Kitabı oku: «Cafés con el diablo», sayfa 5
Capítulo II
La sucia guerra de Vietnam
El nombre de Vietnam permanece como símbolo de la capacidad de resistencia popular frente a la más moderna maquinaria bélica, porque el fracaso militar y político de los Estados Unidos supuso la primera renuncia a imponer su voluntad por la fuerza. Los norteamericanos descargaron toda su furia contra el pequeño país asiático, cometiendo incontables crímenes de guerra. Lo bombardearon despiadadamente, utilizaron armas químicas y mantuvieron en el poder a gobiernos obedientes y corruptos, mediante una represión sin límites. Destruyeron 350 hospitales, 1.500 dispensarios y maternidades, 3.000 grupos escolares, un millar de diques y 1.600 instalaciones agrarias, fábricas y pequeñas industrias, almacenes y templos, causando dos millones de muertos civiles y que más de la mitad de la población rural se viera desplazada, con sus hogares arrasados.
Entrevista con Elmo Zumwalt. El atormentado almirante del agente naranja
Todo el patetismo de los efectos de la guerra química en Vietnam se refleja en el personaje contradictorio del almirante Elmo Zumwalt, una de las figuras militares norteamericanas con mayor prestigio profesional. En 1970, la revista Time le dedicó su portada calificándolo como «el líder más popular de la Marina desde la Segunda Guerra Mundial»[1]. Pero dos años antes había firmado, como jefe de las Fuerzas Navales en Vietnam, una orden que mancharía su carrera: el empleo masivo de un poderoso defoliante extremadamente tóxico, denominado agente naranja por las bandas de color que distinguían sus bidones.
Zumwalt repetiría durante toda su vida que no se arrepentía de haber tomado aquella decisión, que causó numerosas muertes y enfermedades, y cuyas consecuencias le perseguirían como una maldición en el terreno personal, afectando gravemente a su propia familia. Porque, cuatro lustros después, su hijo Elmo, que combatió en el Sudeste asiático bajo sus órdenes como teniente de la Armada, fallecería a la edad de 42 años tras sufrir un linfoma y la enfermedad de Hodgkin, dos secuelas del arma química. Y su nieto Russell padecería lacras congénitas del mismo origen, con severos trastornos de aprendizaje.
—No tengo sentimiento alguno de culpa –insistió varias veces durante nuestra entrevista–. Y volvería a utilizar el agente naranja sin dudarlo, en las mismas circunstancias que entonces.
Corría el mes de abril de 1995 cuando nos citó en su despacho de Washington. El encuentro fue breve y tenso. El almirante, que llevaba un año retirado, sabía que la conversación iba a centrarse en los efectos mortíferos del herbicida con que regó grandes extensiones de Vietnam del Sur, donde combatían miles de soldados a sus órdenes. Sin duda, habría preferido que hablásemos de otros hechos destacables en su larga hoja de servicios. Pero era consciente de que su prestigio como impulsor de la modernización de la Marina estadounidense estaba enturbiado por el empleo de un producto con daños de larga duración sobre la población civil. Un crimen de guerra sin más castigo público que la memoria amarga asociada a su nombre y el odio perenne de sus víctimas, incluidas sus propias tropas. El agente naranja envenenó su fama de militar progresista, justamente ganada por las reformas que realizó en el seno de la Marina en favor de la igualdad racial y de género, que supusieron la promoción a puestos de mando de oficiales afroamericanos y de mujeres, a las que autorizó a pilotar aviones navales. Y también por haber permitido que la tropa luciera barbas, patillas, mostachos y melenas.
—¿No conocía usted los efectos del agente naranja cuando decidió usarlo masivamente?
—No. En aquel momento no se informó de que representara ningún riesgo, más allá de algunos problemas ocasionales de cloración. Consultamos con el Ejército y la Fuerza Aérea los posibles daños sobre seres humanos, ya que lo habían utilizado en operaciones de defoliación. Y nos aseguraron que era inocuo. Confié en lo que nos dijeron y ordené el rociamiento. Como resultó efectivo, se utilizó cada vez más.
