Kitabı oku: «Cetreros I», sayfa 3
Pero eso iba a cambiar en un instante.
La recia estirpe de hombres y mujeres que habitaban la región tampoco constituían un foco de atención muy significativo para el resto del mundo que se consideraba a sí mismo como «civilizado». Al igual que otros pocos privilegiados grupos humanos, los tunguses de Siberia, orgullosos descendientes de los mongoles, vivían respetando y valorando su entorno. Fundamentalmente se dedicaban al pastoreo de renos, y no pedían nada a nadie. Solo que los dejaran en paz para vivir según las tradiciones que los regían desde hacía muchas generaciones.
Y de su serena fortaleza y su sintonía con la naturaleza.
Como todas las tierras duras, bellas y antiguas, Siberia estaba llena de leyendas, historias y mitos; algunos con origen más o menos claro, y otros simplemente repetidos de generación en generación, como parte de las inmemoriales tradiciones locales.
Prácticamente todas las comunidades trataban con chamanes de distintos niveles de prestigio, generalmente acorde al poder que demostraban. Entre estos, aunque de manera discreta, destacaba un grupo que no solamente hablaba con los animales, con el viento y con el fuego, como lo hacía la mayoría de los miembros del gremio. Se decía que ellos podían hablar con la Tierra misma.
Y que el planeta les respondía.
Las leyendas florecen en prácticamente todos los rincones de la Tierra y generalmente no pasan de ser parte del folclor local. Pero en ese preciso lugar, a cerca de setecientos kilómetros del lago Baikal, esas leyendas estaban por demostrar ser totalmente ciertas. Y no solo eso.
El destino de la raza humana estaría en manos de los chamanes que intentarían validarlas.
Eran las 7:05 de la mañana, pero el día ya estaba avanzado. En esas latitudes tan septentrionales, el sol de verano se levanta pronto. Ese pequeño claro del bosque a casi sesenta y cinco kilómetros de Vanavara, el asentamiento humano más cercano, sería el escenario de la que podría ser la primera y última oportunidad de la raza humana para demostrar su valía. Y muy pocos humanos lo sabrían.
Hasta que tal vez fuese demasiado tarde.
La espesura se movió casi simultáneamente en varios puntos alrededor del claro, que tenía una forma muy próxima a la circular. Desde hacía unos cuantos días, animales grandes y pequeños, atraídos por algo que no entendían, se habían ido acercando al claro. Estaban llegando a una cita que, contra todos sus instintos básicos, incluía participar en algo junto a los extraños humanos que habían visto ocasionalmente fundirse con el planeta.
De alguna manera, los animales sabían que ahora esos humanos intentarían algo mucho más difícil: tratarían de invocar y dominar la forma más poderosa de energía de geotraxis que existía.
Desde mucho tiempo atrás, esos hombres y mujeres podían realmente hablar con los que consideraban sus hermanos animales. Por ello, esos salvajes seres tendían a considerar a tales humanos, si no amigos, al menos aliados, ya que ambos grupos entendían cómo se movía el todo.
Los chamanes conocían y podían comunicarse básicamente con la madre Tierra. Y lo hacían con el respeto y amor debidos a la madre de todas las cosas, al contrario de las hordas de sus congéneres que estaban arrasando tierra, mar y cielo en la mayoría del resto del planeta.
Eran heraldos que sentían, al igual que los animales, el dolor del planeta madre. Lamentablemente, no tenían el poder para detener la brutal e insensata destrucción.
Solo podían intentar obtener un tiempo adicional para que la raza humana rectificara el camino.
Y eso planteaba un inmenso reto que requeriría de la unión de todo el poder que hombres y animales pudiesen aportar, además de una verdadera confianza mutua.
Entre otros animales, surgiendo de la espesura con su típico bamboleo, apareció un oso. Tras volverse a mirar en todas direcciones y olfatear con interés el viento un breve instante, se sentó a esperar. No hizo caso de liebres, pájaros y otros seres con posibilidades de convertirse en su alimento que se encontraban cerca y relativamente distraídos.
Por el momento, esas pequeñas criaturas estaban relativamente a salvo.
El oso, con el aspecto de un inmenso muñeco de peluche pardo debido a su postura, presentía desde hacía días que algo importante iba a ocurrir, y que debía de ser parte de ello. Por eso, después de un largo viaje, estaba dispuesto a esperar para descubrir exactamente qué era.
