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Patrimonio urbano: memoria e identidad colectiva
Patrimonio urbano o patrimonio cultural urbano es un concepto anclado en la idea decimonónica de los monumentos, que en el siglo XX evolucionó a conceptos como patrimonio histórico y bien cultural. El patrimonio urbano alude a los grupos de edificios, plazas, calles, centros históricos o ciudades enteras, producidos en el pasado, remoto o reciente, que han sido consideradas como tales por los gobiernos, las elites o los grupos sociales, en función de diversos atributos y valores colectivos asignados a ellos: históricos, estéticos, simbólicos, sociales, etcétera. En esta concepción, nosotros no separamos el contenido simbólico e inmaterial del contenido material, ni separamos el llamado patrimonio tangible del patrimonio intangible, pues a menudo los tejidos urbanos y los edificios aislados (bienes materiales) son patrimonializados en función de valores sociales (más o menos inmateriales) asociados a ellos.
El patrimonio urbano es una categoría de patrimonio cultural relativamente reciente, que derivó del culto decimonónico a los monumentos conmemorativos y a las edificaciones monumentales aisladas o individuales. Los monumentos conmemorativos se han construido a lo largo de la historia para mantener en el presente un hecho del pasado, es decir, para recordar, para guardar la memoria: guerras ganadas, batallas perdidas, hechos históricos, sucesos colectivos significativos. En cambio, las construcciones patrimonializadas (grandes o pequeñas, destacadas o vernáculas) fueron edificadas para tener un destino utilitario y simbólico, como demostrar el poder religioso, dinástico, gremial, económico, etcétera (castillos, catedrales, palacios, etcétera), y ser usadas además con alguna función pública o privada, o para ser utilizadas por la plebe.
El reconocimiento de los tejidos urbanos como patrimonio cultural dio comienzo con la protección de edificios individuales. Sin embargo, en el tránsito del siglo XIX al XX se comenzó a reconocer la llamada «arquitectura menor», que contextualizaba a las grandes edificaciones, y que durante el siglo XIX a menudo fue objeto de destrucción con el propósito de realzar de manera aislada a los edificios monumentales.
• Así, por ejemplo, el arquitecto Manuel F. Álvarez, en plena revolución mexicana, proponía en 1917 desmantelar el sagrario metropolitano para monumentalizar la vista por los cuatro costados de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México.1
Los efectos de la segunda Guerra Mundial en Europa, tanto los bombardeos como los programas de reconstrucción, así como los programas de renovación urbana en América Latina, que implicaron la destrucción de grandes áreas urbanas antiguas, fortalecieron el movimiento de defensa del patrimonio urbano bajo el nombre de conjuntos monumentales, zonas de monumentos y centros históricos.2 Además, como veremos en el siguiente apartado, en las décadas recientes se incrementó de manera acelerada el reconocimiento de nuevos tipos de patrimonio mueble e inmueble, entre ellos conjuntos urbano-arquitectónicos recientes, como las ciudades universitarias de Caracas y Ciudad de México, barrios obreros como los proyectados por la Bauhaus en Alemania e incluso ciudades enteras como Brasilia.
La idea de patrimonio cultural alude a las creaciones humanas muebles e inmuebles, materiales e inmateriales3 del pasado remoto o reciente, que por sus atributos y múltiples valores asociados se han considerado como una herencia colectiva. En el pasado muy reciente hablábamos de patrimonio cultural urbano para referirnos a esa selección de edificios, barrios y centros históricos que se encuentran en las ciudades y que han sido reconocidos como herencia colectiva en función de atributos y valores colectivos. Sin embargo, hoy consideramos como una tautología hablar de patrimonio urbano y cultural, pues lo urbano, en su más amplia expresión, es un producto cultural, mientras que la cultura tiene asimismo una dimensión urbana, más aún cuando la mayor cantidad de población en el mundo vive en las ciudades.
El patrimonio urbano, al igual que el patrimonio cultural, no es un acervo material que preexista por sí mismo; es, en lo fundamental, una construcción social en la que los grupos en el poder, desde un presente, seleccionan y han seleccionado por tradición algunos de los múltiples inmuebles y barrios del pasado, a los que se les asignan atributos históricos, artísticos y otros valores colectivos. Así como cada sociedad produce su espacio urbano (Lefebvre dixit), cada sociedad o grupos en el poder y elites ilustradas han construido o definido a lo largo de la historia lo que consideran su herencia edificada colectiva. Sin embargo, los lugares patrimonializados experimentan una apropiación social bajo diversas maneras.
