Kitabı oku: «Cetreros I», sayfa 7
»Según nuestras investigaciones, la prueba debería haber sido presentada en algunas décadas más, cuando la raza humana hubiese alcanzado un más alto nivel de conciencia y muchos más avances científicos. Pero como el hatajo de idiotas que somos, en lugar de eso hemos acelerado el proceso de destruir nuestro propio mundo y por ello la Tierra ha solicitado que seamos eliminados como la plaga que somos. O al menos lo hizo inicialmente.
—Creo que ya me duele la cabeza —se quejó Edmundo frotando sus sienes con ambas manos.
Mitchell no se burló: sentía lo mismo.
—El sacrificio de un grupo muy especial de humanos convenció al planeta de que debíamos tener una oportunidad, aunque estuviésemos en seria desventaja. Por ello, además de otros preparativos, permitió que ustedes y otros cientos de jóvenes nacieran en el momento preciso, contando con las capacidades que nosotros hemos de desarrollar y afinar —informó Savage.
El incrédulo silencio se podía cortar como mantequilla. El científico informó con alucinante sencillez:
—Según nuestras estimaciones, el meteoro llegará en el plazo de alrededor de un año y pocos meses a partir de ahora. No tenemos la fecha exacta, pero sí bastante aproximada. Y no, no puede verse con ningún telescopio porque sale de un portal espacial —agregó con tono de leve diversión—. Si sabemos todo esto es por la mencionada profecía ancestral, descubierta e interpretada gracias a nuestro conocimiento del quásar y a nuestros expertos místicos… Porque también debo informarles que Humanidad cuenta con una sección perfectamente estructurada de asuntos místicos —añadió como sin darle importancia.
—¿Sabes qué? —exclamó Edmundo con cara de hastiada incredulidad y levantándose a medias—. Me voy. Este güey está como cabra. Será un científico famoso, pero está como cencerro. —Sacudió una mano con hastío.
Mitchell lo miró fijamente. No sabía si seguirlo o ignorarlo. Con o sin frokts, en verdad parecía que Savage estaba fuera de órbita. ¿Portales? ¿Meteoros? ¿Sección mística?
Un muy leve movimiento de un par de los dichosos frokts hizo que la punta de sus macanas destellaran amenazadoramente, lo cual disuadió a Edmundo y a algunos otros jóvenes que también habían hecho el amago de levantarse.
—Tranquilos, muchachos —indicó con tono autoritario Savage—. No estamos locos. No estamos inventando nada. Y tenemos pruebas muy sólidas de lo que estamos diciendo. Además, vuelvo a insistir, si después de enterarse de todo lo que voy a comunicarles desean marcharse, serán libres de hacerlo. Tienen mi palabra —añadió con firmeza.
Edmundo se volvió a sentar frotándose la cara.
—Bueno, ya que vine hasta acá puedo tomarme unos horas más de mi apretada agenda.
Savage tuvo la paciencia de esperar que se reestableciera un relativo silencio antes de continuar.
—Sé que es demasiado para absorberlo de repente, y sin conocer las dichosas pruebas de las que hablo.
—Por decir lo menos —susurró Mitchell al volverse a mirar a Edmundo.
Este se limitó a mirarlo en silencio con cara de cansancio.
—Bien, vamos allá —indicó Jonathan Savage.
Y entonces comenzó la espectacular demostración.
Ahora se apagaron totalmente las luces del auditorio (aunque los frokts llevaban unas pequeñas luces en el pecho que a las claras indicaban que seguían ahí). «Así que tranquilos, cabrones incrédulos», proclamaban en silencio.
