Kitabı oku: «Cetreros I», sayfa 5
—He olido cosas peores, te lo puedo asegurar —repuso el profesor riendo—. Y no te preocupes por el examen —aseguró—. Puedo ayudarte a justificar la falta. Además, la profesora Ducret es amiga mía. Podrás presentarlo posteriormente.
«Aunque sea muy posteriormente», añadió mentalmente para sí mismo el profesor.
Mitchell no lo pensó mucho. El profesor Brown era buen amigo de la familia. Había cenado frecuentemente en su casa, su madre lo conocía desde hacía años y lo consideraba una persona de toda confianza. Por otro lado, si el tipo decía que era urgente, es porque era urgente. Y si podía hacer esperar el examen, ¿cuál era el problema? Dando la vuelta al trote y subiendo al coche con un ágil movimiento, exclamó:
—¡Le debo una, profesor!
—Ten por seguro que es al contrario, muchacho. —El profesor sonrió un poco enigmáticamente al arrancar y enfilar por una avenida cercana.
En un congreso de aeronáutica que se llevaba a cabo en las afueras de la misma Seattle, en las instalaciones de un elegante hotel, el ambiente era festivo debido al tamaño e importancia del evento, que había sido pospuesto hasta salir de un nuevo periodo de precauciones sanitarias.
Una nutrida asistencia deambulaba entusiasmada para ver y ser vista. Se habían dado cita aficionados, expertos, fanáticos y curiosos. Además de oír conferencias, conocer nuevos modelos de aviones comerciales y militares, algunos de ellos en vivo, podían conseguir autógrafos y ver la carrera aérea de clausura. Por supuesto, también disfrutaban de las bebidas de cortesía si es que conseguían el gafete adecuado.
En los ratos libres entre las conferencias, y desperdigados por todas las áreas comunes del hotel, los asistentes comentaban exhaustivamente los últimos y tan manoseados informes de avistamientos extraños, recibidos a través de distintos medios tanto oficiales como civiles.
Un trío de expertos en diseño aeronáutico conversaba cómodamente sentado en las butacas imitación piel del jardín posterior del hotel, bajo con un hermoso invernadero de cristal. Una pequeña mesa de servicio estaba entre ellos y un cigarro olvidado se terminaba de consumir en un cenicero casi lleno. Cada uno tenía su bebida favorita en la mano y estaban totalmente relajados ya que sus ponencias ya habían pasado y disfrutaban tranquilamente del resto del evento.
En esos momentos hablaba uno de ellos: un hombre alto y delgado, con más pinta de vaquero que de ingeniero aeronáutico:
—Ya afiné las imágenes. Son naves hermosas —aseguró—. Pero definitivamente las clasificaría como aviones. Unos hermosos aviones negros y plateados.
—Entonces —contestó uno de sus interlocutores, de modernos lentes oscuros y elegante ropa informal— descartas que esas observaciones correspondan a naves no terrestres. ¿No puedes aceptar que alguien fuera del planeta haya diseñado algo así? —preguntó seriamente.
—No sé qué fumaste, amigo —repuso el larguirucho experto—, pero a lo que más llegaría yo es a aceptar que sean militares.
—Además, son demasiadas zonas del mundo en donde se han dado los avistamientos. ¿Y por qué casi siempre sobre el mar? —intervino un hombre maduro, el decano del grupo, al tiempo de acomodar su anticuada corbata de pajarita por enésima vez en el día. Entre eso y mesar constantemente su escaso cabello, ya tenía exasperados a sus más jóvenes compañeros. Aunque debido al respeto que le profesaban, no hacían comentario alguno al respecto.
—Porque ahí no hay gente, profesor —repuso el vaquero con cierta deferencia. El hombre maduro era una leyenda en el ramo aeronáutico.
—Entonces ¿por qué se han dejado ver? —inquirió el de lentes oscuros—. ¿Presunción? ¿Llévenme con su jefe en cuanto llegue?