Tan satisfecho quedó el Pentágono que las fuerzas norteamericanas acabaron impregnando el territorio vietnamita con más de cuarenta millones de litros, en una agresión sin precedentes contra el medio ambiente. Dos millones de hectáreas de bosques fueron arrasadas y la fauna, aniquilada. Miles de campesinos resultaron envenenados y sus hijos nacerían con graves deformaciones físicas; muchos ni siquiera vivirían. Escuchando las cínicas explicaciones del almirante Zumwalt vinieron a mi memoria los fetos que habíamos filmado, verdaderos monstruos de la ciencia militar conservados en grandes botellones, en el hospital Tu Do de Saigón. Y recordé las palabras amargas de la ginecóloga Nguyen Thi Ngoc Phuong:
El almirante Elmo Zumwalt ordenó regar Vietnam con agente naranja, cuyos efectos aún afectan a la población local y a las tropas norteamericanas.
—En las zonas donde se vertió más herbicida, el porcentaje de niños con taras y malformaciones llega al 4 por 100. Muchas campesinas abandonan a los recién nacidos en el hospital, sabiendo que nunca serán capaces de valerse por sí mismos y que ellas no podrían sacarlos adelante.
Aquel colosal atentado ecológico apenas fue denunciado ni discutido, mientras el mundo se escandalizaba por el uso del napalm y los bombardeos masivos con que los Estados Unidos causaron la muerte de tres millones de habitantes del pequeño país asiático.
—¿Tampoco sospechó usted que aquel producto químico tan eficaz pudiera afectar de alguna forma a las personas?
—No. Pensé en que nuestro mayor problema era la continua infiltración de hombres y armas, principalmente a través de la frontera con Camboya. Para impedirlo, tuvimos que atacar fuerte y rápido, moviendo un millón de pequeñas embarcaciones militares a lo largo de los ríos y los numerosos canales de las zonas fronterizas. Pero el enemigo se ocultaba en la espesura de la vegetación y resultaba muy difícil detectarlo. A menudo, las vías fluviales eran muy estrechas y los patrulleros podían ser alcanzados desde las orillas. La jungla facilitaba las emboscadas, y necesitábamos encontrar una solución para reducir el alto número de bajas que sufríamos, en torno al 6 por 100 mensual, lo que daba a nuestros soldados más de un 70 por 100 de posibilidades de resultar muertos o heridos durante su tiempo de servicio. Por eso decidimos recurrir a defoliantes, para destruir la vegetación a ambos lados de los ríos y canales, y alejar mil yardas de sus orillas a los guerrilleros del Vietcong. Calculamos que así lograríamos limitar las pérdidas de nuestras tropas a menos del 1 por 100 mensual. Se hizo para salvar vidas. Y estoy seguro de que sirvió para evitar que muriesen miles de norteamericanos que hoy continúan viviendo.
La obsesión por salvar «vidas norteamericanas», motivada por el miedo a una opinión pública encrespada en la lejana retaguardia de Estados Unidos, provocó la intoxicación de los combatientes que se pretendía salvaguardar. Más de 215.000 tuvieron que ser examinados en hospitales militares y, aunque el Pentágono se negó a financiar un estudio científico completo, se sabe que unos 74.000 hijos de veteranos de Vietnam sufren discapacidades de distinto grado[2].
—Sin embargo, almirante, al cabo del tiempo muchos de sus soldados morirían de cáncer u otras enfermedades causadas por el contacto con el agente naranja, e incluso sus graves consecuencias alcanzarían a sus hijos.
—Sí, es cierto. Pero le garantizo que he hecho y seguiré haciendo cuanto esté en mi mano para reparar en todo lo posible tales efectos.
Zumwalt se limitó a darme una respuesta firme, tajante. No podía hablar de un trabajo que personalmente le enorgulleciera, pero tenía la consideración de secreto: el «informe clasificado» que elaboró en 1990 para el Departamento de Asuntos de Veteranos, en el que revelaba que el agente naranja se había utilizado con concentraciones entre seis y veinticinco veces mayores que la recomendada, y que su riego masivo había alcanzado a 4.200.000 soldados norteamericanos, cifra que doblaba las estimaciones oficiales. El escrito atribuía 28 efectos «potencialmente mortales» al herbicida, como cáncer, sarcomas o enfermedades neurológicas, respiratorias y gastrointestinales.
