Kitabı oku: «Los argonautas», sayfa 39
Al llegar a lo último de este amplio pozo, junto a la quilla, donde estaban las máquinas y sus servidores, el calor era menos denso. Sentíase un latigazo de aire glacial al pasar junto a las bocas de los grandes ventiladores.
Era un panorama de troncos metálicos animados por inquieta nerviosidad; una vegetación de acero que movía sus ramas, subía, bajaba y se entrechocaba, haciendo penetrar los diversos tentáculos unos en otros. El brillante metal lanzaba al moverse un resplandor blanco y viscoso.
Todo este organismo inquieto y vibrador, que parecía fabricado de plata y de grasa, no dormía a ninguna hora. Había empezado su movimiento en el mar del Norte y lo continuaba a través de medio planeta, indiferente al cansancio, lo mismo de día que de noche, a la hora en que los hombres viven, a la hora en que los hombres sueñan, bajo el sol y bajo las estrellas, como si el tiempo y la distancia careciesen de realidad ante su vigor sobrehumano. Las breves inmovilidades en los puertos no significaban para él inercia y descanso. Sus miembros férreos quedaban en corto reposo, pero el fuego vivificante seguía ardiendo en sus entrañas. La sangre blanca del vapor continuaba circulando por el sistema arterial de sus válvulas y tuberías.
Precedidos por un hombre rubio y flemático con galones plateados en las bocamangas y la gorra, iban los tres visitantes por entre las máquinas enclavadas en el fondo de este espacio cuadrangular. Las paredes subían lisas, iguales, sin una ventana, sin el menor resquicio, unidas por las diversas galerías y la plataforma. Pero estos obstáculos únicos eran casi transparentes, con la sutilidad de los enrejados de metal, a través de los cuales pasa la mirada. En lo último, a catorce metros de altura, estaban alzadas las tapas de cristales sobre la cubierta de los botes, dejando ver dos fragmentos de cielo.
El doctor Zurita se enteró minuciosamente de las funciones de las diversas máquinas. Las dos más grandes, que ocupaban con sus majestuosas dimensiones la mayor parte del espacio, eran las generadoras del movimiento del buque, las propulsoras de las hélices. A un lado una máquina más pequeña, productora de la luz; a otro lado la del frío, para los depósitos de alimentos y las necesidades de la vida a bordo, organismo potente y triunfador que en aquella atmósfera cálida, cerca de los hornos inflamados, mantenía sus tuberías y cilindros bajo el forro lagrimeante de una gruesa costra de hielo.
Avanzaron sobre un piso de placas de metal. En unos lugares percibían sus pies la frescura de la humedad; en otros aplastaban como arena crujiente el polvo diamantino de la hulla. De pronto, percibían en sus cabezas un torbellino glacial, inesperado, que cosquilleaba las narices con la picazón del estornudo y parecía querer arrebatarles las gorras. Mirando a lo alto, se encontraban con la boca de un tubo enorme que subía y subía, pulido y circular como el interior de un telescopio, con gran parte de su redondez de intestino sumida en la obscuridad y un débil resplandor de tragaluz allá en lo alto, junto a la boca curva e invisible. Era un ventilador de los que alzaban sus trombones amarillos sobre las diversas cubiertas. Y estos tubos de ventilación, así como otros túneles verticales abiertos desde las máquinas a lo alto del navío, tenían en sus paredes estribos de acero que servían de peldaños; leves escaleras por las que podían trepar las gentes de las máquinas en momentos de peligro.
