Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 37
A la cabeza de la fila, dirigiendo las evoluciones de la danza y acompañándola con patadas y gritos, destacábase un joven altísimo y enjuto de carnes, con nariz aguileña, fino bigote y ojos ardientes. Se cubría con un caftán sucio y magnífico de seda roja bordada de oro. Estos bordados habían tomado con los años un empañamiento verdoso. La seda, deshilachada en los sitios de mayor roce, dejaba escapar las vedijas de algodón de su acolchado. Pero a pesar de esta ruina y de los pantalones y botines de obrero europeo que dejaba ver por debajo de la vestidura oriental, el árabe de Siria ofrecía un hermoso aspecto.
Ojeda lo reconoció: era el Emir. Varias veces, al hablarle Isidro de las danzas de los árabes, había mencionado a este joven, alabando su postura de caballero del desierto, que hacía recordar a los héroes de las Orientales cantados por el romanticismo.
El imaginativo Maltrana no había vacilado en darle un nombre y una dignidad. Era, según él, un emir en desgracia. Como lo incluía en el número de sus «queridos amigos», estaba bien enterado de que marchaba por segunda vez a Buenos Aires, donde ejercía pequeñas industrias. Pero esta vulgar realidad desechábala Isidro, por no estar de acuerdo con los deseos de su imaginación, y el joven árabe era un emir, según él, y todos sus compañeros, con mujeres e hijos, fieles súbditos que seguían a su príncipe en el destierro.
A la cabeza de la fila formada por sus vasallos, el Emir balanceábase sobre las caderas, levantaba un pie y lanzaba relinchos bajo la mirada protectora de la señá Eufrasia, que, subida en un caramanchel, presidía la fiesta con toda la majestad de su busto corpulento. Al reparar la buena mujer en Ojeda, se atrevió a sonreírle. Sabía que era español por haberle visto algunas veces con don Isidro.
–¿Ha visto usted, señor, qué moritos graciosos? Y ahí donde usted los ve, con esas caras tan feotas, son unos infelices: más buenos que el pan. Los mejores de todos.
Su marido, el hombre del sombrerón y la faja abultada, se aproximó al escuchar estas palabras. Se adivinaba qué iba a decir, como de costumbre, ansioso de fingida autoridad: «Calla, Ufrasia, y no molestes a este caballero. Las mujeres no sabís na de na». Pero no pudo decirlo.
El flautista lanzó unas notas en falso y calló después, como si se le hubiese atrancado algo en la garganta. Los bailarines quedaron inmóviles, agarrados del talle, una pierna en alto, mirando hacia el castillo central con ojos súbitamente congestionados.
Fernando miró también, influenciado por este silencio, y vio a Maltrana que acababa de descender por una escalerilla de hierro. En mitad de la escalera estaba Nélida mirando a la muchedumbre extendida a sus pies, orgullosa de la emoción que despertaba su presencia. La falda corta y estrecha se había subido impúdicamente con el movimiento de descenso, dejando a la vista una pantorrilla larga, de curva armoniosa, enfundada en una media de seda gris con rayas caladas. En la parte más alta, entre la media y el pantalón, mostrábase un pedazo circular de carne desnuda, blanca y ligeramente sonrosada como el nácar húmedo.
Adivinó ella la causa de esta turbación colectiva, de este silencio repentino, pero quiso prolongar la situación con una coquetería cruel, sonriendo ante el popular homenaje. A Ojeda le pareció oír mentalmente un alarido general, un relincho inmenso que subía hasta el cielo; y no lo lanzaban las bocas, repentinamente secas: partía de los ojos extraviados, de las ropas estremecidas, de las narices palpitantes. La miraban lo mismo que los pueblos primitivos debieron mirar la primera revelación celeste.
Maltrana, al pie de la escalera, torció el gesto e hizo señas, con el enfado de un propietario futuro que ve prodigado sus bienes. Ella, al fin, quiso fijarse en sus extremidades, y sin emoción alguna arregló el desorden de la falda, borrándose la divina aparición como la luna entre nubes.
