvidada la llave en la puerta de su camarote. El «zonzo», o sea el hermano, ansioso de venganza por los golpes de la tarde, había cerrado la puerta al notar su salida, guardándose la llave. Inútiles los ruegos de Nélida cuando, al volver en la madrugada, intentó ablandar a su hermano llamando a la puerta de su camarote. Se fingía dormido. Y ella había pasado el resto de la noche en una silla del comedor, a obscuras, invisible para los de la banda, que andaban divididos de un lado a otro con la agitación de la pelea reciente.
Los criados que estaban de guardia podían atestiguar que había pasado la noche en el comedor. Simple asunto de cambiar las horas, asegurando que estaba allí desde mucho antes. Todos los criados del buque sonreían al verla y estaban prontos a afirmar lo que ella les pidiese…
Una escena borrascosa de familia cuando el digno señor Kasper y su mujer se levantaron y abrió el hijo la puerta del vacío camarote. «Nélida ha pasado la noche fuera.» Pero Nélida sobrevino como una fiera, y hubo que arrancar al «zonzo» de entre sus manos. Aquel bandido se había aprovechado de una corta salida suya por exigencias higiénicas para cerrar la puerta, dejándola fuera del camarote, obligada a vagar por el buque, expuesta a peligros y murmuraciones… todo por el deseo de calumniarla.
Ella había pasado la noche sentada en el comedor; tenía testigos: los criados que estaban de guardia. Aún podía ofrecer un testimonio más importante: el doctor Ojeda, que la había encontrado a la una y media, cuando él se retiraba a su camarote, acompañándola hasta las tres. ¿Cuándo iba a terminar de martirizarla este malvado?…
La madre tomaba partido por el hijo, mirándola a ella con ojos iracundos. Era la vergüenza de la familia: los iba a matar a disgustos. «Papá… papá», imploraba Nélida. Y el señor Kasper reflexionaba como un rey justiciero, acariciándose las barbas. ¡Prudencia! Había que pesar bien las cosas para ser equitativo. La niña ofrecía pruebas, y el tonto únicamente sabía insistir en su acusación, sin añadir testimonio alguno. Y casi sentenció por adelantado, intentando dar un repelón al muchacho. «¡Raza maliciosa y vengativa! Nada bueno podía esperarse de su sangre.»
Nélida no tenía miedo al enojo de sus padres, pero necesitaba convencerlos de su inocencia para que le sirviesen de fiadores ante el hermano temible que la esperaba al término del viaje. ¿Y aún se resistía Fernando cuando ella le hablaba de huir, como si le propusiese algo disparatado? No, no iría a Buenos Aires: estaba resuelta a escaparse al día siguiente… Pero la inmediata realidad le hizo insistir en sus recomendaciones:
–Cuando papá te pregunte, ya sabes lo que debes decir… Y si no te pregunta, háblale tú. Hazlo, mi viejo; sé buenito. Allí lo tienes, cerca del fumadero, hablando con el señor Pérez. Él se alegra mucho de verte: dice que eres la mejor persona de a bordo.
Y le empujaba dulcemente, extremando los gestos y miradas de seducción. Ojeda, con su pasividad habitual ante el mandato de una mujer, siguió este impulso, dirigiéndose en busca del señor Kasper. ¡Qué de embustes y enredos con esta muchacha!… Afortunadamente, el día de la liberación estaba próximo; y una vez en tierra, no la vería más.
Sonrió el patriarca a Fernando, sin interrumpir por esto su conversación con Pérez. Hablaban de política, conviniendo los dos en un gran amor por los gobiernos fuertes y en la necesidad de fusilar a todos los enemigos de la autoridad. El señor Kasper odiaba las repúblicas, gobiernos de pelagatos con levita, de parlanchines hambrientos. Los pueblos debían ser regidos por hombres a caballo, con deslumbrantes uniformes. Y satisfecho de que a él le hubiese tocado esta suerte al nacer en Alemania, abrumaba con ironías y sarcasmos a la más célebre de las Repúblicas. Nunca había querido vivir en París. ¡Una nación gobernada por abogados y periodistas! ¡Un pueblo sin moralidad y casi sin familia! Todo el mundo sabía esto…
Ganoso de retener a Fernando, dejó que Pérez se marchase en busca del tercer aperitivo de la mañana, y al quedar solos, fue el patriarca el que inició la explicación deseada por Nélida.
Ya sabía él que el señor Ojeda había acompañado a la niña gran parte de la noche en el comedor. Le daba las gracias por su amabilidad. No podía haber encontrado mejor acompañante que él, un caballero distinguido y serio. Eran querellas entre muchachos; una genialidad de su hijo menor, que le proporcionaba muchos disgustos. La sangre de los abuelos criollos despertaba en sus venas… Su hijo mayor era más equilibrado; pero en cuanto a carácter, allá se iba con el otro. ¡Gente interesante y temible!… Nélida y él eran más tranquilos, más alemanes, de genio siempre igual.
Hacía elogios de la hija predilecta, olvidando por completo el incidente de la noche anterior, sin pedir nuevas aclaraciones, librando a Ojeda de la necesidad de mentir, diciéndolo él todo, como si estuviese mejor enterado que nadie por el solo testimonio de Nélida. Y acompañaba sus palabras con tales sonrisas, que Fernando acabó por sentirse desconcertado. «Este señor es tonto—pensaba—, tonto como su hijo menor.» Pero luego parecía dudar. «O tal vez es un fresco. El mayor sinvergüenza que he conocido.»
Mientras tanto, el señor Kasper pasaba con suavidad del elogio de su hija a hablar de los negocios de América, tema en el que insistió hasta el toque de mediodía, que deshizo los grupos, empujando las gentes al comedor.
Después del almuerzo, muchos pasajeros, en vez de permanecer arrellanados en los asientos del jardín de invierno como gentes faltas de ocupación, tomaron rápidamente el café y salieron cual si fueran en busca de algo importante. Los pupitres de los salones y del fumadero estaban ocupados por hombres y mujeres que escribían y escribían, teniendo ante ellos un montón de cartas cerradas con las direcciones puestas. Por encima de sus cabezas pasaban manos rapaces, apoderándose con profusión de sobres y pliegos. Corrían los criados, no sabiendo cómo acudir a tan diversos llamamientos. Todos pedían lo mismo: papel y plumas.