Su curiosidad se vería pronto satisfecha.
Entonces, saliendo de un grupo de arbustos a un par de metros de su asiento, se presentó frente a él un hombre vestido con pieles. Era de estatura y complexión media. Sin parecer amenazador, emanaba una seguridad que inmediatamente tranquilizó los instintos naturales del oso. Le provocó una calma que pronto se convirtió en respeto, cuando un hermoso y gigantesco lobo apareció al lado del hombre. El lobo, adoptando una orgullosa pose, lo miró fijamente a los ojos. Estaba claro que era una criatura muy poderosa por derecho propio y el plantígrado lo aceptó.
Cuando el oso despegó sus ojos de los del lobo, se encontró con la mirada del humano, que de inmediato mostró una bondadosa sonrisa que dividió su barbudo rostro.—Sabre es mi amigo, y amigo tuyo también, compañero oso. Venimos a la misma reunión que tú. Gracias por haber acudido a la cita —le dijo con toda seriedad.
El oso se limitó a gruñir suavemente. Jamás los había visto antes, pero sabía perfectamente quién era el humano: era un heraldo que hablaba la lengua del geotraxis y debía ser respetado. Y ese lobo era su complemento animal, aunque fuese algo engreído también debía de ser respetado. No obstante, mantuvo una actitud de serena y algo indiferente expectativa.
Tras un breve asentimiento de cabeza a manera de despedida, el hombre siguió andando hacia el centro del claro. Su lobuno acompañante ignoró al oso, con olímpico desprecio, antes de seguir al humano. Aún entre los animales de diversas especies había jerarquías.
Su compañero humano se detuvo y se inclinó hacia él, murmurando en la lengua que el lobo conocía perfectamente:
—Es hora, viejo amigo —le dijo su hermano con tono de pesar—. Debes esperar aquí. Hemos recorrido un muy largo camino, siempre juntos, siempre luchando lado a lado. Y agradezco inmensamente tu amistad y fidelidad. —El lobo ladeó ligeramente su cabeza con muda atención, y un brillo especial destelló en sus ojos mientras escuchaba a su hermano humano, su mejor amigo—: Has sido un muy digno representante del Pacto, Sabre. Has cumplido con honor, hermano mío —le dijo ahora con verdadero aprecio—. Y ahora es el tiempo en que los heraldos debemos cumplir con nuestra parte. Pero si todo sale bien, un nuevo Sabre llevará tu nombre y honrará nuevamente el Pacto. Adiós, amigo. —El humano se permitió acariciar brevemente la poderosa cabeza del lobo—. Nos veremos pronto en medio del todo que es uno. En el corazón de fuego del eje de la Tierra —le prometió con firmeza al momento de enderezarse.
El hombre se giró y lentamente siguió caminando hacia el centro del claro. No volvió la cabeza para confirmarlo, pero sabía perfectamente que su fiel amigo lobo no despegaba la mirada de su espalda. En verdad se iban a extrañar.
En ese instante, otros seres humanos, igualmente vestidos con trajes de pieles, fueron surgiendo a lo largo del perímetro del claro, acompañados de sus propios compañeros animales. Tanto los hombres como las mujeres se movían silenciosamente y caminaban con serena seguridad hacia su destino. Entre ellos destacaba, si podía decirse así de alguien que ya pertenecía a un grupo bastante destacado, una mujer un poco menos madura que el resto del grupo. Iba ataviada con un hermoso y decorado traje de pieles blancas, con vistosos abalorios y piedras de colores. Llevaba su larga, negra y vistosa cabellera peinada en una perfecta trenza que le llegaba casi a la cintura. Pero ese no era su rasgo más distintivo.
Poseía unos ojos de un color azul muy poco común.
Llegó con una hermosa y orgullosa águila sobre su hombro. La majestuosa ave iba posada en un parche reforzado de cuero endurecido que la mujer había cosido sobre el hombro derecho de su traje. El paso suave pero firme de la mujer prácticamente no dejaba señas en el suelo y generaba un leve movimiento de balanceo al que el ave se adaptaba con lo que evidentemente era fruto de una larga experiencia conjunta.
