Kitabı oku: «Cetreros I», sayfa 2
Capítulo 1.
Evolución
La evolución es tan creativa.
Así es como tenemos jirafas.
Kurt Vonnegut
La evolución ha ido avanzando hacia la cumbre de la complejidad y, tanto si nos gusta como si no, la cumbre en este momento
somos nosotros. De nosotros depende que la evolución continúe produciendo formas más complejas en el futuro. Podemos ayudar
a que este mundo sea un lugar más increíble que nunca o acelerar
su retorno al polvo inorgánico.
Mihály Csíkszentmihályi
No fue el azar.
No fue una casualidad.
Estaba escrito.
Heraldo
Reflexiones
Planeta Tierra, fines del Pérmico, aproximadamente treinta millones antes del surgimiento de los dinosaurios
La superficie y los habitantes del planeta presentaban un aspecto burdo.
De colores elementales e incluso desvaídos, en el aspecto de ambos se notaba que los sencillos programas de desarrollo eran el resultado de los esfuerzos de un mundo joven, aún en proceso de aprender.
Al principio, la cuna de la vida, los mares, estaban saturados. Seres rígidos y no muy sensibles, tales como trilobites y muchas otras formas vitales elementales los llenaban. La vida rebosaba, pero evidentemente los habitantes del planeta no poseían aún un propósito muy definido. Se limitaban a existir.
No podía pedirse más por el momento. Esos seres eran solo un primer esbozo.
En la tierra, los anfibios prosperaban y medraban a sus anchas, y toscos reptiles depredadores eran los reyes en esa tierra que se hallaba apenas fragmentada. Era una gigantesca isla que flotaba en la superficie de un aún más gigantesco mar planetario.
Era un buen principio, pero era necesario dar mayor impulso, velocidad y vigor al proceso evolutivo.
La Tierra (nombre que el planeta ya había adoptado plenamente, y que se sembraría en la mente de algunos de sus futuros habitantes) tras un sondeo general de los parámetros de su programa, aceptó la recomendación implícita en sus instrucciones. Usó su nexo de geotraxis. Emitió un llamado, y recibió respuesta.
Por desgracia para los habitantes del planeta, ninguno de ellos tuvo la más mínima conciencia de este cósmico intercambio de señales. Y un tiempo después tampoco hubo una respuesta a las transmisiones protocolarias del bólido que surgió del espacio.
Y así, un meteoro heraldo chocó por segunda vez con la Tierra.
El impacto fue nuevamente brutal, y ahora también mortal. La luz dorada y cegadora que lo acompañaba se extendió para cubrir una amplia zona alrededor del sitio del impacto, y, a partir de ahí, destruirlo casi todo en una marea de fuego, escombros, humo y muerte.
La extinción resultante fue la más severa que sufriría el planeta. Sin embargo, no sería tan publicitada como otras en el futuro. No obstante, en ese brutal momento, el 95 % de la vida fue extinguida. Ecosistemas que estaban en pleno desarrollo se terminaron totalmente. Dinastías enteras de animales desparecieron en medio del fuego y las tormentas y oscuridad posteriores. Hasta los insectos, persistentes sobrevivientes, se vieron seriamente mermados.
El mar fue aún más afectado que la tierra. Grandes zonas de corales, lirios de mar y hasta los largamente persistentes trilobites fueron arrasados.
Solo zonas cuidadosamente elegidas y aisladas gracias a la energía del geotraxis fueron preservadas de la destrucción. Únicamente los eslabones más fuertes y prometedores de la cadena fueron elegidos y salvados. Todo lo demás era prescindible. Pasarían largos y muy duros millones de años antes de que la vida volviera a desarrollarse en plenitud. Esta vez crecería y se multiplicaría de una forma más especializada. Y lo más importante: iniciaría con los rudimentos de una conciencia.
Habría ajustes más finos y se aplicarían criterios más estrictos en la siguiente evaluación. Definitivamente se esperaban mejores y más rápidos resultados, y como siempre, no habría medias tintas: fallar sería igual a morir.
Pero por el momento había que trabajar mucho.
Planeta Tierra, fines del Mesozoico. Hace sesenta y cinco millones de años
Parecía un día más de los ciento treinta millones de años que los dinosaurios llevaban dominando el planeta.
