Kitabı oku: «Lo que no borrará ni el viento ni el tiempo», sayfa 3

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―Bien. Recabaré, pues, un informe legal a don Gabriel. Cuando obre en mi poder informaré a doña Leonor para que tome la decisión que considere oportuna.

El señor Navarro sabía que doña Leonor tomaría la decisión que Rodrigo le propusiese.

―¿Nada más, señor Navarro?

―Por ahora, nada.

El jefe de administración entendió que la entrevista había finalizado, por lo que se despidió de su superior.

Rodrigo siguió trabajando hasta la hora de la comida, la última que compartiría con Leonor mientras esta permaneciese en su casa de Navaconcejo, a la que en el plazo de unos días se trasladaría, habida cuenta el inicio de las vacaciones escolares de Amancay, que finalizarían a primeros de septiembre.

Rodrigo llamó a la puerta de la casa donde vivía Leonor.

―¿Cómo está, señor Fernández? ―le preguntó Jesusa.

―Bien, Jesusa. ¿La señora está bien?

―Qué le voy a decir. Trata de ocultar su angustia. Aunque le he de decir una cosa.

―¿Qué, Jesusa?

―Pues que cuando usted viene a verla parece otra. No sabe usted la alegría que le da…

―Si pudiera, créame que vendría con más frecuencia pero, lamentablemente, no puedo.

―Ya lo sé. Ya lo sé ―dijo Jesusa, sin dejar de mirar pícaramente a Rodrigo, a quien había llegado a coger gran aprecio.

Finalizada la sencilla, aunque exquisita comida, Leonor y Rodrigo pasaron al salón.

―Usted dirá ―dijo Leonor, tras servir a Rodrigo una taza de café.

―Hay un asunto del que he de hablarle, pues es importante…

―Si es de la empresa ya sabe usted que puede decidir lo que estime pertinente, pues cuenta con mi confianza ―interrumpió Leonor.

―Gracias, señora. Aun así, es preciso que, como administradora de la compañía, esté usted al corriente.

―Usted dirá.

―Verá. Hay una sociedad vinatera, de nombre Bodegas Blasco, S.A., con sede en Toro, la cual ostenta la propiedad de unas doscientas hectáreas de viñedos. Tal empresa se ha interesado por la nuestra y por nuestros caldos, y nos ha propuesto una colaboración empresarial entre ambas que, claro está, presupone una inversión financiera por nuestra parte.

―Y, ¿cómo lo ve usted?

―Pues francamente bien. Hemos estudiado la posible inversión desde todos los ángulos y creemos que es una oportunidad para la expansión de nuestra compañía.

―Solo una pregunta, señor Fernández.

―Dígame.

―¿No tenemos bastante con lo nuestro?

Rodrigo sonrió y contestó:

―Tenemos una gran empresa, es cierto. Ni don Benigno, su fundador, hubiera imaginado adónde íbamos a llegar, pero un negocio ha de entenderse en constante evolución y progreso, sino tiende a estancarse y yo, mientras pueda, no lo debo permitir.

―Pues entonces, adelante. Mi respuesta no puede ser otra. Estoy segura que usted ha efectuado un estudio pormenorizado sobre la operación en cuestión ―dictaminó Leonor.

―No obstante ―añadió Rodrigo―, quiero ver las tierras y pisarlas antes de formalizar operación empresarial alguna.

―Me parece muy bien.

―Por lo que sé y me han contado, la vieja Castilla es digna de ser visitada. ¿La conoce usted, doña Leonor?

―Pues, no. Y créame que es algo que siempre he tenido en mi mente, pero hasta la fecha no me ha sido posible.

―Se me está ocurriendo…

―Dígame, señor Fernández ―interrumpió Leonor.

Rodrigo dudó por un momento de la oportunidad de la proposición que pretendía hacer a su anfitriona, pues podía ser interpretado por ella como un abuso de confianza. Desechó tal prejuicio y le propuso:

―Pues que podría usted acompañarme. Un cambio de aires no creo que le siente mal, más bien al contrario.

―Gracias por el ofrecimiento, señor Fernández, pero la verdad es que no tengo ánimo para ello.