—No lo sé, tal vez tuvieron alguna falla de operación. No sería la primera vez —replicó el decano.
—Por fin, ¿son o no son producto de una tecnología muy avanzada? Aunque el alto número de fallas apoyaría la teoría de aviones militares —se burló el vaquero.
—Creo que lo que necesitamos es una cerveza —contestó el de los lentes, levantándose—. Vamos, yo invito.
Los tres se alejaron riendo en dirección al bar. Solo el decano llevaba una curiosa mirada de impaciencia. Y al no ser observado por sus compañeros, a los que había dejado caminar un poco más adelante, sus nerviosas maneras desaparecieron instantáneamente y dieron paso a movimientos desenvueltos y seguros al leer un mensaje de texto que acababa de llegar a su teléfono celular de última generación.
Un modelo muy poco común, por cierto.
—Perfecto, pasemos a lo que sigue —susurró en un lenguaje que nadie cercano, en caso de haberlo escuchado, hubiese entendido. Y su mirada se endureció, aunque solo fue un instante, mientras digitaba su informe de respuesta a toda velocidad.
Cuando alcanzó a sus compañeros, era el mismo maniático profesor de siempre.
Capítulo 3.
Y Dios se llama Akraron
Nuestra causa es nueva; nuevo, pues,
debe ser nuestro modo de pensar y de actuar.
Abraham Lincoln
El nacionalismo es una enfermedad infantil.
Es el sarampión de la humanidad.
Albert Einstein
Adaptarse a los grandes cambios a veces implica aceptar mucho.
Incluso ideas radicalmente distintas a las que conocemos
y respetamos.Y en ocasiones, dejar de creer totalmente
en lo que siempre nos había sostenido.
Jonathan Savage
Diario personal
Base principal de Humanidad, en un lugar de las Filipinas, 6 de diciembre de 2035
—¿Cómo te sientes, Edmundo? —preguntó una voz grave y tranquilizadora.
Fue lo primero que escuchó el joven al empezar a despertar. Conforme se despejaba la negrura, sus sentidos comenzaron a alertarse. El silencio era absoluto, por lo que su propia respiración le sonaba casi estruendosa. Esperó un momento más antes de abrir los ojos y trató de recordar el último cuadro de la película: solo logró vislumbrar una luz dorada, que seguía sin saber si había sido una alucinación, el reflejo del sol («¿Cuál sol?», se contestó solo), o sencillamente el golpe.
Y ahora estaba la voz que, aunque hablaba español, lo hacía con un leve acento. Definitivamente, no creía estar en una clínica de su ciudad; el lugar estaba demasiado en calma. Además, no se sentía ni siquiera adolorido. Y lo habían atropellado. ¿O no? Por fin se decidió y, abriendo los ojos, se incorporó a medias, apoyándose en un codo.
Se detuvo al sentir un breve mareo.
—A ver cuándo me dejo atropellar de nuevo —musitó para sí. O eso creyó.
—No te levantes muy rápido —aconsejó ahora la voz con algo de diversión en el tono—. Sinceramente, espero que no tengas por costumbre ser atropellado. Aquí podría ser un problema en verdad grave, considerando los vehículos que se mueven en la base. —La voz hizo destacar la B.
«¿La base? —se preguntó Edmundo mentalmente—. ¿Qué base? ¿A qué está jugando este tipo?».
Por fin se volvió por fin a mirar a su interlocutor. Definitivamente no estaba en una clínica del gobierno. El doctor, ¿qué otra cosa podía ser?, estaba vestido con un moderno uniforme azul claro, parecido a un overol, con aplicaciones azules más oscuras. Sobre este llevaba la clásica bata blanca abierta y el consabido estetoscopio que tenía colgado del cuello era de un diseño un poco extraño. La bata tenía en la parte izquierda del pecho un logo bordado que Edmundo no reconoció. Y debajo del mismo, lo que suponía era el nombre del doctor. Estaba escrito en unos símbolos o letras de lo que debía ser algún idioma, pero que no se le hacía ni remotamente conocido.