El guía de los galones plateados abrió una puerta de acero pequeña como una ventana y del espesor de un muro. Su cierre, instantáneo, hermético, absoluto, era semejante al de las piezas de artillería. Iba a enseñarles uno de los dos túneles por los que pasaban los árboles de las hélices. Entraron agachando la cabeza en una galería angosta de más de treinta metros de longitud, ocupada únicamente por una barra de acero que giraba y giraba tendida en sus ajustes, brillando como una espiral de mercurio. Un rosario de bombillas eléctricas alumbraba día y noche la continua rotación en el silencio y la soledad de esta alma metálica, señora absoluta del túnel submarino. El lado interior de la galería era vertical; el exterior abríase en ángulo hacia arriba, marcando el arranque del vientre de la nave. Una lluvia menuda y lubrificadora caía sobre el árbol para facilitar y enfriar el frotamiento de su incesante rotación.
Zurita quiso saber a qué profundidad estaban en aquel sitio. Hallábanse siete metros más abajo de la superficie del Océano.
–¡Lo que nadará en estos momentos sobre nuestras cabezas!—dijo Maltrana, ¡Los apreciables vecinos que tal vez colean al otro lado de esta pared!
Y daba con los nudillos en el muro de acero, sordo, durísimo, semejante a un bloque inmenso, tras el cual era difícil imaginarse la más leve oquedad.
El extremo del árbol, que en sus incesantes vueltas se perdía al final del túnel, les inspiraba no menos admiración. Ni un ruido, ni el más leve roce. Y sin embargo, la espiral de plata, atravesando la popa del buque, surgía en pleno Océano para levantar un torbellino espumoso con las revoluciones vertiginosas de sus uñas retorcidas. La idea de que estaban a siete metros bajo del agua, y que bastaría la más pequeña grieta en el túnel para morir instantáneamente, aislados por la puerta inconmovible, produjo cierta angustia en Maltrana.
–Esto ya está visto. ¿Si fuésemos a visitar algo más interesante?…
Su pasaje por las calderas fue breve; las hornallas en fila expelían un calor infernal. Asomáronse a un departamento negro, en el cual se agitaban varios hombres medio desnudos, con un gorrito blanco en la cabeza. Eran de pelo rubio, flacos, como si el excesivo calor hubiese derretido su grasa, pero con gruesos tendones y robustas coyunturas, que al menor esfuerzo se marcaban vigorosamente. Cuando abrían la portezuela de un horno para echar en él paletadas de carbón, su resplandor lo iluminaba todo con reflejos de incendio, y los hombres blancos de ojos azules aparecían grotescos y terribles bajo el hollín que tiznaba sus caras y sus miembros. Al cerrar la portezuela volvía el departamento a sumirse en una penumbra saturada de polvo de carbón. Los pies se movían como en una playa crujiente sobre la hulla desmenuzada. Un sabor de humo y de grasa descendía por las gargantas.
Volvieron a las máquinas, y junto a ellas escucharon las explicaciones del guía. En las entradas y salidas de los puertos, en todo momento difícil, el primer ingeniero se colocaba en una galería alta, lo mismo que el comandante del buque tomaba su sitio en el puente. Los dos gobernantes de este mundo interoceánico vigilaban sus respectivas funciones: uno la dirección; otro el movimiento. Y el telégrafo interno de señales unía las dos inteligencias con rápidas comunicaciones.
Junto al primer ingeniero se colocaba el segundo, encargado de recibir los avisos del puente y transmitirlos abajo a las máquinas. Dos maquinistas—que con la afición germánica a los títulos y jerarquías se titulaban ingenieros terceros—cuidaban, cada uno por separado, de los dos grandes motores que hacían marchar al buque. Otro ingeniero tercero vigilaba las máquinas auxiliares productoras de la luz y el frío.
Al terminar el viaje redondo, cuando el trasatlántico regresaba a Hamburgo, sus máquinas eran reparadas minuciosamente. Durante quince días recibía los mismos cuidados que un caballo de carreras que se prepara para una nueva corrida.
Los tres visitantes admiraron el silencio y la sumisión con que estos organismos enormes cumplían sus funciones cual si tuvieran un alma y se sometiesen voluntariamente a una disciplina. Ni el más leve ruido alteraba el silencio del metal que se movía envuelto en la sordina de la grasa. Todos los organismos funcionaban con la suavidad discreta del lubrificante.
