Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 38
–El pobresillo está negro como un carbón. ¡Da lástima verle!… A las once, ¡al agua! Si usté quiere presensiá esa cosa…
Al volver juntos hacia el castillo central, don Carmelo quedó un instante en suspenso, como si se le ocurriese una idea. ¿Por qué no llamaban a don José, aquel cura español? En los otros viajes, cuando había que echar al agua un muerto, el comandante o el primer oficial suplía la falta de sacerdote. Recitaba una plegaria en alemán, con la gorra en la mano, ante el pesado féretro, y después la orden de costumbre «Désele cristiana sepultura.» Y el cajón caía al mar. Pero en este viaje podían disponer de un clérigo, y el muerto era católico. Ojeda debía decir algo a don José para que asistiese a la fúnebre ceremonia. Y aquél aceptó, yendo en busca del cura.
Estaba ya en su camarote preparándose para dormir, pero al saber lo que deseaban de él, se enfundó de nuevo en la sotana. Era un bracero de la Iglesia, siempre dispuesto al trabajo. De sermones, poca cosa; de problemas teológicos, menos; pero para confesar ocho horas seguidas y ayudar a un cristiano a bien morir, allí estaba él, insensible al cansancio, sin miedo a los contagios de la enfermedad, habituado a la agonía humana con un coraje profesional.
Quiso ir derechamente a la enfermería para recitar junto al cadáver todas las oraciones del caso que tenía en sus libros. ¿Por qué no le habían llamado antes, cuando aquel pobre vivía aún?… Fernando tuvo que contener su celo. No debían bajar hasta el último momento. Los del buque querían mantener el suceso en secreto. No convenía llamar la atención de los emigrantes.
Sentáronse los dos en el paseo, junto a las ventanas del salón. Había empezado en éste la improvisada fiesta. El piano sonaba incesantemente. Al principio del viaje nadie sabía tocar: el miedo al ridículo, la falta de trato, hacían fingir a todos una absoluta ignorancia musical. Ahora todos se mostraban ansiosos de lucir sus habilidades, y apenas se retiraban del teclado unas manos, caían otras sobre él vigorizadas por el descanso. Voces femeniles entonaban romanzas sentimentales en italiano, cancioncillas picarescas en francés y jotas de zarzuela española.
El buen don José sintió despertar en su pensamiento algo así como un embrión filosófico por la fuerza del contraste.
–Lo que es la vida, señor Ojeda—murmuró gravemente—. Éstos cantando y riendo, y nosotros, a cuatro pasos de ellos, esperando la hora para echar al agua a un hombre. ¡Mundo de engaño!… ¡Mundo de trampa!
Fumaba incesantemente, aprovechando la generosidad de Ojeda, que le ofrecía cigarro tras cigarro. Su cabeza empezó a oscilar. Se entornaban sus ojos para abrirse de repente con un azoramiento de sorpresa, volviendo a cerrarse poco después. Al fin se durmió, y su respiración estuvo próxima a convertirse en sonoro ronquido. Tenía la costumbre de acostarse temprano. Además, la música ejercía sobre él una influencia letárgica.
Pasó Maltrana junto a ellos. Nélida estaba en el salón y él vagaba por la cubierta. Al saber que aguardaban para asistir a la fúnebre ceremonia, se le escapó un gesto de contrariedad. Formuló varias excusas para justificar su ausencia, pero en vista de que la ceremonia era a las once de la noche, se ofreció a ir con ellos. Esta hora no trastornaba sus planes.
Aparecieron don Carmelo y el primer oficial con cierto apresuramiento, como si deseasen finalizar cuanto antes el lúgubre deber para irse a dormir.
–Cuando ustés gusten, cabayeros—dijo el de la comisaría.
