Kitabı oku: «Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo», sayfa 2
―Sí, señor. Yo me encargo de ello.
―Pero, ¿toda salida de género, sin excepción? ―insistió Rodrigo.
―Toda, aunque…
―Aunque, ¿qué? ―cortó Rodrigo, tratando de no perder los nervios.
―Bueno…, en realidad creo que no toda la mercancía.
―¡Explícate de una vez! ―alzó Rodrigo su voz.
―Verá. Cada quince días, aproximadamente, llega una camioneta y sale cargada de diversas clases de caldos, siguiendo indicaciones de Genaro…
―Y, bien. ¿Qué tiene ello de anómalo?
―Pues que no se extiende albarán de entrega alguno, por orden expresa de Genaro.
―¿Te ha dado Genaro alguna clase de explicación al respecto?
―No, señor. Se limita a decir que tales entregas las controla él personalmente.
Rodrigo guardó silencio.
―Así que le doy los albaranes de entrega del resto del género y él los hace llegar a la central de Plasencia. Supongo que a esos justificantes Genaro añade los de la mercancía que él solo controla ―matizó Moisés.
Rodrigo se quedó pensativo.
―Bien. Nada más por ahora. ¡Ah!, de esta conversación ni una palabra a nadie. ¿Te queda claro, Moisés?
―Sí, señor.
Rodrigo salió malhumorado y decepcionado de la estancia. La sombra de la duda de una confianza traicionada comenzó a anidar en él. Si sus sospechas se confirmaban, Genaro sería la primera persona que le habría sido desleal. “No tardaré en averiguarlo”, se dijo.
Subió a su jeep y puso rumbo a Jerez de los Caballeros. Tenía por delante un recorrido de una hora y media, aproximadamente.
En la finca de explotación de ganado porcino le atendió Sergio, su responsable. Con él realizó una inspección de todas las instalaciones, las cuales estaban a pleno rendimiento y que, probablemente, tendrían que ser ampliadas a medio plazo.
Antes de despedirse de Sergio, hizo una llamada telefónica a don Gabriel, a quien le expuso sucintamente el caso de Genaro. El asesor legal le dio instrucciones de cómo debía actuar en el supuesto caso de haber incurrido aquel en acción o acciones delictivas. También se puso en contacto con el señor Navarro, jefe de administración de la empresa, el cual le confirmó que no obraban en el departamento de contabilidad albaranes de entrega de la mercancía dada a terceros por Genaro.
De vuelta a casa, pocas palabras intercambió con Jacinta. A su hijo Benigno le preguntó cómo le había ido por el colegio y, tras sus explicaciones, se limitó a darle un abrazo y desearle buenas noches.
Cenó solo y con rapidez. Después se recluyó en su modesto despacho hasta que cayó rendido.
A las siete de la mañana, su hora habitual, Rodrigo inició una nueva jornada en la oficina de la planta de producción de vino. Se disponía a ir en busca de Genaro cuando vio que este se aproximaba a él.
―Buenos días, Rodrigo.
―Hola, Genaro. ¿Ya estás mejor?
―Sí. No ha sido más que un susto. Gracias a Dios estoy bien.
―Cierra la puerta y siéntate, por favor.
―¿Querías hablar conmigo? Moisés me ha dicho que le has estado haciendo algunas preguntas, ¿verdad?
Rodrigo asintió.
―Por la cara que tienes no debe ser nada agradable.
―Pues no, francamente. Tanto es así que voy a dejarme de preámbulos e iré directamente al grano.
―Tú dirás.
―¿No has pensado que más pronto o más tarde nos enteraríamos de lo que estás haciendo con determinadas partidas de vino?
―No te entiendo, Rodrigo. La verdad.
―Yo creo que sí ―aseveró Rodrigo, que contuvo una respuesta airada.
Genaro, que quería aparentar tranquilidad, se derrumbó. Llevó sus manos a la cara para tratar de ocultar su vergüenza.
―¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
―Sé que no tengo excusa, pero tenía necesidades familiares que cubrir ―balbuceó.