No dándose por vencido, Rodrigo insistió:

―Por favor, doña Leonor. Anímese.

Leonor miró intensamente a su interlocutor y, dedicándole una sonrisa hasta entonces por él desconocida, le contestó:

―Lo pensaré. Se lo prometo.

―Con eso tengo bastante ―aseveró Rodrigo, con satisfacción incontenida.

―¿Más café? ―preguntó Leonor.

―Sí, por favor.

―Como ya sabe usted, dentro de unos días nos trasladaremos a Navaconcejo para pasar allí el verano.

Rodrigo asintió con gesto afirmativo.

―Pues bien. He pensado que usted y su familia podían mudarse temporalmente a Cabezuela del Valle. En concreto, a la casa donde nació don Benigno y de la que salió para Barcelona en busca de una vida mejor. A su regreso a Extremadura la restauró y modernizó, pero no la volvió a habitar al fijar su residencia en Plasencia. Es una casa pequeña, pero preciosa. Sobre todo, es fresca y muy próxima al Jerte, donde pueden bañarse para aliviar la calima estival. Ni que decir tiene que usted estará mejor que en el dormitorio de la empresa que utiliza en sus cada vez más frecuentes estancias en Plasencia y, además, su familia seguro que lo agradecerá. El despachar conmigo le sería muy fácil, dada la proximidad entre Navaconcejo y Cabezuela del Valle. ¿Qué le parece?

―Me parece muy bien, y seguro que a mi familia también.

―Pues no hablemos más del asunto. Puede usted disponer cuando lo estime oportuno.

―Gracias, señora. Gracias por su interés.

Leonor no pudo mantener por más de unos segundos la intensa mirada de Rodrigo.

Poco más tarde Rodrigo se despidió de Leonor para regresar a la oficina.

7

En los primeros días de julio Rodrigo y su hermana Jacinta se instalaron en la casa de Cabezuela del Valle. Benigno, el hijo pequeño de Rodrigo, no les acompañó porque había marchado a unas colonias que su colegio organizaba cada verano.

A las siete de la mañana de un viernes Rodrigo inició viaje a Badajoz, a fin de recoger a su hijo mayor del centro especializado para disminuidos psíquicos allí ubicado. Lo tendrían con ellos hasta el lunes.

Poco antes de la hora de comer Rodrigo llegaba a la casa con su hijo.

―¡Jacinta! ¡Jacinta! ―gritó Rodrigo.

En escasos segundos Jacinta se reunió con ellos. Se acercó a su sobrino y lo abrazó.

―Mi angelico. MI angelico ―le dijo, acariciándole las mejillas. Él no dejaba de sonreír, correspondiendo de tal inocente forma al cariño de su tía.

―Qué guapo eres, hijo mío. Bien lo sabe Dios ―aseveró.

―Bueno, Jacinta. Bueno ―intervino Rodrigo cariñosamente.

―Verás la comida que la tía Jacinta te ha preparado. Te chuparás los dedos, tesoro ―le dijo Jacinta a su sobrino, cogiéndole de la mano.

Padre y tía observaron satisfechos cómo Rodrigo comía con buen apetito y observando, además, las formas que debían guardarse en la mesa, que a buen seguro le habían enseñado en el centro donde estaba internado.

―Oye, Jacinta ―adujo Rodrigo al término de la comida.

―¿Qué quieres?

―Estoy pensando que podría llevarme a Rodrigo al río dentro de un rato. A primera hora de la tarde no habrá gente o muy poca.

―Me parece bien. Aunque no sé qué traje de baño vais a poneros ―comentó Jacinta con ironía.

―¡Es verdad! No he traído ninguno.

―Lo puse yo en la maleta ―dijo Jacinta, poniendo cara de circunstancias―. Mejor dicho, he puesto dos, por aquello de quita y pon. Así que estáis los dos compuestos, pues Rodrigo tiene casi las mismas hechuras que tú.

―Si no fuera por ti, hermana…

―Pues eso ―zanjó Jacinta.

―Iremos a una de las piscinas naturales que hay por el entorno del pueblo.

―¿Piscinas naturales? Querrás decir balsas o pilones.