Lo más grave de aquel informe era que recogía esta afirmación del científico castrense James Clary, diseñador del equipo de pulverización del tóxico: «Conocíamos su potencial dañino y también sabíamos que la fórmula militar tenía una concentración más elevada, en virtud de conseguir menor costo y mayor velocidad de producción. Pero nadie se preocupó, ya que iba a ser lanzada contra el enemigo». Además, Zumwalt denunció que varios integrantes de la Junta de Revisión Médica dependiente del Gobierno mantenían vínculos personales con las compañías fabricantes del agente naranja.
Ante el hermetismo del marino y su resistencia a profundizar en las causas de fondo que influyeron en la determinación del Pentágono de iniciar un episodio de guerra química sin medir sus consecuencias, le repetí lo que pocos días atrás me había dicho Todd Ensign, abogado de la asociación Citizen’s Soldier en su oficina de Nueva York:
—Cuando los Estados Unidos se implicaron en Vietnam, las grandes empresas químicas suministradoras del Pentágono se reunieron en secreto para discutir los problemas de la contaminación por dioxina. Ellos ya sabían todo sobre el peligroso herbicida y, aun así, continuaron produciéndolo y vendiéndolo hasta 1973. Gracias a eso las corporaciones Dawn Chemical, Monsanto, Uniroyal y Taps and Heavour ganaron millones de dólares.
—Eso es algo ajeno a las funciones del mando que yo ejercía –comentó secamente Zumwalt–. No tuvo nada que ver con las decisiones militares que debía tomar y tomé.
—Aun así, en 1990 elaboró un durísimo informe confidencial sobre las circunstancias en que se empleó el agente naranja.
—Sí. Porque creí y aún creo necesario estudiar ese tema y actuar en consecuencia. Pero le repito que volvería a ordenar su uso para reducir el número de bajas propias, aun sabiendo todo lo que hoy sé. Hice lo correcto, aunque estar seguro de ello no alivia el dolor que siento por la muerte de mi hijo, ni la angustia que me produce la discapacidad de mi nieto. Es lo primero que pienso cuando me despierto por la mañana y lo último que recuerdo cada noche antes de dormirme.
Para subrayar sus palabras señaló con la mirada una carta manuscrita, enmarcada y colgada en una de las paredes del despacho, que Evaristo Canete se apresuró a filmar cuando finalizó la entrevista. En ella se leía: «Papá, puedo imaginar las lágrimas en tus ojos cuando leas estas líneas. Hicimos dos guerras juntos: una en Vietnam y otra contra mi enfermedad. Perdimos las dos. Pero estoy orgulloso de haber combatido a tu lado».
Seguramente las pesadillas del almirante fueran más allá de su ámbito familiar. Porque durante mucho tiempo las quejas y reivindicaciones de las organizaciones de soldados afectados por el defoliante –avaladas por dictámenes científicos[3]– continuaron presentes en todos los medios de comunicación. En la sede en Brooklyn de una de las más activas, Black Veterans for Social Justice, habíamos recogido varios testimonios sólo 48 horas antes. Dos veces herido y recompensado con el famoso «corazón púrpura» al valor en combate, el marine Ramón Díez padecía una incapacidad del sesenta por ciento. «Pero lo peor –nos dijo– es que mi hijo heredó una enfermedad que le destruyó los huesos de las piernas cuando tenía siete años.» Su compañero Lawrence Smith, que fue a Vietnam como voluntario, sufría serios problemas circulatorios y su esposa había perdido dos hijos en las últimas semanas de gestación.
—Aunque nosotros no fuésemos rociados directamente –recordó–, aquello se nos metía en el cuerpo cuando nos sumergíamos en el agua, cuando nos tirábamos al suelo y nos arrastrábamos entre matorrales, o cuando comíamos frutas de la zona.
—Los daños causados por el agente naranja en las filas norteamericanas resultan evidentes, almirante –insistí–. Pero, además, se calcula en medio millón los muertos y en 650.000 los enfermos crónicos vietnamitas. Son cifras que ensucian aún más la actuación de Estados Unidos en una guerra que dejó grandes secuelas morales en su sociedad. ¿Valió la pena?
—Creo que nuestros esfuerzos en Vietnam fueron algo peor que inútiles. Habríamos hecho mejor si nunca nos hubiésemos metido en ese conflicto. Y comprenderá usted que lo ocurrido en mi propia familia ha intensificado en mí ese sentimiento de frustración.
Era inútil plantear el resto de las cuestiones apuntadas en mi libreta. Y nos despedimos con la misma fría corrección con que había transcurrido la conversación.
