Kitabı oku: «Cafés con el diablo», sayfa 6

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Sin embargo, Nguyen Ngoc Loan resultaba el hombre perfecto para el puesto que ocupaba. Tenía todo lo necesario para hacer carrera en una dictadura o una guerra: era frío, astuto, inflexible, ambicioso, obediente… Y también disponía de amigos poderosos. Por eso alcanzó el generalato con sólo 35 años, cuando Nguyen Cao Ky, su antiguo comandante de Aviación, fue nombrado primer ministro en 1965. Nada más verse al frente de la policía, emprendió una reforma estructural para acabar con su pésima fama de corrupta, ineficaz y nada escrupulosa con los derechos de los ciudadanos. Y concitaba el respeto de los suyos con el temor de sus enemigos.

Su biografía podría servir como fuente de inspiración para guionistas de Hollywood. Hijo de un ingeniero y una médica, creció junto a sus diez hermanos en un ambiente de privilegios. Nada más acabar sus estudios de Economía se enroló en la Fuerza Aérea, decidido a combatir contra los enemigos de clase de su familia. Enseguida destacó como piloto de caza, ganándose el apodo de el Gavilán tras derribar una docena de aviones enemigos. Valiente y juerguista, se hizo muy popular entre sus compañeros de armas, con los que solía escaparse del cuartel y pasar largas noches de borracheras en los prostíbulos cercanos. Al mismo tiempo aparentaba ser el oficial perfecto: puntual, cumplidor y de aspecto impecable. Sólo ante los íntimos mostraba un carácter introvertido y romántico, como amante de las flores –que nunca faltaron en sus despachos– y lector incansable de poesía clásica. Se casó muy joven y fue padre cinco veces. Todo iba bien en su vida hasta que lo retrataron disparando contra un detenido. Privado del poder que gozaba al frente de la policía y carente de honores oficiales, cayó en depresión, pero siguió luchando. Herido en el frente, sufrió la amputación de una pierna. Finalmente, cuando la guerra terminó en derrota, escapó de Vietnam a bordo de un avión junto a su mujer y sus hijos. Encontró refugio en los Estados Unidos. Y abrió un restaurante en Burke, un pueblo cercano a Washington. Pero la prensa acabó localizándolo, los activistas de organizaciones pacifistas cercaron su local hasta provocar el cierre, recibió incontables amenazas y le propinaron una paliza que lo mantuvo hospitalizado una temporada. El general Nguyen Ngoc Loan pasó la última parte de su vida escondido, huyendo del fantasma del capitán Bay Lop, hasta que en 1998 falleció de cáncer con 67 años. Pero su personaje llevaba mucho tiempo muerto, como explicó Eddie Adams[10], el reportero de Associated Press que lo hizo siniestramente famoso: «Él mató a su prisionero de un tiro y yo lo maté a él con una foto».

Asesinos (de uniforme) en serie

Los militares norteamericanos que combatieron en Vietnam cometieron numerosas matanzas contra la población civil. Miles de jóvenes ingenuos quedaron transformados en asesinos por una guerra que destrozó sus vidas, aunque el uniforme militar les garantizase la impunidad de sus crímenes, e incluso un impenetrable silencio cómplice.

Ante la frecuencia de los desmanes perpetrados por sus efectivos, el Pentágono decidió ignorar y ocultar la mayoría –casi la totalidad– cuando no había testigos que pudieran denunciarlos. Pero no se logró impedir que algunos salieran a la luz, porque el trabajo de los periodistas sobre el terreno aportó evidencias incontestables, con el consiguiente escándalo mundial y la condena de una «retaguardia civil» que rechazaba la implicación estadounidense en el Sudeste asiático. Corresponsales de guerra, fotógrafos de prensa y camarógrafos de televisión demostraron algunas masacres, desmintiendo a los portavoces castrenses que se esforzaban en presentarlas como «acciones bélicas», generalmente «enfrentamientos», o en desmentirlas como «falsedades de la propaganda comunista», cuando no las achacaban a supuestas venganzas del Vietcong contra grupos de campesinos que les habrían negado apoyo. Sus crónicas tuvieron una enorme repercusión, sobre todo en ambientes universitarios e intelectuales, e influyeron decisivamente en la gestión política del conflicto. Después, grandes producciones de Hollywood –que siempre había servido como instrumento propagandístico de los centuriones norteamericanos– recrearon el horror de Vietnam. Ninguna otra guerra se había contado con igual crudeza, ni jamás el cine había reflejado una barbarie tan extrema.