El acero arrollado en tubos, extendido en placas, alargado en émbolos, redondeado en discos, permanecía callado e impasible, sin transpirar el misterio ruidoso de las potencias que se agitaban en sus entrañas. Su rigidez no dejaba adivinar con palpitaciones materiales el agua abrasadora, el vapor asfixiante, el fuego anonadador, a los que bastaba el más leve escape para atraer la catástrofe y la muerte. Las fuerzas ciegas y crueles estaban domadas, canalizadas, sumisas, dúctiles, se transformaban en silencio; realizaban sus transmutaciones de vida con religioso quietismo. Únicamente el calor espeso, pegajoso, húmedo, con su perfume picante de hulla, denunciaba la presencia del gran misterio de los tiempos modernos: la engendración del movimiento en el seno del metal.
Isidro se maravillaba de la sencillez con que estas máquinas gigantescas cumplían su función.
–¡Quién diría que estamos en un buque!—exclamó—. Usted, Fernando, que es poeta, u otro escritor profesional, si hubieran de describir esta parte del Goethe, ¡qué cosas tan hermosas dirían… y tan falsas! De seguro que el lugar donde estamos sería el templo del fuego y las máquinas los altares. El viejo dios Baal saldría a colación, y además un sinnúmero de imágenes interesantes sobre la lucha del buque, que lleva una hoguera en sus entrañas, con el ímpetu de las frías olas: el conflicto entre el fuego y el agua…
Tal vez este lugar del trasatlántico ofrecía un interés dramático en noches de tempestad, cuando los hombres alimentaban las inquietas máquinas, expuestos a quemarse mientras arriba pasaban las olas sobre la cubierta, y todo el buque temblaba y se acostaba bajo los fieros golpes. ¡Pero ahora!…
–Es difícil imaginarse—continuó Maltrana—que estamos en el Océano y estas máquinas sirven para remover las aguas marchando sobre ellas. En nada se adivina la proximidad del mar. Lo mismo podrían ser las máquinas de una fábrica de zapatos o de tejidos. Sólo falta el ruido de los talleres para que la ilusión sea completa.
Subieron después las escalerillas, respirando con deleite al llegar a la cubierta. La tarde estaba cada vez más obscura, como si en mitad de ella fuese a caer la noche. No se veía la costa. Una muralla gris alzábase entre ella y el buque, y parecía avanzar con lentitud, devorando el verde polvoriento de las aguas.
–¡Pucha! ¡La niebla!—exclamó Zurita—. Tenemos para rato. A saber cuándo llegaremos a Montevideo.
Separáronse los tres, como si experimentasen la necesidad de hablar con otras personas después del mucho tiempo que llevaban juntos. El doctor se fue en busca de las damas de su familia, para contarles lo que había visto. Ojeda siguió adelante por la cubierta, en silencioso paseo. Maltrana le abandonó al pasar ante «el rincón de las cocotas». Le atrajo el verlas a casi todas con los sillones juntos, apretadas en torno de Madama Berta, la andariega veterana, cuyos consejos oían religiosamente en asuntos de América. La proximidad al término del viaje las hacía buscarse y apelotonarse con una solidaridad profesional, como si adivinasen peligros cercanos que debían arrostrar en común.
Las que hacían su primer viaje eran miradas por las otras con lástima y envidia. ¡Quién tuviese sus ilusiones!… Recordaban las esperanzas risueñas, las doradas mentiras que las habían acompañado en su llegada al río de la Plata. Y después, ¡habían visto tanto!…
Berta calló al notar que un hombre se había aproximado al grupo. Pero era Maltrana, un amigo de confianza, y siguió hablando a la joven Ernestina, la de la hermosa cabellera, a la que rodeaban todas con cierta predilección, cual si fuese una hermana menor, inocente y mimada. Sus gracias decadentes y artificiales parecían avivarse al contacto de esta juventud inconsciente y esplendorosa.