(Elmo Zumwalt falleció a la edad de noventa y nueve años, en enero de 2020. Jamás fue juzgado ni condenado a reparación alguna. Junto a su brillante carrera militar, las necrológicas señalaron las numerosas actividades civiles con que trató de acallar su mala conciencia a lo largo de los años: colaboró con la Fundación Marrow, dedicada a las donaciones de médula ósea; trabajó como directivo de las entidades benéficas Fondo Phelps-Stokes y Presidential Classroom for Young Americans; contribuyó a la creación del Programa Nacional de Contramedidas a las Amenazas Biológicas y Químicas, en la Universidad de Texas; presidió el Centro de Ética y Políticas Públicas; actuó como embajador de la Cruz Roja Americana en Ginebra; perteneció al Consorcio Internacional para la Investigación de los Efectos de la Radiación en la Salud… Incluso visitó Vietnam para promover una investigación conjunta sobre las secuelas del agente naranja e impulsó la asistencia a sus antiguos enemigos de la Fundación para Discapacitados. Tan largo currículum humanitario silenció el hecho de que el almirante Zumwalt no puso coto al sinfín de atrocidades que sus tropas cometían diariamente en Vietnam: torturar, mutilar y ejecutar a los prisioneros, abrir fuego contra la población civil, secuestrar y violar, incendiar aldeas, e incluso mantener comportamientos personales tan macabros como coleccionar orejas humanas. Nunca se supo que hubiese adoptado medida alguna para impedir tales crímenes, ni que castigase a quienes los perpetraron. Cerró los ojos ante la barbarie, como todos sus conmilitones del Alto Mando.)
* * * * *
La bomba que segaba margaritas
La bomba BLU-82[4] fue un valioso complemento del agente naranja, al que se recurría ante la urgencia de abrir claros en la densa vegetación de la selva para permitir el aterrizaje de los helicópteros. Pero también se empleó para destruir emplazamientos de artillería, e incluso para aniquilar tropas y población enemigas, por sus efectos devastadores. Sublime creación de los laboratorios que diseñan y perfeccionan máquinas de matar capaces de satisfacer las exigencias de los ejércitos, la BLU-82 garantizaba efectos inmediatos, pero resultaba engorrosa y difícil de transportar por sus grandes dimensiones y peso. Algún cronista militar con ínfulas de poeta perverso la denominó Daisy cutter, «cortadora de margaritas», impresionado por su capacidad de segar la flora. El sarcástico apelativo hizo fortuna y saltó de los cuartos de banderas a las páginas de los periódicos.
El Pentágono estrenó su nuevo juguete en Laos, el 22 de marzo de 1970, cuando atacó a las fuerzas vietnamitas que se encontraban en la localidad de Long Tieng. Y un año después empleó otras veinticinco unidades en el mismo país, para destruir almacenes y acuartelamientos del Vietcong. Durante un lustro no volvió a informarse de su utilización. Hasta que el 2 de abril de 1975, pocas semanas antes del final de la guerra, varias BLU-82 fueron arrojadas sobre la ciudad de Xuan Vinh en el curso de la decisiva batalla de Xuan Loc[5]. Pero aquel bombardeo con cortadoras de margaritas pasó prácticamente inadvertido en las crónicas de guerra, entre el vértigo de acontecimientos políticos y militares de las postrimerías del conflicto. Y después la BLU-82 quedó olvidada en los documentales, con los archivos tan faltos de imágenes de sus lanzamientos como saturados de otras más espectaculares de diferentes explosivos, y las cámaras deslumbradas por la alta temperatura de color del napalm o distraídas por el siniestro ballet aéreo de centenares de bombas convencionales cayendo desde las tripas de los aviones B-52.
Poco rentable para la industria armamentística, sólo se fabricaron 225 unidades, pero la poderosa bomba merece un puesto destacado entre todos los ingenios mortíferos creados por la maldad humana, por su «eficacia táctica» pero, sobre todo, por la brutalidad que implicaba. La ojiva contenía 5.700 kilogramos de un potentísimo explosivo formado por nitrato de amonio, polvo de aluminio y poliestireno. Su peso total de 6.800 kilogramos requería aviones con gran capacidad de carga tipo C-130 o helicópteros pesados como el CH-54 Sky Crane. Lanzada siempre desde una altura superior a los 1.800 metros, unos sensores la hacían estallar poco antes de que tocara el suelo para que no produjera un incómodo cráter. La explosión causaba una succión de aire tan fuerte que arrancaba de cuajo toda la vegetación, seguida por una onda expansiva que aniquilaba a cuantos seres vivos encontrara en un radio de 100 a 300 metros, y por un viento abrasador que alcanzaba la velocidad de cien metros por segundo. No causaba heridos, ya que la sobrepresión de 70 kilogramos por centímetro cuadrado que producía reventaba instantáneamente los pulmones de cuantos estuviesen a su alcance.