―Bueno. Viene a ser lo mismo. Les llaman piscinas naturales porque se forman con las aguas cristalinas que descienden entre roquedos desde las cumbres más altas hasta lo más profundo del valle.

―Si tú lo dices…

Sobre las cuatro de la tarde, Rodrigo y su hijo, con los trajes de baño bajo los pantalones, se dispusieron a salir de casa en busca de un buen baño.

―Mucho cuidado, Rodrigo. Tu hijo no sabe nadar, así que no te apartes ni por un segundo de él.

―Lo sé, Jacinta. No te preocupes.

―Adiós, angelico mío ―se despidió Jacinta de su sobrino, dándole un beso en la mejilla.

―A… adiós, tía Jacinta. Vol… volveremos luego, ¿verdad, papá?

―Sí, hijo, sí.

Jacinta no se movió de la puerta de la casa hasta que su hermano y sobrino desaparecieron de su vista.

Antes de llegar a la zona elegida para tomar un baño había que pasar por un pedregal. Rodrigo tropezó con una piedra y cayó al suelo, golpeándose en la frente con otra piedra, provocando su pérdida de conocimiento.

Cuando su hijo logró ponerlo boca arriba le acarició las mejillas, diciéndole:

―Du… erme, papá, du… erme.

Le dio un beso en la frente y, alborozado, se dirigió al río gritando:

―¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!

Sin quitarse la ropa, se metió en el agua dando palmadas de contento a su superficie, hasta llegar a la zona donde su cuerpo quedó cubierto.

Unos segundos después Rodrigo recobró el conocimiento. Al ver que su hijo no estaba a su lado le invadió el terror, al intuir lo que podía haber pasado.

―¡Dios mío! ¡Dios mío! ―exclamó.

Venciendo su flaqueza, aunque algo mareado, se levantó y corrió hacia el río. Se tiró al agua sumergiéndose en ella. No tardó en ver el cuerpo de su hijo que yacía inerme en el lecho del Jerte, sobre el cieno.

Una vez pudo tender el cuerpo en la orilla, Rodrigo acercó su mejilla a la boca del hijo para comprobar si respiraba. No respiraba pero, no obstante, realizó los ciclos de masaje cardíaco y respiración boca a boca. Todo fue inútil. Su hijo había muerto.

Cogió el cuerpo inerme de Rodrigo y lo abrazó con fuerza. Un grito desgarrador quebró la quietud del lugar:

―¡No…! ¡No…! ¡No…!

El agua que brotó sin cesar de sus ojos se mezcló con la del río que empapaba sus cuerpos. Así permaneció durante largo rato.

El joven Rodrigo fue enterrado junto a su madre, en el cementerio de Almendralejo.

Asistieron a la ceremonia fúnebre Rodrigo, Jacinta y Jesusa. Leonor no pudo estar en el acto toda vez que se hallaba en Tarragona solucionando problemas de su familia materna.

Al tercer día después de la inhumación Leonor llegó a Cabezuela del Valle.

―Es usted doña Leonor, ¿verdad? ―preguntó Jacinta al abrir la puerta de la casa.

―Sí. Usted debe ser la hermana del señor Fernández, si no me equivoco.

―No se equivoca usted Pero pase, por favor.

―Gracias. Ante todo, le doy mi pésame…

Jacinta asintió con un gesto de su cabeza.

―Querrá usted ver a mi hermano.

―Por supuesto, Jacinta. ¿Cómo está?

―Ya se lo puede usted suponer. Estamos todos destrozados…

―No es para menos. ¿Puedo hablar con él?

―Yo diría que sí. Está en la salita, trabajando como siempre.

Leonor recordó la salita que don Benigno hizo construir, que era una estancia pequeña, pero acogedora, donde se hacía la vida de la casa.

―Sígame, señora.

Jacinta, sin llamar, abrió la puerta de la estancia. Rodrigo estaba sentado en una de las cuatro sillas que había alrededor de la mesa de comedor, sobre la cual se disponía documentación varia. Al ver a Leonor se levantó de inmediato.

―Pero…, pero, señora…

Sin mediar palabra Leonor se acercó a Rodrigo. Tendió las manos a su anfitrión, quien se aprestó a retenerlas entre las suyas.