La exposición que siguió fue cautivante desde un principio, como tuvieron que admitir todos los jóvenes. Obviamente, Humanidad contaba con extraordinarios recursos didácticos: hologramas interactivos de altísima definición, vídeos igualmente remasterizados para ser holoproyectados, entrevistas a expertos reconocidos, miembros de y ajenos a Humanidad, como se indicaba en recuadros de holotexto. Gráficos muy detallados, estadísticas, estudios científicos muy conocidos y otros no tanto, coincidencias entre religiones. Y por supuesto, impactos de asteroides y fósiles que estaban en donde no se suponía que debían de estar. Los «huecos» en la evolución. Y los fundamentos de algo llamado energía de geotraxis, la causante de las recientes manifestaciones que se estaban dando por todo el planeta y que ya había mencionado Jonathan Savage.
Todo estaba ahí.
Nadie habló o interrumpió durante la larga y apasionante explicación, que para muchos llegó demasiado rápido a su final.
Mitchell se volvió entonces a ver a Edmundo.
—¿Qué opinas? —preguntó en un susurro.
Su nuevo compañero meneó lentamente la cabeza antes de responder, también susurrando:
—Si no nos ha lavado el cerebro sin que nos demos cuenta, sí, creo que todo encaja. Es una locura, pero encaja. Además, creo que ambos y el resto de nuestros compañeros —señaló a su alrededor— hemos tenido experiencias que hasta ahora eran inexplicables, ¿o no?
Mitchell asintió sonriendo pensativamente.
—Además, una madre no miente a su hijo a este nivel, ¿o sí? —preguntó Edmundo riendo suavemente.
—Definitivamente no. Creo que ese sí es un argumento de mucho peso —coincidió Mitchell.
Ambos rieron con más ganas.
En ese momento Jonathan Savage, tras borrar del aire la última imagen con un desenvuelto movimiento de su mano, volvió a hablar:
—Pero aún falta más, jóvenes.
—No sé por qué lo sospechaba… —susurró Edmundo con sarcasmo.
Las luces se encendieron, aunque ahora más tenues, pero la voz de Savage siguió sonando clara y fuerte.
—El meteorito que viene a probarnos debe salir por lo que denominamos el transportal Alfa, que es un pasaje interdimensional que permite que llegue aquí desde donde sea que lo manden, que suponemos que es un sitio que queda muy, muy lejos. —Edmundo no pudo evitar una sonrisa ante el pensamiento que se le vino a la cabeza mientras Savage también sonreía levemente—. Sin embargo, hemos descubierto otros transportales más pequeños, dentro y fuera de la atmósfera del planeta, que hemos aprendido a controlar para diversos usos, entre los cuales está desplazarnos de una parte a otra del planeta de manera instantánea, como ustedes ya pudieron comprobar —añadió sonriendo de nuevo.
Con o sin frokts, nuevamente hubo una ola de exclamaciones por parte del auditorio. Más puntos para Jonathan Savage.
—¿Decías, Scottie? —Edmundo no pudo evitar una risa al volverse a ver a Mitchell.
—Pues sí, compadre —repuso este satisfecho—. Los que no veníamos durmiendo por idiotas vimos cómo funcionan los dichosos transportales.
Savage siguió adelante.
—Pero también usamos uno de ellos para enviar mensajes de prueba para ver si Akraron nos contestaba de manera directa.
Nueva ola de expresiones juveniles de diversos tonos, risas incluidas.
—Hola, quisiera hablar con Dios, por favor —dijo Mitchell todavía sonriendo—. Esto es verdaderamente alucinante.
—Te juro que no sé qué decir —repuso Edmundo soltando aire lentamente.
—Eso es aun más alucinante —repuso Mitchell fingiendo sorpresa.
—Akraron no nos contestó —continuó Savage con un dejo de sarcástica resignación—. Suponemos que prefiere los medios de comunicación tradicionales. —Más risas nerviosas recorrieron el ambiente—. Sin embargo, alguien más tomó la llamada —añadió.
Todos los jóvenes guardaron un silencio expectante. En ese breve tiempo ya estaban aprendiendo a manejar las sorpresas del profesor Jonathan Savage.
No fueron decepcionados.