El nombre de My Lai, un pueblo de la región central de Son My, ocupa un lugar destacado en la historia de la infamia y permanece anclado en la memoria colectiva, como escenario de una de las peores matanzas narradas en infinidad de artículos, libros, documentales y películas: el 16 de marzo de 1968, un centenar de soldados –pertenecientes a la Compañía Charlie, de la 11.ª Brigada de Infantería de la División Americal– se ensañó con los habitantes de la aldea de My Lai, dando muerte a medio millar, entre los que se encontraban 60 ancianos, 56 bebés, 117 niños y 182 mujeres, de las cuales 17 estaban embarazadas[11]. Pero aquella masacre no fue muy distinta de otras muchas que no alcanzaron tanta repercusión mediática o incluso quedaron ocultas. También ese día, efectivos de la misma brigada asesinaron a otro centenar de mujeres y niños en la cercana localidad de My Khe, a un par de kilómetros de distancia, sin que apenas tuviera trascendencia.

Las tropas americanas iban en busca del 48.º Batallón del Vietcong, pero sus informaciones eran incorrectas y la fuerza enemiga se encontraba a un centenar de kilómetros. Nada más bajar de los helicópteros, el pelotón al mando del segundo teniente[12] William Rusty Calley se lanzó sobre My Lai, espoleado por el deseo de vengar a sus compañeros caídos en combate durante las últimas semanas. El capitán Ernest Medina[13] había ordenado «matar a todo ser vivo, arrojar los cadáveres a los pozos y quemar las casas»[14]. Nervioso, inseguro, acomplejado por su escasa presencia física, Calley obedeció ciegamente, acaso queriendo demostrar autoridad y valor ante unos subordinados que no lo respetaban, y unos mandos inmediatos que lo despreciaban apodándole lieutenant Shithead[15].

La operación se prolongó cuatro horas en una orgía de sangre. Aunque nadie respondió al ataque, los soldados del Tío Sam desa­lojaron, registraron e incendiaron todas las chozas; arrojaron granadas contra el ganado; violaron a las mujeres y a las niñas antes de asesinarlas, y mataron a tiros tanto a los ancianos como a los bebés. El mandato de Calley era no dejar supervivientes. Los últimos aldeanos que quedaban fueron conducidos a punta de fusil hasta una acequia para ametrallarlos, pero la llegada de un helicóptero impidió que se consumara su aniquilamiento. La tripulación, al mando del oficial Hugh Thompson, horrorizada por lo que estaba ocurriendo, interrumpió la matanza amenazando con disparar contra Calley y sus hombres, e informó por radio al Estado Mayor.

El coronel Oran Henderson, que acababa de asumir el mando de la 11.ª Brigada, recabó toda la información posible, habló personalmente con los principales implicados y concluyó que «el ataque a My Lai supuso un importante triunfo militar», ya que causó la muerte de 120 miembros del Vietcong, de los que 90 eran combatientes y 30 civiles. No le importó que dos datos esenciales delatasen la falsedad de ese balance: sólo se habían incautado tres armas ligeras enemigas y las bajas propias se reducían a un herido que se disparó accidentalmente un tiro en un pie. A continuación, tal vez como medida de precaución, ordenó enviar a la Compañía Charlie a patrullar y combatir en la jungla durante 54 días. Un largo periodo de aislamiento que garantizaba el silencio y la digestión de emociones peligrosas. Aunque el Vietcong no tardó en denunciar el horror de My Lai, Henderson refutó las acusaciones calificándolas de «propaganda comunista». En su apoyo, el mismísimo general William Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas en Vietnam, envió un telegrama de felicitación por la victoria. Y el casi siempre riguroso The New York Times validó la mentira oficial, inventando un cuento heroico sobre la destrucción de una mortífera unidad del Vietcong.