Sólo entonces volvió la flauta a lanzar sus pastoriles gorjeos y los danzarines reanudaron sus evoluciones. Por toda la explanada circuló inmediatamente una noticia, con la prontitud colectiva de las muchedumbres para inventar y aceptar embustes. Era don Isidro con su novia: una novia millonaria. Se iban a casar apenas llegasen a Buenos Aires.
La señá Eufrasia se aproximó a ellos con gesto admirativo: «¡Ah, don Isidro! ¡Y qué bien ha sabido usted escoger! Los hombres de talento tienen magnífico ojo para estas cosas. ¡Que sea para bien! ¡Que dure muchos años!…». Y las otras mujeres, árabes, italianas, españolas, se agrupaban en torno de Nélida, admirando su hermosura, sorbiendo el aire cual si quisieran apropiarse algo de su perfume, empujándose para sentir el roce de sus miembros, conmovidas aún, a pesar de la identidad de sexos, por lo que habían visto aparecer en mitad de la escalera. Sentían cierto orgullo al estar próximas a una de aquellas señoritas que sólo habían visto de lejos, asomadas a los balconajes del castillo central.
La gente joven que Maltrana había encontrado algunas veces junto a la verja que cerraba el paso a los camarotes, espiando las idas y venidas de camareras y criadas, manteníase a cierta distancia, contemplando a Nélida con una admiración casi homicida. La devoraban todos con los ojos. Parecía que de un momento a otro iban a caer sobre ella, despedazándola.
Odiaban de pronto a don Isidro, admirándolo más que antes. Nunca les había parecido tan grandioso. ¡Ah, los ricos! Tenían la plata, tenían las comodidades, y además se llevaban las mejores mozas. A impulsos de la envidia hacían comparaciones, pasando su mirada de la fresca Nélida a las pobres hembras despechugadas, sucias y curtidas por el sol. Una porquería todas ellas. ¡Ah, miseria!…
El Emir se había despegado de sus compañeros para ejecutar un solo de danza. Acompañado por la flauta y agitando entre ambas manos un pañuelo rojo, bailó frente a Nélida, como si la dedicase todos sus gestos y contorsiones. Movía las caderas con femenil vaivén, lo mismo que las almeas, provocando grandes risas por sus estremecimientos lascivos. Las nobles facciones del príncipe del desierto caído en la desgracia se borraban bajo el temblor de unos gestos simiescos. Sus negras pupilas parecían arder con un fuego azulado, mientras las córneas se estriaban de sangre. Miró a Nélida con una fijeza desconcertante; pero ella, en vez de mostrar turbación, avanzaba el rostro y abría la fresca boca riendo con todo el esplendor de sus dientes, como si se burlase de las angustias del pobre Emir. Pero su imparcialidad de muchacha experta en la apreciación y descubrimiento de los méritos varoniles, por ocultos que estuviesen, hizo justicia al árabe.
–¡Qué lindo!—dijo volviéndose a Maltrana, mientras el otro seguía bailando—. ¡Qué hermoso pedazo de hombre!… Lástima que esté aquí.
Ojeda, que permanecía cerca de ellos, pensó que era una suerte para su amigo que los reglamentos del buque no permitiesen al Emir dar un paso fuera de la proa. De poder abandonar a la masa emigrante para ocultarse en los recovecos del castillo central, el infortunio de Maltrana era seguro.
Cuando el árabe cesó de bailar, jadeante y sudoroso, ella avanzó por la explanada con el aire de una princesa que visita a sus vasallos. Se reflejaba en su persona la popularidad de Isidro, y éste, por su arte, extremaba las sonrisas, las palmadas cariñosas, las palabras de falso afecto, lo mismo que un buen rey que desea mostrarse estrechamente unido con su pueblo.