―Qué le voy a decir, señor Fernández. Las palabras sobran…

―Su presencia aquí es bastante, señora. Se lo agradezco mucho.

―Es lo menos que podía hacer.

Jacinta no dejaba de observar a ambos.

―Mucho ánimo, señor Fernández. Dios así lo ha querido.

―No me diga eso, por favor. Ese Dios en el que usted cree no debía haber permitido la desgracia, pero no lo ha hecho…

Leonor guardó silencio.

―Perdone mi brusquedad, señora, pero…

―No se preocupe. Le entiendo.

―Ya ve usted Hasta la educación estoy perdiendo, pues no le he ofrecido una silla. Perdóneme.

―No hay nada que perdonar. Tendremos todo el tiempo del mundo para hablar.

―Espero que así sea.

―Bueno…, no quiero entretenerles más. Estoy a su disposición para lo que necesiten ―ofreció Leonor.

―Gracias, señora ―contestó Rodrigo.

Rodrigo y Jacinta acompañaron a su visitante hasta la puerta de la casa, en la que permanecieron hasta que Leonor puso su automóvil en marcha.

Al quedarse solos, Jacinta dijo:

―Es toda una señora. Nada más hay que verla. Hasta ha tenido el detalle de vestir de oscuro para venir a darnos el pésame.

―Ella es así. Se ha ganado mi respeto y admiración por ser cómo es…

―Y, ¿nada más?

―¿Qué quieres decir?

―Os he estado observando y, la verdad, a esa mujer le gustas.

―Pero, ¡qué dices, Jacinta!

―Lo que has oído. Ni más ni menos. No nos engañemos, si tuviera la certeza de que su marido ha muerto, Dios no lo quiera, ya se habría echado en tus brazos. Esa es la diferencia, digo yo, de una señora a una puta.

―Más vale que no sigas, Jacinta, por favor.

―Me callo ―concluyó Jacinta, marchando a sus labores.

Era tal el dolor de Jacinta, que no hablaba más que lo estrictamente necesario; parecía que hubieran sellado su boca. No cesaba de murmurar: mi angelico, mi angelico, mi angelico…

Cuando un familiar moría, Jacinta encendía una vela y la ponía junto a una fotografía del difunto. Hizo lo propio con su sobrino Rodrigo, aunque no dejaba de repetir que: “En realidad no la necesita, porque mi angelico estará al lado del Señor”.

Rodrigo se tornó colérico e irritable. Solo su dedicación al trabajo conseguía hacer algo más llevadera la tristeza y el dolor que le consumía. No podía apartar de su mente la visión de su hijo yaciendo en el lecho del Jerte. Ideas absurdas destructoras le atenazaban. Tendió al aislamiento, pues se le hacían insufribles las mismas caras, las mismas palabras y el mismo paisaje.

A media tarde de un día, con la esperanza de encontrar algo de sosiego, Rodrigo subió por una de las laderas del Valle del Jerte hasta su cumbre, donde se situaba el bancal de los sentires, descrito por don Benigno en sus memorias como bálsamo de sus sombras e inquietudes, que era el más alto de los trazados en la zona de cerezos, situados entre Cabezuela del Valle y Navaconcejo. Allí contempló como se iban difuminando las últimas luces del día, como las nubes jugueteaban alrededor de aquélla cumbre, como el agua cristalina trascurría alegre y sin cesar por el cauce del Jerte, como lucía el multicolor del valle, y como se iniciaba la puesta del sol. Sin embargo, tal natural prodigio no aplacó su profundo pesar.

Solo el transcurrir del tiempo fue paliando su amargura. Su firme carácter curtido en adversidades le ayudaron a superar la desgracia.

8

A primeros de septiembre de ese mismo año de 1974, Rodrigo entraba en la casa de Leonor, en Navaconcejo. Faltaban tan solo unos días para su regreso a la de Plasencia, al tener que comenzar Amancay el nuevo curso escolar en el colegio de la Santísima Trinidad, de esa ciudad.

―No le pregunto cómo está, por que le veo algo mejor, al menos ese es su aspecto ―saludó Jesusa, al abrir la puerta.