—Dios —susurró convencido—. Estoy muerto o loco.
El doctor, que era un apuesto hombre afroamericano, aparentaba unos cuarenta y tantos años de edad y usaba lentes sin montura que acentuaban la fuerza de la mirada de sus ojos castaños. Su complexión esbelta, barba cuidada y una altura aproximada al metro ochenta le otorgaban una solemne dignidad... que se quebraba al oír su tono de leve burla.
—¿Ya estás mejor, muchacho? —preguntó aparentemente divertido ante el escrutinio del joven.
Edmundo repuso afirmativamente con un leve movimiento de cabeza. Pero antes de hablar dirigió la mirada a su derredor. Efectivamente, se hallaba en una especie de consultorio que no llegaba a clínica propiamente dicha. Y definitivamente no era del tipo gubernamental.
Había anaqueles y hermosos libreros de madera, totalmente llenos, en todas las paredes. En ordenadas vitrinas, igualmente de madera oscura, se veían medicamentos y aparatos médicos. Todo en un «ordenado amontonamiento», como solía decir su madre. Todo era del gusto de Edmundo, amante de coleccionar diversos tipos de objetos.
A través de una amplia ventana entraba una poderosa luz artificial proveniente de lámparas exteriores, que comenzaba a sustituir la moribunda luz natural.
Al parecer, ya casi era de noche.
—¿Ya es de noche?, ¿tanto tiempo ha pasado? —preguntó Edmundo.
Una vez terminadas sus observaciones, y ya totalmente recuperado, Edmundo se sentó en lo que había acabado por identificar como una mesa de auscultación. Los pies no le llegaban al piso por unos buenos cuarenta centímetros. Tal vez hubiese gigantes por ahí. Entonces empezó a preguntar en ráfagas:
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? ¿Cómo demonios sabe mi nombre? ¿Y cómo es que está anocheciendo?
Todo esto fue formulado en español y, al parecer, comprendido perfectamente por el doctor, quien respondió también en español, con el mismo leve acento:
—Tranquilo, Edmundo. —Alzó ambas manos y rio suavemente—. Una pregunta a la vez. De cualquier manera, todas tus dudas serán aclaradas en unos momentos. Al menos las de fondo —añadió alzando una ceja—. Asistirás a una reunión informativa en donde se les explicará a todos, de manera amplia y clara, el porqué de su estancia aquí.
—¿A todos? ¿No soy el único? Creo que ya estoy muy confundido como para agregar más cosas a mi pobre cabeza —repuso Edmundo enarcando una ceja.
—No te preocupes —insistió el doctor—. Es perfectamente comprensible que estés desconcertado. Empecemos a contestar algunas de tus dudas —indicó sonriendo de nuevo—. Para empezar, hay un buen número de jóvenes como tú en la base. Ellos llegaron de la forma planeada. Contigo se presentó la complicación de que no respetas las leyes peatonales y tuvimos que actuar sin tu consentimiento. —Esta vez enarcó ambas cejas al mover levemente la cabeza—. Por un momento temimos que también quedaras fuera del proyecto. En realidad, estuviste muy cerca, muchacho. Elegiste mal el día para ser atropellado — rio suavemente—. Por el momento, puedo decirte que te encuentras en la base central de Humanidad. Y yo soy el doctor Samuel Rivers— se presentó formalmente.
—¿Rivers? Su nombre me es familiar —contestó Edmundo con interés—. Mi madre es doctora. Creo que alguna vez lo nombró. —Se frotó levemente los ojos—. Pero todavía no confío demasiado en mi cabeza.
—Puede ser —repuso el doctor con un dejo de resignación—. Te es familiar como lo serán muchos de los nombres de mis asociados. —Sonrió algo torcidamente—. Sobre todo el de nuestro jefe. En su momento, hacíamos ruido allá afuera. Y por cierto, respeto mucho el trabajo que hace tu madre —añadió con seriedad.