Nélida miró varias veces a Fernando gozosa de que presenciase su triunfo. A su lado jamás había recibido tales homenajes. Sólo guardaba para ella contradicciones y negativas. Era más buen mozo que Maltrana: conforme; pero no era un héroe.
Como el baile había terminado, Fernando se volvió al castillo central. Quiso dejar a Nélida gozando de su gloria, acogiendo serena como un ídolo la curiosidad de las mujeres y el deseo vehemente de muchos hombres, que la seguían con pasos de tigre. Tenían el mismo gesto de los antiguos corsarios berberiscos rondando sobre la cubierta de la galera en torno de una beldad recién conquistada. De estar solos habrían tirado de la muchacha todos a la vez, descuartizándola para hacerla suya.
Maltrana, separado de Nélida por unos instantes, hablaba con Juan Castillo y don Carmelo. Venía éste de la enfermería de ver a Pachín Muiños, el emigrante que preguntaba a todas horas cuándo llegaba el buque a Buenos Aires.
–Hombre perdido—dijo el de la comisaría—. El médico lo ha desahuciado; pero él sigue entre la vida y la muerte, y cuando habla, es para preguntar siempre lo mismo: «¡Buenos Aires!… ¿Cuándo llegamos a Buenos Aires?».
Por la mañana, en la bahía de Río Janeiro, habían tenido que hacer esfuerzos los enfermeros para sostenerle en la cama. Quiso huir apenas notó la inmovilidad del buque. ¡Ya habían llegado a Buenos Aires! Le engañaban; querían mantenerle en aquel encierro so pretexto de su salud. Y el panorama de la vecina ciudad entrevisto por un tragaluz al incorporarse en el lecho, había servido para aumentar su desesperación. Aún había sido ésta más grande al ponerse el buque en marcha. Se creía de regreso a su tierra, después de haber estado junto a la ciudad-esperanza, donde le aguardaban la salud y la riqueza.
–El pobrecito está en pleno delirio—continuó don Carmelo—. En vano le dicen que vamos a Buenos Aires y que llegaremos pronto. Cree que volvemos a su país; y si al fin duda, pide que lo llamen a usted, señor Maltrana. «Que venga don Isidro. Él lo sabe todo: él me dirá la verdad…» Podía usted verle. Su presencia le serviría de consuelo.
Pero Maltrana hizo un gesto evasivo. Tal vez más tarde lo visitase. Ahora tenía mucho que hacer: no podía dejar sola a esta señorita.
Don Carmelo, acordándose de las obligaciones de su empleo, se lamentó de la presencia de Muiños en el buque. Llevaba realizados varios viajes sin que ocurriese una defunción a bordo. Examinaban a las gentes antes de admitirlas, pero este hombre los había engañado con su aspecto de salud en el momento del embarque… La muerte es triste en todos los lugares, pero aún más en el mar… ¡Lo que él había visto!
Recordó un viaje que había hecho a Buenos Aires en otro buque conduciendo una gran masa de emigrantes del Norte de Europa. A los pocos días se declaraba una epidemia entre las gentes de tercera clase.
–Todas las noches echábamos al mar dos o tres. Nuestra preocupación era que no se enterasen los pasajeros de primera. Jamás he visto un viaje con tantas fiestas. Casi todos los días banquete extraordinario; por las noches veladas musicales, bailes. Y mientras tocaba la música arriba y bailaba la gente, nosotros metiendo a los muertos en cajones, echándolos al mar y conservando a las familias en los sollados para que no escandalizaran con sus gritos. Cuando llegamos al término del viaje, la mayor parte de los pasajeros de primera ignoraban lo ocurrido, y protestaron al ver que los sometían a cuarentena. Treinta y ocho cadáveres al agua mientras ellos bailaban… ¡Qué cosa el mar, caballeros! ¡Qué secretos los suyos!