Las cortadoras de margaritas descansaron en los arsenales yanquis hasta la primera Guerra del Golfo en 1991, cuando se echó mano de once unidades en cinco misiones nocturnas. Volvieron a aparecer en Afganistán, en noviembre y diciembre de 2001, especialmente durante los combates de Tora Bora. Y finalmente fueron retiradas del catálogo castrense en 2008, para ser reemplazadas por una versión más perfeccionada: la GBU-43 B MOAB. La última unidad no llegó a ser desmontada. El Escuadrón de Operaciones Especiales de Duke Field, perteneciente al Ala de Operaciones Especiales 919, pasó un buen rato dejándola caer sobre un campo de maniobras el 15 de julio de 2008. La fauna y la flora del estado de Utah fueron sus últimas víctimas.
La represión olvidada
El cine y la televisión nos han mostrado profusamente las atrocidades de las Fuerzas Armadas norteamericanas en la guerra de Vietnam. Los documentales repiten una y otra vez las imágenes del horror: bombardeos con napalm, aldeas arrasadas, desplazamientos masivos de población, combates en la jungla, rostros aterrorizados… Los artículos y libros de Historia insisten en la publicación de datos tan conocidos como imposibles de asimilar: las cifras de muertos, de mutilados, de huérfanos; la cantidad de toneladas de explosivos y munición empleados; la evaluación de daños materiales… La crueldad derrochada se cuantifica a partir de las acciones bélicas y los daños sufridos por la población civil de los territorios en disputa. Pero los crímenes políticos cometidos en la retaguardia suelen quedar en el olvido, opacados por la apabullante magnitud de la barbarie militar en los frentes de combate.
En su «empeño por defender la libertad», los Estados Unidos impulsaron en Vietnam del Sur un régimen autoritario que ejerció una represión implacable al amparo de un aparato legislativo de difícil parangón, y que también causó centenares de miles de víctimas. La ausencia de los derechos más elementales, el atropello de las garantías básicas de la democracia y la burla de las mínimas normas de convivencia civil quedaron reflejados en unas leyes dictadas a la medida de los centuriones que afirmaban luchar contra la opresión comunista. Y sirvieron para que los crímenes de guerra cometidos en los frentes de combate se correspondieran en la retaguardia con una estructura policial de idéntica naturaleza, cerrando el último círculo de los infiernos vietnamitas.
Un somero examen de la legislación promulgada en Vietnam del Sur bajo el dominio norteamericano sirve para describir el horror desatado sobre la población civil, en un régimen que consideraba delito la «simpatía pasiva» por ideologías y organizaciones proscritas. Los tapujos acabaron en 1966, cuando se aprobó el encarcelamiento de cualquier ciudadano por decisión administrativa, sin necesidad de pruebas ni formulación de cargos en su contra, por periodos de dos años renovables sin limitación[6]. Más tarde, durante la etapa en que Nguyen Van Thieu se aferró al poder tras completarse la retirada de las fuerzas norteamericanas en marzo de 1973, la represión se endureció ante el continuo retroceso sudvietnamita en todos los frentes. Dos meses antes fueron promulgados los famosos «diez puntos de Thieu» previos a los acuerdos de París –que valieron el Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger y Le Duc Tho–, pero se quedarían en históricos papeles mojados[7]. Su texto no estimulaba precisamente el clima de entendimiento necesario para una tregua, ya que, frente al compromiso firmado sobre liberación de prisioneros, autorizaba el fusilamiento inmediato de cuantos uniformados intentasen desertar o resultaran sospechosos de complicidad con el enemigo, así como de civiles que participaran en disturbios, se resistieran al ser detenidos o simplemente huyeran de las regiones donde estaban asentados. Además, se establecía la corte marcial con pena de muerte para quienes utilizaran billetes del banco nacional norvietnamita, simpatizaran con el comunismo o se mostrasen partidarios de la neutralidad. Todo ello acompañado del arresto inmediato de cualquier participante en actos de propaganda o alteración del orden.
