Kitabı oku: «El islote de los desechos», sayfa 4
—¡Lárgate de aquí, no eres bienvenido!
Instantáneamente y con rapidez entró a la cueva, mientras yo con mucha cautela me acerqué al refugio.
El hombre regresó empuñando un palo en su mano izquierda y un cuchillo en su mano derecha.
—Te digo que te largues, no quiero golpearte.
—¿Golpearías a un hombre que no se puede defender?
—Si es necesario, lo haré. Lárgate.
—Por favor, escúchame, soy un prisionero más en este lugar, no he hablado con nadie, hay gente enferma por todos lados. Por favor, escúchame.
—¿Cómo sé que no eres un maldito espía de los soldados?
—Escucha, me llamo Mathew. Si fuera espía, no te hubiera hablado. He escuchado la conversación que has tenido con el hombre del bote. Además, observa mi brazo: tengo un número tatuado que me hicieron cuando me tomaron prisionero. Llevo estos molestos grilletes que han hecho sangrar mis manos, yo no estoy aquí por voluntad propia. Soy alemán y por no colaborar con el Gobierno me trajeron a este lugar. Necesito hablar con personas cuerdas, me estoy muriendo de hambre y de frío. Créeme, mira mi cuerpo golpeado, ¿acaso parezco un maldito espía?
—No lo sé, los soldados son capaces de hacer cualquier cosa con tal de engañar a sus víctimas.
—Entonces ―le dije con tono desafiante―, tendrás que matarme, porque descubrí tu escondite y también sé que tienes un contacto que te provee información y probablemente víveres.
—¡Si eso es lo que quieres, entonces lo haré! ―gritó el hombre mientras caminaba decidido hacia mí.
Cuando estuvimos frente a frente, me arrodillé.
—Golpéame con el palo o entiérrame el cuchillo en el corazón, no me defenderé. Si quieres matarme, hazlo, yo no soy un criminal, jamás le he hecho daño a nadie y, si tengo que morir ahora, estoy en tus manos, adelante.
El hombre estaba confundido, y más al ver mi rostro erguido y que hablaba con mucha seguridad.
—¡Si no eres un espía, entonces, ¿quién diablos eres?
—Ya te dije, soy un prisionero más.
—¿Por qué estás aquí?
Me levanté, pero siempre mirando fijamente a los ojos del hombre que tosía nerviosamente y siempre con una actitud agresiva.
Entonces comencé a relatarle desde el principio, cuando fui enviado a Austria y cómo me detuvieron, encarcelaron, golpearon, amenazaron, etcétera, hasta ese mismo momento.
Pasamos un largo rato sentados en el suelo arenoso apoyando las espaldas sobre una roca.
Yo había terminado mi relato cuando se volvió a escuchar en la lejanía el motor de otro bote.
—Corramos a la cueva —dijo el hombre apresurándose a su guarida mientras yo lo seguía con un poco de dificultad—. Quédate ahí ―me dijo apuntando con el dedo a un sector de la cueva mientras él observaba los movimientos del bote que lentamente se movía sobre las aguas. Los soldados hacían su ronda programada―. Casi nos pillan, estos malditos pasan dos veces diarias, excepto los domingos, ese día pasan solo una vez.
—¿Y por qué te escondes si ellos te trajeron aquí? ―pregunté sorprendido.
—Prefiero que piensen que estoy muerto ―respondió sin más comentarios.
—¿Cómo te llamas? ―pregunté.
—Me llamo John, John Horner.
—Bueno, gracias por protegerme, John.
—No te estoy protegiendo a ti, me estoy protegiendo yo.
Sin hacer caso del comentario, le dije:
—¿Tienes alguna herramienta que me pueda librar de estos grilletes?
—No estoy muy seguro de si deba quitártelos.
—Vamos, John, deja de desconfiar. Además, estoy muerto de hambre, ¿por qué no compartes algo de tu alimento conmigo? No te arrepentirás, veo que estás enfermo y necesitas a alguien que te ayude.
—Puedo cuidarme solo, lo he hecho por muchos años, no necesito niñera.