Durante ese muy largo tiempo, innumerables especies habían surgido y desparecido. Algunas dejaban su huella en la historia planetaria, pero muchas más pasaban desapercibidas y por ello no serían recordadas. Nuevos cambios climáticos importantes se habían iniciado, y la actividad volcánica estaba en aumento.
Desaparecidos los reptiles primitivos, los dinosaurios habían ocupado su lugar; habían llegado a ser inmensamente grandes y poderosos. Dominaban cielo, mar y tierra. Colmaban de vida el planeta. Sus variedades eran tantas que nunca podrían ser completamente clasificadas. Estaban tan perfectamente adaptados a su mundo, y llevaban tanto tiempo prevaleciendo, que habían llegado a una estabilidad peligrosamente parecida al estancamiento.
El pequeño dinosaurio se movía silenciosamente en dirección a su guarida. Avanzando entre la lujuriante vegetación, los juegos de luz y sombra le servían para pasar inadvertido entre la espesura. El nervioso representante de la especie dominante se movía actuando como depredador, y también como el posible almuerzo de algún individuo más grande; situación de lo más común desde que existía la vida.
La Tierra, de ser un lugar seco lleno de bosques de coníferas, había pasado a convertirse en un vergel lleno de plantas con flores que eran una explosión de colores. Por su parte, el sigiloso cazador que lo recorría era un dinosaurio de un sencillo color verdoso, que a primera vista no se diferenciaba en su estructura de otros que rondaban por ahí. Tenía alrededor de metro y medio de altura y pesaba como 50 kilos. Poseía una fuerte cola que, entre otras funciones, lo ayudaba a estabilizar sus movimientos. Se desplazaba sobre sus poderosas patas posteriores, dotadas de unas respetables garras. Sus pequeños brazos le servían tanto como elemento adicional de balance como para otras funciones bastante más especializadas.
Eran esas manos de tres dedos, con una especie de pulgar oponible, junto con una caja craneana proporcionalmente grande en comparación con las de sus más simples congéneres, las que le daban muy importantes posibilidades evolutivas, y que harían discutir largamente a paleontólogos aún por nacer. Sí, definitivamente tenía posibilidades.
Pero solo eran eso: posibilidades.
Sin estar consciente de nada de esto (tenía cosas más importantes en qué pensar), el pequeño dinosaurio se detuvo a olfatear y observar cuidadosamente a su alrededor con unos ojos que desmentían cualquier indicio de estupidez o instinto demasiado rudimentario. La forma de ladear la cabeza y entrecerrar los ojos le daban un alto nivel de expresividad. Parecía casi posible que de un momento a otro soltase alguna palabra bien estructurada.
Podía usar sus manos para tomar ramas lo suficientemente gruesas para usarlas como herramientas, incluso como armas en algunos casos. Para enfrentarse a depredadores mayores que él, lo que usaba era una mayor cantidad de ingenio.
No obstante, para los planes inmediatos del planeta, lo relevante era poseer capacidades mucho más sutiles y poderosas que las del pequeño reptil. A diferencia de la mayoría de sus compañeros de especie, este dinosaurio también era capaz de sentir la energía vital que emanaba del planeta. Y aún más: apoyándose en esto, podía crear un tosco lazo de comunicación con este.
El relativamente pequeño ser podía manipular de manera rudimentaria un nexo de geotraxis.
Aunque elemental, este poder le daba notables ventajas: sabía con cierta anticipación cuándo habría una erupción volcánica, de dónde venía un incendio y hacia dónde debía huir cuando un depredador andaba demasiado cerca, entre otras. Incluso intercambiaba noticias con algunos de los más dotados de sus congéneres a través de largas distancias, sin medios físicos visibles.
Pero a pesar de ser extraordinario, eso podría no ser suficiente.
El pequeño cazador se inclinó para tomar con su garra derecha una gruesa rama que yacía entre un montón de hojas a medio podrir. Después de arrancarle un par de tallos muertos, la sopesó apreciativamente.
Era perfecta para sus planes.
Pretendía golpear con ella a un pequeño mamífero que se le había escapado. Hacía un par de horas, gracias a su habilidad, había ubicado con precisión uno de sus almuerzos preferidos. Sin embargo, este había conseguido escabullirse en el último momento, y el dinosaurio estaba molesto. Su pareja había quedado al cuidado de la nidada, y seguramente estaba hambrienta. De hecho, él mismo sentía las primeras punzadas de un hambre creciente. Ya había tardado mucho en regresar y su pareja le gruñiría no precisamente como bienvenida. Sí, definitivamente serían varios golpes. De todos modos, a su pareja le gustaba la carne ablandada.