―Y, ¿no podías habérmelo dicho? ¡Por Dios, Genaro! Tenías suficiente confianza para ello.
Genaro calló.
―De ser ciertas tales necesidades, podíamos haber encontrado alguna solución. Todo antes de…, de robar.
Genaro siguió callado.
―¡Di algo, joder! ―exclamó Rodrigo.
―Si me das plazo para devolver el dinero que me he quedado, lo devolveré. Te lo prometo.
―La cuestión es que no solo consiste en la reintegración de las sumas apropiadas que, por cierto, son muchas. Entendemos que con eso no se soluciona todo el problema…
―Pues, ¿qué he de hacer? Dímelo y lo haré ―aseveró Genaro.
―Lamento decírtelo, pero quedas despedido. Aquí ya no tienes nada que hacer, pues has defraudado mi confianza y, sobre todo, has perjudicado gravemente a la compañía.
―¡No, por favor! ¡Eso no, Rodrigo! Tengo familia a la que alimentar y sacar adelante ―suplicó Genaro vehementemente.
―Lo sé. Pero tenías que haber pensado antes en ella.
―Es lo que siempre he hecho. Ya te he dicho que tenía que atender a sus necesidades urgentes…
―Esas no son las noticias que yo tengo, sino todo lo contrario. Parece ser que de un tiempo atrás vuestro tren de vida ha subido como la espuma, ¿o no?
Genaro miró fijamente a Rodrigo y, cambiando la sumisa actitud que hasta aquel momento había mantenido, le espetó desafiante:
―Muy bien. Tendrás que despedirme y yo, no lo dudes, presentaré papeleta por despido improcedente ante la Magistratura de Trabajo, ¿te enteras?
Rodrigo hizo acopio de toda la calma que le fue posible y le contestó:
―Hazlo, si te atreves. Si lo haces, presentaremos querella criminal en tu contra por los delitos de apropiación indebida continuada, estafa y quizá otros más. Tenemos documentación y testigos a tal efecto. No lo dudes.
Genaro, visiblemente abatido, guardó silencio.
―En cuanto a la suma total de la que te has apropiado ―siguió Rodrigo―, firmaremos un contrato de reconocimiento de deuda, que devolverás en el tiempo y plazos que pactemos. Eso sí, de no poder cumplir con lo pactado por imposibilidad de hacerlo, debidamente justificada, una cláusula del contrato permitirá acordar una prudente prórroga de tu compromiso de pago. Pasado mañana llegará de Plasencia un abogado de la compañía que traerá la documentación oportuna. Tú puedes venir acompañado por asesor legal o persona de confianza que estimes conveniente, a fin de examinar previamente lo que debes firmar.
―Tú ganas ―admitió Genaro a su pesar―. Pero te hago una advertencia, que espero no olvides.
―Por tu tono de voz yo diría que más bien va a ser una amenaza.
―Tómatelo como quieras. Como puedes comprender, me trae sin cuidado.
―Soy todo oídos.
Genaro se levantó de su silla y, aproximando amenazante su cara a la de Rodrigo, le escupió:
―Me encargaré de que tú y tu familia no viváis tranquilos. Te lo juro.
―¡Sal de este despacho inmediatamente! ¡Bastante paciencia he tenido contigo, coño! ―gritó Rodrigo.
Genaro salió del despacho, dejando abierta la puerta del mismo.
“Muy desagradable, pero había pensado que sería mucho peor”, se dijo Rodrigo al quedarse solo.
A las cuarenta y ocho siguientes, tal y como habían acordado, Genaro se presentó solo en la empresa. Leyó previamente la documentación que le exhibió el abogado de la compañía y, tras hacerle algunas preguntas, la firmó.
Cuando Genaro se disponía a marchar del lugar volvió a amenazar a Rodrigo:
―¡Te acordarás de mí, cabrón!
Como era de esperar, Moisés fue designado como nuevo responsable del área de expedición del vino.
Dando por el momento zanjado ese agrio asunto, Rodrigo se dirigió a la bodega antigua.