A medio camino del centro del claro, la mujer se volvió hacia su alada compañera y suavemente le dijo:
—Es la hora, Segreka. Debemos separarnos ahora, querida amiga. —Una triste sonrisa dividió su sereno y moreno rostro—. Fueron muy buenos años, hermana mía, pero ten por seguro que seguiremos juntas. El Geotraxis nos mantendrá unidas —aseguró fijando sus ojos en los de la hermosa ave—. Vuela alto y nunca olvides quién eres, poderosa señora del viento —añadió al realizar el movimiento de brazo con que ordenaba al águila alzar el vuelo.
La inteligente ave sostuvo su mirada en los profundos ojos de la mujer. Se resistía a partir. Eran muchos años de aventuras y compañerismo. Esa mujer era su mundo, su hermana y la razón de su ser. La majestuosa águila había nacido para ser el tótem viviente de esa igualmente poderosa mujer.
Y ahora debía despedirse de ella.
Por fin, tras apretar suavemente con sus garras el hombro de su compañera de aventuras, a modo de renuente despedida, Segreka emitió un potente grito y remontó el vuelo. No se alejó mucho: se posó en un árbol cercano y aguardó con resignada tristeza lo que sabía que iba a pasar. La señora del cielo lo tenía perfectamente claro.
Su hermana humana iba a morir.
La mujer, manteniendo su porte altivo pero suavizando mucho su mirada al ver por última vez el vuelo de su amiga alada, se despidió de ella con una leve inclinación de cabeza y reanudó su suave y silenciosa marcha.
Llegaron en total siete parejas humano-animal. Tras despedirse de sus compañeros, los demás humanos también se dirigieron hacia el centro del claro. Entretanto, los compañeros de los humanos, entre los que había un zorro, dos grandes lobos (incluido Sabre), dos osos, Segreka y un halcón, se unieron a sus parientes salvajes en la periferia del claro, pero se mantuvieron formando un compacto grupo aparte.
Trataban de asumir con valor el destino de sus amigos humanos.
En un instante dado, en mutuo y silencioso acuerdo, los animales compañeros se volvieron a mirar a Segreka, reconocida líder de todos en varias aventuras, antes de volver su atención al centro del claro. Usando la comunicación que todos dominaban, la poderosa ave fortaleció la paz y la resignada aceptación que todos necesitaban. Lo que tenía que ser, simplemente sería. Podía dolerles, pero ellos no podían hacer nada más que apoyar incondicionalmente a sus compañeros humanos.
Como siempre lo habían hecho.
Cada uno de esos humanos era una leyenda para los pueblos con los que tenían contacto en mayor o menor grado. Habían recorrido grandes distancias desde sus territorios habituales para asistir al llamado, convocados por un poder mucho más antiguo que la humanidad misma. Era una llamada largamente anunciada y temida, pero habían respondido a ella con honor y esperanza.
La vida de todas y todos ellos había sido una preparación para ese instante.
Los tres hombres y las tres mujeres, tras saludarse entre sí breve y formalmente, esperaron tranquilamente a que el séptimo elemento, el jefe reconocido de todos los heraldos, se colocara en el preciso centro del claro y los convocara con el rito debido a tan señalada ocasión.
Eran las 7:10 de la mañana.
El compañero de Sabre era un hombre fornido, no demasiado alto ni muy imponente a primera vista. Sin embargo, en su barbado rostro se leían una tranquilidad y una sabiduría sin edad. Había realizado hazañas y hechos que el mundo exterior no conocería más que en parte, y eso solo en forma de historias tribales. Incluso como leyendas. Pero a él eso lo tenía sin cuidado. Su verdadera misión, el motivo principal de su existencia, estaba ahí. En ese preciso instante y lugar. Y el sabio hombre sentía plenamente el enorme peso de esa responsabilidad. Porque ese sería un momento definitivo para la raza humana.
Posiblemente el último.
Los heraldos nunca antes habían logrado hablar de manera completa con la Tierra. Lo aceptaban, ya que sabían que al parecer no era su destino. A pesar de haber enviado mensajes en ocasiones importantes, el planeta nunca les había respondido directa y claramente.
La Profecía así lo marcaba.
Decía que el lenguaje sería el medio usado por los heraldos, pero que el planeta no respondería si no eran las palabras exactas. Y los heraldos no las conocían.
Ellos solo debían conseguir una nueva oportunidad para que la que sería la última estirpe de heraldos, aún por nacer, pudiese intentar salvar a la raza que estaba en un concienzudo proceso de destruir al mundo que le había dado la vida.