El patrimonio urbano, lejos de remitir a las ruinas del pasado, a los vestigios históricos inertes antiguos y recientes, o a un museo a cielo abierto, está constituido en su mayoría por complejos tejidos urbanos vivos y habitados. En efecto, el patrimonio urbano está integrado por inmuebles utilizados (parcial o totalmente) o abandonados (baldíos, ruinas, edificios desocupados), por edificios con distinto tipo de uso (vivienda, servicios, equipamientos), por propiedad diversa (pública, social o privada), por un régimen de tenencia, edad (avanzada, reciente) y estado físico (bueno, deteriorado, regular). Esta es una característica fundamental que hace a este patrimonio cultural inmueble muy diferente del patrimonio cultural mueble, como por ejemplo las pinturas, las esculturas, las colecciones de libros, los archivos, etcétera. Es decir, se trata de edificios y de barrios que fueron construidos con fines utilitarios diversos, que son habitados y utilizados y que, desde luego, no fueron construidos para ser considerados como una herencia histórica. Esto ocurrió a posteriori. Se trata de partes que, como el resto de la ciudad, son objeto de disputa entre diversos actores que representan diferentes intereses económicos, sociales y políticos.
La apropiación, la relación de identidad, el acceso y disfrute del patrimonio urbano son y han sido desiguales entre los distintos actores sociales, económicos y políticos. En efecto, así como hay un patrimonio urbano jurídicamente reconocido por leyes y normas, y tal vez socialmente desapropiado o desconocido, hay también otros patrimonios urbanos socialmente apropiados aunque jurídicamente no estén reconocidos como tales. De esta manera, en el patrimonio urbano se sobreponen y yuxtaponen percepciones, identidades, memorias, atributos y valores.
El enorme simbolismo del patrimonio urbano radica en varios hechos:
• Muchos edificios y espacios urbanos se han construido con la idea de congregar y mantener unidos a los colectivos sociales. Otros edificios, plazas y barrios no fueron erigidos así, si bien a posteriori han desempeñado estas mismas funciones sociales, políticas, culturales y simbólicas.
• La aparente permanencia «eterna» de los edificios es muy fuerte y constituye un anclaje que trasciende la vida humana. Esto convierte a algunas edificaciones y conjuntos urbanos en un poderoso instrumento persuasivo para los grupos en el poder: la decisión de qué se conserva, qué se destruye, qué se «descubre»4 o qué se construye aspira a menudo a reconfigurar la historia (oficial) y el orden social y político.
• La ciudad es, a su manera, una memoria colectiva para sus residentes, pues la memoria está asociada a los objetos y los lugares que se habitan.5 Lefebvre reconoce que el espacio urbano y monumental ofrece a cada miembro de una comunidad la imagen de su membresía y de su apariencia social. Se trata de un espejo colectivo que es más auténtico que el espejo personal.6 Por ello, una visión «antropologista» del patrimonio cultural, en su más amplia expresión, reivindica que dicho patrimonio contribuye a la construcción de una identidad colectiva basada en la originalidad y la diferencia entre culturas y pueblos, así como a asegurar una memoria social que orienta el futuro de esos grupos sociales.7
• Halbwachs reconoce que las estrechas relaciones entre las «impasibles» piedras de la ciudad y la vida cotidiana de la gente no se rompen con facilidad a pesar de la destrucción de la ciudad, de un barrio o de una calle; o a pesar del desplazamiento (in)voluntario de la gente. Los nombres se quedan en los lugares y/o son llevados consigo por los grupos sociales cuando se desplazan.8
Los edificios y barrios antiguos concentran emblemáticamente la historia de la ciudad y de la sociedad que los creó; mientras que los nombres de la ciudad, de las calles, las plazas y los lugares no sólo relatan la historia local, sino que otorgan argumentos para las identidades de la urbe. A menudo los nombres permanecen aunque el objeto físico haya desaparecido; o algunos edificios se convierten, sin que medie un propósito determinado, en íconos de su ciudad: la torre Eiffel en París, la torre inclinada en Pisa, el Coliseo en Roma, la catedral de San Pablo en el Vaticano, etcétera. Así, la ciudad es un territorio que contiene y acumula tiempo; está conformada de estratos históricos de diferentes temporalidades.