―¿Qué tal, Aurelio? ―saludó al jefe de la bodega, buen amigo suyo y que gozaba de su confianza.
Aurelio, de cuarenta años, comandaba la bodega desde hacía tan solo cinco años, tras haber dejado otra ubicada en la Ribera del Duero. Lo que no sabía Rodrigo es que su amigo pertenecía a una asociación secreta ‒la Orden de la Luz‒, la cual había instrumentado el cambio. Aurelio, prestando obediencia ciega, se había limitado a acatar el mandato. Su superior en la Orden le había dicho que, en su momento, recibiría instrucciones.
―Bien. Me vas que ni pintado, pues quería hablar contigo ―dijo Aurelio.
―Tú dirás.
Aurelio cogió una llave que había sobre una mesa cercana y se la entregó a Rodrigo.
―Vaya con la llave. Está oxidada. ¿Dónde la has encontrado?
―En el interior de la galería, que no hemos explorado, que sigue en línea recta desde la intercesión de las tres que configuran la bodega. Vamos, la cruz patada de los templarios como tú dices.
Rodrigo sonrió.
―Siempre me he preguntado adónde conducirá esa galería ―prosiguió Aurelio―. Pues bien, hace unos días cogí una linterna y me adentré en ella; había recorrido unos cincuenta metros cuando encontré la llave en el suelo. Se había desprendido, por lo que pude ver, de un clavo insertado en la pared. Después decidí desandar lo andado.
―Cuando tenga tiempo, tú y yo penetraremos en esa galería. A lo mejor nos encontramos con alguna sorpresa; vete tú a saber.
Aurelio asintió.
―¿Algo más?
―No. Nada.
―Dame la llave, por favor ―solicitó Rodrigo.
―Es toda tuya.
―Hasta otra, Aurelio.
―Adiós, Rodrigo. Voy afuera a dar una hostia a mis pulmones.
Rodrigo sabía el significado de esa expresión, pero no podía dejar de sonreír cuando la oía.
―El tabaco te matará, Aurelio.
―De algo hay que morir, ¿no?
―No tienes remedio.
4
A las seis de la tarde de un día de primeros de abril de 1973, un avión privado aterrizó en el aeropuerto de El Prat, de Barcelona, procedente de Londres. Bajó de él un hombre de unos setenta años, de distinguida presencia, cabello canoso y abundante, alto, delgado e impecablemente vestido.
Protegido por cuatro escoltas se dirigió a la terminal del aeropuerto, donde cumplió con los trámites aduaneros establecidos.
Al salir de la terminal se encaminó hacia un Mercedes-Benz, a cuyo pie esperaba el chófer, el cual se aprestó a abrir la puerta trasera derecha del vehículo. Al entrar en él, el chófer inclinó respetuosamente su cabeza. Uno de los cuatro protectores se sentó en el asiento contiguo al del conductor; los otros tres subieron a un Seat 1500, a cuyo volante esperaba otro. Segundos después iniciaron el trayecto que les había de llevar a la Iglesia de Santa Ana.
La Iglesia de Santa Ana es un antiguo monasterio, con claustro y sala capitular, vinculado a la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén desde el siglo XII. Situada en la calle Santa Ana, es un tesoro escondido en el centro de la ciudad, cerca de la Plaza Cataluña, circundada por un entorno comercial. Su estructura es de estilo románico. El claustro y la cubierta son góticos del siglo XV. En la adyacente placita de la iglesia se levanta una antigua cruz de término.
El viajero que portaba el Mercedes era el Supremo, máxima autoridad de la Orden de la Luz con implantación en España y en todas las partes del mundo; su sede central se ubica en Londres. La Orden se divide en cuatro secciones: la económica, muy poderosa por la ingente riqueza que administra; la religiosa; la ética-disciplinaria, que vela por el cumplimiento de los principios dogmáticos que inspiran a la Orden y, en su caso, el régimen de sanciones a aplicar a los afiliados que incumplen; la esotérica. Una norma fundamental de la Orden es el de la obediencia ciega al superior jerárquico.