Despertó don José con nervioso sobresalto, y bajaron todos a la explanada de proa. Cuatro marineros sacaban de la enfermería un cajón de madera blanca cepillada recientemente. Sus brazos desnudos lo sostenían con visible esfuerzo. El pobre Pachín menudo en vida y debilitado por la enfermedad, pesaba mucho en la muerte. A lo grueso del cajón había que añadir varios lingotes de hierro depositados por el carpintero junto a su cuerpo.
Quedó el féretro sobre una gran tabla apoyada en la borda. El buque había aminorado la marcha. Desde lo alto del puente, alguien oculto en la obscuridad seguía la ceremonia.
–A usted le toca, padre—dijo don Carmelo.
Se quitó el birrete don José, y todos quedaron igualmente con la cabeza descubierta. Habíanse apagado las luces del combés para evitar que algún curioso pudiese ver la ceremonia desde las cubiertas del castillo central.
Estaban en la obscuridad, silenciosos, encogidos, lo mismo que si preparasen un crimen. Eran fantasmas negros en torno de un cajón blanco inclinado hacia el mar. No teman más luz que la de las estrellas. Las nubes, sólidas como murallas al caer la tarde, se habían esponjado hasta convertirse en montones sueltos de transparente plumón, por cuyos intersticios asomaban los astros. El mar batía con sus últimos estremecimientos los costados del buque. Iba adormeciéndose según avanzaba la noche.
El sacerdote comenzó a murmurar sus oraciones entre aquellos hombres emocionados, con la cabeza baja, puestos los pies sobre un vaso flotante de acero debajo del cual existía una profundidad de varios kilómetros verticales de agua, un mundo de misterio que iba a tragarse como insignificante molécula el despojo humano.
Rezaba el cura, y a lo lejos parecían contestarle las ventanas del salón, bocas de luz que lanzaban arpegios de piano y trinos de romanza. Las oraciones fúnebres hablaban de la tierra, materia original, del polvo al que retornamos, del gusano compañero miserable de nuestro último sueño.
Ojeda se imaginaba el pobre cementerio de aldea donde habría podido descansar eternamente el mísero Pachín, bajo lágrimas de escarcha en el invierno, entre flores y revoloteos de insectos al llegar el verano. Aquí no volvería a la tierra madre. La oceánica aventura había trastornado el final de esta existencia. Los crustáceos iban a cubrir su último encierro con una capa pétrea; los escualos, lobos de la profundidad, golpearían con su morro y sus aletas la envoltura de madera husmeando la carne oculta; las algas trenzarían en torno sus verdes y ondeantes cabellos, hasta que la fúnebre cáscara se pudriese, confundiendo su contenido con la líquida inmensidad.
Calló don José, como si ya no recordase más oraciones. Bendijo el féretro, y entonces avanzó el primer oficial con aire militar, lo mismo que un jefe que ordena una descarga de fusilería en un entierro de soldado.
–Désele cristiana sepultura—dijo en alemán.
Los marineros que sostenían contra la borda el tablón lo levantaron como una palanca, y el féretro fue deslizándose, hasta que cayó bruscamente en el Océano. Fue un ruido semejante al de una de aquellas olas que sordamente venían a chocar con el navío.
¡Adiós, Pachín!… Ojeda creyó oír un lamento lejano, una voz imaginaria en este chapoteo de las aguas abiertas por el pesado ataúd y que volvieron a cerrarse sobre su remolino de proyectil: «¡Buenos Aires!… ¿Cuándo llegaremos a Buenos Aires?…».
El buque avanzó con más velocidad, recobrando su marcha normal. Maltrana había desaparecido. Ojeda y el cura volvieron a la cubierta de paseo.
Don José lamentaba la suerte de aquel hombre que no conocía y sobre cuyo cadáver invisible había hecho descender su bendición. ¡Infeliz! ¡Sepultado en el mar!…
Pero Fernando no participaba de sus lamentaciones. Todos que muriesen así. La vida es el deseo, la ilusión, la certeza de que el próximo mañana nos traerá la felicidad: un mañana que nunca llega. «¡Buenos Aires!… ¿Cuándo llegaremos a Buenos Aires?…» Y el infeliz había muerto sin llegar. Mejor era así: mejor que perecer en la tierra deseada poco tiempo después, sin otra visión que la cruda realidad.