–Cuando yo llegué aquí, hace quince años—dijo Berta—, ¡qué cosas traía en la cabeza! Iba a poner el pie en el país del oro; tenía miedo de llegar tarde, de que otras se me adelantasen pillando lo mejor… Creía que el buque no avanzaba con bastante rapidez por el río; contaba los números pintados en unas boyas que marcan el canal para los vapores grandes. Sesenta y cuatro… sesenta y tres; ya no faltaban más que sesenta y tres kilómetros para llegar a Buenos Aires. ¡Bestia de mí! Siempre se llega demasiado pronto. ¡Para lo que se encuentra al final!…
Y una sonrisa de cansancio dejaba al descubierto su dentadura con engastes de oro.
Ernestina expuso sus ilusiones, acompañándolas con un gesto de humildad. Ella era artista y ansiaba la gloria. Su porvenir estaba en el teatro. Iba a hacer la vida alegre y tarifada en esta América, de la que le habían dicho maravillas, pero por escaso tiempo y con pretensiones modestas. Sólo aspiraba a reunir cincuenta mil francos. Con esta cantidad y su aspecto, que no era del todo malo, pensaba abrirse paso en París. Obligaría a un director de teatro a que la contratase, interesándose en su empresa con unos cuantos miles de francos; pagaría a los críticos. Lo importante era debutar, y luego… ¡luego!… Brillaba en sus ojos el resplandor de ilusión y de engaño que inflama a todos los visionarios de la gloria. ¡Cincuenta mil francos!… ¿No los encontraría en aquel país de ricos una mujercita como ella, amable y joven… y artista? Y su fe en el porvenir se apoyaba especialmente en esta última cualidad.
Las oyentes la escuchaban con expresiones contradictorias. Unas creían realizable su ilusión. Otras, fatalistas y melancólicas, torcían el gesto. Sabían lo que podía alcanzarse en aquella tierra. Vivir nada más… y gracias. Al principio, una gloria rápida, y luego, la miseria: una miseria peor que la de Europa.
–¡Cincuenta mil francos!—dijo Berta—. No es mucho. Todo depende de la suerte: del primer amigo que encuentres. Tal vez los hagas en dos meses, tal vez tardes años; tal vez no los juntes nunca.
Y le daba consejos inspirados por su larga experiencia. El peligro era el hombre americano, el jovencito simpático y moreno, arrogante unas veces, como macho dominador, dulzón otras, con una suavidad de manteca, gran bailarín, que conquistaba a las mujeres meciéndolas en sus brazos al compás del tango, generoso y manirroto hasta el deslumbramiento en las primeras semanas de la iniciación, hábil después para recobrar lo suyo y llevarse algo más si era posible, con pretexto de pérdidas en el juego.
Berta iba indicando los remedios autoritariamente, como un sargento que lee a los reclutas los artículos de la Ordenanza.
–Lo primero que debes hacer es dejarte el corazón en el barco y bajar a tierra sin él. Aquí no venimos a enamorarnos: venimos a hacer plata. Eso es… Luego, cuando recojas dinero no lo guardes contigo, pues te lo sacarán. No, no muevas la cabeza: te lo sacarán. Tú no sabes qué gentes hay en Buenos Aires; lo mejorcito de cada país. Yo soy yo, y sin embargo me han engañado muchas veces. Las mujeres somos bestias cuando nos vemos solas en un país extranjero y sentimos la necesidad de un verdadero amigo… Todos los sábados irás al Banco Francés para depositar tus ahorros. O mejor aún, los giras directamente a Francia. Así no corres el peligro de que tu amigo se entere y te los haga sacar del Banco, convenciéndote a fuerza de besos o de bofetadas… Toma siempre dinero; no aceptes acciones ni papelotes de ninguna clase.