Las señales estaban ahí. Desde hacía meses habían ocurrido muchos sucesos fuera de lo normal: luces en el cielo, energía dorada en sitios cargados de poder, extraños comportamientos de grupos animales… Todo estaba ahí.
Los heraldos también sabían de la existencia de los siete quanan yumek, ahora dormidos. Pero tampoco era su destino conocer dónde se hallaban. Mucho menos acceder a su poder.
Solo podían luchar por darles a esos nuevos heraldos la oportunidad de cumplir la Profecía.
Todos estos pensamientos llenaban la mente del primero de ellos.
Una suave brisa rizaba los flecos de su vestimenta de pieles y el sol iluminaba aún más su mirada. De repente, el viento aumentó notablemente de intensidad. Pareció la señal para que, entrecerrando los ojos y emitiendo un leve suspiro, el primer heraldo inclinara la cabeza con gesto formal, convocando así al resto del grupo a tomar sus lugares.
Ajustó su posición para quedar en el centro exacto del círculo formado en ese momento por sus seis compañeros, simétricamente colocados, alternándose un hombre con una mujer. El muro de gigantescos árboles que los rodeaba a su vez era como una hermosa e imponente catedral natural coronada por un cielo claro y brillante bajo un magnífico sol.
Ese era, desde tiempos inmemoriales, el sitio de reunión donde innumerables generaciones de heraldos habían emitido sus plegarias. Y en ese momento, ese grupo celebraría lo que sería su última y más importante ceremonia. Aquella para la que habían nacido.
Todos ceñían su frente con una cinta de cuero trenzado de color azul claro que mostraba en su centro un símbolo, mezcla de letra y dibujo, con un hemisferio planetario como fondo. El rango del denominado primer heraldo solo se ostentaba a través de una barra dorada debajo del hemisferio.
En distintas partes del planeta se encontraban otros grupos de heraldos, aunque ya muy reducidos. A pesar de todos sus esfuerzos, el grupo siberiano no había podido establecer contacto con ellos. Si la Tierra hubiese querido que se apoyaran unos a otros, hubiese facilitado la comunicación. Así que su destino era luchar solos y morir solos.
Y ese grupo de heraldos lo había asumido con valor.
Pero ninguno de ellos podía evitar el dolor que les producía, debido al poderoso proceso que iba iniciando, sentir con mayor profundidad el terrible desperdicio de energía vital que la raza humana estaba haciendo en todo el planeta. Un desperdicio que sería llevado a niveles brutales por las dos terribles guerras que estaban por llegar y que ellos habían visualizado en sueños.
Pero no había nada que los heraldos pudiesen hacer para evitarlo.
Eran las 7:12 de la mañana.
El denominado primer heraldo empezó a entonar con una voz apenas superior a un susurro una antiquísima plegaria en el lenguaje que los heraldos usaban como enlace con diversos niveles. El lenguaje que los hacía uno entre ellos y con el planeta.
El poderoso lenguaje que en un cercano día sería denominado quásar.
Con un rostro que presentaba una mirada limpia y transparente, donde se reflejaban la esperanza y la incertidumbre casi por igual, el heraldo pedía la atención y el apoyo de la Tierra.
En el punto preciso de su plegaria, las otras seis voces se unieron a la suya para entonar el ancestral pedido, ahora como un canto fuerte y decidido. Como contraparte, el bosque pareció guardar entonces un profundo silencio mientras el viento cesaba abruptamente, como si de repente una gigantesca campana de cristal hubiese descendido sobre la zona.
—Madre Tierra, óyenos.
Algunos de los animales salvajes se quedaron como hipnotizados. No movían un solo músculo, mirando fijamente al grupo de humanos. Entretanto, los animales compañeros, obedeciendo a un suave grito de Segreka, se desplazaron lentamente para formar su propio círculo, que envolvía de manera protectora al de sus amigos humanos.
Los seis heraldos extendieron sus brazos hasta casi tocarse unos a otros. Las puntas de sus dedos se hallaban a pocos centímetros de distancia, en perfecta alineación. El primer heraldo dirigió, entonces, el inicio de un nuevo canto que llevaba un ritmo más rápido y urgente que el anterior. Comenzaron a surgir del suelo chispas de energía dorada que se elevaban en el aire y rodeaban a los heraldos. Flotando como copos de luz, explotaban para irse multiplicando exponencialmente. La energía del geotraxis comenzó a acumularse raudamente.