Felices los que mueren abrazados a la quimera… Bienaventurados los que no ven cumplidos nunca sus deseos y viven en el engaño, alegría de nuestra existencia.
Y al subir por una escalerilla de hierro recibieron en la cara el soplo musical de las enrojecidas ventanas del salón. Una voz de mujer cantaba el amor, la única verdad y la mentira más grande de nuestra vida… ¡Pobre vida, que no puede marchar por sus propias fuerzas y necesita el apoyo de la ilusión!
XII
Dos días antes de llegar a Buenos Aires, el Goethe empezó a remozarse. Trabajaba la marinería de sol a sol bajo la mirada escrutadora de los oficiales. Era una agitación semejante a la de un navío de guerra en vísperas de combate.
La última cubierta se empequeñecía. Las balleneras pendientes sobre el mar eran retiradas al interior, descansando fijas en sus cuñas. Los paseantes veíanse obligados a moverse entre estas embarcaciones, que sólo dejaban accesibles estrechos pasadizos.
Una limpieza minuciosa y paciente retocaba el exterior de la nave desde la línea de flotación a los topes, dejándola como nueva. Por todas partes se encontraban marineros arremangados y despechugados, con un cubo de pintura en una mano y una brocha en la otra. Sosteníanse en peligroso equilibrio sobre mástiles y barandillas. Sentados en andamios y teniendo a sus pies el mar, pintaban los costados del buque balanceándose sobre el abismo.
Desaparecían rápidamente todos los ultrajes que las olas, el aire salino y los roces en las entradas de los puertos habían inferido al trasatlántico. La pintura se esparcía pródigamente, lo mismo que en el tocador de una coqueta vieja. El Goethe quería llegar hermoseado al término de su viaje, y un blanco de leche refrescaba los tabiques de las cubiertas y las cañerías interiores; un amarillo tierno de manteca abrillantaba los mástiles, la chimenea y los brazos de las grúas; un negro intenso ocultaba las desconchaduras del enorme casco, dando a éste un aspecto virginal, cual si acabase de deslizarse por la grada de un astillero.
Los empleados de la comisaría se mostraban más atareados aún que los oficiales de la navegación. Había subido en el último puerto el médico enviado de Buenos Aires para el examen de los emigrantes, y este funcionario, acompañado por aquéllos, iba inquiriendo la salud del rebaño humano acorralado en los extremos de la nave.
Funcionaba en la explanada de popa una estufa de desinfección, y pasaban por ella los trajes de los emigrantes que eran susceptibles aún de cierto uso a juicio de los empleados. Las piezas andrajosas, los gabanes de pieles de imposible despoblación, los calzados rotos, los arrojaban al mar, flotando en la estela del buque un rosario de míseros objetos.
Las personas eran sometidas a ruda limpieza. Desaparecían de golpe las hirsutas melenas y las barbas patriarcales. Cráneos redondos con la sombra azulada del pelo cortado al rape, mandíbulas salientes ostentando aún las erosiones de una afeitada rápida, mostrábanse en el mismo lugar ocupado antes por barbudos personajes de trágico aspecto. Desaparecían igualmente las altas botas oliendo a sebo, las camisas rojas ceñidas al talle por una cuerda, los gorros de piel, las sacerdotales hopalandas. Todos se mostraban unificados por el sombrero hongo y el terno de lanilla comprado previsoramente en un almacén de Europa.
Mujeres y chiquillos eran empujados casi a viva fuerza al baño obligatorio con rudos fregoteos de jabón. Los dos extremos de la nave soltaban por sus caños la mugre líquida del populacho. Al chorro de agua cargada de cenizas y polvo de carbón que arrojaban en el mar los purgadores de las calderas, uníanse dos arroyos de líquido jabonoso y negruzco expelidos por la proa y la popa.