Aunque ningún periodista la hubiera presenciado, la masacre de My Lai acabó saltando a la prensa con su amarga realidad, porque un artillero de helicópteros –que había escuchado la historia de boca de sus compañeros– se sintió incapaz de callar y, cuando se reincorporó a la vida civil, escribió una carta de denuncia al Estado Mayor Conjunto, a los secretarios de Estado y Defensa, y a varios miembros del Congreso. Así, trece meses después, se produjo un sordo revuelo político que desembocó en una investigación militar. Pero el escándalo no estalló hasta noviembre de 1969, cuando el periódico Cleveland Plain Dealer y la revista Life publicaron una serie de imágenes sobrecogedoras, tomadas en My Lai por el fotógrafo castrense Ron Haberlee, que habían permanecido ocultas en los archivos. Entonces las máximas autoridades estadounidenses no tuvieron más remedio que intervenir. El Comando de Investigación Criminal del Ejército exigió la información gráfica existente para incorporarla a un sumario en el que figurarían también los interrogatorios a tres docenas de testigos. Otros 25 militares fueron acusados de estar involucrados en la matanza, pero sólo se juzgó a cinco.

Los psicólogos forenses dictaminaron que Calley no sentía que los habitantes de My Lai fueran seres humanos, sino «animales con los que no podía hablar ni razonar». Y las declaraciones de varios integrantes de la Compañía Charlie aportaron numerosos datos macabros, como que, antes de ejecutar a las mu­jeres violadas, los soldados les abriesen las vaginas con sus machetes, que el propio Calley fusilara a un monje budista mientras rezaba y tirotease a un bebé que gateaba junto al cadáver de su madre… ¡y que a las once de la mañana el capitán Medina ordenase una pausa para almorzar! Acaso el testimonio más conmovedor fuera el prestado por el soldado de primera clase Varnado Simpson[16], que narró los hechos en primera persona sin ahorrar detalles:

—Les rajamos la garganta, les cortamos las manos, les amputamos la lengua, les arrancamos el cuero cabelludo; los demás lo estaban haciendo y yo también lo hice. Disparé contra ancianos que intentaban escapar. Y contra mujeres y niños. Una de ellas llevaba en brazos a un crío pequeño. Maté a unas veinticinco personas. La orden que nos habían dado era «matar, matar, matar». Todos los campesinos, incluidos los viejos, las embarazadas y los bebés, formaban parte del enemigo. Y teníamos que matarlo, sin excepciones. Si no hubiésemos obedecido, nos habrían llevado ante una corte marcial[17].

Finalmente, William Calley compareció ante un consejo de guerra en 1971, acusado de «asesinato premeditado». Pese a la abundancia de pruebas y testigos en su contra, el jurado necesitó trece días de deliberaciones antes de pronunciarse. La sentencia de cadena perpetua por veintidós asesinatos de civiles suponía una condena benévola, ya que el número de víctimas mortales en My Lai se calculaba por encima del medio millar. Ningún otro de cuantos asesinos de uniforme apretaron el gatillo en My Lai fue castigado. Tampoco los altos mandos que, primero, planificaron el asesinato masivo y, después, ocultaron la verdad. El capitán Medina quedó absuelto. Y el coronel Henderson recibió un veredicto exculpatorio del cargo de encubrimiento.

Aun así, la sentencia provocó una oleada de «indignación patriótica» en la derecha estadounidense. El propio Ejército –que insistía en exculparse, presentó la masacre como un «caso aislado» y descalificó a Calley como «alguien sin capacidad para el mando»– se vio sorprendido por la inesperada reacción de una sociedad enferma. La Casa Blanca recibió más de 300.000 cartas pidiendo un indulto presidencial para el teniente condenado, en cuya celda desembocó un caudaloso río de misivas y regalos solidarios. Gobernadores, congresistas, alcaldes y otros cargos representativos le manifestaron apoyo «porque no hay otra forma de librar una guerra», un lema que se hizo canción con el título de The battle hymn of Lt. Calley y vendió más de un millón de discos. Hasta el demócrata Jimmy Carter, que tanto hablaba de derechos humanos, afirmó que Calley «había honrado a la bandera». La protesta creció hasta que Richard Nixon sacó al militar de la cárcel y lo puso bajo arresto domiciliario mientras se examinaban sus apelaciones. La Justicia también mostró sensibilidad ante la inquietud presidencial y redujo dos veces la condena, primero a veinte años y después a diez. El popular reo sólo llegó a cumplir tres y medio, la mayor parte en su propia casa.