En ese absurdo marco jurídico actuaban de modo implacable numerosos organismos policiales, desarrollados e incrementados a lo largo de la guerra. El Gobierno de Saigón utilizaba cuatro instrumentos principales en el ámbito civil y uno en el castrense:
• La Policía Nacional, dependiente del Ministerio del Interior, que se encargaba de mantener el orden público, impedir reivindicaciones sociales y perseguir a los desertores. Pasó de contar con 16.000 hombres en 1963 a 90.000 en 1971, llegando a superar los 145.000 efectivos antes de la retirada norteamericana.
• La Policía Especial (Nacional Police Field Force), dotada con 20.000 agentes, era una derivación de la anterior. Entrenada y asesorada por oficiales estadounidenses, estaba concebida como un «FBI vietnamita». Disponía de tres centros de detención y una prisión propia, además de diez locales para interrogatorios, con cinco torturadores especializados en cada uno. No solía operar fuera de la capital.
• La Policía Activa (Hoat Vu), unidad autónoma de la Policía Especial, encargada de las detenciones masivas. Sus 800 agentes fijos y 200 eventuales, distribuidos entre ocho oficinas en Saigón, recibían órdenes directas del Departamento de Inteligencia del Ejército sudvietnamita y de las denominadas «Fuerzas Especiales» del US Army.
• La Policía Secreta (Mat Vu) actuaba de modo clandestino, al margen de los servicios oficiales, bajo la autoridad exclusiva del presidente Thieu. Gozaba de impunidad absoluta para eliminar prisioneros.
• La Seguridad Militar (An Ninh Ouan Doi), también conocida con el nombre francés de Deuxième Bureau, dependía del Estado Mayor del Ejército. Su función primordial consistía en vigilar y detener a civiles radicados cerca de instalaciones militares y frentes de combate. También recurría a mutilaciones.
A estas cinco entidades se sumaban dos poderosos grupos parapoliciales, entrenados y financiados por el Ministerio del Interior: la Milicia Popular (Tioi Bao Ga) y la Guardia Civil (Oan Ve). La primera, compuesta por muchachos entre doce y dieciséis años fuertemente armados, era el mayor azote de los movimientos estudiantiles. La Guardia Civil se dedicaba a extender el terror en zonas rurales, mediante voluntarios que empleaban armamento ligero y granadas de mano. Para compensar su bajo sueldo, se les permitía el pillaje. Podía hacer detenidos y torturarlos, con la única limitación de acabar entregándolos a la Policía Nacional.
Las organizaciones humanitarias fracasaron en sus propósitos de denunciar los crímenes de Estado con datos exactos y probados. Las leyes sudvietnamitas impedían establecer con precisión el número de víctimas, ya que facilitaban el enmascaramiento de actividades políticas pacíficas y de reivindicaciones sociales o sindicales como delitos comunes. Incluso los campesinos desarmados, que eran acusados de proporcionar información o alimentos a las fuerzas enemigas, se consideraban prisioneros de guerra en vez de presos políticos. Además, la maltratada población penal sudvietnamita acusaba una elevada mortandad, incrementada mediante la liquidación de indeseables, práctica secreta que el católico presidente Thieu desveló el 24 de octubre de 1972, en el contexto de constantes rumores sobre matanzas efectuadas en distintas cárceles como Poulo Condor, Phu Quoc y Chi Hoa[8].
Aun así, del propio seno del régimen surgieron testimonios esclarecedores: el senador Ngo Cong Duc cifró en más de un millón los detenidos durante los años más duros de la guerra, cantidad que parece desmesurada pero fue confirmada por un deslenguado hijo de Thieu, que se jactaba del récord mundial de 40.000 arrestos efectuados en un plazo de sesenta días. Las cuentas estatales también resultaban reveladoras, como el presupuesto del Senado para 1973, que preveía la alimentación de 400.000 presos, tras haber contado el año anterior con una ayuda estadounidense de 627.000 dólares para tal finalidad.