John se encaminó al fondo de la cueva. De detrás de un montón de leña sacó un tarrito de atún, lo abrió y, junto con una pequeña cuchara, me lo ofreció, así como un trozo de pan del que recién recibiera del hombre del bote. Lo tomé con avidez y tragué con desesperación el contenido.
—No comas tan aprisa, te puedes ahogar —dijo John.
Mientras engullía, yo hacía caso omiso de la advertencia, pues hacía ya muchos días que no comía nada.
—Esta noche cocinaré algo rico ―dijo John―, pero no te quitaré los grilletes.
—Gracias de todas formas, agradezco tu gesto al darme de comer.
—¿Te dejaron algo más aparte de esas ropas malolientes que traes encima? ―volvió a preguntar John.
—No, es todo lo que tengo, solo junté unos viejos trozos de madera para protegerme de los enfermos por las noches, algunos están muy trastornados.
—Y todavía no has visto nada ―agregó John―, ya te mostraré quiénes son nuestros vecinos.
—Necesito descansar un poco ―le dije―. ¿Te molestaría si tomo este lugar de la cueva para sentarme un rato?
—No, no me molesta, solo trata de no crear problemas, hace mucho tiempo que estoy solo y no estoy dispuesto a cargar con los problemas de los demás.
—Gracias, John, y no te preocupes, te aseguro que trataré de ayudar lo más que pueda y molestar lo mínimo.
Me recosté en la pared rocosa. Estaba totalmente fatigado, pero ahora me sentía mucho más tranquilo. Tenía alimento, cobijo y un techo para protegerme del clima invernal. Me quedé profundamente dormido en cuestión de segundos, mientras John mantenía su mirada fija al exterior siempre con actitud vigilante.
Yo, como visitante inesperado, yacía tendido en el suelo, agotado por la falta de alimentos y las noches que pasara sin poder dormir. Él tenía que descansar igual, el peligro estaba en el ambiente, sin importar horario, había riesgos en todo momento. Sin pensarlo dos veces, se adentró al fondo de su escondite. Allí, en su rústica cama se acomodó. Dejó el cuchillo al alcance, no quería ninguna sorpresa. En pocos segundos dormía igual que yo.
Al siguiente día, viendo John que yo estaba sufriendo con los grilletes que me impusieran, se compadeció. De sus pertenencias sacó una ganzúa metálica, me llamó para que me acercara y me hizo extender las manos. Con habilidad, abrió las argollas y cayeron al suelo. Por supuesto, yo estaba jubiloso y agradecía sin parar este gesto.
Prometí ayudar en todo lo que hiciera falta para el bienestar de mi protector.
John me ordenó que fuera a pescar, tendrían que intercambiar los peces por insumos con Edwin, que, arriesgándose también, los mantenía con vida.
CAPÍTULO 6
23 de enero de 1941

Las olas rompían suavemente sobre las rocas en la orilla de aquel misterioso islote.
La neblina tenebrosa se movía al compás del viento caprichoso que, por alguna razón, trataba inútilmente de no pasar por este trozo de tierra maldecido por las crueles acciones de mentes criminales enfermas y que estaba siendo utilizado con fines maléficos.
El mismo sol, avergonzado, ocultó su rostro en el horizonte. Las sombras de la noche comenzaron a cubrir el lúgubre lugar.
Con ello, siluetas flacuchentas asomaron al escenario, deambulaban, iban, venían. Se movían con precisión, pero lentos.
Una vez más, por alguna razón desconocida estos seres asomaban con la oscuridad, hablando solos, riendo, llorando, conversaciones interesantes de la mejor mesa de negocios, de medicina.
Con la voz sumamente afinada y volumen imperceptible, subiendo el tono cada vez más, la artista hizo su aparición para complacer a su público, que al otro lado de las tranquilas aguas le aplaudía con luces centelleantes.
Abrí los ojos abruptamente.
—John, ¿estás aquí? ―pregunté nervioso.
La oscuridad del interior me impidió ver lo que había a mi alrededor. Con un poco de dificultad me incorporé, al no recibir respuesta percibí que mi anfitrión no estaba allí.