Sacudió suavemente la cabeza para alcanzar un nivel más alto de sintonía con su entorno. Miró atentamente al suelo olfateando y descubriendo, gracias a una cuidadosa inspección, pequeños rastros que indicaban la ruta de huida de su peludo adversario.
El calor empezaba a arreciar, y en el horizonte se divisaba la ya familiar nube de cenizas proveniente de la última erupción de un cercano volcán.
El dinocazador se detuvo bajo la sombra de uno de los ya escasos helechos, e inició una especie de rito que, muchas generaciones atrás, habían comenzado a realizar sus ancestros.
Era algo que ningún paleontólogo imaginaría posible ni en sus más alocadas especulaciones. Un proceso que en el futuro sería desconocido al menos por la gran mayoría de los habitantes del planeta.
Cerró sus ojos. Concentrándose al tiempo de respirar pausadamente, empezó a pensar en colores: colores brillantes, colores vivos. Colores sin nombre que eran parte de un mundo más complejo que el simplemente visible. Estos representaban sensaciones, y eran el camino a su comunión básica con el planeta. Los rojos atardeceres volcánicos de los últimos años eran un buen punto de partida. El rojo era fuerza. El rojo era lucha. El rojo era sangre. El rojo era muerte.
Lograr esto era un gran avance, pero el siguiente nivel, entrar en comunión total con el Eje de Fuego de la Tierra era aún demasiado para él y para el resto de los miembros de su especie.
El dinosaurio empezó a sentir plenamente la existencia que vibraba a su alrededor, el supremo poder del juego de la vida y la muerte. De la eterna lucha por vivir o matar. Percibió claramente la mayoría de los seres que lo rodeaban. Ubicaba a los grandes depredadores, que eran fuertes pero básicamente tontos. También sentía con claridad la presencia de los mansos herbívoros: simple ganado para la alimentación de aquellos. Y, por fin, tal como lo deseaba en ese momento, percibió a su asustada presa.
Sintió el miedo y las ansias de vivir del mamífero, pero al dinocazador eso no le importó en absoluto. El humilde y peludo ser era simplemente su alimento, y lo que pensara no era relevante. Los mamíferos eran advenedizos sin importancia; seguramente no iban a durar en el planeta. El pequeño dinosaurio abrió los ojos, sujetó con más fuerza su rama y se dirigió a encontrar su almuerzo con un trote ligero.
Cien millones de años de convivencia no habían hecho que los mamíferos ganaran gran terreno a los dinosaurios. Medraban y parecían diversificarse, pero no muchos habrían apostado por ellos en la carrera evolutiva. Eran débiles, eran asustadizos, no parecían muy listos, y no eran muy numerosos en comparación con los poderosos y antiguos gigantes. Pero definitivamente las apariencias engañan, y los mamíferos, no solo el entonces inexistente león, no son como los pintan.
En el momento en que el dinocazador se acercaba con un balanceo que le permitiría atajar cualquier intento de huida y acorralaba al mamífero contra la base de un muro de granito, enfrentándose a su mirada de desolación con total indiferencia, sintió algo más que la satisfacción del cazador exitoso.
El mamífero, entrecerrando los ojos a pesar de su comprometida situación, trató también de descifrar la repentina sensación que se sobreponía a su miedo.
Parecido a un tejón de regular tamaño, el mamífero, usando suaves gruñidos y sus patas delanteras trató de comunicarle algo a su verdugo. Bajo otras circunstancias, el asunto podría resultar incluso cómico, pero al dinosaurio no le hizo gracia. Titubeó solo un segundo antes de descargar el golpe mortal, y otros más para asegurarse. No obstante, la extraña y repentina sensación, amplificada por el reciente intento de comunión de su ahora muerto almuerzo, lo hizo volver su vista al cielo.
Además de las ya comunes bandadas de aves y las irritantes nubes de insectos que poblaban el cielo, percibió una más nueva y opresiva sensación en el aire. Extrañamente, era algo que no podía definir. Era importante, muy importante; y estaba por suceder. ¿Pero qué era? Volvió su mirada en dirección a la pradera donde pastaban las grandes manadas de los relativamente nuevos herbívoros, presas para la también relativamente nueva dinastía de depredadores, incluido el rey Tyrannosaurus.