Políticamente invisibles, los centuriones norteamericanos se mantuvieron siempre en la trastienda de la represión política en Vietnam del Sur. Cuando se consumó la retirada total de sus tropas, Washington mantuvo un nutrido cuerpo de consejeros destinados a garantizar el funcionamiento de los centros de poder político y militar claves para la supervivencia del régimen aliado que se había visto obligado a abandonar. El Pentágono siguió manejando secretamente los hilos de las «Fuerzas Especiales» (Lu Luang Dac Biet), conocidas como «los boinas verdes vietnamitas». Y también la CIA, aunque cubriera las apariencias con un hombre de paja, el coronel Nguyen Khac Binh, que cumplía fielmente sus órdenes y cargaba con la responsabilidad oficial de todos los crímenes.
Muchos oficiales del ejército estadounidense fueron reenviados a Saigón sin haber llegado siquiera a pisar el suelo patrio, para actuar como técnicos especializados en el mantenimiento del orden público. Al mismo tiempo, otros se convertían en asesores militares en la sombra, que trabajaban vestidos de civiles y con las persianas bajadas. Además, se dio la orden de cerrar los ojos ante la presencia de numerosos excombatientes yanquis que, incapaces de readaptarse a la vida civil, regresaban al Sudeste asiático como mercenarios, recibiendo generosas remuneraciones con cargo a los fondos de la ayuda económica estadounidense. Se calcula que entre unos y otros superaron el número de quince mil.
Matar ante las cámaras
Hay dos tipos básicos de verdugo: uno, que es capaz de cualquier cosa en una sala de torturas pero jamás haría daño a nadie en público, y otro, que se deja llevar por sus impulsos y no vacila en mutilar o matar a alguien frente a una cámara. El primero teme a la fama y se oculta entre las tinieblas, seguro en la intimidad de las mazmorras. El segundo alardea de su poder y se siente estimulado por la presencia de testigos que contribuyan a su prestigio. Los periodistas tenemos que tener especial cuidado con estos últimos. Porque las imágenes sirven como denuncia, pero nuestra presencia también puede incitar a abusos o asesinatos en momentos de tensión. La cobardía del anonimato y la soberbia del exhibicionismo se contraponen, como características que diferencian a dos clases de sicarios estatales.
El general Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía de Saigón, es un caso paradigmático de esa segunda categoría de profesionales espontáneos. Lo demostró rotundamente en una calle del barrio chino de Saigón, cuando acercó su revólver Smith & Wesson a la sien de un detenido y le descerrajó un tiro. Lo hizo fríamente el 1 de febrero de 1968, ante las cámaras de dos medios tan poderosos como Associated Press y NBC. Era el segundo día de la gran ofensiva comunista del Têt, lanzada por sorpresa en plena tregua por la celebración del Año Nuevo vietnamita. Se combatía duramente en todo el país y la atención internacional estaba puesta en Vietnam. Las imágenes del instante del disparo ocuparon las portadas de la prensa y abrieron los informativos de televisión en todo el mundo, convirtiéndose inmediatamente en uno de los iconos de la guerra.
Aquel asesinato destrozó la ya mala imagen del régimen sudvietnamita y supuso un duro golpe para sus mentores norteamericanos. De nada valieron los esfuerzos de contrapropaganda, aireando la identidad del prisionero y atribuyéndole numerosos crímenes. Se aseguró que bajo el nombre de Nguyen Van Lém se ocultaba un miembro destacado del FLN[9], conocido como el capitán Bay Lop, y se le acusó de comandar un escuadrón de la muerte encargado de atentar contra civiles vinculados al Gobierno de Saigón. Se dijo que había sido detenido junto a una zanja en que se hallaban treinta y cuatro cadáveres, maniatados y con un tiro en la cabeza; y que entre ellos se encontraban seis ahijados de Nguyen Ngoc Loan, además de varios de sus mejores amigos. Además, se recurrió como atenuante de la ejecución al nerviosismo provocado por los ataques que el Vietcong acaba de realizar contra media docena de objetivos en el corazón de la ciudad, incluida la sede central de la policía. El propio general afirmó que mató a Van Lém «porque había cometido la intolerable cobardía de luchar vestido de civil siendo militar». Ningún argumento podía justificar lo sucedido. Pero en la Casa Blanca no molestó tanto el hecho como la publicidad. Porque contrariaba su doctrina de que «esas cosas no se hacen, pero, si se hacen, que no se sepa». Y se destituyó al general sin castigarlo.