La Tierra respondía a la convocatoria de los heraldos.
El canto aumentó en intensidad mientras, con una dorada explosión de energía, de los dedos de los heraldos surgían tenues hebras de telaraña que se engrosaban rápidamente para unirlos entre ellos en un poderoso círculo ancestral y primigenio.
Entonces, el primer heraldo comenzó a resplandecer mientras una niebla dorada surgida del aire difuminaba su cuerpo.
—Madre Tierra, estamos aquí…
Más espesa y vaporosa neblina, igualmente dorada, comenzó a surgir de todas partes. Salía del suelo, de entre las agujas de los pinos, de debajo de rocas grandes y pequeñas, de entre las ramas de los arbustos y, en mayor cantidad, del área delimitada por el círculo de los animales compañeros.
Como en un hipnótico ballet, las chispas de luz y la neblina interactuaban con movimientos precisos y continuos que de inmediato, acelerando su velocidad, comenzaron a tejer una etérea red en torno a los humanos. Sin apenas una pausa, la red rápidamente se transformó en una semiesfera que empezó a crecer entre explosiones de nuevas chispas de luz.
—Escúchanos, madre, y danos tu fuerza para responder…
La energía del geotraxis comenzó ahora a solidificarse en puntales, travesaños y cubiertas flotantes que parecían bailar un breve instante en el cielo antes de tomar sus posiciones, ajustándose al ritmo de crecimiento de lo que ahora se convertía en un gigantesco domo geodésico. Multiplicando y fortaleciendo sus travesaños —que se alargaban como las ramas mágicas de un árbol de leyenda, cruzándose una y otra vez a toda velocidad—, el domo se elevaba hacia lo alto del azul cielo.
Los animales compañeros comenzaron a brillar con su propia poderosa belleza.
—Déjanos seguir aprendiendo. Somos parte de la naturaleza. Somos parte de ti y de tu ley…
El domo alcanzó alrededor de cien metros de altura por doscientos de diámetro mientras el cielo parecía estallar en luz dorada por todas partes. Los animales salvajes empezaron a retroceder lentamente, sin dejar de mirar hacia la dorada semiesfera que crecía imparable frente a ellos. Sentían mucho miedo. Pero entonces, una amable pero firme instrucción de Segreka resonó en sus mentes y los invitó a entrar al domo. Entonces, tranquilizados, obedecieron y cruzaron la translúcida pared, uniéndose a la fabulosa ceremonia.
Segreka, que había mantenido su elevada posición en el árbol, coordinaba la generación y absorción de la energía de geotraxis que ella y sus compañeros aportaban al esfuerzo humano. Había extendido sus alas como si estuviese surcando el aire mientras remolinos de luz giraban hipnóticamente alrededor de ella y de sus compañeros antes de unirse a la creciente estructura en un río imparable de poder que el águila canalizaba con firmeza. En un momento de suprema magia, los ojos de la poderosa ave y de los restantes animales compañeros, se convirtieron en esferas doradas.
Entonces, Segreka tuvo un atisbo de duda.
Empezó a mover sus alas con la intención de ir al hombro de su amada compañera, pero la voz de esta resonó clara y firme en su mente:
—Tú no, querida amiga. Te necesitan aquí. Nos reuniremos muy pronto, en medio de la luz del todo. En el centro del eterno fuego del eje de la tierra.
Renuentemente, el águila mantuvo su posición al igual al igual que los otros compañeros animales.
Estaban haciendo pleno honor al Pacto.
En ese preciso instante, en la fría soledad del espacio exterior, repitiendo el antiguo proceso una vez más, el transportal Alfa surgió y se abrió. Y un nuevo meteorito inició su carrera tomando rumbo hacia la hermosa esfera azul, blanca y café que esperó su llegada con incertidumbre.
La Tierra no estaba segura de qué tanto apoyar a los seres humanos en la prueba, ya que su comportamiento había resultado ser una desagradable sorpresa. Los ajustes que habían permitido que la raza humana alcanzara su actual nivel de evolución al parecer habían fallado en otros aspectos fundamentales.
Los humanos eran la primera especie que destruía su propio ambiente de manera consciente.