Tampoco ahí encontró la respuesta.
Algunos de los herbívoros también comenzaron a inquietarse. Dejaron de comer y elevaron sus cabezas hacia el cielo. Incluso algunas bandadas de aves cambiaron repentinamente la dirección de su vuelo. Se percibía una sensación apremiante, como la que precede al estallido de una tormenta. Y sí, ese día habría una tormenta como nunca habían visto los entonces habitantes del planeta.
El cazador se olvidó momentáneamente de todo, incluso de su reciente presa que permanecía muerta frente a él. El tiempo pareció quedar en suspenso, esperando la siguiente escena de la obra a presentarse en el teatro de la vida, mientras algunos de los actores miraban al cielo.
Millones de pequeños asteroides habían pasado por las cercanías de la Tierra como lejanos y casi invisibles cometas. Miles se quemaban en la atmósfera diariamente, provocando ocasionalmente el espectáculo de bellas lluvias de estrellas en el cielo nocturno, y algunos de mayor tamaño habían hecho impacto en el planeta. Unos en el océano y otros, recientemente, en los nuevos continentes originados por la división de la gran masa primigenia. Pero ninguno había causado mayores problemas a los habitantes del planeta, que en realidad nunca se percataron de esos trascendentales hechos. Solo algunos habían presentido que algo importante había pasado, pero en ninguna de las ocasiones habían podido definir exactamente qué.
El sistema Tierra-habitantes funcionaba relativamente bien. Sin embargo, la Tierra llevaba la mayor parte de la carga. Una rudimentaria estructura global de conciencia parecía estar empezando a formarse, pero los poderosos saurios estaban, salvo insuficientes excepciones, estancados. Los relativamente pequeños ajustes, posteriores a la última depuración masiva, al parecer no habían sido suficientes.
Era el tiempo de un nuevo ajuste. Con la acostumbrada eficiencia.
Con lo que para muchos podría considerarse fría indiferencia, ese día nuevamente los habitantes planetarios serían evaluados. Y del resultado dependería su permanencia en el planeta.
A millones de kilómetros en el espacio, en una región preestablecida y que era aparentemente igual a las demás en esa esquina galáctica, el espacio tembló con una irrealidad semejante a ondas de agua generadas por la caída de una pequeña piedra en un estanque.
Apareció entonces una brillante fractura en la imperturbabilidad del negro vacío que, tras breves instantes de destellar irregularmente, se estabilizó flotando en la nada. Se asemejaba a un dorado tapiz que ondeaba serenamente en el vacío, brillando cada vez con mayor intensidad en medio de una bruma igualmente dorada.
Era el transportal Alfa.
De pronto, en su interior se abrió un gigantesco túnel de forma ovalada, semejando un descomunal ojo en el que no se reflejaban las estrellas. El tiempo pareció congelarse hasta que, rompiendo de manera brutal la tensa espera, surgió del inmenso túnel un meteorito de diez kilómetros de diámetro con una forma extrañamente regular, compuesto casi en su totalidad de iridio. Irrumpiendo en el espacio local a una velocidad descomunal pero controlada, se dirigió a la Tierra.
Tras él, el túnel se cerró con la misma presteza con que se abrió, y la prueba dio inicio. Al parecer, era un viaje solo de ida. El transportal Alfa siguió brillando, inmutable, a la espera de los resultados.
Esta vez, según el programa, se otorgaba mayor tiempo para la respuesta de los habitantes de la Tierra. Pero seguía siendo muy limitado.
Algunos dinosaurios lo supieron. Por supuesto, el pequeño dinocazador estaba entre ellos. La mayoría de los mamíferos lo intuyeron igualmente, pero unos pocos lo supieron con toda certeza. Fueron leves y escasos destellos de conciencia a lo largo y ancho del planeta.
Era hora de jugarse el todo por el todo.