El Supremo es elegido en cónclave, que se celebra en Londres, integrado por los Hermanos Mayores de las naciones en las que la Orden tiene afiliados e intereses. La duración del mandato del elegido es por un período de cinco años, pudiendo ser reelegido por períodos consecutivos de igual término, sin limitación alguna. Los Hermanos Mayores de cada nación se eligen, también en cónclave, por los Superiores Provinciales que regentan las provincias que integran la nación correspondiente; su cargo lo ostentan por un período improrrogable de cinco años. Con independencia de ello, tanto el Supremo, como los Hermanos Mayores y los Superiores Provinciales convocan a sus subordinados, en el lugar y con la periodicidad que estimen pertinente, para informarles y encomendarles la realización de las acciones que han de llevar a cabo en nombre de la Orden.
Una hora tardó la comitiva en llegar a la iglesia de Santa Ana. El acceso a la iglesia por la calle del mismo nombre estaba custodiado por servidores de la Orden, así como todo su entorno. El arzobispado de Barcelona había otorgado licencia para realizar el acto que se iba a llevar a cabo, lo cual comportaba la ausencia de culto durante el transcurso del mismo.
Los dos coches se detuvieron en la placita que antecede a la iglesia. El protector que ocupaba el asiento contiguo al del conductor del Mercedes-Benz abrió su puerta trasera derecha para dar paso al Supremo.
―Buenas tardes, señor. Bienvenido ―le saludó rendido el Hermano Mayor de España, cuya sede no era Madrid, sino Barcelona.
―Buenas tardes. Gracias ―contestó el Supremo en un impecable español.
―¿Entramos en el templo, señor?
―Todavía, no. ¿Hay por aquí algún lugar discreto para hablar con usted a solas?
―Por supuesto, señor. Hay un claustro gótico que es una verdadera maravilla.
―Pues vamos a él.
Tras admirar el gótico del claustro, el Supremo adujo:
―Se habrá preguntado usted el porqué de mi presencia en una conveción ordinaria, ¿verdad?
―Sí, señor. Con todos los respetos…
―No se disculpe, por favor. Es lógico ―le interrumpió el Supremo, apuntando una leve sonrisa, pues conocía muy bien y apreciaba a su subordinado.
―Me explico, Hermano Mayor. Hemos acordado que nuestro tesoro, el más grande y excelso que todos veneramos, luz y guía nuestra, sea trasladado del lugar en que se halla a España. En concreto a Almendralejo, en la provincia de Badajoz.
El Hermano Mayor permaneció en silencio.
―No obstante, ello no será inmediato. Hemos de esperar al desarrollo de los acontecimientos que presumimos van a acaecer en España, que consideramos imprevisibles, como consecuencia de la precaria salud del general Franco, a cuya muerte creemos que el régimen por él instaurado dejará de existir. Ya sabe usted la prudencia y el rigor que guían las decisiones en nuestra Orden.
―Sí, señor.
―Pues bien, usted será el responsable de toda la logística y habilitación del lugar escogido para albergar nuestro tesoro.
―No dude que lo haré, Supremo.
El Supremo asintió convencido de ello.
―Pues nada más, Hermano Mayor. ¿Le parece que vayamos al encuentro con nuestros hermanos?
―Como usted ordene.
En un gesto de familiaridad, poco acostumbrado en el Supremo, cogió al Hermano Mayo por su brazo izquierdo e iniciaron el trayecto que les había de conducir al interior del templo.
Al entrar el Supremo en la iglesia, seguido por el Hermano Mayor de España, los cincuenta Superiores Provinciales de la nación se levantaron de los bancos donde estaban sentados. A su paso por la nave central del templo hasta el presbiterio, los convocados inclinaban su cabeza ante él.
Asistían como invitados los simpatizantes de la Orden siguientes: Tres magistrados del Tribunal Supremo de España; un general del ejército, otro de la fuerza aérea y un almirante de la armada; los tres de las Fuerzas Armadas españolas.