—La señal que enviamos fue recibida en un planeta habitado por una raza muy similar a nosotros biológicamente hablando —informó—. Y al parecer, por ello es que nuestro planeta les resulta atractivo. Creemos que hasta ese momento no sabían de nuestra existencia. Pero ahora que lo saben, les interesa ocuparlo.
Tras guardar un par de segundos de silencio añadió:
—Esta es la parte que desconocen sus padres.
Nuevamente fue un profundo silencio de consternación el que precedió al estruendo que estalló, ahora con más fuerza. Exclamaciones en muchos idiomas se extendieron como un reguero de pólvora. Mitchell se volvió a hablar con Edmundo.
—Una de dos: o él o nosotros, perdimos la chaveta. En serio.
—Voto por ti y tu paisano, amigo —repuso Edmundo en tono de resignación mientras se frotaba nuevamente la cara en un gesto que a Mitchell le resultó extrañamente familiar.
Luego observó el gran alboroto reinante. Le recordaba a un concierto de rock al que había asistido por seguirle la corriente a una chica que le gustaba. No le habían quedado ganas de ir a otro.
—Creo que es verdad —dijo por fin Edmundo al volverse a verlo—. Son demasiadas estrellas, amigo. No podíamos estar solos. —Se encogió levemente de hombros—. Aunque para serte honesto, siempre había estado seguro de que serían los enanos de ojos grandes los que iban a venir a presentarse formalmente —confesó.
—Pero una invasión extraterrestre junto con un meteoro enviado por Dios… ¡es demasiado loco! Hasta tú tienes que admitirlo —dijo Mitchell señalándolo.
—Bueno, las películas que salen con esos guiones son también de ustedes, Scottie —Edmundo se encogió de hombros.
El profesor esperó pacientemente a que sus oyentes recuperaran un poco la serenidad. Pedir total silencio ya era imposible, con o sin frokts. Cuando se restableció un poco la calma continuó hablando:
—Sé que parece una historia de ciencia ficción muy rebuscada. Pero por desgracia o por suerte (lo de la suerte no le quedó muy claro a ninguno de los muchachos), todo es verdad.
Mitchell se frotó fuertemente la cara con ambas manos. Se detuvo al darse cuenta de que era un gesto muy similar al de Edmundo, pero por el momento prefirió no ahondar en el asunto.
—Y yo que creí que iban a ser unas vacaciones tranquilas —resopló cuando acabó.
Edmundo lo miró con plena identificación.
—Yo que creía que por fin había encontrado a la chica de mis sueños. Y veme, replanteándome mi religión, hablando con un gringo deprimido y oyendo a otro que está como cencerro.
Mitchell se volvió a verlo con una sonrisa torcida.
—No podemos decir que tú seas muy fascinante, mi estimado vecino.
—Es que todavía no me conoces bien, compadre.
Ambos rieron brevemente, olvidando por un momento la situación. Savage seguía hablando.
—Con base en el tiempo que tardaron los mensajes en ir y venir hasta y desde su planeta, que es bastante corto considerando la distancia —explicó—, dedujimos que también dominaban el uso de transportales para comunicarse. Lo que no esperábamos era que también pudiesen usarlos para llegar hasta acá en un tiempo igualmente corto. Pero de cualquier manera los hemos desafiado en nombre de toda la raza humana.
Una nueva ola de expresiones llegó hasta él, pero siguió hablando, imperturbable. Increíblemente, el silencio se restableció.
—Desde ese momento hemos comenzado a prepararnos. Los invasores, que se hacen llamar birseks. Son una raza especialmente belicosa —informó—. Y Humanidad se ha preparado tomando en cuenta eso.
Nadie dijo nada. Todos estaban ya mentalmente exhaustos.