Mis pupilas se fueron acostumbrando a la negrura de la cueva. Removí de la entrada aquel montón de tablas ―dos horizontales que sujetaban con clavos a algunas más en posición vertical― amarrado por un cordel a una roca para que no cayera hacia el exterior o fuera derrumbado por los fuertes vientos que en ocasiones se dejaban sentir en el islote. Frente al acceso una gran roca sostenía aquella vieja barca pesada que permanecía inmovible e impedía ver la entrada desde el lago. Salí del escondite buscando con la mirada a John. Lo que escuché llamó mi atención de inmediato.
Las pequeñas olas golpeaban contra las rocas, y en el fondo aquella melodiosa voz. Con cautela me fui acercando al lugar del concierto. No caminé por entre los árboles del bosquecillo que separaba el escondite del lugar donde se concentraban aquellos extraños prisioneros, sino que me aproximé por la orilla del lago, entre las piedras, siempre tomando las precauciones para no ser visto por los «vecinos» y así prevenir cualquier intento de agresión.
Al acercarme un poco más, descubrí sobre una roca la silueta de un hombre sentado. Me acerqué con sigilo y me alegré al ver a John disfrutando cómodamente de aquella música angelical.
—John ―susurré suavemente.
Este se volvió sorprendido.
—¿Cómo me has encontrado? ―preguntó, mientras con rapidez y usando sus dos manos se limpiaba los ojos humedecidos por el llanto.
—¿Estás llorando?
—Por supuesto que no.
—Vamos, John, no es vergonzoso llorar. Yo mismo lo he hecho y no me da vergüenza decírtelo, me sirve de desahogo. Además, es muy normal, el problema sería si no lo hiciéramos.
—Ven, siéntate aquí ―dijo John―. Escucha con atención cómo canta esa mujer. Yo no sé mucho de música clásica ni de ópera, pero por alguna razón su canto toca las fibras del alma, llegando hasta lo más recóndito de tu ser, provocando así el llanto. Yo le puse el sobrenombre de la Sirena. No sé por qué una persona como ella fue traída a este sitio. Incluso traté de ayudarla, la cuidé por un tiempo, pero siempre volvía a su lugar. No quiso comer nada de lo que le daba, es de las que se alimenta de la comida mugrienta que traen los guardias. La verdad, no sé cuánto durará con vida. Creo que la mayoría de los condenados aquí, nosotros incluidos, moriremos por nuestras convicciones. Pero ahora tienes que saber que no todos los enfermos son pacíficos, hay un grupo de sádicos que aun en su locura son muy agresivos, salen en grupo de tres o cuatro sobre todo por la noche y, si están hambrientos, son capaces de matar a cualquiera para devorarlo. Todavía no se han acercado por la cueva, pero hay que estar alerta.
―Ya les conozco ―le dije―. Los vi al llegar, se alimentan de los cadáveres y son agresivos. Cuando me topé con ellos les rehuí, noté sus instintos salvajes y no quise enfrentarlos. Seguramente no habría tenido ninguna posibilidad de salir ileso.
John no comentó nada más.
Sobre aquella roca y esquivando el frío con una gruesa manta, los dos callamos para no interrumpir la función con nuestras palabras mientras John cerraba los ojos y se movía de un lado a otro al compás de las notas musicales.
La artista daba rienda suelta a su pasión por la música, sus notas melancólicas se dispersaban con el suave viento. El cielo estaba estrellado y sutiles reflejos de luz en el agua aparecían ocasionalmente. En el otro extremo las lejanas luces de los caseríos titiritaban débilmente. El llanto prorrumpió de los ojos enrojecidos de John. Sumido en su tristeza y pensamientos, suspiraba hondo, no le importó la compañía. Sin darme cuenta, se me activaron los lagrimales. Embelesado por el entorno y aquel canto maravilloso, fui transportado con los míos, viajé por el tiempo hasta llegar a mi niñez. «Ah, tiempos felices», pensé.
Recorrí gran parte de mi vida, volé distancias, por vez primera sentí cómo los miedos me acosaban a cada instante.