Velaban con interés egoísta los de la comisaría por la salud y la limpieza del rebaño humano. Temían a las oficinas de inmigración de Buenos Aires, prontas a rechazar las gentes enfermas o de contagiosa suciedad, obligando al buque a repatriarlas gratuitamente.
En los «latinos» de proa verificábanse iguales transformaciones. Las comadres de Nápoles y de Castilla abrían sus arcas para extraer sayas y corpiños. La señá Eufrasia tronaba majestuosa con un pañolón de encendidas flores, admirado por todos, y que parecía agrandar su autoridad.
Los árabes, por el contrario, perdían su aspecto interesante. No más casquetes rojos ni pañuelos de colores a guisa de turbantes y fajas. El Emir se había despojado de su caftán de seda, e iba vestido como los demás, con un terno a cuadros y un sombrero tirolés. ¡Adiós poesía! El príncipe de ojos de brasa, que habían perturbado por unas horas a la sensible Nélida, era vendedor ambulante en Buenos Aires. Su comercio consistía en una larga batea llena de objetos baratos, que paseaba con un socio compatriota, alborotando juntos los suburbios de la ciudad con el pregón de su industria: «¡A veinte centavos! ¡Todo a veinte!».
Se había transfigurado también la cubierta de paseo. El espacio parecía mayor. Al disminuir el número de viajeros eran más escasos los sillones, y los paseantes podían caminar sin obstáculos. Además, la gente se ocultaba para hacer los preparativos de desembarco.
Permanecían las señoras en sus camarotes la mayor parte del día arreglando sus equipajes. Sólo después de las comidas se formaban tertulias en el jardín de invierno; tertulias amistosas, sin rivalidades en el traje ni en las joyas, vistiendo cada cual a su gusto, como gentes preocupadas por una tarea extraordinaria y faltas de tiempo para pensar en el propio adorno.
Sólo quedaban horas contadas de viaje: aquel día y parte del siguiente. Al anochecer tocarían en Montevideo, y antes de que amaneciese saldrían para Buenos Aires.
Mostrábanse las gentes poco comunicativas, con una creciente predisposición al aislamiento, agobiadas cada vez más por las preocupaciones que parecía sugerirles la proximidad de la tierra. Los socios fraternales de empresas ilusorias acariciadas durante el viaje se iban distanciando con cierta melancolía. Cosas más inmediatas y mediocres, realidades ineludibles, iban a asaltarlos tan pronto como descendiesen en el muelle terminal.
–De aquel negocio—se decían con mentida sonrisa—ya hablaremos en Buenos Aires. Tiempo nos queda… Habrá que pensarlo bien, porque tiene sus dificultades.
Estas dificultades, hasta entonces no sospechadas, surgían de pronto, como surgen los escollos al rasgarse la bruma cerca de una costa.
Un ambiente de duda, de timidez y mutismo se extendía por el buque según éste iba avanzando. Los emigrantes de popa, esquilados, rapados y vestidos de limpio, permanecían silenciosos, con visible indecisión. Parecían catecúmenos que luego de las abluciones y de vestir nuevas túnicas no saben qué otra ceremonia les aguarda más allá de la puerta cerrada. Miraban con inquietud la tierra que iba costeando la nave, una barrera amarilla, ondulosa, de cumbres bajas. ¿Qué encontrarían en aquella América?… Ya no sonaba el acordeón; los rusos habían olvidado su danza gimnástica.
Los bulliciosos «latinos» de la proa también estaban silenciosos y preocupados, como los navegantes que avistan una tierra nueva. Únicamente el Emir y algunos españoles que llegaban a la Argentina por segunda vez parecían contentos. La gaita pastoril sonaba lo mismo que las otras tardes en el silencio del mar, pero su dulzura bucólica tenía cierto temblor de sonrisa. El tañedor era de los que regresaban a la tierra americana, saludándola con su música simple. En el muelle iba a encontrar los amigos de su pueblo, su familia, todos los atractivos de una nueva patria libremente escogida.