Resignado de antemano a toda clase de emociones, hablaba tranquilamente del próximo fin de este compatriota. Podía haberse muerto la noche anterior, y lo habrían enterrado en Río Janeiro. Podía morirse tres días después, y le darían sepultura en Montevideo o Buenos Aires. Pero indudablemente iba a fallecer durante la travesía, tal vez en la misma noche, y lo echarían al agua. Había que desembarazarse prontamente de estos fardos, que únicamente sirven para entristecer a los demás. En los buques sólo pueden tolerarse los cadáveres de los ricos, porque van convenientemente embalsamados y sus herederos pagan bien. El carpintero de a bordo estaba haciendo en aquellos momentos el cajón para Pachín Muiños. El mismo don Carmelo acababa de comunicarle la orden.
Isidro no escuchó más. Nélida le hacía señas para marcharse. En medio de su entusiasmo por la popular recepción, experimentó la joven un sentimiento de menosprecio y asco hacia aquellas gentes. Las vio de pronto como si acabaran de rasgarse unos velos sonrosados interpuestos entre ellas y sus ojos. Los hombres le parecieron sucios y de una avidez amenazante. Las mujeres, con una humildad bestial o francamente envidiosas, eran inferiores a las domésticas que la servían. Creyó percibir más abajo de su espalda roces insolentes, tocamientos de atrevida curiosidad, disimulados por la aglomeración. Hasta se imaginó sentir en los más recónditos secretos de su cuerpo un hormigueo de sanguinarios invasores, ansiosos de hartarse de carne nueva y rica, que tal vez acababan de abandonar el pellejo de aquellas comadres.
–Vámonos—dijo con angustia y miedo.
Y trepó por la escalera, sin importarle esta vez la delectación que proporcionaba a una gran parte del público con el divino espectáculo de sus faldas recogidas.
A media tarde empezó a acentuarse el movimiento del buque. El cabeceo suave de proa a popa, al que se habían acostumbrado todos y que pasaba inadvertido, como un movimiento necesario para la vida igual al de la respiración, se hizo por instantes más violento. El sol descendente estaba velado por una barrera de vapores; la luz era grisácea, lo mismo que la de una tarde invernal; el mar, azul obscuro, se plegaba en largas ondulaciones. Una brisa fresca y violenta, que parecía anunciar la tempestad, hizo correr a los grumetes para recoger los toldos y subir los gruesos cristales del balconaje de proa, dejando abrigada esta parte del paseo.
Las olas, de larga pendiente, silenciosas, dormidas, uniformes, sin el más leve penacho blanco, no eran de gran altura, sin embargo el trasatlántico saltaba al encontrarse con ellas, elevándose a ambos lados de su proa dos surtidores de espuma. Veíase desde la mitad del paseo cómo se remontaba la popa cual si fuese a volar, hundiéndose después con una rapidez que angustiaba a muchos, produciendo en su diafragma una sensación de vacío.
Corrían las gentes al balconaje para presenciar detrás de los cristales los asaltos del mar en cólera, un espectáculo extraordinario después de tantos días de bonanza.
Maltrana, invisible hasta entonces, apareció por breves momentos al lado de Ojeda.
–Vamos a tener tormenta—dijo frotándose las manos con una expresión de contento—. Esto no podía continuar; tanta calma era para aburrir a cualquiera. Un viaje sin borrasca es deshonroso. Luego, al bajar a tierra, no habríamos tenido nada que decir. Es como si un autor escribiese una novela marítima, olvidándose de colocar en ella la obligada descripción de una tempestad.
Pero Ojeda movió la cabeza negativamente. No había tal tempestad: un poco de movimiento al pasar el golfo de Santa Catalina; un simple incidente de viaje.
A pesar de las promesas de seguridad y las sonrisas de los oficiales del buque, muchos pasajeros contemplaban con un gesto de indignación el Océano, lo mismo que si se quejasen de la infidelidad de un amigo. Cuando todos vivían olvidados del mar, éste se hacía presente con una cólera insólita. Y las miradas dolorosas, los gestos de desagrado, parecían decir con un silencio de protesta: «Esto no es lo convenido».