—¿La conoce? —preguntó receloso el muchacho—. ¿De qué se trata esto?
—Edmundo —suspiró un poco impaciente el doctor Rivers—, ya no puedo darte más detalles, créeme. Basta con decirte que aún desde tan lejos estamos al tanto de las actividades de ustedes y sus familias.
Edmundo seguía pensando que estaba soñando.
—¿A cuántos kilómetros estoy de mi casa? ¿Cómo es que ya es de noche? —insistió en el punto.
—Entre el traslado y tu siesta forzosa pasó un buen número de horas. De hecho más de un día —repuso el doctor meneando levemente la cabeza—. Estás en una isla de las Filipinas y...
En ese instante se abrió la puerta del consultorio, dando paso a un hombre enfundado en un uniforme muy similar al del doctor, aunque de un tono de azul más oscuro. El tipo tenía porte militar con un corte de pelo casi al rape que reforzaba plenamente la impresión.
Sin disculparse por la irrupción, se dirigió al doctor de inmediato.
—Doctor, ¿está listo el muchacho?
—Lo está. No hay lesiones de ningún tipo. El campo de Geotraxis lo protegió. Luis llegó justo a tiempo —añadió el médico con un suave resoplido.
El hombre pareció recibir la noticia con sentimientos encontrados.
—Bueno, parece que el amigo Hermann finalmente ha corrido con suerte —sonrió torcidamente—. Y encima de todo tengo que ser su mensajero, ya que el señor está ocupado.
Al parecer el doctor no quiso discutir ese punto. Edmundo solo había entendido una palabra del breve discurso, parecía un nombre: Hermann.
—Bien, acompáñame muchacho —dijo entonces el tipo dirigiéndose a Edmundo, haciéndole un gesto.
El muchacho se volvió a ver al doctor con una mirada interrogante. Este, sonriendo comprensivamente, le dijo en español:
—Ve con él, Edmundo. Nos veremos en un momento. Guarda tus preguntas para la reunión. Y por favor, fíjate más al cruzar las calles —añadió con sorna.
Edmundo sonrió levemente y bajó con agilidad de la mesa, siguiendo al hombre que ya había salido del consultorio. Mientras caminaba, sentía como su cuerpo se iba desentumiendo.
El doctor miró pensativo como ambos salían al largo pasillo que los llevaría a la salida del edificio y, tras un par de segundos, se dirigió al moderno sistema de comunicación interna que estaba sobre su escritorio. Sin sentarse, pulsó un botón que lo enlazó directamente con su jefe, al cual le informó brevemente de que todo estaba listo.
—Ya está medianamente preparado para que le vueles un fusible junto a los demás, supremo líder —resumió la situación.
La respuesta de su jefe lo hizo reír suavemente, como era costumbre.
—Nos vemos ahí, jefe —cerró la comunicación.
Por el breve instante en que Edmundo le había visto el rostro a su guía antes de solo seguir una espalda, tenía la impresión de que el tipo era de origen oriental. Y no tan comunicativo como el doctor. Trotó brevemente para acoplarse al rápido y elástico paso del hombre, quien calzaba lo que parecían unas cómodas botas de combate.
—Qué bueno que no se dañaron mis tenis. Los acabo de comprar —susurró Edmundo con el tono de su sensata madre.
«¡Dios! ¡Debe estar histérica!», pensó.
Pero no tuvo mucho tiempo para seguir pensando en el asunto, ya que entonces salieron a una gran explanada que colindaba con el cuidado jardín exterior del edificio que estaban abandonando. Las poderosas luces exteriores deslumbraron momentáneamente a Edmundo, al tiempo que un delicioso olor le llenaba el olfato.
—Definitivamente, eso es mar —susurró incrédulo y escuchó, entonces, el suave rumor de las al parecer cercanas olas.