Patrimonio urbano: relación con el pasado y herencia colonial
El patrimonio urbano, como en su más amplia expresión el patrimonio cultural, remite a las relaciones que los pueblos (y sus elites) tienen con su pasado. Así, los pueblos que se independizan de los colonizadores no reconocen en lo inmediato el legado urbano y arquitectónico colonial como parte de su patrimonio. La valoración de la herencia edificada proveniente de un pasado de dominación es conflictiva. En algunos periodos de la historia, sobre todo en momentos de cambios de régimen, de revoluciones y de rupturas profundas, se presenta la intención de destruir los símbolos del pasado del oprobio y la dominación que se derroca. A menudo los nuevos órdenes revolucionarios pretenden construir un nuevo orden político, social y urbano sobre las cenizas físicas del pasado. Bevan consigna una serie de edificios y palacios de la nobleza francesa que los revolucionarios de fines del siglo XVIII condenaron a su destrucción por constituir un insulto a la moral de la nueva república.9 Tung da cuenta de la destrucción del patrimonio histórico, urbano y arquitectónico en Moscú y Pekín, en la época comunista, por motivos ideológicos.10
Hobsbawm sostiene que el pasado legitima: el mito y la invención de «hechos históricos» son esenciales para las políticas de la identidad de los diferentes grupos sociales y las distintas culturas.11 Parte de ese pasado tangible está constituido por una herencia edificada, integrada por edificios, barrios y ciudades. Para Nasr y Volait la tarea de crear o (re)construir un Estado y de generar una nueva identidad colectiva —nacional o local— se acompaña de los esfuerzos por construir un nuevo entorno urbano por parte de quienes accedieron al poder.12 A menudo los nuevos gobernantes, colonialistas o independizados, construyen explícita o implícitamente nuevos monumentos, edificios y barrios, como patrimonio; es decir, del pasado edificado seleccionan algunos objetos (edificios y barrios) a los que se les asignan nuevos significados, útiles para construir o fortalecer la nueva identidad nacional. En efecto, muchos países postcoloniales, una vez independizados, «inventan» una herencia nacional, lo que conduce a patrimonializar parte del entorno construido (áreas urbanas vistas como históricas, distintivas, autóctonas u originarias) y a construir una nueva percepción sobre dichos lugares.
Las ideas occidentales, que muchos europeos y anglosajones se reservan de manera errónea para sí mismos, se han transferido y circulado en diferentes periodos históricos en todo el mundo, lo que para algunos autores implica la idea del patrimonio cultural y sus formas de conservación.13 No sotros sostenemos que la idea del «patrimonio» no es exclusiva de Europa, sino que abarca vastas geografías y se halla asociada a la formación de los Estados-nación, como veremos en seguida.
La invención del patrimonio cultural y urbano en México
Sonia Lombardo muestra que la construcción del patrimonio cultural mexicano está estrechamente vinculada a la formación del Estado-nación posterior a la independencia respecto de España en el siglo XIX y al surgimiento del Estado nacional posrevolucionario del siglo XX, con sus respectivas preocupaciones por construir una nueva identidad nacional, en el intento de otorgar a la población una homogénea identidad cultural.14 Para la autora, la formación del patrimonio cultural mexicano ha sido una construcción histórica del binomio gobierno y elites ilustradas en el poder, que ha implicado una selección ideológica de los objetos valorados y cuya respectiva preservación es una «imposición ideológica de los valores culturales de grupos dominantes a los subalternos». No es casual que las legislaciones decimonónicas sobre la protección del patrimonio cultural en México —bajo los conceptos de «antigüedades» y «monumentos»— insistan en que los monumentos históricos son la constancia de la identidad de un pueblo y la prueba fehaciente que los diferencia de otras naciones.15
La emergente nación mexicana que se independizaba de España reivindicaba el pasado prehispánico para diferenciarse y distanciarse del dominio y control coloniales.16 Por ello se realizaron esfuerzos para estudiar, descifrar y conservar los objetos culturales prehispánicos, y crear leyes y decretos para proteger las antigüedades mexicanas —por ejemplo, de los saqueos que realizaban viajeros y arqueólogos interesados en esos objetos. Si bien en ese momento el pasado colonial, por constituir la herencia de un régimen derrocado, no fue objeto de conservación, tampoco lo fue de destrucción.
A principios del siglo XX, y con una distancia de casi un siglo, las primeras legislaciones sobre protección del patrimonio realizadas en plena Revolución mexicana (Ley sobre Conservación de Monumentos Históricos y Artísticos y Bellezas Naturales, del 6 de abril de 1914, y un Proyecto de Ley sobre Conservación de Monumentos, Edificios, Templos y objetos Históricos o Artísticos, de enero de 1916)17 comienzan a reivindicar la herencia colonial como un conjunto de objetos muebles e inmuebles que merece ser conservado por sus atributos históricos y estéticos. En ese momento se reivindica sin tapujos el legado colonial: Federico Mariscal publica en 1914 La patria y la arquitectura nacional y Manuel Toussaint, en 1915, El arte colonial. Aquí, la idea del mestizaje cobra un mayor interés que lo prehispánico en tanto que elemento de identidad y de cultura nacional, mientras que la arquitectura colonial es recreada bajo el nombre de neocolonial.