Los niños se aglomeraban en el balconaje subidos en sillas y bancos para ver la llegada de las olas. La superficie triangular del castillo de proa subía y bajaba al tropezarse con las arrugas azules e inmensas que venían a su encuentro. Descendía como si se la tragase el abismo, y luego disparábase hacia lo alto lo mismo que un animal que se encabrita, temblando sus flancos con el choque de las fuerzas ocultas. Dos montañas de espuma rematadas por sutiles cresterías asaltaban la proa, esparciendo una nube de polvo líquido. La espuma, al caer sobre la cubierta, convertíase en agua, corriendo en ondulante lámina por las pendientes del entarimado y escurriéndose luego por las canaletas. Estas rociadas incesantes llegaban hasta el balconaje, empañando los vidrios con el goteo de sus lágrimas.
Brillaba como metal la madera del combés y del castillo de proa bajo la continua inundación. Los emigrantes estaban ocultos en los sollados. De vez en cuando, un marinero con impermeable amarillo y casco encerado atravesaba el combés por alguna necesidad del servicio, recibiendo impasible las fuertes salpicaduras del Océano, hundiendo sus botas altas en el río salado que cada ola hacía rodar de una banda a otra del buque.
Mezclado Ojeda con las gentes que presenciaban este espectáculo, fijó más su atención en las explosiones de la alegría infantil que en los asaltos del mar. Los niños se agitaban alborotando a la llegada de las olas. «¡Otra!… ¡otra!», gritaban con trémula alegría al ver desarrollarse ante la proa una nueva colina azul. Quedaban en suspenso, conteniendo la respiración, los ojos súbitamente agrandados. Sobrevenía el golpe, encabritábase la proa, remontábanse en el espacio los dos fantasmas de espuma para desplomarse en cascadas, y un «¡ah!» de satisfacción descongestionaba los pechos. A veces, si el choque era mayor, la punta del Goethe, en gallarda rebeldía, alzábase por encima de las olas, sin que éstas llegasen a invadirla. La gente menuda pataleaba entonces de entusiasmo, prorrumpía en aclamaciones y saludaba la valentía del buque con una salva de aplausos. Algunas personas mayores contemplaban este regocijo con ojos lastimeros. «Ciega inocencia, desconocedora del peligro… ¡Siempre que aquella marejada no fuese en aumento!…» Muchos pasajeros no se atrevían a moverse de sus sillones y permanecían con la frente en una mano, pálidos, los ojos cerrados, cual si les hubiese acometido de pronto el sueño.
Pasando de un ventanal a otro para ver mejor la llegada de las olas, Ojeda se encontró al lado de Mina. La rubia cabeza de Karl, que se agitaba con sonoras risas a cada golpe de mar, le hizo fijarse en la mujer que estaba detrás sosteniéndolo entre sus brazos. Como si le avisase el magnetismo de una mirada fija en sus espaldas, la madre volvió la cabeza, palideciendo al reconocer a Fernando. Era la primera vez que se encontraban juntos después del paso de la línea. Se adivinó en su nerviosa inquietud un deseo de huir, de restablecer la indiferencia que los había mantenido apartados.
Intentó hablar Ojeda. Pasó una mano acariciante por la sedosa cabeza de Karl, pero apenas si éste se volvió a mirarle, ocupado como estaba en la contemplación del mar. Igual suerte tuvieron sus palabras a Mina. Ella sólo contestó con leves movimientos de cabeza, con forzados monosílabos, mientras su palidez iba tomando un ligero tinte de rubor. No ocultaba su vehemente deseo de huir. Parecía tener miedo, no de Fernando, sino de ella misma. Y prometiendo a su hijo que desde otro sitio vería mejor la llegada de las olas, lo puso en el suelo y le tomó una mano, alejándose después. «Buenas tardes, señora.»