El Morenito callaba, como si se reconociese de pronto sin autoridad y sin fuerza para aleccionar a aquellos jóvenes cansados de admirarle. Lo que ellos admiraban ahora era la faja amarilla de la costa, que iba desarrollando ante el buque sus entrantes y salientes. Veíanse faros, de cuyos vidrios arrancaba el sol una flecha roja; pinceladas blancas que eran pueblos, y masas obscuras, largas, uniformes, que eran arboledas.
Comenzaba a dudar el valentón, sumido en el silencio. Avisábale un obscuro instinto lo quimérico de los planes heroicos concebidos en la soledad oceánica. La tierra cercana parecía repeler sus valerosas concepciones. Percibía en torno de él un ambiente de restricción y de orden más imperioso que el que había dejado a sus espaldas al embarcarse. Tenía menos fe en la posibilidad de una partida para hacerse rico y en todas las matanzas soñadas de indios bravos a tanto por cabeza. Ahora más que antes necesitaba la presencia y el consejo de don Isidro para que le infundiese ánimos con su sabiduría. Pero ¿dónde estaba don Isidro?…
Muchos, en el castillo central, podían haberse hecho la misma pregunta de no estar preocupados con los preparativos del desembarco. Maltrana, desde la salida de Río Janeiro, se dejaba ver muy poco, y más bien parecía huir de la popularidad que le había proporcionado su heroísmo. Esta fuga iba acompañada de un acicalamiento extraordinario de su persona. Se hermoseaba por instantes, a impulsos de un firme deseo de parecer mejor.
«La juventud no es más que una voluntad—pensaba Ojeda—. Cada hora que transcurre parece más joven. Bien se conoce que está enamorado. Nada rejuvenece a un hombre como el amor.»
El fugitivo Maltrana evitaba igualmente el encuentro con su amigo. El día antes sólo le había visto Fernando dos veces: a las horas de comer. Irritado a causa de este apartamiento, acabó por hablarle con hostilidad. Era un Maltrana distinto al de los días anteriores. Nélida le había influenciado, participaba de sus odios, y tal vez por esto huía de él como si fuese un enemigo.
Le felicitó Ojeda agresivamente por su buena fortuna, y Maltrana, con la ceguera del hombre amado, aceptó ingenuamente estos plácemes venenosos… Sí; estaba contento de la vida. Alguna vez le había de tocar a él.
–Bien sé que no soy gran cosa—dijo con falsa modestia; pero así y todo, alguien se ha fijado en mí. A veces tiene éxito la fealdad. Además, me encuentran una cabeza de carácter; voy afeitado, y esto gusta a algunas personas más que los bigotes.
Había desaparecido para los dos amigos todo afecto. Nélida estaba entre ellos fomentando un sentimiento irresistible de rivalidad.
Creyó Fernando que debía romper para siempre con su compañero. Fue un movimiento del que se arrepintió a los pocos instantes, cuando sus palabras ya no tenían remedio.
–Siga usted su buena suerte, Maltrana. Y como puede traerle perjuicios y disgustos el ser amigo mío, que cada cual eche por distinto lado… y como si no nos conociésemos.
Habían pasado sin hablarse la tarde y la noche del día anterior. Durante la comida buscó Isidro con sus ojos la mirada de Fernando, como un perro humilde que intenta volver a la gracia de su dueño. Pero un sentimiento de dignidad y el egoísmo de no perder sus buenas relaciones con Nélida le mantuvieron en silencio. El otro, por su parte, mostrábase fosco, huyendo su mirada de la de Isidro, pero compadeciéndole interiormente. ¡Pobre muchacho! La única culpable era aquella loca, que se había propuesto enemistarlos.