En esto último insistió mucho la veterana, como si aún estuviera latente en su memoria algún recuerdo penoso. Señores que pasaban por millonarios se dejaban adorar meses y meses sin soltar más que insignificantes obsequios, hasta que al fin la pobre mujer creía llegado el momento de realizar sus esperanzas formulando una petición. «Mi gringa linda: no te puedo dar plata porque los negocios andan mal. Además, la plata la gastarías inmediatamente. Voy a darte algo mejor que asegure tu porvenir; voy a despojarme de un papel magnífico.» Y le entregaba un rimero de acciones correspondientes a una de tantas empresas ilusorias que diariamente se iniciaban en el país. La mujer guardaba los papeles, creyendo poseer una fortuna. El negocio no daba producto todavía, ¡pero más adelante!… Fortalecíase su fe con el ejemplo de empresas salidas de la nada en esta tierra de milagros, que habían llegado a realizar las más fabulosas ganancias.
–Y la pobre—continuó Berta—sigue adorando al hombre que la ha hecho rica, y cuando intenta realizar su resma de títulos, se entera de que únicamente pueden servirle para empapelar su dormitorio.
Apiadábase la veterana de la suerte de muchas que habían llegado a Buenos Aires con el propósito de hacer dinero en pocos meses, regresando inmediatamente a París, y llevaban años y años encadenadas por la miseria, sin esperanza de volver.
La prudente Marcela, la que preguntaba a todos por la cosecha, asintió con movimientos afirmativos.
–Su esperanza—dijo—es la misma de los hombres, que siempre aguardan un buen negocio el día siguiente. Y así se les pasan los años; y como están solas, para alegrarse un poco se entregan a la morfina, a la cocaína, al opio, al éter.
Ignoraba la policía tales vicios. Como las gentes del país no gustaban de ellos, no constituían un peligro nacional. Eso era para las gringas nada más. Se vendían en la gran ciudad los venenos consoladores profusamente, y las desesperadas, sin fuerzas para volver y sin esperanza en el porvenir, entregábanse a ellos, contrayendo horrorosas enfermedades.
Las más expertas del grupo convenían en sus apreciaciones. Buenos Aires, una buena plaza de negocios para la que supiera guardar franca la salida. Una ratonera mortal para la que se quedaba dentro.
–Nosotras somos «golondrinas»—dijo Marcela—, lo mismo que esos segadores italianos que llegan todos los años en el momento de la cosecha, recogen sus jornales y se vuelven a su país. Es lo mejor.
Maltrana sonrió contemplando a esta banda de cocotas golondrinas que anualmente levantaban el vuelo desde París si las noticias de la cosecha eran buenas. Durante su permanencia en la ciudad de la esperanza, se apiadaban de las compañeras que habían quedado dentro del cerco con las alas rotas, sin fuerzas para saltar, ebrias de veneno que reavivaba falsamente las ilusiones de su primero y único viaje.
Un movimiento general de las gentes que ocupaban la cubierta interrumpió esta conversación, haciendo abandonar sus sillones a las francesas. Corrían todos al costado de estribor para ver en la tarde brumosa el bulto negro de un barco igual al Goethe que avanzaba sobre él como si fuese a embestirlo. Algunos empezaron a sentirse inquietos por esta aproximación; pero cuando los dos buques estuvieron próximos, se fue abriendo la distancia entre sus cascos. Era un trasatlántico de la misma Compañía de navegación, que acababa de salir de Montevideo con rumbo a Europa. Venía de los puertos del Pacífico, salvando los grandes oleajes de los mares del Sur y los canalizos tortuosos del estrecho de Magallanes bordeados de montañas de hielo.