―Sí, algo mejor. Gracias Jesusa.

―Pase. Pase.

―Me alegro de verle, señor Fernández ―le saludó Leonor.

―Igualmente, señora.

―¿Vamos al salón? ―propuso Leonor, sin preguntarle por su estado, pues bien sabía ella lo que era el sufrimiento, que quien lo padece agradece que otros no lo aviven, aunque sea con la mejor intención.

―Como usted quiera.

―¿Qué nuevas me trae hoy, señor Fernández? ―preguntó Leonor una vez se hubieron acomodado.

―Pues era para preguntarle si está dispuesta a viajar a Toro. He quedado con don Eduardo en ir a visitar sus tierras a mediados de este mes, aprovechando el inicio de la vendimia. Creo que es la mejor época para poder dilucidar la procedencia o no de invertir en su empresa vitivinícola.

Leonor miró a Rodrigo y, dedicándole una leve sonrisa, le dijo:

―Cuente usted conmigo.

Rodrigo no ocultó la satisfacción que le producía aquella contestación.

―¿De veras?

―De veras. Espero no tener que arrepentirme.

―No se arrepentirá. Se lo aseguro. Es un viaje de negocios, pero se puede aprovechar para conocer Castilla que, según tengo entendido, es única.

Leonor no hizo comentario alguno.

―Entonces, ya le comunicaré el día exacto del inicio del viaje, una vez haya reservado hotel. Por cierto, ¿en qué medio de transporte quiere usted viajar?

―En mi coche. Prácticamente está sin utilizar y, además, es bastante cómodo ―contestó Leonor.

―Muy bien.

―¿Nada más, señor Fernández?

―Por ahora, nada más.

Tras despedirse de su superiora y de Jesusa, Rodrigo subió a su jeep para desplazarse a Plasencia.

Escasos minutos antes de las ocho de la mañana del día acordado, Rodrigo salió del local de la compañía utilizado para garaje de los vehículos propiedad de la misma y de algunos de sus empleados. Conducía un Seat 124, color azul oscuro, titularidad de Leonor.

Al llegar a la calle Zapatería detuvo el coche frente a la fachada de la casa que habitaba Leonor. Vio que Jesusa estaba en la puerta, por lo que salió del automóvil y se acercó a ella.

―Buenos días, Jesusa.

―Buenos días tenga usted, señor Fernández. La señora está a punto de salir.

―Bien. Gracias.

Leonor salió enseguida. Rodrigo admiró, una vez más, su innata distinción.

Portaba una maleta de tamaño medio, que Rodrigo se aprestó a cogerla para introducirla en el maletero del coche.

―Gracias, señor Fernández.

―No hay porqué.

Leonor se despidió de Jesusa y se dirigió al vehículo, cuya puerta delantera derecha mantenía abierta Rodrigo para facilitarle el acomodo en el asiento contiguo al del conductor.

―Mucha prudencia, señor Fernández.

―No se preocupe, Jesusa. La tendré.

Jesusa permaneció en el dintel de la puerta de la casa hasta que el coche se alejó.

Habían dejado Plasencia atrás, cuando Leonor dijo:

―Parece que nos va a hacer un buen día.

―Eso parece. Pero prefiero que no brille tanto el sol, pues no es nada agradable para la conducción. Un día grisáceo, sin lluvia, es el ideal.

―Puede que tenga razón ―apostilló Leonor.

―Tenemos por delante un itinerario de unas cinco horas, aproximadamente. Si no hay problemas, hacia la una de la tarde llegaremos al hotel. Don Eduardo nos espera en él para comer juntos.

Leonor asintió.

―Por cierto. Me he enterado de que don Eduardo es un conquistador irredimible ―informó Rodrigo en tono un tanto jocoso.

―Supongo que sabré defenderme. De no ser así, tengo a mi lado a un fiel caballero que lo hará por mí, ¿no? ―contestó Leonor con el mismo tono.

―En cuerpo y alma, mi señora ―replicó Rodrigo sin poder contener una sonrisa, que Leonor compartió.

―Según mis informes, ha sido procurador en Cortes en representación familiar ―añadió Rodrigo, tornando a la seriedad.