A la mañana siguiente, Maltrana no pudo resistir por más tiempo esta separación, y abordó a su amigo en la cubierta. Parecía desesperado. ¡Que unos hombres como ellos, que hacían el viaje lo mismo que hermanos, fuesen a pelearse al final!…
–No hay mujer que valga lo que una buena amistad… Es una simpleza reñir por esa loquilla, que no sabe ciertamente lo que quiere… Venga esa mano, Ojeda. Y si no quiere darme la mano, déme dos puntapiés: es lo mismo. Lo importante es que volvamos a ser lo que éramos antes.
Y se unió a él como al principio del viaje, permaneciendo a su lado más tiempo que junto a Nélida. Ésta rondaba cerca de ellos, y sólo a fuerza de guiños y manoteos conseguía arrastrar a Isidro por algunos instantes. En vano lo increpaba viéndole con el otro. Manteníase firme en su amistad, y dispuesto a seguir a Ojeda y dejar a Nélida si ésta insistía en sus odios.
Acodados en la borda, contemplaban los dos amigos el color del agua. Había cambiado de tono. Ya no tenía el azul grisáceo de los mares europeos, el azul dorado del trópico ni el azul profundo y luminoso de las costas brasileñas. Ahora su coloración era verde, un verde claro con reflejos amarillentos. Y así como el buque iba avanzando, sobreponíase el amarillo al verde, hasta que las aguas tomaban un color terroso semejante al de los ríos desbordados, como si el Océano recibiera la avalancha de una enorme inundación.
El doctor Zurita se unió a ellos. Era por la tarde, después del almuerzo.
–¿Miran ustedes el agua?—preguntó—. Esa agua ya es nuestra, tiene más de dulce que de salada; viene del corazón de América. Es el río de la Plata, que, al desembocar, se extiende leguas y leguas mar adentro.
Alegrábase el doctor contemplando el color de las aguas, como si con ellas viniese a su encuentro algo de la patria. Aún estaban muy lejos de la desembocadura del río, y sin embargo enviaba hasta allí su corriente, modificando el sabor y el color del Océano.
–Es enorme nuestro río, ¿no?… ¿Qué le parece, che?—preguntaba con orgullo patriótico, gozándose de la estupefacción de Maltrana.
Los dos amigos hablaron de la falsedad de su título. Gaboto lo había bautizado con el título de río de la Plata por varias planchuelas procedentes del alto Perú que le habían trocado las tribus, pero jamás en sus riberas se había encontrado una pepita de dicho metal. Era más justo su primer nombre de «Mar Dulce»: expresaba mejor su acuática inmensidad, sin orillas visibles.
Revivió en la memoria de los dos españoles la tragedia de su descubrimiento. Pocos años después de la muerte de Colón, ya navegaban por estas latitudes los navíos españoles buscando un estrecho para pasar al otro Océano, al llamado mar del Sur, descubierto por Balboa. Deseaban llegar a las espaldas de Castilla del Oro, que así se titulaba entonces la parte conocida de la América Central.
Díaz de Solís, piloto mayor de Castilla, que mandaba estas naves, al avistar la enorme embocadura metíase por ella, creyendo haber encontrado el ansiado estrecho, pero la dulzura de las aguas le hacía abandonar su ilusión. Aquel mar de agitado y continuo oleaje, sin costas visibles, era simplemente un río. ¡Prodigios que reservaban las misteriosas Indias occidentales a los nautas del viejo mundo!…
Así quedaba descubierto el «Mar Dulce de Solís», pero el descubridor pagaba su hazaña con la vida. Gran marino, pero mediocre hombre de pelea, acostumbrado al tranquilo manejo de las cartas de navegar, al examen de los pilotos en la «Casa de Contratación» de Sevilla, y sin experiencia en los ardides de la guerra indiana, había bajado a tierra creyendo en los signos de paz de los indígenas, y éstos lo habían asesinado a la vista de sus gentes en las orillas del mismo río que acababa de descubrir, asando luego su cuerpo para devorarlo en sagrado banquete. Y la pequeña expedición, que sólo iba a la descubierta, sin haber hecho preparativos de guerra, huía río abajo despavorida por esta tragedia.