La gigantesca explanada estaba rodeada por sus cuatro costados por edificios de al menos cinco pisos de altura, todos completamente iluminados.
—Vaya que no escatiman en luz —murmuró Edmundo admirado.
Los edificios eran sencillos, elegantes y de una evidentemente moderna arquitectura, que incluía lo que parecían enormes ventanales de cristales inteligentes.
«¡Esto debe de haber costado una millonada! ¿En dónde demonios estoy?», se preguntó Edmundo nuevamente sin dejar de marchar a paso rápido.
Afortunadamente, la refrescante brisa estaba terminando de despejarle la cabeza. Aunque no era su idea de unas vacaciones sorpresa, el asunto no dejaba de tener su atractivo. Claro que faltaba ver qué opinaban sus padres. ¿Las Filipinas? ¡Por Dios! Con Acapulco hubiese sido más que suficiente, concluyó con sorna.
—¿A dónde vamos? —preguntó por fin a la veloz espalda del uniformado, ya que había desistido de ponerse a su costado.
Este respondió en la extraña lengua de hacía un rato. Lo hizo sin voltear, y Edmundo no se lo tomó a mal. Al parecer, ese día su destino era llegar tarde a todos lados. Por tanto, guardó silencio y continuó la veloz caminata.
Ya se sentía totalmente bien y siguió admirando las instalaciones.
Al frente de los edificios había cuidados rectángulos de césped que, como los bien distribuidos árboles, estaban perfectamente podados. En el medio de setos de arbustos, igualmente cuidados y estratégicamente distribuidos, se hallaban disimulados proyectores que iluminaban adicionalmente y de manera muy elegante a los modernos edificios.
—No les falta estilo —murmuró Edmundo mientras continuaba caminando a paso veloz tras su guía, pensando que era una vegetación extraña para una zona tropical.
A poca distancia de lo que parecía ser el edificio principal, ubicado en la parte oeste de la explanada, y que contaba con unas amplias escalinatas frontales, se levantaba un asta en la que ondeaba una bandera del color azul que pronto le sería muy familiar a Edmundo.
Un azul de todo su gusto, por cierto.
Sin embargo, a esa distancia no alcanzaba a distinguir claramente el escudo que la bandera exhibía, aunque estaba casi seguro de que sería el mismo de los uniformes, tanto del doctor como del corredor que tenía delante.
—Al menos es mi color favorito —murmuró meneando la cabeza.
En ese momento terminaron de atravesar la explanada y entraron en el primer nivel de uno de los edificios. Tras recorrer un corto pasillo, cruzaron las bellas puertas de lo que parecía ser un auditorio.
Edmundo tardó un momento en acostumbrarse a la ahora disminuida luz existente en el interior de lo que efectivamente resultó ser un enorme auditorio. El inconfundible murmullo de un gran número de gente reunida en un espacio cerrado le dio una nueva sorpresa, pese a lo dicho por el doctor.
—¡Vaya con el día loco! —susurró con incredulidad.
Cuando sus ojos se habituaron, pudo distinguir lo que sin duda eran cientos de butacas y un escenario de buen tamaño. Ahí se encontraba un hombre que portaba un uniforme igual al de su guía, y que parecía revisar algunos papeles colocados en un elegante atril de madera y cristal al tiempo que otros verificaban diversos paneles de control situados en los costados del amplio espacio.
Parecía que un concierto estuviese por iniciar.
Mientras descendía por un suavemente inclinado pasillo lateral tras su siempre veloz guía, pudo observar que la parte posterior del escenario estaba cubierta con una hermosa placa de metal opaco que ostentaba un gigantesco escudo en relieve con detalles de diversos colores. Era un bello escudo con elementos que parecían seres humanos estilizados, estrellas y algunas otras cosas que no pudo apreciar en ese momento.
—Debe ser un club exclusivo —musitó Edmundo—. Muy exclusivo.
A una respetable distancia detrás del atril, con el escudo como fondo, se veía una moderna y hermosa mesa de honor de madera y metal con doce o catorce sillas a juego, que en ese momento se encontraban vacías.