Quedó desconcertado por esta fuga y experimentó al mismo tiempo cierta satisfacción. Ella no le había mirado con odio al marcharse. Sus ojos más bien eran de tristeza. Tenía miedo al recuerdo. Había sentido, al verle, la nostalgia del pasado, la melancolía de las antiguas ilusiones.
Paladeó Ojeda la amargura de los poderosos en desgracia, que miden con orgullo toda la grandeza de su caída. Días antes podía considerar como suyas tres mujeres en aquel mundo flotante. Se habían sucedido junto a él proporcionándole la dulce ilusión más o menos verídica que acompaña el amor. Ahora se veía solo, completamente solo en este buque, que también parecía envejecer al llegar a la última parte de su viaje, encabritándose en mares obscuros y violentos después de haberse deslizado sobre azules y luminosas extensiones impregnadas de sol… La novela trasatlántica de Ojeda llegaba a su fin. Debía decir adiós a las ilusiones y refugiarse en la fidelidad de sus recuerdos, lamentablemente olvidados durante el viaje.
Este propósito de renunciación alegraba su conciencia, pero molestaba al mismo tiempo su orgullo de hombre, estableciendo en su interior una violenta dualidad. Le era muy dolorosa la indiferencia de las mujeres después de haberlas tenido a su merced, sumisas y adorantes. Y le dolía igualmente, a pesar de su afecto amistoso, que fuese un Maltrana el heredero de su buena suerte, el que iba a escribir con gestos de héroe el epílogo de una de sus novelas vividas.
Su vanidad se rebelaba contra este final. En buena hora si él hubiese roto con Nélida después de una escena dramática. Pero habían ocurrido las cosas de un modo tan confuso e ilógico, que no sabía Fernando ciertamente si era él quien había repelido a la joven o ella la que le había abandonado a impulsos de un nuevo deseo.
Pasó el resto de la tarde hablando con unos brasileños que iban a transbordar en Montevideo, siguiendo ríos arriba hasta el interior de su país. Le distrajo como un libro de aventuras la conversación con aquellos hombres enjutos, huesosos, de una palidez enfermiza, cuya mirada parecía tener fulgores de fiebre. Eran ingenieros y altos empleados de ferrocarriles en construcción. Estas líneas audaces iban partiendo el silencio centenario de inmensas selvas que permanecían inexploradas desde el primer empuje del descubrimiento.
Habían de luchar con la maraña de la vegetación, la inmensidad del pantano, la ponzoña de insectos y reptiles y la maldad de los hombres. Con el revólver al cinto presidían el trabajo de centenares de peones de todas razas y nacionalidades. Habían de vivir siempre en guardia contra las asechanzas del blanco, el más maligno de los bípedos, terrible residuo de todas las aventuras y desesperaciones de Europa. El combate con el microbio era también un gran peligro en esta guerra por la civilización de la tierra virgen. Bien lo indicaba el aspecto de aquellos hombres, decrépitos en plena juventud, heridos para siempre por la frígida estocada de la fiebre. Y ellos, desconociendo sus propios males, hablaban con horror de las dolencias que asaltaban a los hombres en la penumbra de la selva al remover el humus secular y las vegetaciones dormidas: grandes abscesos de la piel que acababan por rebullir lo mismo que un hormiguero, avivándose la carne en gusanos; emponzoñamientos de la sangre que mataban en breve tiempo a un hercúleo jayán; rápidas consunciones, devoradoras de grasas y de músculos, que sólo respetaban el esqueleto, dejándolo flotante dentro de la piel, cual si esta fuese un traje demasiado grande. Perecían a docenas los hombres junto a los rieles. La conquista de una laguna o de un bosque por las cintas de acero era tan mortífera como la toma de un reducto artillado.
A la caída de la tarde vio Ojeda pasar a don Carmelo mirando a todos lados. Iba por el buque en busca de Maltrana sin poder encontrarlo.