Al pie del altar se habían colocado tres sitiales, el del medio más alto que los situados a su derecha e izquierda. Los solios eran de madera noble, en la que se habían cincelado motivos religiosos y de otra índole; sus brazos, respaldo y asientos estaban tapizados de terciopelo rojo, a excepción del más prominente que lucía una inmaculada felpa blanca.
El cardenal que ocupaba el sitial de la derecha también se levantó. Al llegar ante él, el Supremo le saludó:
―Buenas tardes, eminencia.
―Buenas tardes, Supremo.
El cardenal y el Hermano Mayor también se saludaron. Una vez sentados los tres, los concurrentes hicieron lo propio.
A continuación, el Hermano Mayor agradeció públicamente al Supremo su presencia en la convención. Después se entró en el examen y debate de todos y cada uno de los puntos del orden del día que eran causa de la reunión, los cuales fueron aprobados por unanimidad.
Tras ello y a una indicación del Supremo, el Hermano Mayor le cedió la palabra.
―Gracias, Hermano Mayor. En realidad, son solo unos minutos.
El Supremo hizo una pausa, deliberadamente estudiada, para conseguir la atención de sus subordinados. Su natural magnetismo y autoridad lo consiguió, aunque, por supuesto, ya estaban dispuestos a entregarse a él.
―Queridos hermanos ―inició su parlamento―. Me voy a limitar a haceros un breve exordio, que espero sea tenido muy en cuenta.
Hizo un brevísimo alto.
―El mundo en el que vivimos, que tenemos por civilizado, ha entrado en una grave, desesperante y abominable crisis. Me dirán ustedes, y no les faltará razón, que ese mal viene sucediéndose a lo largo de los siglos; es verdad, pero no tanto como en el momento actual, por cuyo motivo no podemos ni debemos conformarnos con ello.
La expectación de los reunidos era suma.
―Ahora que nuestra Orden tiene poder e influencia en la sociedad y en sus diversos estratos, nos toca trabajar para conseguir un mundo más justo para nuestros conciudadanos. Es tarea ardua, por descontado, pero no imposible. Confío en su predisposición y en el valeroso espíritu que se les ha inculcado. No nos defrauden.
Otro alto.
―En suma, debemos superar la calamitosa situación que nos ha tocado vivir, forjando una sociedad más justa y dando esperanza a las nuevas generaciones, que ahora están desesperanzadas y sin nadie que le guíe por el buen camino.
El Supremo miró a los concurridos y vio con satisfacción que estaban totalmente sometidos.
―Termino ya, señores. No es hora de lamentaciones, que a ninguna parte llevan, sino de acciones. Acciones decididas y continuadas que, no lo duden, nos conducirán a la meta que nos hemos propuesto en beneficio de una sociedad que, lamentablemente, está enferma.
Una sonora y unánime palabra salió de la boca de los convocados:
―¡Amén!
Como epílogo de la convención, se efectuó un breve acto religioso oficiado por el cardenal.
De la misma forma que había llegado, el Supremo salió de la iglesia.
El Hermano Mayor le despidió al pie del Mercedes-Benz. Con el vehículo de escolta tras él, partió para el aeropuerto de El Prat. Eran las nueve de la noche.
Los miembros de la Orden de la Luz abandonaron el recinto de la iglesia en grupos reducidos, en aras de la discreción y prudencia. No tardaron en desperdigarse por la gran urbe.
5
La fría temperatura otoñal de finales de noviembre de ese mismo año de 1973 se hacía sentir. Las ramas de los árboles se desnudaban al caer sus amarillentas hojas en el suelo, quedando a merced del caprichoso viento.
Seguían la falta de noticias acerca de Tomás. La esperanza de Leonor de volver a ver a su marido se iba desvaneciendo.
La marcha de la empresa era buena y en constante expansión. Rodrigo demostraba ser un buen gestor al acometer nuevas inversiones y aplicar las nuevas técnicas en la producción de los fabricados de la compañía. Obviamente, también él vio compensado su esfuerzo con el incremento de sus emolumentos y una participación en los beneficios obtenidos.