«Esto está de locos», pensó Edmundo, cada vez más confundido.
—Siéntate, muchacho —le indicó en esos momentos su guía señalándole una butaca con el número 122 marcado en el respaldo.
«Al menos esto sí lo puedo leer», pensó Edmundo con sarcasmo.
Obedeció más al gesto que a la palabra, dándose por vencido de tratar de entender ese dichoso lenguaje, dialecto, o lo que fuese.
Su guía, una vez cumplida su misión, se dirigió a hablar con el hombre que se encontraba en el escenario. No se despidió, pero Edmundo no le dio mayor importancia, ya que algo le decía que al parecer solo lo estaban esperando a él para comenzar.
Eso sí que era incómodo, y mejor era no hacerse notar de más.
—Gracias, compadre —le dijo a las ya lejanas espaldas del tipo.
Luego se dedicó a observar a su alrededor, constatando lo dicho por el doctor: que los presentes eran todos jóvenes de edad similar a la suya. El nutrido grupo llenaba una gran parte del auditorio, que Edmundo calculó que sería como un sesenta por ciento. Luego se enteraría de que eran exactamente cuatrocientos jóvenes, incluido él.
Desde su posición en la primera butaca de la fila podía ver la totalidad de los asistentes a la misteriosa reunión. Mentalmente dio gracias por no tener que haber desfilado frente a todos los demás. Con más calma pudo apreciar que era realmente un grupo muy heterogéneo. Estaban presentes jóvenes de todos tipos, tamaños, colores y razas.
Lo que también pudo observar inmediatamente era que no había mujeres, lo cual le extrañó aún más. ¿De qué diablos iba el asunto?
Muchos de los jóvenes estaban en silencio y los que conversaban o intentaban hacerlo, ya que también era evidente la diferencia de idiomas, lo hacían en voz baja.
—Nada es perfecto —dijo a media voz—. Es playa, pero sin chicas a la vista.
Cuando por fin dirigió la vista a su derecha, se encontró con la mirada divertida de su vecino de asiento, que al parecer llevaba tiempo observando su inspección del auditorio. Y oyendo su monólogo. Era un esbelto joven rubio, de ojos azules, al parecer de su misma estatura y que aparentaba ser americano o europeo. Edmundo sonrió ante la expresión socarrona que le ofrecía y le dijo (en español) al momento de extender su mano:
—¿Qué tal? Me llamo Edmundo Escalante. ¿Sabes de qué va esto, compadre?
El joven rubio puso cara de desconcierto por un momento, pero luego contestó en un titubeante español, sonriendo también al momento de extender su mano:
—Mitchell Scott, mucho gusto.
Su amigo el profesor había sido muy parco en sus explicaciones cuando lo llevó a un campo aislado en la periferia de la ciudad, lo que definitivamente había inquietado a Mitchell... Inquietud que rápidamente se transformó en asombro al ver descender una hermosa y definitivamente espacial nave del cielo. Pero mientras aún tenía la boca abierta, recibió una sorpresa aún mayor: una llamada de su madre por el celular del profesor, que tras convencerlo de que realmente era ella, le había pedido con cariñosa firmeza:
—Sube a esa nave, Mitchell, por favor. Confía en mí. De cualquier manera, si no aceptas participar en el proyecto, regresarás de inmediato a casa, hijo mío.
Y Mitchell, bastante confundido pero extrañamente tranquilo, había subido a la pequeña nave dejando tras de sí al que desde ahora siempre vería como su misterioso reclutador.
Tras un primer y corto vuelo viajando solo con la tripulación, había llegado a lo que solo podía denominarse como una «casa de seguridad», en donde ya se encontraban otros jóvenes. Al descender de la nave, que despegó de inmediato tras dejar a su pasajero, Mitchell pudo ver el nevado y montañoso paisaje que rodeaba el aislado sitio. Y supo de inmediato que evidentemente ya estaba muy lejos de su casa, en otro país.