Ambos buques se saludaron con los bramidos de sus chimeneas y pasaron muy próximos, pudiendo verse los pasajeros de uno y otro. Las bordas estaban ocupadas por figurillas semejantes a muñecos que agitasen automáticamente los brazos con un punto blanco en su extremidad: el pañuelo o la gorra. Habíase izado la bandera en las dos popas, y los alemanes la saludaron con un entusiasmo gritón: «¡Hoch!… ¡hoch!». La música del Goethe subió a la cubierta de los botes, y en los intermedios del bramar de la chimenea oíanse los golpes del bombo y el armónico mugido de los instrumentos de metal. En el buque de enfrente también se destacaba el brillo de los cobres y las figuritas de los músicos, puestos en círculo en la última cubierta. Cuatro trompetas larguísimas, cuatro tubos semejantes a los que guiaban la marcha de los legionarios romanos, abrían sus bocas doradas por encima de las cabecitas, y en los intervalos de silencio llegaba hasta el Goethe su lejano rugido.
Los chilenos se entusiasmaron al ver este buque que venía de su patria. Algunos habían corrido a la oficina telegráfica para conocer los nombres de los compatriotas que iban a Europa en el otro trasatlántico, y los repetían entre ellos. Sonaban en su conversación apellidos vascos y andaluces de arcaico eufonismo: apellidos de los que sólo se conservaba en la Península un recuerdo tradicional en crónicas y comedias de otros siglos. Acogían con el interés de un gran suceso la noticia de los que marchaban al viejo mundo. Todos eran amigos, todos eran algo parientes en aquella República de clases cerradas, donde el gobierno y la riqueza se mantienen en posesión de las antiguas familias coloniales, cada vez más unidas por los matrimonios dentro de la misma casta.
–¡Viva Chile!—gritaban enérgicamente saludando a las lejanas figuritas.
Miraban aquel buque lo mismo que si fuese suyo porque venía de su país; aclamaban a las pequeñas personas alineadas en sus bordas creyendo reconocerlas; acogían como una respuesta a estos vivas el rugido apagado que llegaba hasta ellos por encima del mar. Algunos, con el enardecimiento de su entusiasmo, daban el viva extravagante y heroico de las grandes batallas, el que acompaña al populacho armado y patriótico de los «rotos» en sus empresas hazañescas, la aclamación reveladora de un carácter testarudo, capaz de ir adelante por encima de todos los obstáculos.
–¡Viva Chile, m…!
El buque se alejó con sus trompetitas brillantes en lo alto y la muchedumbre liliputiense alineada en los diversos pisos. Un rayo de sol pálido iluminó su popa durante algunos instantes con reflejos de oro antiguo. Luego, como si el Océano hubiese despertado únicamente para presenciar este encuentro, se restableció la sombra, y algo más denso que la sombra asaltó al Goethe a los pocos minutos.
Una muralla gris avanzaba sobre él, devorando el azul del cielo y el verde amarillento del mar. La niebla envolvió al buque cuando entraba en la embocadura del estuario. Empezó a navegar con lentitud. Algunas veces parecía detenerse, como si fluctuase indeciso, no sabiendo qué dirección seguir, y poco después reanudaba la marcha. Rasgaba la «sirena» de minuto en minuto con un aullido lúgubre esta noche blanca sobrevenida en plena tarde. A corta distancia de las bordas cerraba la bruma toda visualidad. Los que miraban abajo sólo veían unos cuantos palmos de superficie acuática. Más allá, el humo turbio y denso lo devoraba todo. El mástil de trinquete y la proa eran débiles sombras, siluetas borrosas, pálidos dibujos sobre un fondo gris.
Muchos pasajeros, especialmente las mujeres, mostraban inquietud. Excitaban sus nervios los rugidos de la chimenea, que parecían llamamientos de socorro. Irritábales no poder ver, marchar a ciegas por unos parajes de frecuente navegación. Pensaban en la posibilidad de un choque en esta atmósfera formida y traidora. Hubiesen preferido la vida estrepitosa de una tempestad.
A los rugidos del trasatlántico contestaban, apagados por la distancia y la bruma, los de otros buques. Tal vez estaban próximos. La niebla atenúa los sones. Para suplir la intermitencia de los bramidos de la chimenea, la campana del vapor tintineaba incesantemente, movida por un grumete. Este repiqueteo, semejante a un toque de misa, excitaba aún más la nerviosidad de las señoras. Criticaban muchos al capitán porque seguía adelante, exponiéndolos a un choque con otro buque o a encallar en los bajos del río.