A primeros de diciembre del mismo año estaba convocada una convención de agricultores y ganaderos extremeños, que debía celebrarse en el hotel Alfonso VIII de Plasencia, a la que Rodrigo acudió.
Al término de la misma, y tras los saludos de rigor a algunos concurrentes de él conocidos, salió del hotel. Eran las once de la noche.
Decidió subir por la calle Talavera, que desemboca en la Plaza Mayor, para finalmente coger la calle Del Rey, donde se ubicaba la sede de la compañía, a fin de descansar en el sencillo dormitorio habilitado para él en tal sede.
Cuando Rodrigo había alcanzado la mitad del recorrido de la calle Talavera, el grito de un hombre que transitaba hacia él a tan solo unos metros de distancia le sobresaltó.
―¡Cuidado! ―exclamó el hombre.
Rodrigo, instintivamente, se ladeó hacia su derecha, no pudiendo evitar el roce de un cuerpo que, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo quedando tendido en él boca abajo.
El transeúnte que le había alertado se acercó presuroso, mientras que Rodrigo se quedó paralizado por unos momentos.
―De buena se ha librado usted ―le dijo.
―¿Qué quiere usted decir? ―preguntó Rodrigo, sin salir de su asombro.
―De esto le quería advertir ―contestó, dando la vuelta al cuerpo inerme que yacía en el suelo.
Rodrigo vio que aquel desgraciado tenía clavado en su pecho un cuchillo de cocina de gran tamaño, de cuya herida no cesaba de brotar sangre.
―Al esquivar usted el cuchillo que este hombre blandía perdió pie y, para su desgracia, se lo ha clavado en el corazón. Está muerto ―aseveró el viandante tras breve examen.
―¿Está usted seguro?
―Sí, señor. Soy médico.
Rodrigo se inclinó para ver la cara de aquel desventurado.
―¡Dios mío! ¡Si es Genaro! ―exclamó.
―¿Lo conoce usted?
―Pues claro que sí ―contestó Rodrigo, atónito.
En aquel instante una pareja de mediana edad se detuvo en el lugar. La mujer, aterrorizada, se tapó la cara con sus manos, y su acompañante preguntó:
―¿Podemos ayudar en algo?
―Pues sí ―contestó el médico―. Llamen, por favor, a una ambulancia y a la policía.
―Ahora mismo.
No tardó en llegar la ambulancia y, poco más tarde, un coche patrulla de la policía nacional.
Dos horas más tarde el juez de guardia ordenó el levantamiento del cadáver. Tras el cumplimiento de las formalidades legales en tales casos, Rodrigo se encaminó a la cercana calle Del Rey para intentar descansar.
Una mezcla de ira y pena por lo sucedido se apoderó de él durante un buen rato, no pudiendo conciliar el sueño. Tuvieron que transcurrir cerca de dos horas para que, al fin, pudiera dormir un poco.
Rodrigo durmió tan solo tres horas. Sus ojeras eran notorias y su estado de ánimo manifiestamente mejorable. No obstante, desayunó como de costumbre y, sin hacer comentario alguno a nadie sobre lo sucedido, se dispuso a trabajar.
A las dos de la tarde entraba en casa de Leonor, pues ella había establecido el hábito de invitar a comer a Rodrigo cuando este tenía que permanecer en Plasencia por motivos de trabajo.
―Pase, señor Fernández, pase ―invitó Jacinta, al abrir la puerta.
―¿Está usted bien? ―le preguntó, reteniéndole en el recibidor.
―Sí. Gracias, Jesusa.
―Vaya noche que ha debido pasar usted No quiero imaginármelo.
Ante la sorpresa de Rodrigo, le dijo:
―Aquí se sabe de todo y de todos. Plasencia, en realidad, no es más que un pueblo grande.
―Ya veo. Ya.
―Además, podría decirse que ha sucedido a la vuelta de la esquina, ¿no?
―Pues, sí.