En lo que para el planeta era un muy breve espacio de tiempo, la raza que la Tierra había elegido para liderar la siguiente etapa conjunta de evolución planetaria había traicionado su confianza y se había vuelto contra aquellos seres que debía de proteger. Estaba depredando y acabando con recursos y ambientes a una velocidad asombrosa.
Y el planeta, lamentando mucho tener que hacerlo, lanzó un llamado para una nueva depuración.
Pero entonces, mientras trataba de balancear su dañado sistema para enfrentar la nueva visita de un cometa heraldo, el planeta Tierra descubrió que las capacidades que esperaba de esta raza habían alcanzado un nuevo nivel. El pequeño grupo de humanos que se comunicaba con ella esporádicamente era capaz de lo que se esperaba de ellos: manejar la energía de geotraxis.
Pudo dominar el manejo de la energía de geotraxis.
Además, otros grupos, siguiendo lo que al parecer era su propio plan de respuesta, estaban haciendo esfuerzos para que una nueva generación de humanos alcanzara el máximo nivel de interacción con ella, su planeta madre. Y tenían buenas probabilidades de lograrlo.
¿Pero que podía hacer ahora?
Su solicitud de depuración no podía ser cancelada. Como bien se especificaba en sus instrucciones, las cosas no funcionaban así: Akraron no permitía errores graves de apreciación. Pero tal vez sería posible obtener un poco de tiempo adicional y un relativamente leve ajuste en la prueba. Así fue como el planeta lanzó una nueva solicitud.
Y fue escuchada.
El meteoro heraldo que llegaría no sería tan poderoso. Sería una prueba parcial, y, si la actuación de los humanos lo ameritaba, tendrían una segunda y última oportunidad.
La prueba final.
Pero este ajuste tendría un costo, como todo en los procesos evolutivos del universo. El planeta estaba arriesgándolo todo por esa raza que aún no terminaba de definirse, pero que él había elegido. Para el planeta Tierra, tanto la parcial como la siguiente prueba, si es que se daban, también serían las últimas oportunidades.
Si los humanos fallaban, el joven planeta moriría con ellos.
Y el resto de las reglas para el proceso de la prueba seguían vigentes. Había un límite para lo que el planeta podía ofrecer como apoyo a los humanos en ese momento.
El resto estaba en manos de los heraldos.
—Somos solamente una esperanza…
El meteoro heraldo, surcando a toda velocidad el negro vacío, comenzó a emitir su mensaje ritual. Sometió a evaluación los resultados obtenidos por el planeta y sus elegidos hasta ese momento.
No eran demasiado alentadores.
Pero a pesar de ello, siguió sus órdenes y pidió su opinión al planeta. Y la Tierra validó nuevamente su voto de confianza y les dio a los heraldos acceso al fuego de su eje.
Los valientes humanos sintieron como su corazón se llenaba de esperanza y sus cuerpos se inundaban de la poderosa energía que ya conocían, pero a un nivel con que solo se habían atrevido a soñar.
Con sus esperanzas renovadas y sus poderes inmensamente amplificados, los heraldos se lanzaron al siguiente nivel de la prueba. También los animales compañeros sintieron y aprovecharon al máximo la nueva y descomunal descarga de energía vital.
Y siguieron luchando al lado de sus hermanos humanos.
El domo decuplicó rápidamente su tamaño, sobresaliendo mucho por encima de las copas de los gigantescos árboles. Brillando poderosamente en medio de chispas y luz doradas, parecía un nuevo sol saliendo de un mar de verdor.
Eran las 7:14 de la mañana.
—Para llegar a ser una sola voz. Tu voz…
El meteoro heraldo ajustó su velocidad y trayectoria. Con toda precisión, se dirigió a la dorada diana que surgía en esa hermosa y remota región. Respondiendo a la solicitud de la Tierra, impactaría en una zona prácticamente deshabitada. Ahí pedían los humanos el golpe, y ahí lo recibirían.
El resto dependía de ellos.
En ese preciso instante, el planeta permitió que de su eje de fuego, situado en su ígneo corazón planetario, surgiera un poderoso rayo de energía que salió del círculo que formaban los heraldos. Estalló en oleadas concéntricas de fuego líquido que impactaron en la parte interior del domo y se fundieron instantáneamente con él, reforzándolo así con una inmensa cantidad adicional de energía de geotraxis.