El meteoro heraldo comenzó a emitir señales de una sutileza y complejidad casi etérea. Hablaba con el planeta e intentaba hacerlo con los habitantes que pudieran entenderlo. Lo hacía a un nivel que involucraba información, medición de señales y calibración de resultados a una velocidad alucinante. El dialogo básico podría traducirse como algo similar a:
Meteoro: | Voy llegando, Tierra. Inicio la fase de aproximación. ¿Me escuchan? |
Tierra: | Yo sí, fuerte y claro. Respecto a mis pasajeros, no puedo garantizar su grado de entendimiento. Por eso estás aquí. |
Meteoro: | ¿No fue tiempo suficiente? ¿Nadie puede responder? Sabes que ahora no debes intervenir. Deben hacerlo solos. Estoy evaluando los datos. ¿Candidatos? |
Tierra: | Lo sé. Estarán solos. Tengo dos probabilidades. Una variedad de los dominantes y varias especies de una nueva estirpe. |
Meteoro: | ¿Te inclinas por alguna? Ya tengo la valoración inicial. |
Tierra: | No especialmente. Pero creo que los dominantes ya tuvieron tiempo suficiente. Los ajustes de bajo nivel no han funcionado como esperábamos. Los nuevos parecen aceptables. Que entre ellos lo decidan. |
Meteoro: | De acuerdo, pasa el control a Nexo de Geotraxis, nivel 1. |
Tierra: | Adelante. Estableciendo nexo de Geotraxis. |
Meteoro: | Habitantes de la Tierra, ¿tienen heraldos que hablen en nombre de su mundo? ¿Cuál es su misión? —Y luego añadió la pregunta más importante—: ¿Quiénes son ustedes? |
El pequeño dinocazador y casi todos sus compañeros de linaje, dispersos en esa región del planeta, fijaron su vista en la estela de luz que empezaba a notarse en el cielo. Cerraron sus ojos e iniciaron un ritual grupal instintivo. Estaban luchando por demostrar su valía.
Pero tenían competencia.
La gran mayoría de los mamíferos poseían una energía nueva y pura. Ya habían creado los primeros nexos con la energía del geotraxis. Era novatos, pero novatos con muchas ganas de aprender.
Muchos de ellos comenzaron también el proceso con ímpetu. Cerraron sus ojos y por vez primera, gracias a un poderoso instinto de supervivencia que surgió con fuerza de su interior, establecieron un nexo grupal de geotraxis con su mundo. Era un nexo tosco, espontáneo y todavía sin pulir. Pero era pujante, fuerte y, sobre todo, con infinitas posibilidades. Fue una demostración de poder que comenzó a captar la energía de más y más especies de mamíferos, que se unieron a la prueba con gregaria decisión.
Por desgracia para los dinocazadores, la gran mayoría de los otros dinosaurios guardaron un silencio total. Habían llegado a su límite. Los dejaron solos.
En el cielo, el bólido estaba entrando en la atmósfera, ahora convertido en una humeante bola de fuego.
Meteoro: | Repito. ¿Existe un heraldo que hable en nombre de su mundo? |
La primera respuesta tardó lo que parecieron unos eternos segundos en llegar.
Mamíferos: | Estamos aquí. No entendemos bien. Pero queremos aprender. |
Después, más lenta y menos vital, llegó la segunda respuesta.
Dinocazadores: | Llevamos más tiempo aquí. No somos muchos. Pero conocemos el nexo y poder del Geotraxis y llevamos tiempo dominando. Este mundo es nuestro. Somos sus dueños. |
Mamíferos: | Sentimos ese poder, pero estamos aprendiendo. Queremos aprender más. Queremos ser uno con el mundo. |
Dinocazadores: | ¡Podemos mejorar! Somos lo mejor de este planeta. |
Respuesta equivocada. La decisión fue instantánea. Los dinocazadores habían fallado.
Meteoro: | Tierra, va por los nuevos. Extiende campos de protección de Geotraxis. |
Tierra: | De acuerdo, extendiendo campos de protección de Geotraxis. |
El meteoro ajustó su trayectoria para orbitar la Tierra a toda velocidad, dándole a esta tiempo suficiente para terminar el proceso. Por unos alucinantes y breves instantes, el planeta se vio envuelto en un anillo de fuego.
Muchos mamíferos de diversas especies se habían agrupado sin causa aparente. Lo hacían porque su instinto y algo más profundo se los había indicado. Entonces, en medio de una serie de destellos repentinos, se vieron rápidamente rodeados de islas de dorada luz que flotaba como niebla. Los ojos de todos ellos reflejaban esas gotas de oro. Estaban totalmente abiertos a esa nueva maravilla que los mantenía como hipnotizados.