Es interesante destacar que en la década de 1930 en México, en el marco de la Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos y Bellezas Naturales, de 1930, y de la Ley sobre Protección de Monumentos Arqueológicos e Históricos, Poblaciones Típicas y Lugares de Belleza Natural, de 1934, se comenzaron a proteger tejidos urbanos, conjuntos de edificaciones y plazas públicas con sus entornos construidos bajo la figura de zona típica. Tal fue el caso de la plaza de la Constitución (o Zócalo) y de las ciudades coloniales de Puebla, Taxco y Guanajuato.18
El legado edificado del siglo XIX, en particular la herencia ecléctica construida durante la dictadura de Porfirio Díaz, que la Revolución mexicana derrotó, ha sido reconocido hasta la década de 1970 bajo la figura de monumentos históricos. En efecto, la aún vigente Ley Federal sobre Monumentos y Zonas de Monumentos Arqueológicos, Artísticos e Históricos, de 1972, concibe los tejidos urbanos, o patrimonio urbano, como la suma de muchos monumentos. Esta ley, anclada en conceptos decimonónicos, establece una línea de tiempo para diferenciar los monumentos y las zonas de monumentos: los monumentos arqueológicos son bienes muebles e inmuebles producidos hasta 1521; los monumentos históricos son bienes producidos entre 1521 y 1900; mientras que los monumentos artísticos abarcan los bienes producidos desde 1900 en adelante. Aquí, la arqueología y la historia han dejado de ser ciencias sociales para convertirse en periodos de tiempo; mientras que, bajo la figura de monumentos artísticos, diversas arquitecturas del siglo XX han sido patrimonializadas.
Con base en la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas de Monumentos Arqueológicos, Artísticos e Históricos, el gobierno federal ha decretado 59 zonas de monumentos históricos en el país. Vale agregar que la mayor parte de esas declaratorias se hicieron entre la década de 1970 y hasta 2000. Todo indica que los gobiernos neoliberales del conservador Partido Acción Nacional, que dirigieron los destinos del país entre 2000 y 2012, no tenían mucho interés en seguir utilizando la ley federal en la materia: en esos dos mandatos sexenales se decretaron dos zonas de monumentos históricos en 2012 y ocho en 2001. En cambio, estos gobiernos federales impulsaron desde 2000 la creación de los «pueblos mágicos». Se trata de una política de desarrollo económico que promueve la turistificación de poblaciones antiguas y pintorescas, acompañándola con inversiones federales de la Secretaría de Turismo, para la «recuperación» del patrimonio urbano y su adaptación al turismo cultural. Hasta 2015 hay un total de 83 «pueblos mágicos» que han sido decretados por sus «atributos simbólicos, leyendas, historia, hechos trascendentes, cotidianidad, en fin (de la) magia que emanan…»19 Las críticas que diversos académicos hacemos a este tipo de políticas es que el turismo no es una «industria sin chimeneas», como se quiere hacer ver; el turismo —en las condiciones en que se realiza—, lejos de promover el desarrollo económico y la equidad social, contribuye a profundizar las desigualdades socioeconómicas ya que las ganancias que esta actividad genera son capturadas sólo por unos pocos actores económicos y los empleos son, por lo general, mal remunerados.20 En tal sentido, Valverde y Encizo, además de preguntarse qué cosa es la magia y lo mágico, consideran que dicho programa construye escaparates atractivos que mercantilizan el hábitat de los pueblos tradicionales.21
Por otra parte, en 1972 el Estado mexicano suscribió la Convención de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO por sus siglas en inglés) para la protección del Patrimonio Natural y Cultural de la Humanidad. Sin embargo, hubo que esperar a que el senado de la república ratificara en 1984 dicha convención, condición necesaria para que los tratados y acuerdos que firmara el Ejecutivo tuviesen validez jurídica en México y a que en 1987, quince años después de haber firmado esa convención, se comenzara a promover la inclusión de destacados sitios mexicanos, culturales y naturales, en la lista de lo que se ha declarado como Patrimonio de la Humanidad. Así, apenas en 1987 la UNESCO reconoció como Patrimonio de la Humanidad a siete sitios culturales de México, entre ellos los centros históricos de Oaxaca, Ciudad de México y Puebla. Desde entonces el interés ha crecido y en 201522 México tenía inscritos en la lista mencionada 32 sitios, de ellos cinco como patrimonio natural, 26 como patrimonio cultural y uno como mixto (natural y cultural); asimismo, 11 son centros históricos (entre ellos el centro histórico de Tequila, Jalisco, reconocido en el marco del paisaje cultural agavero).
México firmó la Convención de la UNESCO para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2003, y hasta mayo de 2015 hay inscritas ocho tradiciones en la respectiva lista, que ya cuenta con 364 prácticas y tradiciones culturales inscritas en escala mundial.
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