Con frecuencia se ha señalado el abuso de alcohol y drogas como causa principal de los casos de descontrol y salvajismo militar. Es cierto que, desde la simple marihuana y las anfetaminas hasta la heroína de gran pureza, pasando por el opio tradicional en la zona y algunas drogas de moda como el LSD, las tropas estadounidenses en Vietnam tenían a su alcance cantidad y variedad de sustancias prohibidas, capaces de sumirlos en una alienación profunda. Sin embargo, el Pentágono nunca adoptó medidas eficaces para acabar con aquel tráfico, acaso por contemplarlo como una forma de «consuelo» o «estímulo» para unos combatientes necesitados de alguna clase de medicación radical contra la ansiedad, el miedo, la fatiga o la depresión. El número de reclutas adictos a las drogas se multiplicó, mientras los máximos responsables castrenses cerraban los ojos.

Pero si el consumo de drogas puede explicar muchos comportamientos individuales execrables, también sirve para enmascarar los motivos de la responsabilidad institucional en las matanzas. Porque la razón última que las explica se encuentra en los lineamientos políticos del Pentágono, desarrollados como parte esencial de la estrategia para la conducción de la guerra. El entonces secretario de Defensa, Robert MacNamara –obsesionado por la utilidad de la estadística desde que ejerció la presidencia de la Ford Motor Company–, implantó en las Fuerzas Armadas un sistema denominado body count, que suponía una «contabilidad empresarial» de las bajas mortales causadas al enemigo, destinada a evaluar la marcha de la guerra. Su tesis, tan elemental como perversa, se basaba en la suposición de que la eliminación física de sus efectivos obligaría a los comunistas vietnamitas a retroceder hasta acabar rindiéndose. Y para conseguir un «exterminio con altos niveles resolutivos» optó por incentivar a los combatientes norteamericanos con determinados premios, que iban desde ascensos en el escalafón castrense, en función del número de bajas causadas al Viet­cong, hasta simples permisos temporales, destinos privilegiados e incluso consumo de bebidas alcohólicas[18]. El resultado fue que, a falta de muertos reales en combate, oficiales y soldados asesinaran a pacíficos campesinos para incluirlos en sus estadillos como guerrilleros abatidos, incrementando así las cifras de sus body counts. Además, MacNamara impulsó las denominadas «zonas de fuego libre», cuya población era considerada en su totalidad como «agentes enemigos» susceptibles de una rentable liquidación masiva e inmediata. Todo ello produjo matanzas militarmente inútiles, e incluso contraproducentes para los objetivos políticos de la guerra. Y explica la cuantificación inicial de los civiles asesinados en My Lai como combatientes del Vietcong, aunque estuvieran desarmados.

(La historia de William Calley tiene final feliz: se refugió en Columbus, Georgia, una ciudad vinculada a Fort Benning y a la Escuela de Infantería; en 1976, se casó con la propietaria de una joyería y comenzó a trabajar con piedras preciosas; tuvieron un hijo y se divorciaron. No concedió entrevistas, pero publicó su biografía[19]. Se negó a hablar públicamente sobre sus crímenes de guerra hasta 2009, ante un reducido auditorio de amigos en el Club Kiwanis de su ciudad. Entonces afirmó que «sólo hizo lo que le habían ordenado hacer», pero que sentía remordimientos y se arrepentía. Aunque padece cáncer de próstata y problemas gastrointestinales, el demonio de My Lai continúa durmiendo plácidamente todas las noches.)

Diablos jubilados de vacaciones

Hace tiempo que las grandes agencias de turismo aprendieron a explotar comercialmente la nostalgia enferma de los veteranos de guerra. Desde muchos años atrás, miles de norteamericanos, que ensuciaron su juventud en la barbarie castrense del Sudeste asiático, sueñan con volver a Vietnam. Los antiguos soldados regresan, acompañados por sus esposas, hijos e incluso nietos, a los escenarios donde combatieron, pasaron miedo y se envilecieron. Es un retorno casi terapéutico a su propio pasado, que tal vez les permita comprenderse y acabar de perdonarse los excesos que cometieron durante la ya lejana época en que vistieron el uniforme militar.

Para satisfacer esa constante demanda, el sector turístico vietnamita ofrece un catálogo de actividades que comprende rutas por los lugares donde se libraron duras batallas, visitas a mercados de souvenirs bélicos y al museo estatal que resume los horrores de la época, o recorridos por algunas de las cárceles donde miles de prisioneros fueron torturados y asesinados. Incluso se han creado bares y restaurantes cuya atmósfera trata de recrear el pasado con la fría visión de Hollywood.