—Hemos construido bases completamente equipadas y blindadas, incluyendo esta, la base central. —Señaló a su alrededor con un gesto desenvuelto—. También hemos desarrollado y construido armamento extremadamente poderoso y reclutado militares muy capaces, provenientes de todos los ejércitos del mundo, tanto para dirigir las operaciones como para formar parte de nuestras fuerzas militares, como es el caso de los frokts —señaló innecesariamente. Muchos jóvenes se volvieron a mirar disimuladamente a sus guardianes.
»Fuerzas a las cuales esperamos que ustedes, jóvenes, se unan —terminó el profesor Savage.
Al parecer, a los mentalmente agotados jóvenes se le habían acabado las expresiones, fuesen las que fuesen. El silencio se mantuvo.
Mitchell suspiró profundamente. Definitivamente se lo hubiera pensado mejor antes de subir a ese coche. Sus padres se lo habían advertido muchas veces: «No subas a automóviles de extraños, Mitchell. No importa lo que te ofrezcan».
Edmundo ya no sabía qué pensar. Tal vez sí había muerto atropellado y eso era parte del proceso de irse al cielo.
—Hemos concluido que, de alguna manera, los birseks pueden controlar la apertura del transportal Alfa en las primeras fases de la prueba, lo que les permitirá llegar aquí poco antes o durante el desarrollo de esta. Evidentemente con intenciones de interferir en ella —señaló Savage.
—Debían de concentrase en averiguar cómo echarle llave a ese dichoso transportal —refunfuño Mitchell—. Eso nos ahorraría los dos «problemitas».
Edmundo no pudo menos que darle la razón.
Jonathan Savage no sabía si sus oyentes ya habían tenido suficiente. Pero tenía que seguir adelante.
—Un punto que hay que aclarar también desde este momento —su voz se hizo más seria— es el hecho de que no estamos solos en la lucha por superar ambos retos. Un planeta vivo y consciente de que está en un periodo de semi hibernación puede, si lo convencemos, convertirse en nuestro aliado. —Nuevos susurros masivos nacieron y murieron rápidamente—. También buscaremos renovar y fortalecer un acuerdo ancestral con diversas especies animales, capaces de apoyarnos en la prueba y en el combate. De hecho, su ayuda será imprescindible en el caso del mar. Este acuerdo es denominado, por nosotros, Pacto.
—¡Carajos! —susurró Edmundo consternado, al igual que varias decenas de otros jóvenes—. ¿Ahora vamos con la parte de John de la Selva?
Mitchell estaba recargado en su asiento mirando hacia el escenario con cara de cansada incredulidad.
Hubo un nuevo alboroto que Savage dejó existir un rato antes de seguir hablando.
—Tenemos la esperanza de que a pesar de todo el daño que les hemos hecho a ellos y al planeta, aún decidan confiar en nosotros.
Nueva ola de murmullos, pero ahora Savage siguió, imparable.
—Durante el proceso de nuestra evolución, además de la oportunidad de «conquistar» —hizo la seña de comillas con ambas manos— el planeta, se nos asignó la responsabilidad de proteger al resto de las especies. Obviamente hemos fallado miserablemente —indicó con sequedad.
Muchos jóvenes asintieron en triste acuerdo.
—Pero hay algo más —prosiguió el profesor—. Además de arrasar como carniceros con casi toda la vida en el planeta, hace mucho acabamos con una especie clave para la presentación de la prueba. Esto hubo que repararlo.
Nueva ola de cansados suspiros.
—Bueno, esto se resume en que en Humanidad hemos tenido que crear una nueva especie —añadió Savage como si fuese algo sin importancia.
Edmundo y Mitchell volvieron a verse con cara de casi desesperado asombro. Tal vez regresar al rollo insustancial no era tan mala idea después de todo. Que les fundiesen el cerebro ahora parecía algo bastante posible.
—En Humanidad hemos creamos una raza de bestias de combate: los krawnekas, que serán montados por los jivantauros, nuestros jóvenes guerreros de tierra —remató Jonathan Savage.