La niebla comenzó a tomar consistencia, e inmensas formas regulares se fueron delimitando en el suelo. De las esquinas de cada una de las zonas cuadradas así marcadas surgieron repentinamente, en medio de una nueva explosión de chispas doradas, cuatro brillantes puntales semejantes a columnas de oro, que estaban colocados a distancias milimétricamente iguales. Levemente inclinados hacia dentro, se elevaron raudos hacia el cielo hasta encontrarse y fusionarse, con una nueva explosión de luz, en una cúspide a gran altura.
Después, sin pausa aparente, como telas tejidas por invisibles arañas, comenzaron a surgir de los postes los componentes de gigantescas estructuras geodésicas que, entrelazándose con toda precisión, pasaron a llenar las inmensas superficies laterales de las estructuras, hasta semejar piramidales torres de comunicación de tamaño descomunal.
Los animales atrapados en el interior de las ciclópeas construcciones estaban ahora como congelados. No movían un solo músculo. Adultos, crías, todos estaban como hechizados ante lo que no entendían ni de la manera más remota. Solo sentían una extraña seguridad. Una sensación de estar protegidos ante el inminente y portentoso suceso que estaba por ocurrir.
Estaban en paz.
Finalmente, tras una mínima fracción de tiempo, las áreas se recubrieron con muros translúcidos que surgían como olas brillantes desde el suelo hasta llegar al lejano vértice superior. Desde dentro, los animales veían el mundo exterior como difuminado en una bruma dorada que no dejaba pasar muchos detalles.
Las gigantescas pirámides hábitats fueron finalmente completadas por unas esferas semejantes a estrellas que emergieron del suelo y, como deslumbrantes burbujas, flotaron hasta terminar alojándose en la punta de la pirámide, por su parte interior. Estaban listas para fungir como pequeños soles.
Las estructuras tenían las medidas y proporciones precisas: míticas dimensiones para contener cómodamente su carga de vida, y a la vez, manipular y dosificar la energía requerida para sostener esos hábitats a largo plazo. Todo estaba listo.
Minutos de rápida acción ponían fin a millones de años de lenta evolución.
Pocos fueron los convocados, y menos los elegidos. No fueron muchas, respecto al total, las criaturas adicionales a los mamíferos que sintieron el impulso de dirigirse a estos refugios. Los precursores de los modernos cocodrilos, tortugas, ranas y salamandras fueron igualmente seleccionados. Llegaban a unirse a los que ya estaban dentro cruzando sin problema las paredes color oro brillante de las pirámides.
Era como traspasar un hermoso velo de luz dorada que los cubría totalmente al entrar. Los animales de todos tamaños se iban acomodando, como los mudos espectadores de la función final de la obra denominada La persistencia de la vida, en la cual, como era tradición, el acto final era la muerte de muchos seres.
Las doradas pirámides se habían ubicado en sitios con suficiente agua y vegetación. Pero solo los sanos, solo los aptos, principalmente adultos jóvenes y crías, fueron salvaguardados. El resto era totalmente prescindible.
Sin dudas. Sin retrasos. Sin piedad. El proceso siguió su curso.
También hubo insectos, aves y otras muy específicas formas de vida incluidas en la selección. Con presteza volaron, trotaron y saltaron, atravesaron las paredes y abordaron las doradas arcas. En el caso del mar, primitivos tiburones, futuras ballenas y diversas especies fueron puestos a cubierto. Todos ellos preparándose, sin saberlo, para el impacto.
Meteoro: | Tierra, estoy concluyendo la última vuelta en la atmósfera. Punto de impacto seleccionado. Daños calculados. Refuerza nexo de Geotraxis y estabiliza los hábitats. |
Tierra: | Entendido. Procedo a reforzar vínculos de protección. Hábitats de seguridad establecidos. Especies seleccionadas a salvo. |
Meteoro: | De acuerdo, ahora procedo a fase de ingreso final e impacto. |
El meteoro heraldo, incrementando su velocidad, entró en la atmósfera baja a una velocidad aterradora de treinta kilómetros por segundo. Iluminó el cielo como lo que era: una espada de fuego dispuesta a dar el golpe final. Los dinosaurios que tenían a la vista el fenómeno levantaron aún más sus cabezas. Herbívoros, carnívoros, gigantes y enanos, en la tierra y en el mar, de repente sintieron algo cercano al terror.