De pronto, un silbido en el puente, un estrépito en la proa de cabrestantes sueltos y cadenas escurriéndose. El buque quedó inmóvil; acababa de anclar, en espera de que se aclarase la atmósfera.
Y entonces, por una de esas inconsecuencias propias de las muchedumbres, se reprodujo la protesta en los mismos que se habían quejado al ver el buque en marcha. ¡Estos alemanes cachazudos y prudentes! Un capitán de otro país hubiese seguido adelante.
Las mujeres golpeaban el suelo con el pie. ¿Cuándo entrarían en Montevideo? Tal vez pasasen la noche en el río; tal vez no llegarían a Buenos Aires en todo el día siguiente. El doctor Zurita hablaba de nieblas que habían durado tres días.
–Y aquí nos quedaremos, lo mismo que si estuviésemos en una isla… ¡Qué fregatina!
Pronto se cansaron los pasajeros de contemplar la cortina de bruma. Muchos creían ver en su densa superficie bultos negros que surgían de pronto y se agrandaban, siluetas de buques viniendo sobre ellos a todo vapor. Acabaron por resignarse, mostrando un valor fatalista; lo que hubiese de ocurrir era inevitable. Además, el buque seguía lanzando cada medio minuto un bramido indicador de su presencia. Y paseaban por la cubierta con cierto entorpecimiento, con una sensación de extrañeza en los pies, que ya estaban acostumbrados a la movilidad del suelo. Se habían encendido todas las luces en el interior del buque; sonaba el piano del salón, y pasaban junto a las ventanas parejas de danzantes ganosos de aprovechar la inercia de la espera.
El fumadero no tenía un asiento libre. Muchos sentían la necesidad de beber, para quitarse el mal sabor que la niebla dejaba en las gargantas. Los artistas de opereta aparecían con sus mejores trajes. Se habían vestido a media tarde para bajar a tierra, creyendo que antes de una hora estarían en Montevideo. La inmovilidad del buque los colocaba en una situación algo ridícula: ellas oprimidas en sus vestidos flamantes, con grandes sombreros, sin atreverse a tomar asiento por miedo a ajar las faldas; ellos con el bastón en la mano, sufriendo el tormento del cuello alto entre las demás gentes que conservaban los cómodos trajes de viaje. ¡A saber cuándo podrían desembarcar!… Todos se lamentaban con gestos teatrales de este contratiempo de última hora.
Ojeda ocupó una mesa en la terraza de fumadero con su compatriota Conchita.
–Paisana, vamos a llegar—había dicho al verla—. Permítame que la invite a tomar algo. Celebremos el buen viaje.
Ahora que se veía sin amistades femeniles gustábale conversar con la graciosa madrileña, a la que apenas había prestado atención en los días anteriores. Y ella, adivinando que este acercamiento repentino sólo era por el deseo egoísta de no verse solo, burlábase de sus aventuras en el buque.
–A usted, paisano, únicamente le interesa lo extranjero. No tiene ni una mirada para lo de casa… ¡Claro! Las de la tierra somos poco distinguidas, no tenemos chic, como dicen esas señoras que hablan con Isidro.
Fernando la miró con interés creciente. Conchita estaba libre de la virtuosa presencia de doña Zobeida, que andaba por abajo en arreglos de equipaje. Los ojitos negros tenían una expresión maliciosa y prometedora. A él no le parecía mal la madrileña… ¡Pero en víspera de la llegada a Buenos Aires! ¡Cargar con un nuevo compromiso un hombre como él, que iba a la ventura!…
Su conversación giró al poco rato sobre el dinero y la nueva vida que les esperaba allá. ¿Qué pensaba hacer Concha al desembarcar? ¿Tenía algún amigo en aquella tierra?… Pero la muchacha rio con una inconsciencia valerosa. Nadie la esperaba, ni ella necesitaba apoyo alguno. Entraría en Buenos Aires como en su casa; lo mismo que si hubiese nacido allí.