En ese momento, sin dar a tiempo a una nueva ola de exclamaciones y con un nuevo y elegante movimiento de su mano, cual si de un mago se tratara, hizo que flotando frente y sobre los jóvenes apareciera una holoproyección increíblemente realista.
Todos contuvieron la respiración.
Lo que mostraba la holoimagen era lo que solo podía describirse como una bestia mítica. Era una especie de bisonte gigantesco con cola de dinosaurio, cuernos curvos que se veían decididamente hechos para destripar, y un hocico chato armado con dientes que enseguida se veía que podían destrozar casi cualquier cosa. El animal, o lo que sea que fuese, poseía un pelaje dorado, comprimido en lo que parecían las placas de una antigua armadura medieval. Sus ojos sin pupila eran igualmente dorados.
Era terriblemente hermoso.
—No te espantes —susurró Edmundo—. Esa cosa se ve bastante simpática. Pero la verdad no se me antoja montarla.
Mitchell asintió. Definitivamente prefería los aviones. Y al parecer, por las expresiones de sus vecinos más cercanos, la opinión era generalizada.
Savage aprovechó el momento para darles el golpe de gracia.
—Pero ustedes, jóvenes, en caso de decidir unirse a Humanidad, van a volar en una de estas.
La bestia de combate desapareció lentamente para dar paso a la rotunda imagen de una nave. Y se hizo un silencio profundo y fascinado. Todos los jóvenes nuevamente dejaron de respirar.
Era una preciosidad: estilizada como una inmensa cabeza de flecha, negra como la noche, brillante como un sueño, y de apariencia mortal. Como una gigantesca ave de presa.
—Ya valió madre —dijo Edmundo convencido—. Yo quiero una de esas. No me importa lo que tenga que hacer —aseguró.
—Después de mí, compadre —repuso Mitchell en el mismo tono.
Savage sonrió con algo de malicia. Sabía que esa iba a ser la reacción de los jóvenes. Siguió hablando:
—Esta es una Horus 77. La más poderosa nave de combate que la humanidad ha conocido, o conocerá —se corrigió esbozando una leve sonrisa—. Creada por Humanidad para ustedes, jóvenes cadetes —dijo casi como si fuera un vendedor de autos—. Y será la nave en que volarán y pelearán. Debo insistir en que solo unos pocos seres humanos tienen la capacidad mental y física para hacerlo. Es un vehículo de combate inmensamente poderoso que solo los míticos krantters pueden volar. —Era la primera vez que los jóvenes oían es palabra, pero el corazón de todos y cada uno dio un pequeño salto—. Esos son ustedes —aclaró Savage—. Si aceptan, ustedes se convertirán en los krantters Orión —añadió en tono de desafío.
Las decididas expresiones de los jóvenes le dieron la respuesta que esperaba.
—Pero estas naves y los krawnekas no son lo único con que contamos. Junto con esas y otras naves, hemos desarrollado una nueva y revolucionaria tecnología —informó con orgullo—. Una tecnología que potencia las capacidades que ustedes y los otros futuros guerreros de Humanidad poseen, al igual que lo hará con su armamento. Esto, gracias al uso de la energía del geotraxis.
Todos los jóvenes lo observaban fijamente, restaurada plenamente su atención.
—Esa será la tecnología que nos permitirá enfrentar a los birseks en condiciones de igualdad. Podemos vencerlos —aseguró—. Además de también superar la prueba —añadió con igual seguridad.
Nuevamente guardó silencio para permitir que los jóvenes absorbieran esta nueva información. Pero el ambiente había cambiado drásticamente. La rebeldía, las dudas y la incertidumbre habían desaparecido.
Los jóvenes creían en lo que Jonathan Savage les estaba diciendo.
—Bueno —dijo Edmundo en tono levemente burlón, saliendo de la ensoñación de ver la nave, que en esos momentos se esfumaba del aire provocando suspiros perfectamente audibles—, al menos se prepararon con tiempo y equipo. Ya ves que normalmente son tres de ustedes, una resortera ensamblada con cinta de empaque y toda la suerte del universo.