Los dinocazadores por fin supieron lo que iba a pasar, y repentinamente conscientes de su destino, se acercaron rápidamente a las pirámides de luz dorada para intentar entrar. Fueron rechazados por un campo de fuerza que les impedía el acceso. Nuestro cazador incluso golpeó inútilmente con su rama la dorada barrera.
Meteoro: | Tierra, estoy a cinco segundos del impacto. Te transfiero los nuevos registros. Nos vemos en la siguiente etapa. |
Tierra: | Entendido. Quedo en espera. |
El pequeño dinocazador quedó frente a frente con un joven mamífero de la especie a que pertenecía su reciente víctima. El ser peludo estaba trepado en una fuerte rama de helecho, pegado al fantasmal muro de luz dorada que los separaba. En un eterno segundo, sus miradas se encontraron y ambos aceptaron lo que vendría. El dinosaurio, con dolor expresado en algo parecido a un grito dirigido al cielo. El rudimentario mamífero, con miedo y esperanza reflejados en un inquieto silencio y una rápida mirada al pequeño sol de su refugio.
Un nuevo capítulo de la vida y la muerte en la Tierra dio inicio. Como correspondía, en la voz del meteorito, Dios dijo: «Hágase la muerte».
Y la muerte se hizo.
La descomunal colisión sacudió al planeta. El meteoro heraldo hizo impacto con la energía de cien millones de megatones en lo que alguna vez sería la península de Yucatán, con fuerza suficiente para abrir un cráter de doscientos kilómetros de diámetro y quince kilómetros de profundidad.
Todos los seres vivos a varios kilómetros a la redonda del impacto fueron instantáneamente vaporizados, y la onda de choque barrió un área muchísimo mayor. Al caer en el agua, el impacto del meteorito generó olas gigantescas que arrasaron las costas y entraron muchos kilómetros en tierra firme, devastando todo a su paso. La destrucción inicial fue nuevamente descomunal.
Pero la muerte solo había empezado su trabajo. Muchísimos más morirían lentamente en el oscuro y larguísimo invierno que sobrevendría. Esto sería conocido e investigado por muchos expertos.
Lo del proceso de selección sería descubierto solo por unos cuantos.
En medio de la brutal destrucción, únicamente las gigantescas pirámides doradas resistían inmutables las colosales energías desatadas. Como poderosas y enormes arcas ante un diluvio, protegieron a sus moradores de todo daño, absorbiendo el choque de olas, fuego y rocas, resistiendo los brutales embates tanto en el mar como en la tierra.
Eran botes salvavidas que el planeta madre sostendría durante el tiempo que fuera necesario, a salvo del frío y de las tinieblas que el polvo producto de la bestial explosión provocaría.
Sería un periodo de educación y paz, de adaptación y preparación. Los seres dentro de los hábitats vivieron bajo reglas temporales de convivencia. Las pirámides eran ecosistemas a escala, cerrados y autosustentables con el apoyo del planeta. Cuando todo pasara, cuando se completara la preparación, y tanto planeta como habitantes estuvieran listos, se abrirían para dejar salir su carga de vida y dar inicio a la siguiente etapa.
Una familia de pequeños mamíferos similares a ratones miraba la hecatombe que se desarrollaba afuera. Se sentían tranquilos a pesar de estar junto a otros mamíferos depredadores y varios cocodrilos. El recuerdo de esa convivencia pasaría a su memoria racial, junto con otros que el planeta les daría en ese periodo de adaptación. Algunos se transformarían en conocimiento instintivo. Otros, en un futuro muy lejano, se convertirían en leyendas. Y los principales serían incorporados a las bases de grandes religiones.
Pero no era la única herencia que el planeta legaría a los mamíferos. Instintivamente, estos sabían que habían ganado su nueva oportunidad por un margen muy estrecho. El derecho a presentar en la forma de sus descendientes un nuevo examen no era gratis. Era momento de aprender.
Y rápido.
Tunguska, Siberia Central, 30 de junio de 1908
Eran las primeras horas de una deslumbrante y clara mañana.
Las densas extensiones de árboles parecían hordas de silenciosos y atentos guardianes, firmes en medio del relativamente benigno clima imperante en esos días. Era un espacio mayormente virgen y salvaje, donde los animales se movían con la precisión y cautela propias de su instinto natural de conservación, acostumbrados a ciclos de vida y muerte casi inmutables. La vida llevaba siglos de relativa estabilidad debido a lo aislado e inhóspito de esa inmensa zona.