Mi alma luchaba ferozmente y con intensidad para no dejarme vencer, pero, extrañamente, aquella noche me abordaron unas ganas incontrolables de desahogo. Dejé salir el llanto sin tapujos, quería sentir la sensación de ser libre, jamás había estado en circunstancias tan estresantes. Los dos lloramos sin mirarnos, como dos niños viendo una película triste en un cine.
Haciendo caso omiso de los demás habitantes del islote, los únicos seres cuerdos actuamos a la par de nuestros compañeros.
Fueron momentos muy emotivos por el canto de la mujer y la realidad de estar ahí.
Regresamos a la cueva para descansar.
24 de enero de 1941
Aunque era tarde, a la mañana siguiente John continuaba dormido; en cambio, yo me desperté temprano al sentir el frío que calaba hondo.
—John, John, ¿estás bien? ―pregunté preocupado.
—No, no me siento bien ―contestó dándose la vuelta―. Me duele la cabeza y siento como si el ojo izquierdo me fuera a reventar.
—Deja que te examine.
Efectivamente, el ojo lo tenía de un rojo intenso, estaba como infectado.
—¿Habías padecido esto antes?
—Desde que me detuvieron los alemanes. Cuando lo hicieron me torturaron y me dejaron secuelas por todo el cuerpo. Sé que me abrieron en varias partes porque tengo las cicatrices de las cirugías, no sé qué me hicieron, pero no me dejaron bien.
—¿Tienes medicamentos o algo que te sirva para los dolores?
—Lo único que tengo es una botella de vodka que me trajo mi amigo. Aunque ahora recuerdo: en el rincón, en una bolsa, tengo algunas tabletas de antibióticos que me calman las dolencia.
—Te daré una enseguida ―le dije―. Encenderé un poco de fuego para prepararte un té caliente, eso te reanimará.
—No, espera, ¿pasó ya la primera ronda de los guardias?
—Sí, escuché el motor hace un rato, pasaron dos veces.
—Está bien, pero no pongas mucha leña. ¿Cómo está el clima fuera?
—Está lloviendo ligeramente, las nubes están muy abajo.
—Entonces enciende el fuego, los guardias ya saben que hay fuego en el islote, pero quiero mantener la máxima discreción. Coge esa olla de aluminio que está allí ―John apuntó con su mano un tanto temblorosa hacia un costado de la cueva―, en ella hay un poco de carne cocida con algunas verduras, eso nos caerá bien. Lo preparé anoche, pero, como tan pronto te sentaste caíste profundamente dormido, te tuve que acomodar, pues estabas en posición mala para dormir. Ya no quise molestarte, me puse a cocinar, pero tampoco probé bocado.
—Me podías haber preguntado, yo sí tenía hambre ―comenté, pero no con reproche.
Los dos devoraron aquel suculento plato con un trozo de carne fresca, junto con sus respectivos ingredientes.
—Necesitamos vitaminas y proteínas para sobrevivir, así que la próxima vez le encargaré frutas también. Por eso es importante que saquemos del lago la mayor cantidad de ejemplares. Él se queda con la mitad de los peces que le doy, la otra mitad los vende y con eso compra lo que yo le encargo. Es un trato justo considerando que se arriesga mucho.
—Tienes razón, John. Te prometo que haré mi mayor esfuerzo para ayudar todo lo que pueda y no ser una carga para ti.
John se notaba muy cansado aquella mañana, como si de un día para otro se le hubieran venido veinte años de torturas encima.
—Yo creo que necesitas descansar ―le dije con mucha seguridad―. Deja que yo me encargue de la pesca hoy, ¿de acuerdo?
—¿Estás seguro de eso?
—Por supuesto que estoy seguro. Te ves muy mal y necesitas reposo.
John continuaba tosiendo, trató de incorporarse, pero las fuerzas le fallaron. La noche anterior caminó un poco encorvado por los dolores musculares que lo agobiaban también.
—Creo que por esta vez te haré caso. No me siento bien, mi cuerpo se está debilitando. Quiero que sepas que al principio desconfié de ti, pero agradezco al cielo que hayas llegado, disculpa el trato que te di.