—¿Ustedes? —inquirió Mitchell extrañado, saliendo también de su ensoñación—. ¿A qué diablos te refieres?
—A todas las películas sobre el tema, compañero. —Edmundo meneó la cabeza y esbozó una sonrisa—. Esas donde ustedes, los gringos, salvan al planeta en los últimos treinta segundos.
Mitchell suspiró lentamente, pensando en cuál era la mejor respuesta.
—Esto no es una película, por si no te has dado cuenta, compañero —repuso como si estuviese hablando a un niño.
—Eso suponemos, Scottie. —Meneó nuevamente la cabeza Edmundo—. Pero nunca se sabe. Por otra parte, creo que es un buen punto a favor de Humanidad eso de la nueva tecnología. Claro, sin contar lo puntos perdidos por haber provocado que vengan unos alienígenas a intentar borrarnos del planeta —añadió alzando una ceja.
Mitchell suspiró profundamente. ¿Por qué lo habían tenido que sentar ahí?
En ese momento, Jonathan Savage pidió nuevamente silencio. Y fue obedecido de inmediato.
—Aún hay muchísima información que deben de conocer si se unen a nosotros, cadetes —continuó—. Pero creo que ya es suficiente por el momento.
Suspiros y resoplidos generales le dieron la razón.
—Pasemos ahora a información más terrenal y administrativa —agregó riendo suavemente.
—¿No se llama de otra forma? —preguntó Edmundo enarcando una ceja, y luego, volviéndose a mirar fijamente a su compañero, preguntó de nuevo—: ¿Cómo dices que te llamas? ¿Harry o Luke?
—Tú puedes decirme simplemente papá —repuso Mitchell con algo parecido a un gruñido.
Edmundo repuso con tono de comprensión:
—Ya sé la verdad. No te avergüences, mamá.
De repente, Mitchell se descubrió disfrutando de esos duelos verbales.
—O sea que también eres gringo. Bien por ti, hijo mío.
Edmundo sonrió y aceptó el empate.
—Ahora, nuestro jefe administrativo, el doctor Frausto, procederá a presentarles a algunos de nuestros asociados principales, que también formarán parte del equipo que habrá de entrenarlos —indicó Savage—. Considero que esto de por sí es una buena prueba adicional de que lo que les estoy diciendo es verdad —afirmó sonriendo mientras cedía su lugar al citado doctor, que agradeció la presentación con una leve inclinación de cabeza.
Tras dejar el podio, Savage se dirigió al sitio central de la mesa de honor que, sin que los jóvenes se hubiesen percatado, ya estaba llena.
—Espero no tener una avalancha de muchachos con ataques de pánico gracias a tu oleada de revelaciones, supremo líder —le dijo el doctor Rivers a Jonathan Savage mientras este tomaba asiento a su lado.
—Al que no resista este primer embate no lo necesitamos, matasanos —repuso Savage pensativo—. Lo que espero es que sus padres no sean los que no den demasiados problemas. ¿Tienes el último reporte de sus reacciones? —preguntó mirando a su mejor amigo con alzamiento de cejas.
—Tranquilo, jefe —repuso Doc Rivers de inmediato—. Hasta el momento no hemos tenido problemas. Todos han llegado a la conclusión de que la decisión estará en manos de sus hijos —explicó.
Savage asintió en silencio para después seguir con atención cómo tomaban las presentaciones los candidatos a reclutas. En esos momentos el doctor Frausto comenzaba a hablar con los jóvenes, también en quásar:
—En la segunda sección de la carpeta que tienen en sus manos está la información básica de los directivos de Humanidad, de sus instructores generales y de su instructor principal, que será único y diferente para cada escuadrón.