—¡Vaya que volamos rápido! —susurró antes de ser instado a entrar a la casa para resguardarse del intenso y gélido viento.
Tras la llegada de otras naves pequeñas, el grupo de jóvenes se incrementó a veinticinco. Aunque pasaron un buen número de horas, de hecho casi un día, ninguno había dormido mucho pese a la recomendación de sus anfitriones. Además, en realidad los asombrados jóvenes no habían hablado mucho entre sí antes de que llegara a recogerlos una negra nave aún mayor y más impresionante.
—¡Por Dios! —susurró Mitchell con la boca nuevamente entreabierta al ver cómo la deslumbrante nave aterrizaba de manera vertical en el nevado suelo, levantando pequeñas nubes blancas.
Después de un impresionante y no muy largo vuelo, que incluyó una alucinante salida a la parte superior de la atmósfera, habían llegado finalmente a lo que se les informó que era una isla en las Filipinas. Tras descender de la nave, que esta vez permaneció en tierra, fueron trasladados hasta ese edificio en vehículos eléctricos bastante modernos. Luego, él y sus compañeros de viaje habían sido distribuidos en diversas secciones del auditorio «para ser completamente informados».
Y ahora, Mitchell se estaba presentando con un latino que al parecer estaba menos informado aún que él y su temporal grupo.
Edmundo estrechó la mano de Mitchell con firmeza, pensando que siempre había considerado extraño lo de llevar nombres que podían usarse como nombres de pila o apellidos. Tras liberar su mano, le preguntó en un aceptable inglés:
—¿Sabes que sucede aquí?
—Supongo que lo mismo que tú —repuso Mitchell ahora en inglés—. La poca información que me proporcionaron mi «reclutador» y mi mamá. —La última palabra la dijo sonriendo torcidamente—. Y lo que nos han dicho aquí, que también ha sido poco. Lo mismo te pasó a ti, ¿o no? —preguntó interesado.
Edmundo tardó un poco en digerir la pregunta que había sido formulada a demasiada velocidad para su inglés, que estaba algo oxidado.
—No —contestó finalmente—. Aunque ahora que lo mencionas, hoy tenía una reunión importante con mi profesor de Física. —Lo de reunión importante le sonó pedante pero no conocía una forma más simple de decirlo—. Me había comentado que era muy urgente que conversáramos después de un examen. Me pareció extraño, pero lo considero un amigo. —Mitchell asintió comprensivo ante la similitud con su caso, pero no dijo nada—. Y antes tuve un encuentro cercano con un automóvil. Y luego aparecí aquí —terminó Edmundo mientras se encogía levemente de hombros.
—¿Encuentro cercano? —preguntó extrañado Mitchell. El tipo hablaba razonablemente bien el inglés, pero utilizaba algunas frases que le parecían de uso muy personal.
—Sí, me atropellaron. Pero soy duro de aplastar —aclaró con una media sonrisa.
—Me alegro —repuso Mitchell a su vez con una sincera sonrisa—. Creo que te hubieras perdido de algo interesante.
—Pero no hay chicas —comentó Edmundo en tono de queja—. Eso sí es intrigante. Más bien dicho, decepcionante.
—Nada es perfecto —repuso Mitchell—. Al menos hay playa, tal vez las chicas lleguen después.
—Creo que me vas a caer bien, Mitchell —repuso Edmundo con una decidida sonrisa de identificación.
En ese instante se dejó oír una voz desde el escenario. Todos los jóvenes, sin excepción, dirigieron su mirada hacia el frente. El que hablaba era un hombre distinto al que inicialmente habían visto acomodando los papeles. Este, aunque estaba enfundado en un uniforme casi igual al de los demás personajes que habían visto hasta el momento, se diferenciaba por su actitud, que irradiaba seguridad y autoridad.