—No te preocupes ―respondí―, tu reacción fue de lo más normal, yo habría hecho lo mismo considerando las circunstancias. Ahora deja que yo continúe con el trabajo pendiente. Descansa, volveré dentro de un rato.
—Bueno ―dijo John―, ve hacia el bosque en línea recta desde aquí. Unos cuantos metros antes de llegar, cerca de la arboleda, hay una zona muy húmeda. Allí cojo las lombrices que sirven de carnada. También encontrarás cangrejos pequeñitos en la orilla del lago. Llévate ese viejo balde, asegúrate de conseguir suficientes para una buena pesca. No te acerques mucho a la vieja edificación, de este lado del islote hay muy buenos ejemplares, pero siempre mantente alerta para no ser sorprendido por los guardias o por el grupo más agresivo.
—No te preocupes, seguiré tus instrucciones. ¿A qué hora viene tu amigo por los peces?
—Casi siempre viene después del mediodía. Por eso hay que comenzar la pesca muy temprano, para que se lleve el pescado fresco, recién sacado del agua, así no levanta sospechas de ningún tipo cuando llega a tierra. Después de la primera ronda se acercará ―dijo John mientras se acomodaba de nuevo en su cama preparada con maderas y una gruesa colchoneta extendida a ras de suelo.
—Está bien ―dije al tiempo que me encaminaba al exterior―. Tú descansa y relájate, yo hago las tareas de hoy.
Al salir de la cueva, sentí una libertad extraña. Es curioso como unos simples grilletes me hicieron pensar en la esclavitud que atormenta y mata el deseo de vivir.
Mi compañero me había provisto de un traje impermeable. Con este puesto me dirigí hacia el área que me fuera señalada, allí encontré a las víctimas que servirían de señuelo para que nosotros consiguiéramos nuestro medio de supervivencia.
No fue difícil encontrar el lugar, porque estaba lleno de marcas en el suelo donde ya habían escarbado. Junté tantos gusanos como pude, con los dedos sacaba de entre la tierra a esos pequeños seres. Se retorcían con rapidez cuando sentían que eran desplazados de su hábitat natural por un intruso, sin ninguna consideración, sin darles oportunidad de protestar. Y, si lo hicieron, jamás fueron escuchados.
Me acerqué a la orilla del lago, busqué lo que mi amigo me recomendara y en pocos minutos tenía carnada suficiente para una buena pesca.
La lluvia continuaba su descenso desde lo alto. Tenía los pies mojados, debía apresurarme, no sabía cuánto tiempo podía estar intentando que los peces mordieran el anzuelo.
Después de un rato aguantando sobre mi cara el viento frío y las gotas de agua que caían de manera interminable, seguí lanzando la carnada lo más lejos posible. De pronto sentí el primer tirón en el hilo, después otro más fuerte, hasta que percibí que tenía atrapado mi primer ejemplar.
—¡Sí, lo tengo! ―grité eufórico.
Por la falta de práctica me costó sacarlo del agua, pero, aunque el hilo se tensaba y me lastimaba los dedos, insistí hasta que complacido pude ver una enorme carpa de unos cinco o seis kilos. Con el entusiasmo de un niño que pasa de curso, lo tomé con fuerza y lo arrojé detrás de unas piedras, donde había visto a John que dejaba los que iba sacando.
Con más ánimo que fuerzas, preparé la siguiente carnada. Repetí los movimientos. En cuestión de unas dos horas y media tenía en mi poder ya siete grandes peces entre carpas y truchas y un bonito ejemplar de salvelino. Pensé entonces que ya eran suficientes, dado el enorme tamaño de estos. Además, estaba cansado, mojado y tenía hambre, pero todavía me quedaba desollarlos y limpiarlos.
Cogí cuatro de ellos y me dirigí hasta cerca de la entrada del refugio. Los dejé allí y regresé por los otro tres, pues no podía con todos. Me di a la tarea de limpiarlos, los preparé y los dejé listos para el intercambio.