―No sabe usted lo preocupada que está la señora. Es un manojo de nervios.
―Pues voy a tranquilizarla ―adujo Rodrigo, sin ocultar la satisfacción que le habían producido las palabras de Jesusa.
Jesusa miró con fijeza a Rodrigo y esbozó una sonrisa maliciosa.
―Gracias a Dios ―manifestó Leonor al entrar Rodrigo en el salón.
―Dicen que mala hierba nunca muere…
―No diga usted eso, por favor ―interrumpió Leonor―. Me tenía angustiada, bueno…, a Jesusa y a mí.
―Pues ya pueden estar tranquilas. Agradezco el interés de ambas.
―No le digo que se siente, porque Jesusa me ha dicho que cuando usted llegase podíamos pasar al comedor. ¿Tiene usted apetito?
―Eso, por ahora, no me falta, doña Leonor.
―Sígame, por favor ―instó la anfitriona.
De nuevo en el salón, una vez finalizada la comida, Leonor solicitó:
―Cuénteme. Tengo interés en saber el porqué de todo lo acaecido, si usted no tiene inconveniente, claro está.
Rodrigo explicó a Leonor la trayectoria de Genaro en la empresa.
―En definitiva, él ha propiciado su desgracia, ¿no? ―adujo Leonor.
―Exactamente. Genaro no ha hecho más que recoger lo que ha sembrado.
―¿Deja familia?
―Pues, sí. Viuda y dos hijos, uno de trece años y otro de diez.
―Con problemas económicos, ¿verdad?
―Así es.
―¿Puede hacerse algo por ellos?
―Yo lo he intentado, pero ha sido inútil.
―Explíquese, por favor.
―Cuando tuve que despedir a Genaro me interesé por su familia, sabedor de la difícil situación económica en la que quedaban, pues estaban desbordados por las deudas. Tanto es así que la viuda tuvo que pedir trabajo de temporera en las cosechas de la vid y la aceituna y, en general, en cualquier otro que le surgiera. Los niños, además, tuvieron que dejar el colegio privado al que iban para ser matriculados en otro público.
―Y, ¿qué?
―Pues que todo fue en vano. No sé si por rencor o por estupidez desdeñaron mi ayuda.
―Ya.
―Es penoso, pero es así.
―En fin. No se atormente, por una parte usted hizo todo lo posible para ayudarles y, por otra, no ha de considerarse culpable de la situación en la que ese pobre desgraciado, y solo él, ha dejado a su familia.
Rodrigo no dijo nada, pero agradeció lo dicho por Leonor.
―Además, me temo que la cantidad sustraída a la empresa no va a ser recuperada, ¿no es así, señor Fernández?
―Yo diría que no. Y no es poca, francamente.
Dando por zanjada la cuestión, Leonor blandió una forzada y leve sonrisa y, cambiando de tema, preguntó:
―Tengo entendido que su hijo mayor Rodrigo ya pasa algunos días con ustedes, ¿es así?
―Sí, señora. Un fin de semana al mes, por el momento.
―Me imagino su alegría.
―Mucha, señora. Mucha ―afirmó Rodrigo, con los ojos humedecidos.
Leonor esperó a que su invitado pudiera seguir hablando.
―Nunca hubiera imaginado que pudiera sentirse tanto cariño ―prosiguió Rodrigo, visiblemente conmovido―. Mi hijo tiene una mente sensiblemente disminuida, yo diría infantil, pero derrocha un natural amor por todo y todos los que le rodean…
Leonor instó a Rodrigo a continuar con un gesto.
―Cierto es que debe tenerse mucha paciencia con él, pues repite y hace repetir todo lo que se le dice, quedándose ensimismado. Lo que no se puede hacer es llevarle la contraria, pues puede desencadenarse en él un episodio violento que, por lo visto, solo sanará con el tiempo, si es que sana.
―Entiendo. Entiendo.
La conversación se interrumpió al entrar en la estancia Amancay, que acababa de cumplir once años. Se acercó a Rodrigo y le dio un beso en la mejilla, como acostumbraba a hacer.