Desde su primer paseo por las calles de Saigón, rebautizada con el nombre de Ho Chi Minh City, los estadounidenses se preguntan quién ganó realmente aquella guerra que ellos perdieron, asombrados de que Vietnam sea hoy más parecido al capitalismo que pretendía imponer Washington que a los ideales comunistas defendidos por Hanoi y el Vietcong. Porque las hoces y los martillos aún abundan decorando plazas y avenidas, como símbolos anacrónicos rodeados de anuncios de las firmas emblemáticas del consumo occidental. La ciudad ha desarrollado su tradicional vocación mercantilista sobre los dogmas políticos y, sin perder su atractivo aire colonial, se ha llenado de rascacielos de cristal –como la apabullante Torre Bitexco, de 68 pisos– y modernos edificios que albergan sedes de corporaciones multinacionales, bancos y tiendas de primeras marcas. ¿De qué sirvieron la sangre derramada, el tormento y la destrucción de aquel enfrentamiento que duró diez mil días? Vietnam salió triunfador, pero con sus infraestructuras devastadas y una sociedad lastrada por el dolor y la fatiga, y permaneció diez años estancado sin que la colectivización de tierras y fábricas diera los frutos esperados por los vencedores. Hasta que emprendió en 1986 una política de reformas denominada Doi Moi, siguiendo la senda de la perestroika rusa. Después, al perder su principal apoyo cuando se desplomó la Unión Soviética, profundizó su aproximación al mundo del libre mercado con una fórmula parecida a la de China: una peculiar economía mixta denominada «sistema socialista de mercado» que asume una alta inflación crónica, con salarios bajos y falta de libertades. Se efectuó una vertiginosa privatización de empresas estatales, se dio entrada al capital extranjero y se culminó el proceso con el ingreso de Vietnam en la Organización Internacional del Comercio en 2007. Desengañada de utopías y gestionada por funcionarios que actúan como camaradas empresarios, la ciudad de Saigón es el mejor ejemplo del éxito logrado, con un crecimiento que dobla los índices del resto del país.

Los viejos guerreros convertidos en turistas buscan inútilmente el horroroso grupo escultórico que rendía homenaje a los combatientes norteamericanos. Caminan por la calle Tu Do y descubren, decepcionados, que han desaparecido los cafés –como el clásico Givral– y los bares de copas que antaño frecuentaron, reem­plazados por tiendas de lujo o franquicias internacionales. El primer día, los tour operators suelen llevarlos, como obligado ejercicio de memoria histórica, al Museo de la Guerra, en cuyas salas se exhiben las huellas de su barbarie: armamento, explosivos, fotografías de bombardeos con napalm, incluso botellones de vidrio que conservan fetos humanos deformados por el agente naranja. «¡Qué inútiles y qué despiadados fuimos!», oí musitar a un integrante del grupo con el que coincidí durante el rodaje de un episodio de la serie Buscamundos[20]. Como deferencia oficial, los guías no mencionan que los Estados Unidos nunca pagaron indemnizaciones de guerra a sus víctimas, y también callan que el Gobierno de Vietnam no las ha exigido para no enturbiar las relaciones comerciales desarrolladas desde el final del embargo americano en 1994.


Los fetos con graves deformidades, conservados en formol, ofrecen la imagen más dura de las consecuencias del empleo del agente naranja.

Para almorzar, los sientan en algún establecimiento con «menú internacional», donde no echen de menos la comida basura. O tal vez, si insisten mucho, su guía los conduzca a un restaurante histórico como el Pho Binh[21], donde se ocultaba el mando del Vietcong que lanzó la ofensiva del Têt en 1968. Y, tras degustar la célebre sopa pho, subirán a ver las habitaciones del piso superior donde se reunía clandestinamente el Estado Mayor comunista, sin que jamás lo sospecharan los oficiales yanquis que comían en la planta baja. Y pondrán cara de incrédulos cuando les muestren la efigie de Buda bajo la cual se ocultaba la más importante documentación militar.