En el preciso momento en que entraba a la cueva escuché el motor de la embarcación de los guardias. Para mi fortuna, el fuego estaba agonizando. Me paré junto a la entrada y miré con mucho cuidado como la embarcación pasaba lentamente. Estaba lejos y, al no percibir movimientos en tierra, los guardias continuaron su ronda despreocupadamente pensando que nada sucedía allá afuera.
Esperé con paciencia a que dieran la segunda vuelta. Cuando lo hubieron hecho, con prisa aticé la lumbre y puse más leña para que el interior no se enfriara mucho. John estaba cubierto con su gruesa manta y dormía profundamente. No quise hacer ningún ruido. Salí de allí con la intención de caminar un poco por los alrededores, pero sentí los pies entumecidos por la humedad en ellos.
Me limité a regresar y, cuando estuve dentro otra vez, pude sentir un ambiente cálido y acogedor. Me preparé una taza grande de café con un poquito de aguardiente para calentar el cuerpo, me quité los zapatos y puse los calcetines mojados sobre unas piedras cerca de la fogata. Con la planta de los pies lo más cerca posible del fuego, daba sorbos pequeños del reconfortante líquido.
Sabedor de que mi amigo estaba en muy malas condiciones ese día, decidí entonces buscar entre los insumos algo rico para cocinar. Así, cuando John se levantara podría comer bien.
Además, serviría una taza de café caliente con aguardiente, remedio que mejoraría el estado de ánimo de los dos.
Puntualmente, pasado el mediodía llegó Edwin. John se había incorporado y esperaba a su amigo. Me dio instrucciones de no salir de la cueva: él haría el intercambio y llegado el momento me lo presentaría.
Aunque su aspecto físico no era de lo mejor, hizo el esfuerzo para la entrevista, sabía muy bien que todo lo que recibiera del exterior era de suma importancia para la supervivencia.
Sus conversaciones no se alargaban más de quince minutos. John regresó cargando con dificultad otro saco de provisiones: un trozo de queso, carne de pollo, algunas verduras y frutas, una botella de vodka, fósforos para encender fuego y algunos medicamentos.
—¿Hay alguna novedad allá afuera? ―le pregunté
―No ―respondió―, esta vez no hay noticias, pero eso quiere decir que todo va bien.
―Dime, John, si no es indiscreción, ¿cómo es que tu amigo se entera de las noticias si todo está controlado y manejado por el Ejército?
―Edwin tiene un hijo militar y cuando los visita una o dos veces al mes le informa de lo que escucha en las filas alemanas.
―Ahora entiendo ―le dije―. Ven, John, he preparado algo de comer, lo calentaré para ti. Mañana me levantaré temprano para seguir con la pesca y así tú puedes descansar más. Lo necesitas, amigo.
Como el día era helado y por ratos caía una ligera llovizna, permanecimos dentro de la cueva. Esa tarde me comentó que la vieja edificación del islote fue un intento de construir un castillo por parte de un personaje noble del país, pero solo quedó en eso. El hombre comenzó por levantar los cuartos para albergar a los trabajadores del inmenso proyecto, pero entonces enfermó, y su familia desistió de continuar con los deseos del hombre rico.
Fue así como todo cayó al olvido y solo quedaron los cuartos sin puertas y sin terminar. Nadie supo más del noble, tampoco era muy conocido en la zona y ya pocos lo recordaban. Vivió a finales del siglo xix.
Esa fue la explicación que John recibiera de su amigo Edwin.
El día terminó como termina todo lo que es de corta vida. De vez en cuando el silencio era interrumpido por la tos de John. No me gustaba nada el aspecto de mi anfitrión, no sabría qué hacer en caso de que las cosas se pusieran peor.
Cuando me hube calentado lo suficiente, me las ingenié para preparar una buena cama, puse un poco más de leña al fuego y al cabo de unos minutos más caí rendido en la inconsciencia del sueño.
El ambiente fuera no era de lo más apropiado para salir, el frío calaba hondo y la llovizna no dejaba de caer, además de alguna que otra ráfaga de viento que de pronto golpeaba la ya maltrecha puerta.
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