―Hola, Rodrigo ―saludó sonriente.
―Pero, ¡qué confianzas son esas! Es el señor Fernández, como te he indicado, pero veo que de nada sirve ―corrigió Leonor a su sobrina.
―No se preocupe, señora. Me gusta que me llame por mi nombre.
―¿Cómo quieres que te llame? ―preguntó Amancay, sin dejar de sonreír.
―Rodrigo, guapísima.
―Yo no soy guapa, Rodrigo.
―¿Qué no eres guapa? Hasta tu nombre es lindo.
―¿Por qué?
―Amancay es el nombre de una planta, cuya flor, blanca o amarilla, es como la azucena. Tú eres una flor blanca.
―Qué bonito. Me gusta, Rodrigo.
Amancay dio un beso a Rodrigo, pero añadió:
―Pues Pili y Marisa dicen que soy fea.
―¿Quiénes son esas niñas?
―Amigas del colegio.
―Pues ya les puedes decir que no debe mentirse.
―Pues se lo diré. Aunque…
―¿Qué? ―preguntó Rodrigo.
―Pues que yo soy más lista que ellas.
Leonor y Rodrigo sonrieron.
―Ahora verás.
Amancay, sin añadir palabra alguna, salió corriendo del salón. Regresó al cabo de unos minutos portando en sus manos unos libros.
―Pregúntame lo que quieras ―espetó a Rodrigo, haciéndole entrega de un libro de ciencias naturales, el otro de aritmética y un último de gramática.
―Amancay, hija, el señor Fernández tiene que irse enseguida. Ya te preguntará otro día ―intervino Leonor.
―¿De verdad? ―preguntó la niña.
―Pues, sí. Te prometo que la próxima vez que nos veamos te preguntaré todo lo que quieras.
―Bueno. Espero que vuelvas, porque… ―Aman-cay miró a su tía y continuó―: Tomás me dijo que volvería y no ha vuelto…
Rodrigo miró a Leonor y vio reflejado en su rostro el dolor que el inocente comentario de su sobrina le producía.
―Tomás volverá. Lo ha prometido y lo hará, preciosa ―le dijo Rodrigo.
―Si tú lo dices, me lo creo. Pero que vuelva pronto, porque tengo ganas de verlo.
Amancay dio un beso a Rodrigo y a su tía y salió del salón.
Sabedor de lo que pasaba por la mente de Leonor, Rodrigo le dirigió una mirada de aliento, pues las palabras sobraban, y se despidió de ella.
6
Los días y los meses fueron pasando, con el goteo inexorable que el tiempo marca, sin permitirse error alguno, llegando al inicio del verano de 1974.
Rodrigo estaba en la sede social de la empresa. Había finalizado una conversación telefónica con don Eduardo Blasco, un propietario de extensos viñedos en Toro. Había precedido un fluido intercambio epistolar entre ambos, iniciado por don Eduardo, quien se había interesado por la compañía y por las posibilidades de una posible colaboración empresarial con la suya, cuya razón social era Bodegas Blasco, S.A.
Estaba pensando en todo ello cuando el jefe de administración pidió permiso para entrar en su despacho.
―Pase. Pase ―le instó Rodrigo.
―Buenos días, señor Fernández.
―Buenos días, señor Navarro.
―Traigo el resultado del informe contable concerniente al negocio de don Eduardo, que usted nos ha encomendado.
―Dígame, pues.
―En síntesis, es una empresa saneada. Aunque cierto es que carece de tesorería suficiente para emprender las reformas que en ella pretenden. No les queda más remedio que acudir a un aumento de su capital social.
―En eso están, señor Navarro. El propio don Eduardo me ha ofrecido que sea nuestra compañía la que suscriba tal incremento del capital que, de efectuarse, ostentaríamos la titularidad del cuarenta por ciento del mismo.
―Pues financieramente hablando es una cifra que podría ser suficiente, partiendo de los antecedentes contables y documentales que obran en nuestro poder.