El oír por primera vez la palabra escuadrón también generó un leve estremecimiento en todos los jóvenes: estaban por iniciar su entrenamiento como pilotos de combate. El doctor siguió informándoles:
—También encontrarán mapas de las instalaciones principales y algunas indicaciones de aplicación general. Por favor, revísenlas cuidadosamente durante un momento —pidió, dándoles un muy necesario tiempo para recuperarse.
Tras hojearla brevemente, Mitchell y Edmundo dieron con la foto e información del que sería su instructor principal: un alemán de rostro severo.
Edmundo, meneando la cabeza, comentó:
—Hermann Jaeger. Este tipo se parece al sargento de un escuadrón de gente que no ríe. O sea, nosotros.
—Pues aún le estoy buscando la gracia a todo esto, compañero —repuso Mitchell.
Edmundo lo miró como valorando si debía de decir honestamente lo que pensaba. Finalmente decidió que sí.
—Hablando en serio, Mitchell... Esto no es una broma, ¿verdad? Son demasiadas cosas, todas demasiado profundas y alucinantes.
Mitchell lo miró y repuso con igual honestidad.
—No nos conocemos lo suficiente como para ofrecerme a pellizcarte, Edmundo. Además, sería una broma muy cara, como tú mismo dijiste. —Se encogió levemente de hombros—. Sin contar con que no viste la nave en que nos trajeron. —Meneó levemente la cabeza—. Créeme que no se parece a nada que yo haya visto, ni siquiera en revistas especializadas —le aseguró—. Y lo del transportal que usamos también es cierto. Pasamos por uno de ellos camino acá —le confirmó—. Además, están nuestras propias experiencias personales y que el asunto lo validan nuestras madres, como sabiamente mencionaste —sonrió levemente—. No, compañero —lo miró fijamente—; creo que esto va totalmente en serio. Por cierto, ¿te gusta volar, Ed?
Edmundo sonrió ante el diminutivo, que de ahí en adelante sería el que usaría muchas veces su compañero con él. Meneó la cabeza un poco antes de responder con voz pensativa:
—No me disgusta. Aunque honestamente no he viajado mucho en avión. Pero créeme que nunca, ni en mis más locos sueños, me planteé la idea de convertirme en piloto, y menos de combate. Y en una nave futurista… bueno —alzó ambas manos—; como ya dije, es simplemente demasiado…
El doctor Frausto, terminada la tregua, comenzó a hablar de nuevo. Ahora presentaba a algunos de los citados personajes de la carpeta.
Al tiempo de nombrarlos, iban apareciendo científicos y militares, hombres y mujeres. Todos ellos conocidos. Todos ellos supuestamente muertos o desaparecidos. Y todos ahí, bastante vivitos. No podía negarse que era una buena prueba. O se habían conseguido muy buenos dobles, o de verdad eran ellos.
Uno que llamó especialmente la atención fue Antonio Cassini, una joven y muy capaz revelación del medio científico que había realizado muchas cosas importantes antes de «morir» en un accidente.
—De ese tipo sí he leído mucho —señaló Edmundo—. Realizó trabajos que interesaron mucho a mi madre.
—¿Psiquiatría en hijos hiperactivos? —preguntó Mitchell con fingida seriedad.
—Uso de neurocircuitos para lograr que algunos idiotas fuesen medianamente funcionales —repuso Edmundo de inmediato viendo a su amigo con piedad igualmente fingida—. Pero no te ilusiones, tampoco es que esa tecnología haga milagros.
Tras ser presentados, los más relevantes pasaban a ocupar nuevamente su lugar en la mesa del escenario. Solamente la silla del centro estaba vacía. Al parecer, el líder de Humanidad se habla ausentado para atender algún asunto urgente. Eso pensó la mayoría de los jóvenes que se dieron cuenta del hecho.
«O sencillamente fue al baño», pensó distraídamente Edmundo.
Jamás imaginaría, ni en la más loca de sus especulaciones, con quién estaba hablando en esos momentos el supremo líder de Humanidad, vía remota y por un canal de alta seguridad.