Una tarde les tocará ir de pagodas, especialmente a la de Xa Loi, no sólo porque conserve una venerada reliquia, sino –sobre todo– porque en ella se inmolaron numerosos monjes, prendiéndose fuego con gasolina, como protesta contra el régimen sostenido por las fuerzas del Tío Sam. Otra, los llevarán al famoso mercado de Ben Thanh, que los franceses llamaban irónicamente «Les Halles del pueblo», para que compren ropa y objetos de lujo primorosamente falsificados. Pero su actividad favorita en Saigón es la adquisición de restos bélicos en el Dan Sinh Market, un mercado de abastos reconvertido en feria de recuerdos, cuyos puestos ofrecen un sinfín de objetos para deleite de nostálgicos de tiempos peores: cascos, botas, cinturones, cartucheras, cantimploras, munición de distintos calibres… Aunque casi todo sean falsificaciones, su clientela es ingenua y los cree auténticos o se conforma con que lo parezcan. Los fetiches más buscados son las placas de identidad, los relojes y los famosos mecheros Zippo que, supuestamente, perdieron las tropas norteamericanas o les fueron robados. Otros momentos muy celebrados en este regreso al pasado son las salidas nocturnas. A falta de las barras de alterne y prostíbulos otrora existentes, los veteranos se contentan con unas cuantas cervezas y una partida de billar en locales creados para ellos, como el Apocalypse Now, siniestramente decorado con churretes de sangre y ambientado con la banda sonora de Good morning, Vietnam.

Pero nada tan valorado como una excursión familiar, entre paisajes de arrozales y plantaciones de caucho, a lugares míticos como Cu Chi. A medio centenar de kilómetros de Saigón, el llamado «Triángulo de Hierro» fue la zona más bombardeada, gaseada y devastada por el infructuoso empeño yanqui en destruir la red de galerías subterráneas creada por el Vietcong, que llegaba desde la frontera de Camboya hasta las puertas de la capital sudvietnamita. Las fuerzas comunistas empezaron a cavar túneles a finales de la década de los cuarenta, cuando peleaban contra los franceses, y crearían una red secreta de unos 250 kilómetros de longitud, con tres niveles de profundidad, que resultaría decisiva en el enfrentamiento. Sus incontables galerías permitían a los guerrilleros aparecer o desaparecer súbitamente, desplazar tropas y armamento sin dejar rastro, e incluso ocultar hospitales, talleres y almacenes. Los norteamericanos descubrieron su existencia en 1965, pero nunca consiguieron destruirlos. Ni siquiera fueron capaces de averiguar por dónde transcurría su trazado en zigzag, pese a que pasara bajo algunos de los enclaves militares más celosamente guardados por el US Army, como la base de la 25.ª División. Los veteranos recuerdan sus miedos de antaño al contemplar las trampas de bambú colocadas en los terrenos donde patrullaron. Y disimulan con risitas nerviosas cuando los guías les explican que no estaban pensadas para matar, porque «es mejor herir al enemigo y que sus compañeros se desmoralicen cargando con él y viéndole sufrir». Pero la angustia y la amargura revividas se disipan al final, con la descarga de adrenalina que les proporciona volver a disparar sus antiguas armas en el campo de tiro de Cu Chi.

El recorrido proseguirá por distintas regiones de Vietnam a gusto de los turistas, especialmente visitando poblaciones junto a las que estuvieron enclavadas grandes bases militares, como Da Nang o Bien Hoa. Pero siempre figuran dos paradas imprescindibles en las ciudades de Hué y Hanoi, cuyos nombres permanecen grabados en cuantos hicieron la guerra. La antigua capital imperial fue escenario de una de las batallas más cruentas durante la ofensiva del Têt. Recibió un duro castigo a lo largo de cuatro semanas de combates y bombardeos, que causaron miles de muertos. Y después sufrió los estragos de la represión militar. Hanoi, una urbe de espíritu espartano con bien ganada fama de irreductible y que representaba el centro del poder comunista, se ha transformado en una ciudad abierta a los negocios y al placer. En ella, los antiguos soldados entrarán en el mausoleo del Tío Ho, obligados al respeto por el hombre más denostado por la propaganda que envenenaba sus conciencias, y observarán con asombro los estrechos refugios antiaéreos que todavía se conservan en las aceras de las calles. Su plato fuerte será la siniestra cárcel de Hoa Lo, transformada en memorial de la maldad política. Recorrer sus instalaciones supone penetrar en un infierno, creado bajo el dominio colonial francés y heredado por quienes le dieron fin, cuyas celdas empleó el régimen comunista para confinar en condiciones deplorables a los prisioneros estadounidenses. Derribados en el curso de sus mortíferas misiones de bombardeo, los pilotos y tripulantes de la Fuerza Aérea norteamericana que pasaron largo tiempo en Hoa Lo la denominaron irónicamente «the Hanoi Hilton».