Los heraldos agradecieron de corazón a la Tierra, sabiendo su planeta madre les estaba otorgando todo el apoyo posible. Pero que había un límite.
No hubo palabras. No hubo sonidos. No hubo mensajes.
La Tierra no podía romper las reglas: ellos no eran los heraldos destinados a hablar con ella.
Ese pleno conocimiento, obtenido gracias a su contacto con el eje de fuego, les dolió mucho a los siete humanos. Pero su determinación no flaqueó en lo más mínimo. Sabían que la humanidad no se merecía más de lo que estaba recibiendo en ese momento.
—Perdónanos, madre —susurraron a coro, a manera de despedida.
La plegaria terminó.
Los heraldos, con sus figuras ya casi indistinguibles en medio de la deslumbrante luz dorada que estallaba en chispas de energía rebosante, sintieron con plena claridad la cercanía del inminente impacto.
Era el momento final.
El primer heraldo, comenzando a girar lentamente, con los brazos firmemente extendidos a sus costados, se unió a los demás por medio de una espiral de luz que brotó de él como un deslumbrante tornado de fuego. Al mismo tiempo, los fue mirando uno a uno agradeciéndoles su próximo sacrificio. Con una valiente sonrisa, ya casi fundidos en la potente y dorada luz, los demás inclinaron la cabeza y, acercándose, se tomaron de las manos cerrando el círculo con un soberbio estallido final de luz.
Con las miradas convertidas en soles, los siete heraldos se fundieron en un solo ser y se disolvieron en una esfera de poderosa energía que se expandió hacia la superficie del domo para fundirse también con él. Dotaron a este de un nuevo tono de luz que incluía vetas azules y verdes: los colores del espíritu humano.
El domo de protección de energía de geotraxis estaba listo.
Pero la conciencia de los heraldos siguió existiendo un instante más. Su último pensamiento antes de disolverse en el todo fue para sus compañeros animales, que junto con los animales silvestres, estaban a salvo. Inculcarles ese conocimiento fue el último regalo de los humanos a sus fieles amigos: esa memoria persistiría en los descendientes de los animales compañeros.
Eran las 7:15 de la mañana.
El primer heraldo hizo un pedido final, ya con voz etérea:
—Van a nacer en tu nombre, madre Tierra. No los dejes solos, por favor.
La gigantesca bola de hierro, hielo y fuego golpeó en el centro del domo. Este, como esperaban con miedo y esperanza los heraldos, absorbió la mayor parte del impacto. Aun así, la enorme explosión resultante arrasó dos mil kilómetros cuadrados de bosque con una descomunal ola de energía, e incendió con una ráfaga de fuego miles de árboles cercanos al lugar del impacto. En un radio de treinta kilómetros se fundieron objetos metálicos, se incendiaron algunas construcciones y se vaporizaron varios renos. Sin embargo, a pesar de esa destrucción, no hubo pérdidas humanas inmediatas.
El domo de protección cumplió su misión. Incluso ocasionó que en el futuro se concluyese que el meteorito era menos poderoso de lo que había sido en realidad.
Y lo más importante: gracias a los heraldos la humanidad obtuvo una nueva y última oportunidad.
La onda de choque que se generó tuvo la fuerza necesaria para recorrer la atmósfera, dando dos vueltas a la Tierra. El brillante polvo que flotaba en el aire permitiría leer de noche a miles de kilómetros de distancia.
Fue todo un espectáculo.
La poca información disponible sobre el acontecimiento —que fue denominado Tunguska— estuvo olvidada durante trece años en la redacción de los diarios locales. Rusia y el resto del mundo tenían otras cosas en qué pensar. Fue tiempo después, en un periodo de paz, cuando el suceso se convirtió en fuente de las más diversas especulaciones.
Todas equivocadas.
Segreka y sus compañeros, lo mismo que el resto de los animales, permanecieron a salvo dentro de una cúpula remanente que los protegió hasta que pudieron alejarse sin riesgo de la zona. Todos los compañeros llevaban tristeza en el corazón. Deseaban haberse ido con sus amigos humanos. Ninguno olvidaría ese supremo momento, principalmente la poderosa águila y el gigantesco lobo. La descendencia de ambos estaría lista para responder si era convocada. Y entretanto, Segreka cumpliría cabalmente con el encargo de su amiga: volaría muy alto y nunca olvidaría quién era ella.