–Ese pobre se muere—dijo en voz baja—. Está en las últimas. Tal vez no exista en estos momentos. Y el infeliz llama a don Isidro; quiere verlo para saber si realmente vamos a Buenos Aires. Una manía de moribundo… Yo he pensado que nada cuesta darle esta satisfacción, y voy en busca de Maltrana hace media hora. Es extraño que no lo encuentre. ¿Sabe usted dónde está?
Ojeda hizo una señal negativa… Y sin embargo, de querer él, lo hubiese podido encontrar en dos minutos. Nélida e Isidro habían desaparecido desde media tarde.
Al anochecer, cuando acababa de sonar el toque preparatorio de la comida, volvió a encontrarse con don Carmelo.
–Se acabó. El pobrecillo ha muerto. Voy a ver al carpintero para que lo tenga todo listo. Esta noche… ¡al agua!… ¡Pobre galleguito!
Maltrana se presentó en el comedor cuando los camareros servían el segundo plato. Tomó asiento junto a su amigo con cierta timidez, a pesar de la satisfacción y el contento de sí mismo que respiraba su persona. Fernando notó algo extraordinario en su aspecto. Lucía una flor en la solapa del smoking. De su cabeza surgía un perfume fuerte. Adivinábase que había hecho gastos extraordinarios en la peluquería. Emanaba de toda su persona un manifiesto deseo de embellecerse, de hacer olvidar el Maltrana de antes.
Apartó los ojos de los de su amigo, temiendo ver en éstos una expresión de reproche.
–El enfermo de que me habló usted muchas veces ha muerto hace poco rato.
«¡Ah!…» La exclamación de Isidro revelaba indiferencia. ¿Qué iba a remediar con su dolor? Él tenía cosas más importantes en qué pensar.
–Ha muerto llamándole—continuó Ojeda—. El pobre necesitaba consuelo y quería verle. Pero don Carmelo lo ha buscado a usted inútilmente por todo el buque.
Otra vez lanzó Maltrana la misma exclamación incolora. Y huyendo los ojos, hizo un gesto evasivo. Él tenía mucho que hacer: había estado en su camarote hablando con Martorell del futuro Banco… Y no dijo más, como si temiera que Fernando le acusase de mentiroso por haber visto al catalán en algún otro sitio durante la tarde.
Acabaron de comer los dos silenciosamente. En vano pretendió Maltrana animar la conversación con sus palabras; su amigo se mostraba impasible. Él también estaba preocupado, mirando a cada instante hacia la mesa donde tomaba asiento el señor Kasper con su familia.
Había amainado el oleaje después de cerrar la noche. Unas ondulaciones largas e irregulares conmovían el buque de tarde en tarde, pero la proa las saltaba con facilidad.
En el comedor era menos numerosa la concurrencia. Muchos habían tomado su alimento sobre cubierta, temiendo marearse en el encierro de abajo. Luego de comer, la tranquilidad del mar serenó los ánimos y las digestiones, restableciéndose cierta alegría en el jardín de invierno. Unas pasajeras de Río tecleaban en el piano del salón y buscaban romanzas en los montones de partituras, ganosas de lucir sus habilidades ante las gentes que venían de Europa. Algunos jóvenes hablaban de improvisar un concierto, una fiesta íntima. El cielo se había aclarado; lucían las estrellas entre harapos de nubes en fuga; las rugosidades del Océano eran cada vez menos sensibles. Todos sentían un deseo de exteriorizar el regocijo de la calma.
Ojeda tomó su café solo. Isidro, que acababa de sentarse junto a él, huyó al ver asomar una cabeza sonriente en la ventana inmediata. ¡Lo mismo que él! La vida en este buque era semejante a las vueltas de una rueda.
Cuando salió a la cubierta, se detuvo en aquel lugar que en momentos de alegría había llamado «el rincón de los besos». A través de los vidrios del balconaje miró la proa, que oscilaba sobre el mar obscuro. Entre ella y el castillo central reflejábanse las luces eléctricas en el piso del combés, brillante aún por las rociadas de las olas. A aquella hora estaba desierto: la muchedumbre emigrante se aglomeraba en los sollados.