Tenía un aspecto juvenil que contrastaba con su tono de voz y la firme seguridad de sus movimientos. Era estatura media, con una piel blanca agradablemente tostada y un cabello castaño oscuro que ya contaba con algunas canas. Poseía una figura esbelta y de buen tono muscular. Llevaba unos lentes de montura metálica que lo hacían parecer un genio de la informática.
Todos estos detalles podían ser apreciados gracias a la gran holoproyección que comenzó a mostrarse a un costado del orador, evidentemente para reforzar su presentación.
El silencio se volvió completo entre los jóvenes.
Al parecer, el hombre hablaba en el mismo extraño idioma que Edmundo escuchara en el consultorio. Visto el desconcierto general, era obvio que ninguno de los jóvenes conocía el dichoso lenguaje.
A continuación, el hombre empezó a repetir pausadamente su mensaje, ahora en inglés:
—Bienvenidos a la base principal de Humanidad, jóvenes —dijo con toda formalidad—. Lamentamos el pequeño retraso en iniciar, pero tuvimos algunos problemas con el traslado de uno de ustedes —(Edmundo dirigió su mirada al cielo raso y Mitchell esbozó una sonrisa torcida)—. Pero ha llegado el momento de explicar el motivo de su estancia en este lugar, en esta base situada en las islas Filipinas —confirmó.
El rostro del hombre le parecía familiar a Edmundo. Y por los murmullos que empezaron a crecer a su alrededor, se dio cuenta de que también lo era para otros de los presentes. Al voltear a ver a Mitchell, se dio cuenta de que este estaba con la boca medio abierta. Después de un par de segundos, su compañero exclamó:
—¡No puede ser! ¡Está muerto!
—¿Quién? —preguntó extrañado Edmundo.
—¡Él! ¡Ese hombre! ¿No lo reconoces? ¡Es Jonathan Savage! Hace años salió en varias series científicas de televisión.
Edmundo frunció el ceño y trató de recordar.
—Con razón su rostro me parecía conocido —asintió finalmente—, aunque soy mal fisonomista —admitió—. Pero vaya que se ve en buenas condiciones para estar muerto. A menos que sea vampiro, claro está. Ya ves que se han vuelto a poner de moda —añadió sonriendo.
—¡Por Dios, Edmundo!, ¡Jonnathan Savage era... o es… ¡es uno de los mejores científicos del mundo! Si no es que el mejor —insistió Mitchell, ya algo exasperado.
—Tranquilo, compadre —repuso Edmundo con calma, alzando una mano frente a su compañero—. Se supone que se mató en un accidente en la selva amazónica hace unos años. ¿O no? Repito, se ve bien para estar muerto.
—Tal vez tú si moriste atropellado y ahora eres un zombi —repuso Mitchell sonriendo con algo de sarcasmo al ver la calma de Edmundo—. Aunque te ves entero, probablemente lo único que murió fue tu cerebro —diagnosticó.
—¿Y esto es el cielo? —contestó Edmundo también burlón y ahora en español—. Ya lo había pensado, pero no puede ser. No hay mujeres —señaló—. Y tú no tienes tipo de ángel, a pesar de lo rubio, compadre. Tienes más tipo de cantinero de bar playero —añadió riendo suavemente.
Mitchell no alcanzó a contestar ya que el resucitado científico, tras dar un tiempo para que sus oyentes asimilaran lo que acababa de decir, impuso silencio con una serena pero firme y enérgica llamada al orden.
Funcionó de inmediato.
—Creo que todos saben un poco de inglés —continuó hablando en ese idioma, ahora con un tono de leve diversión—. Pero en caso de que tengan dificultad para seguirme, ahora y cuando cambie de idioma, por favor colóquense los audífonos que están en la papelera situada al costado de su butaca, junto con una carpeta con material informativo, también en su idioma, que pueden ir siguiendo mientras yo hablo. De esta manera tendrán una doble traducción simultánea a su idioma nativo —explicó en el mismo tono levemente festivo.