El duro Oviedo, historiador y hombre de combate, apenas se apiadaba del infortunio de Solís al hacer su relato. Le parecían naturales estas catástrofes siempre que se enviasen hombres de mar al descubrimiento de las nuevas tierras. Los nautas eran únicamente para el manejo de las naos que condujesen a los verdaderos conquistadores. Y éstos debían ser hombres de coraza, hombres de a caballo, incapaces de confianzas y blanduras.
–¿Saben ustedes—preguntó Maltrana—qué recompensa pidió Solís al rey antes de embarcarse para hacer este descubrimiento?
Acordábase de lo que había leído años antes en los documentos del archivo de Simancas, cuando tomaba notas para una obra de encargo.
La monarquía andaba escasa de dinero en aquellos tiempos, y sus servidores, dando por inútiles las peticiones monetarias, solicitaban como premio concesiones y cargos. Solís, que era una autoridad científica de su época, el primer sabio oficial en las cosas del mar, explotaba su prestigio desde Sevilla, aprovechando todas las ocasiones favorables para formular una petición. Don Fernando el Católico, a su demanda, le concedía los bienes de un vecino que se había suicidado. En aquellos siglos, la fortuna del suicida pasaba a la corona. Luego, a la hora de embarcarse para su última expedición, el piloto mayor solicitaba un premio más extraordinario y raro como recompensa de sus futuros servicios.
–La noble ciudad de Segovia no tenía mancebía—continuó Maltrana—. A juzgar por un informe de Solís al rey, las mujeres de partido distribuían sus favores en unos corrales de ganado de las afueras, y él solicitó para sí y sus descendientes el privilegio de poder establecer una mancebía oficial dentro de los muros de la ciudad. Así se lo prometió el Rey Católico; pero el gran piloto acabó sus días en estas tierras, sin que pudiese montar su industria de Segovia.
Intervino Ojeda al ver el gesto escandalizado del doctor Zurita.
–Cada época tiene su moral y sus preocupaciones. Durante la Edad Media, lo mismo en España que en otros países, el monopolio de las mancebías fue una de las mejores rentas de muchas casas nobles. Esta merced sólo la daban los reyes en pago de grandes servicios. Famosos monasterios gozaban de tal concesión, para aplicar sus productos a las necesidades del culto. Algunas veces eran conventos de mujeres los que disfrutaban dicho privilegio, y sus aristocráticas abadesas recibían sin escrúpulo el dinero de las pecadoras de «cinturón dorado».
Zurita hizo gestos afirmativos. Algo de eso lo había leído él, y no le causaba escándalo el premio solicitado. Lo que llamaba su atención era que en todo el descubrimiento de América únicamente se le hubiese ocurrido solicitar tal merced al primer explorador del río en cuyas riberas había de nacer años adelante la ciudad de Buenos Aires. Se acordó de las innobles industrias establecidas con profusión en la gran urbe inmigratoria por extranjeros ávidos de ganancia; de la trata de mujeres, que extendía desde allí su reclutamiento a diversos países de Europa. La antigua «madre» de la mancebía clásica había sido sustituida por hombres de negocios que comerciaban en carne humana.
–¡Qué casualidad!—continuó Zurita—. Cualquiera diría que Solís adivinaba el porvenir…
La atención de los tres se sintió atraída por los muchos buques que navegaban en dirección contraria al Goethe. Hasta entonces, el Océano se había mostrado con una soledad majestuosa. Sólo después de varios días asomaba en lontananza la nubecilla de un vapor o la pincelada gris de un velero. Ahora se poblaba su extensión amarillenta con buques de todas clases: fragatas cabeceantes que hundían sus proas en la espuma a impulsos de los hinchados trapos; vapores negros que regresaban a Europa después de librar su cargamento de carbón; goletas minúsculas inclinándose sobre las olas con una inestabilidad que arrancaba gritos de miedo a las mujeres agrupadas en las bordas del Goethe. Este tránsito de buques era semejante al de los vehículos y peatones que en pleno campo anuncia la cercanía de una enorme ciudad todavía oculta. Iba entrando el trasatlántico en la gran corriente de navegación que hace del río de la Plata una de las avenidas más frecuentadas del comercio mundial.