Vio Fernando en el rojo cuadro de una puerta del castillo de proa agitarse varias siluetas con furiosos manoteos; le pareció escuchar muy lejos voces dolorosas, un ruido de disputa. La curiosidad y el deseo de entretenerse con algo le impulsaron a descender hasta el combés. Volvió a oír allí los lamentos: unos ayes histéricos de mujer llorosa, alaridos de muchachos, semejantes al aullar de perrillos abandonados. La familia de Pachín gritaba frente a la puerta de la enfermería, defendida por un marinero impasible.
Fernando vio a la mujer con los ojos rojizos de lágrimas y el pelo en desorden; vio a los hijos que gritaban, pero con los ojos en seco, haciendo coro a su madre. No sabían nada, pero el instinto les había avisado de repente la proximidad de la desgracia; el mismo instinto simple y misterioso que hace aullar a las bestias domésticas, como si oliesen la presencia de la muerte.
Querían entrar en la enfermería para ver a Pachín y tranquilizarse. Acogían con incredulidad las palabras de un camarero español que, obedeciendo la consigna, les juraba por su salud que el enfermo estaba mejor. Chocaban sin éxito contra el marinerote rubio que obstruía la puerta con su rudeza de roca. El médico había prohibido la entrada y era inútil insistir.
Un nuevo personaje se mezcló en esta escena violenta. Era el señor Antonio el Morenito, apiadado de los lamentos de aquellas gentes y furioso de la dureza de los alemanes.
–¡Por vía e Dió! Esto es pior que la Inquisisión… Y esto quien lo arregla e un servior, aunque er buque se vaya a pique.
Con la magnanimidad de un caballero andante protector de la viuda y el huérfano, tomaba bajo el amparo de su brazo a esta mujer llorosa y sus pequeños aulladores.
–¿Qué queréis ustedes? ¿Ver ar enfermo?… Pues lo veréis, aunque tenga que echarle las tripas ajuera a ese rubio fachendoso que está en la puerta.
Prorrumpía en insultos y amenazas contra el marinero, que no podía entenderle. Hablaba con vagas alusiones de la temible navaja, cuyo escondrijo nadie lograba encontrar. Iba a salir a luz de un momento a otro.
–Y si la saco, se acaba too… ¡too!
Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza. Era don Carmelo el de la comisaría: el hombre que le inspiraba más respeto en el buque; todo un caballero, y además paisano.
–Tú, Morenito, ya has acabado de armar escándalo, porque lo digo yo, ¡ea! Te vas abajo a dormir en seguía, o te hago bajar de dos patás.
El bravo se encogió. Únicamente de su padre y de aquel señor aguantaba verse tratado así. Pero don Carmelo era un ángel, se portaba bien con los pobres, y él sabía distinguir a las personas buenas, obedeciéndolas. A pesar de esta sumisión, aún masculló protestas.
–¡Mardita sea! Pero lo que yo digo: ¡si esto es pior que la Inquisisión! ¡Si esta pobre mujer quié ver a su marío!
Don Carmelo intentó disuadir a la familia. Al día siguiente verían al enfermo… si es que estaba mejor. Por el momento era imposible. Les infundió tranquilidad y confianza, acostumbrado como estaba al trato de la muchedumbre emigrante. Y el Morenito, pasándose al lado suyo con un repentino cambio de humor, repetía todas sus palabras, apoyándolas con la autoridad de su braveza. Lo que dijese aquel caballero, paisano suyo, era la verdad. No más llantos ni alborotos; el enfermo estaba mejor, ya que don Carmelo lo afirmaba. Debían irse abajo a dormir.
Al desaparecer todos por la escalera del sollado, el de la comisaría habló a Ojeda en voz baja. Una hora después, cuando los emigrantes estuviesen encerrados, vendría el carpintero para meter el cadáver en el cajón. No había que esperar, como otras veces, las horas reglamentarias. Cuanto más pronto saliesen de esto, sería mejor.