―Luego, afín al régimen.

―Por supuesto.

―Veo que está bien informado.

―La información es básica, señora. Tenga a buen seguro que don Eduardo también habrá indagado acerca de nosotros y de nuestra empresa.

Leonor asintió.

Transcurrió un cierto tiempo en el que apenas conversaron. Tras una primera pausa para repostar gasolina y estirar un poco las piernas, Rodrigo dijo:

―Me parece mentira…

―¿Qué, señor Fernández?

―Pues que han pasado treinta años desde que conocí a don Benigno y a su marido. Llegaron a Almendralejo para ver las fincas, que más tarde don Benigno compraría.

Al ver que Leonor no decía nada, Rodrigo prosiguió:

―Yo y mi familia estábamos prácticamente en la miseria, pero don Benigno nos sacó de ella dándonos trabajo y dignificando nuestra existencia…

Rodrigo hizo una pausa.

―Nunca olvidaré lo que me contestó cuando le agradecí lo que había hecho por nosotros.

―¿Qué le contestó?

―No tiene usted nada que agradecerme ―me dijo―. usted trabaja para mí y yo le pago por ello. Nada más.

―Mi marido siempre ha dicho que don Benigno ejerció el magisterio sin él saberlo. Yo lo traté lo suficiente para comprobar que fue un hombre bueno que, como usted y mi marido, se hizo a sí mismo a base de duro trabajo.

Rodrigo no dijo nada.

Segundos después Rodrigo adujo:

―Cambiando de tema, señora. A su marido debo mi interés por algo que me apasiona y no deja de sorprenderme a medida que voy sabiendo más de él.

―Dígame que es, por favor.

―La Orden del Temple.

―Vaya, ahora sí que me ha sorprendido usted

Rodrigo sonrió y adujo:

―Es fascinante, doña Leonor.

―Y, ¿qué le dijo mi marido para despertar en usted ese interés?

―Verá. Cuando les mostré a los dos una antigua y abandonada bodega, ubicada en nuestra finca de Almendralejo, don Tomás nos dio a don Benigno y a mí una breve, pero magistral lección de historia de la Orden del Temple, como generalmente se la conoce, aunque su nombre real es el de Pobres Soldados de Cristo.

Rodrigo avivó el interés de Leonor, quien permaneció en silencio a la espera de una más amplia explicación.

―Cuando su marido reparó que la bodega se componía de tres galerías en forma de cruz, nos instó a desplazarnos hasta el punto de intercesión de las mismas…

―Siga, por favor. Me tiene usted en ascuas.

―El que mandó construir esta bodega sabía muy bien lo que quería ―nos informó su marido―. ¿Por qué? ―le preguntamos.

―Porque la cruz que la conforma no es una cruz cualquiera, sino que es la cruz patada. Es decir, la cruz rojiza enseña de los Pobres Soldados de Cristo. Sus brazos se estrechan al llegar al centro y se ensanchan en los extremos; debe su nombre a que los brazos de este tipo de cruz parecen patas. Los templarios la lucían en su manto sobre el hombro izquierdo, encima del corazón, y enarbolaba en sus fortalezas ―nos contestó.

―Pero, ¿tan antigua era la bodega? ―inquirió Leonor.

―Esa misma pregunta hizo don Benigno, a la que yo contesté que, según mi padre, tenía como mucho unos cien años de antigüedad, aproximadamente.

―¿Entonces?

―Según su marido, quien la mandó construir era seguramente un ferviente admirador de la Orden del Temple, cosa nada extraña toda vez que Extremadura, en concreto Badajoz y su provincia, fue un importante asentamiento de los templarios.

―¿Eso es así?

―Sí, señora. Aún pueden verse fortalezas y bastiones de la Orden desde Olivenza a Jerez de los Caballeros.

―Muy interesante, señor Fernández. No me extraña su interés.

―Es más. Tengo la corazonada de que la bodega guarda algún secreto, no sé cuál pueda ser, que alguno o algunos mantienen oculto. Cuando tenga tiempo, del que ahora no dispongo, puede que trate de indagarlo.