Empezó la gente a fijarse en una isla que desde mucho antes había aparecido ante la proa. El buque pasaba entre ella y la costa lejana.
–¡Los lobos! ¡los lobos!—gritaron de un extremo a otro del paseo.
Y corrían los niños, sintiendo la emoción de los cuentos maravillosos que infunden pavor, y tras ellos las criadas, las madres, todas las mujeres, con una curiosidad igual a la de los pequeños.
Pasábanse los anteojos para ver los lobos marinos descansando en filas a lo largo de la isla y en torno a un faro. Algunos de estos animales parecían figuras yacentes sobre el pedestal de una roca. El sol de la tarde se reflejaba en sus húmedas envolturas, dándolas un reflejo de oro. Eran a modo de pellejos de aceite rematados por una cabeza de perro chato. Permanecían inmóviles, flácidos, torpes, bajo la caricia pálida de los rayos solares, rezumando grasa por sus poros. Muchos parecían dormir. Algunos más jóvenes, como si presintiesen un peligro al aproximarse al buque se arrastraban sobre sus cortas nadaderas, arrojándose al agua con el estrepitoso chapoteo de un odre inflado. Luego reaparecían, asomando a flor de agua su cabeza semejante a una pelota negra con mostachos. Esta isla era el término de su avance desde los glaciales mares del Sur. Hasta allí llegaban, viniendo de los bancos de hielo, para explorar la amplia boca del estuario del Plata.
Desapareció el sol tras una barrera de nubes. Esfumábase la costa con una bruma rojiza. El agua tomó de pronto el tono sombrío de un mar de invierno. Muchos se estremecieron de frío en sus trajes veraniegos. Maltrana creyó que el lejano Polo les enviaba su respiración antes de que lograsen introducirse en el abrigo del estuario.
–¡Con tal que no tengamos bruma!—dijo el doctor—. La niebla en el río es de lo más fregado. Hay necesidad de parar a cada momento, de hacer señales, para evitar un choque… ¡Cosa pesada!
Luego invitó a los dos amigos a que lo acompañasen en su visita a las máquinas del buque. No quería desembarcar sin conocer el alma de este hotel flotante en el que había vivido quince días. Deseaba hacer partícipes de sus emociones a las señoras de la familia, pero todas se habían negado: «¡Las máquinas! ¡Ay, no! ¡Qué suciedad!». Y el buen doctor, como si no pudiese realizar la visita sin un compañero que recibiese sus impresiones, insistió, hasta conseguir que los dos amigos le acompañasen por los tortuosos corredores de la cubierta baja.
El mayordomo hizo girar una puertecilla, y se vieron en una especie de patio interior semejante a los que se abren en mitad de los grandes edificios para darles aire y luz. Su altura era la del buque, desde la quilla a la última cubierta, y en sus cuatro paredes blancas y lisas no había otra comunicación con el resto del trasatlántico que la pequeña puerta de entrada. Varias galerías de hierro marcaban los diversos pisos de este departamento que ocupaba toda la parte central del navío.
Un emparrillado de acero dividía el gran pozo cuadrado y blanco en dos secciones. Pasaban a través de él los émbolos de las máquinas, subiendo y bajando incesantemente en sus cilindros verticales. Más abajo de esta plataforma estaban las máquinas, y los tres visitantes llegaron a ellas descendiendo por varias escalerillas de acero. Llevaban en las manos pedazos de estopa para defenderse de la grasa que parecía sudar el metal de las barandas y paredes. Un calor pegajoso oprimía el pecho, al mismo tiempo que pinchaba el olfato con hedores de hulla y aceite mineral.