La experiencia más dura de cuantas ofrecen los «circuitos bélicos» –y también la más costosa– se encuentra en las islas de Côn Son y Phu Quoc, cuyas prisiones se hicieron famosas por sus «jaulas de tigres», nombre que recibían unas celdas minúsculas con techos de barrotes o mallazo de alambre de espino, a través de los cuales los guardianes golpeaban con largos palos a unos presos encadenados que apenas podían moverse, e incluso les arrojaban agua hirviendo y cal viva. La visita resulta sobrecogedora, aunque el mal trago se supere mediante la estancia en lujosos resorts junto a playas paradisíacas y el disfrute de excursiones a un santuario de tortugas marinas, los arrecifes de coral o por senderos entre la jungla tropical.

El presidio más famoso en su época fue Côn Son, entonces conocido por su antiguo nombre francés de Poulo Condor[22]. Edificado por los franceses en 1862, al Gobierno de Washington le pareció buena idea que sus aliados de Saigón aprovecharan las instalaciones y patrocinó su reconstrucción, encargada a un contratista estadounidense y pagada con fondos del Departamento de Estado. Fue un lugar perfecto para castigar a detenidos del Vietcong, aislados y ocultos a los ojos de la prensa, hasta que dos miembros del Congreso tuvieron la ocurrencia política de visitarlo en julio de 1970[23]. La publicación de sus relatos y fotografías causó un escándalo mundial, al revelar la existencia de las «jaulas de tigres». Los políticos describieron a los cautivos «cubiertos de llagas, heridos y algunos mutilados». Su informe sirvió para que 300 mujeres y 180 hombres fueran trasladados a otros locales de instituciones psíquicas o penitenciarias. Pero la siniestra cárcel de Poulo Condor continuó funcionando cinco años más, hasta que acabó la guerra. A finales del siglo pasado se abrió al turismo como monumento a sus 20.000 víctimas, sepultadas en el cercano cementerio de Hang Duong.

El otro presidio con similares características, Coconut Tree, en la lejana isla de Phu Quoc, tuvo una existencia más corta, pero una historia aún más truculenta. También formó parte de la herencia colonial gala y permaneció operativo veinticuatro años, hasta 1973, ganándose una deleznable fama por la crueldad extrema que soportaron sus internos[24]: rotura de dientes a martillazos, inserción de clavos en cabezas o rodillas, pinchazos y quemaduras en los ojos, aplastamiento de genitales, electrocuciones… Se calcula que sólo en sus siete últimos años recibió a unos 40.000 presos, un 10 por 100 de los cuales fue asesinado y millares quedaron discapacitados. Coconut Tree está considerado hoy como una reliquia histórica de importancia nacional, y a su alrededor han brotado centenar y medio de hoteles con 50.000 clientes cada año. Pero más que un museo oficial parece un macabro parque de atracciones, poblado por muñecos que escenifican de modo hiperrealista el sufrimiento de los reclusos, sin dejar casi nada para la imaginación: desde las sesiones de tortura hasta su modelo propio de «jaulas de tigre», trenzado con alambre de espino y cuya escasa altura forzaba a sus internos a encogerse en el suelo.

El único alivio para los combatientes jubilados consiste en que sus guías y traductores les aseguran que todos los verdugos de Côn Son y Phu Quoc eran sudvietnamitas, a quienes los centuriones yanquis encomendaban las tareas más sucias y degradantes. El personal estadounidense se reducía a grupos de asesores militares que, a través del programa de Seguridad Pública, formaban a sus subalternos locales en los métodos de interrogatorio y no llegaban a participar en las torturas, aunque estuvieran presentes para sugerir formas más eficaces. Una actividad legal, dado que los convictos en Phu Quoc no estaban calificados como prisioneros de guerra sino como criminales y, por tanto, no los protegía la Convención de Ginebra. A diferencia de las guerras posteriores en Afganistán e Iraq, donde el Pentágono convertiría a sus tropas en criminales de oficio, los soldados de medio siglo atrás sólo torturaban en casos de urgencia o capricho, aunque siguiendo las instrucciones detalladas en folletos editados y masivamente distribuidos por el Departamento de Estado.

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