–Y dinero, ¿sabe usted, paisano? ni una peseta, ni una perra gorda. Tengo el gusto de desembarcar con el bolsillo limpio. Quiero que conste así, para cuando yo vaya en automóvil, tenga collares de perlas y los periódicos publiquen mi biografía con retrato. Me quedaba un poco de dinero, ¡muy poco! al bajar en Río con doña Zobeida. La pobre señora me convidó y yo la convidé; luego volvió a obsequiarme, y yo, por no ser menos, le devolví el obsequio. Total, que en automóviles, refrescos, frutas del país y demás, se me fue el dinero. A lo último me quedaban diez pesetas, y me las gasté en sellos y postales, enviando recuerdos a los amigos y amigas de España. No me queda ni una mota. ¡Limpia por completo! Así camina una más ligera.
Reía con cierta agresividad, como si desafiase al porvenir. Cuando llegara a Buenos Aires, subiría a un coche, el primero que le saliese al paso, ordenando al cochero que la llevara a un hotel español. En el hotel pagarían el importe de la carrera. Y luego, a vivir, a esperar… En peores trances se había visto. Una mujer como ella podía correr el mundo sin una peseta. No todos los hombres iban a ser tan adustos y distraídos como uno que ella conocía—aquí Ojeda saludó irónicamente, no sabiendo qué contestar—. Tenía antiguos amigos en Argentina: señores que había conocido durante su paso por Madrid; unos, americanos; otros, españoles establecidos en Buenos Aires. Ignoraba sus domicilios, pero ella averiguaría.
–Yo soy capaz de descubrir dónde se acuesta el diablo. Además, cuento con la suerte, con lo que una no espera. Me da el corazón que se presentará algo bueno.
Fernando la habló de las francesas que iban en el buque. Tal vez tuviese más suerte que ellas. ¡Quién sabe a lo que llegaría en Buenos Aires! Pero la española torció el gesto. Ella no ambicionaba joyas, ni pretendía llamar la atención por su elegancia. Vivir bien y nada más.
–Isidro dice que yo soy una mujer para la gente… clásica. No sé lo que será eso. A mí me gustan los hombres serios; nada de ruidos. Vivir con uno como en familia.
Pretendió Ojeda tentar su codicia de mujer, hablando de los diamantes que conquistaban en Argentina y Brasil las cortesanas viajeras. Pero Conchita torció otra vez el gesto con expresión de protesta.
–No; yo no quiero diamantes. ¡Para como los ganan muchas!… Yo soy clásica, como dice Isidro, y no me presto a ciertas cosas. A mí me gusta como Dios manda, ¿se entera usted?… como Dios manda.
Y no pudo dar explicaciones más claras sobre qué es lo que Dios manda, pues se presentó doña Zobeida, que, terminados sus quehaceres, iba por la cubierta en busca de «la buena señorita». Corrió la gente hacia el balconaje de proa, como si la atrajese una gran novedad. El buque se movía otra vez; iba avanzando lentamente. Persistía la bruma, pero era menos densa. Los ojos alcanzaban a ver a mayor distancia a través de su blanco humo.
Esta marcha devolvió el buen humor a los que se preparaban a bajar en Montevideo. Era un avance tímido pero continuo a través de la bruma, que se presentaba en oleadas densas, como si la atmósfera se solidificase a trechos. Deslizábase esta cortina río abajo y resurgía el Goethe a una niebla menos espesa, que transparentaba los perfiles lejanos como fluidas siluetas. Al poco tiempo, una nueva avalancha cegadora pasaba sobre el buque, y así iba avanzando éste, con rápidos tránsitos, de una obscuridad absoluta a una penumbra vaporosa y láctea.