―Pero, ¿los templarios no fueron extinguidos?

―Sí, señora. A juicio de algunos historiadores fue una extinción feroz e implacable que, no obstante, no ocasionó la pérdida de su recuerdo, ni solucionó la controversia que en su día suscitaron.

Rodrigo hizo una pausa en su exposición. Después preguntó a Leonor:

―¿Sabe usted cuál era el lema de los templarios?

―La verdad es que no.

Rodrigo dijo―:

Non nobis, Domine, sed nomine tuo de gloriam

“No a nosotros, Señor, sino a Tu nombre sea dada la gloria”.

―Y, ¿sus actos fueron acordes con tal lema?

―Hay estudios que llegan a conclusiones dispares.

―Ya.

―Lo que sí he leído es que la Orden del Temple puede que no haya desaparecido, ¿es así, señor Fernández?

―Parece ser que existen agrupaciones de templarios a lo largo y ancho de diversos países, uno de ellos España, aunque con prácticas, ramas y ritos dispares. No crea usted que es desacertado afirmar que los templarios subsisten y viven entre nosotros. Yo así lo creo.

―Vaya, vaya, vaya. Nunca me lo hubiera imaginado ―adujo Leonor.

La triste expresión y el silencio de Leonor, tras la breve exposición histórica del Temple, hizo pensar a Rodrigo que estaba pensando en su marido, al haberlo mencionado él en su relato.

―No pierda la esperanza, señora. Su marido regresará. Estoy convencido de ello.

―No la he perdido, pero le reconozco que se me hace muy difícil mantenerla…

―La entiendo. No obstante, ánimo. Mucho ánimo, señora.

Tras un prolongado mutismo, volvieron a alternarse las palabras y los silencios durante el resto del viaje.

―Esa debe ser la ciudad de Toro ―dijo Rodrigo, indicando con su dedo índice derecho la cima de un altozano.

―Está erguida en un enclave original ―adujo Leonor.

―Sí. Y veo que la campiña por la que transitamos, que se extiende a sus pies, está repleta de cereales, viñedos y árboles frutales. Es un hermoso lugar.

―Sí que lo es.

No tardaron en llegar a Toro. Siguieron las señales que indicaban el itinerario a seguir para llegar al hotel Juan II, ubicado en el paseo del Espolón.

Era la una y media de la tarde cuando aparcaban el vehículo delante de la entrada del hotel, recientemente abierto.

Al salir del coche repararon en un soberbio templo de estilo románico, situado a escasos metros del hotel.

―Ya tendremos tiempo de asomarnos allí para contemplar las vistas que debe ofrecer. Tienen que ser magníficas ―dijo Rodrigo, señalando una natural balconada trazada a lo largo del paseo del Espolón.

Leonor asintió.

Entraron en el hotel y, cumplidas las formalidades de rigor, se dirigieron a sus habitaciones.

Después de un aseo y cambio de ropa, Leonor y Rodrigo bajaron al restaurante. Restaban escasos minutos para las dos y media de la tarde.

Al pasar por recepción, su encargado les informó:

―Don Eduardo Blasco les está esperando en el comedor.

―Gracias ―contestó Rodrigo.

Al acceder al comedor, un hombre se levantó de su asiento y, sin vacilar, se acercó a ellos. Rondaría la cincuentena, alto, esbelto, impecablemente vestido, de abundante cabello canoso y fino bigote del mismo color.

―Eduardo Blasco, para servirles ―se presentó, haciendo el besamanos a Leonor y ofreciendo su diestra a Rodrigo.

―Leonor Dalmau. Encantada de conocerle ―respondió Leonor, a quien no le pasó desapercibido el repaso visual que aquel hombre hacía de su persona.

―Rodrigo Fernández, a su disposición. La señora es la administradora de nuestra compañía ―informó.

―¿Les parece que nos sentemos? ―rogó don Eduardo, indicando la mesa que él había dejado para saludarles.

―Estupendo. He de reconocerle que tengo apetito. ¿usted también, señor Fernández? ―preguntó Leonor.

―También, señora.

―Pues ya somos tres. Así que a ello ―concluyó don Eduardo.

Eligieron mesa, pues la concurrencia de comensales era escasa.