Con cada presentación, los jóvenes buscaban la información correspondiente a la persona en su carpeta. En realidad, el sencillo y mecánico proceso sí contribuyó mucho a tranquilizarlos.
—¡Vaya con el señor! —silbó suavemente Mitchell.
Estaban leyendo lo referente al general Samuel Markham, que era el jefe de la sección militar de Humanidad y encargado también de ese aspecto de su entrenamiento. De origen inglés, supuestamente muerto en una operación militar conjunta hacía diez años, el hombre tenía un historial verdaderamente impresionante.
—¿Cómo lograrán hacer que trabajen juntos y en paz semejantes divas? —preguntó Mitchell realmente interesado.
—Creo que el buen profesor Savage no es precisamente muy blandito como jefe, Scottie.
Mitchell se volvió a ver a Edmundo con cara de hastío.
—Deja de llamarme Scottie, ¿ok?
—Debes de admitir que te queda ni pintado, dadas las circunstancias. Además, es de cariño, amigo —repuso Edmundo sonriendo.
—Vale. Entonces yo de cariño te voy a llamar pendejo, ¿ok?
Edmundo alzó ambas cejas algo sorprendido. Pero le gustaba lo directo de su nuevo compañero.
—¿Entonces, cómo os gusta ser llamado, caballero? —preguntó fingiendo acento español.
—Mitchell o Mitch cuando te ganes el derecho, compadre. ¿Y tú, como prefieres que te llame, Edmundo?
—Ed está bien desde este momento, compañero —dijo sonriendo nuevamente.
Mitchell relajó su actitud.
—De acuerdo, Ed.
—Perfecto, Mitch.
En ese momento, el doctor Frausto carraspeó ligeramente. Fue suficiente para que todos los jóvenes, de manera casi instintiva, alzaran su mirada para dirigirla al escenario. Savage, ya de regreso en su asiento, vio el movimiento sincronizado y mostró una leve sonrisa.
Era lo que él y los jefes de instrucción esperaban ver.
Por un extremo del escenario apareció un hombre que avanzaba firmemente y sin prisa. No era muy alto, aunque se veía nervudo, ágil y de una edad indefinida. Mantenía una expresión serena en sus firmes rasgos, como si cientos de personas no lo estuviesen viendo atentamente en ese momento. Por difícil que fuera de creerse, más allá de mitos, leyendas y películas, conforme avanzaba iba esparciendo una invisible ola de energía que parecía penetrar en los corazones y las mentes de los jóvenes.
Un joven de tipo oriental, sentado a dos lugares de Mitchell, comenzó a menear la cabeza como si estuviese mareándose un poco.
El personaje vestía chamarra y pantalones de lo que parecía una suave gamuza, con flecos cortos y en un hermoso tono café tostado claro. El atuendo estaba decorado con algunos discretos y elaborados signos multicolores grabados en los costados de chamarra y pantalón. En el lado derecho de su pecho portaba el tal vez incongruente pero al parecer inevitable escudo de Humanidad. Ceñía su frente con una banda de color azul claro que ostentaba un símbolo en el medio, pero desde la distancia de las butacas era imposible distinguirlo. Usaba su pelo, castaño y largo, cuidadosamente peinado en una gruesa trenza que le llegaba a media espalda. Era moreno, pero en contraste poseía unos ojos increíblemente azules, casi transparentes.
Al llegar junto al doctor Frausto, se detuvo y se volvió a mirar en dirección de los cuatrocientos futuros reclutas.
—Jóvenes, este es Heraldo, su principal instructor en el manejo de la energía del geotraxis —informó Frausto—. Sería muy difícil en estos momentos explicar exactamente qué hace. Es más, es posible que nunca pueda explicárselos ninguno de nosotros con palabras. Hay cosas que solo se entienden al verlas y vivirlas —aseguró con un leve suspiro, al parecer recordando alguna experiencia personal.
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