―Hay una carta muy variada, pero yo les aconsejaría lo típico de esta tierra ―adujo don Eduardo.

―¿Qué es? ―preguntó Leonor.

―Sopas de ajo y bacalao al ajo arriero. Les gustará.

―Por mí, de acuerdo ―afirmó Leonor.

―Y por mí ―aseveró Rodrigo.

Don Eduardo hizo una seña al camarero y pidió lo acordado por los tres.

Para sorpresa de Leonor y Rodrigo, don Eduardo no hizo preámbulo alguno y fue directamente al grano:

―Espero que podamos llegar a un buen acuerdo empresarial, pues estoy convencido de que es beneficioso para ambas partes. Yo tengo una excelente tierra y ustedes la financiación y la experiencia que preciso para llevar a cabo el proyecto que tengo en mi mente. Los detalles ya los conoce usted, señor Fernández.

―Efectivamente. Ya le dije que, en principio, estaba de acuerdo, aunque precisaba pisar sus tierras, como yo digo, antes de cerrar nuestro trato ―respondió Rodrigo.

―Lo cual podrá hacer al término de esta comida. Les llevaré a la finca, que está en Morales de Toro, muy cerca de aquí.

Leonor permaneció en silencio mientras don Eduardo y Rodrigo siguieron departiendo sobre los términos del posible pacto que, por supuesto, confirmaría si así Rodrigo lo estimase procedente.

Finalizada la comida, Leonor dijo:

―Exquisita, don Eduardo. Algo fuerte, pero exquisita.

―Me alegro que le haya gustado, doña Leonor.

―Muy buena, sí ―adujo Rodrigo.

―¿Les parece bien que vayamos a la finca?

―Por supuesto ―contestó Rodrigo tras mirar a Leonor, quien asintió con un gesto.

Al salir del hotel, Leonor y Rodrigo se dirigieron a la balconada del paseo del Espolón desde donde se podía disfrutar de una incomparable vista.

―Este paseo comunica la colegiata de Santa María la Mayor, que ustedes habrán visto al llegar a este lugar, y el Alcázar ―explicó don Eduardo.

―Sí, señor. Un magnífico templo de estilo románico, si no me equivoco ―apuntilló Rodrigo.

―No se equivoca usted ―replicó don Eduardo―. Además, fíjense las vistas que se nos ofrecen, tanto al frente como por la espalda. Partiendo de nuestra izquierda hacia la derecha se ubica la Azucarera, la estación del ferrocarril, la ermita del Cristo de las Batallas, el valle del Río Guareña, el puente románico, el sitio histórico de la batalla de Toro, Peleagonzalo y el campamento romano de Ocellum Durii.

―Según tengo entendido, en las inmediaciones de la ermita del Cristo de las Batallas, el rey Pedro I el Cruel acampó durante el cerco que puso a la ciudad, siendo también escenario del enfrentamiento entre ese mismo rey y su hermanastro Enrique de Trastámara, allá por el año 1355…

―Veo que está usted bien informado, señor Fernández. ¿Es usted acaso un apasionado de la historia? ―preguntó don Eduardo, gratamente sorprendido.

―Pues, sí. Amén de que acostumbro a documentarme sobre los lugares que visito; en especial de todo aquello que ha tenido algo que ver con los Templarios. Reconozco que es mi debilidad.

―Pues en esta ciudad se conserva la iglesia templaria de San Salvador de los Caballeros, de estilo románico-mudéjar, construida entre los siglos XII y XIII, de dominio del Temple hasta su extinción. Perdóneme, señor Fernández. Pero, ¿qué tiene que ver Pedro I con la Orden del Temple? ―interrogó don Eduardo.

―Me explico. Algún historiador sostiene que el rey Pedro I quiso crear un Estado Templario, en el que la jerarquía eclesiástica y la nobleza no tuviera cabida, ni poder alguno, otorgando el mismo trato a las religiones hebrea, musulmana y cristiana, que dependería únicamente del rey, asistido de algunas Órdenes Militares, constituyendo de tal forma un ejército regular de tal Estado Templario, donde sus integrantes sustituirían a la nobleza…

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